P.Cándido Pozo
La encíclica Haurietis Aquas, de Pío XXII, sobre el culto al Corazón de Jesús, contiene un párrafo sobre la Santísima Virgen sumamente sugestivo. A su análisis pretendo dedicar las presentes reflexiones. Las palabras de Pío XXII son las siguientes: “don asimismo preciosísimo del mismo Sacratísimo Corazón es la Santísima Virgen, Madre excelsa de Dios y Madre amantísima de todos nosotros. Era justo que el género humano tuviese por Madre espiritual a la que fue Madre natural de nuestro Redentor, asociada a Él en la obra de la regeneración de los hijos de Eva a la vida de la gracia. A propósito de lo cual escribe de ella San Agustín: ‘Evidentemente es Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque su caridad cooperó al que naciese en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza “.
Es un contexto en el que el Papa acaba de evocar los diversos y vehementes afectos que el corazón del Señor experimento mientras el mismo tendía de la Cruz, y de los que son expresión las frases que desde ella pronuncia y que constituyen lo que popularmente solemos designar como “las siete palabras”, creería que la primera frase de Pío XXII alude a la doble solemne proclamación de Jesucristo moribundo: “Mujer, he ahí a tu hijo” -“he ahí a tu Madre” (Jn 19,26).
Pio XII interpreta a si esta proclamación de la maternidad de espiritual de María con respecto a nosotros y de nuestra afiliación con respecto a Ella, como surgida del amor del Corazón de Jesús en la Cruz hacia los hombres, y como don amoroso a ellos, que brotó de ese mismo Corazón.
La realidad de la maternidad espiritual de María, es ontológicamente considerada, anterior a su proclamación desde la cruz. Como enseña el concilio Vaticano II, tiene su punto de partida en el “sí” dado por María al Ángel en la Anunciación, el cual se prolonga hasta el Calvario, donde María lo mantiene en medio del dolor de la Pasión de Jesús; pero esa maternidad es también una realidad permanente que perdura a lo largo de los siglos; expresión de esa permanencia es la actividad materna que, desde su Asunción a los cielos, María ejercita con su intercesión ante el trono del Padre. En todo caso, Pio XII, citando palabras de San Agustín, pone la raíz de la maternidad de María como respecto a los miembros del cuerpo místico en su cooperación a la obra salvadora. Es lo que, con palabras personales suyas, el Papa en la frase anterior califica de asociación a Cristo “en la obra de regeneración de los hijos de Eva a la vida de la gracia”.
Quien conozca la importancia que tiene el tema de María como nueva Eva en la teología de Pio XII, como aparece en la fundamentación principal que el mismo hace del dogma de la Asunción en la constitución apostólica Munificentissimus Deus, pensará con facilidad que la fórmula “regeneración de los hijos de Eva” no carece de una cierta alusión a ese tema patrístico primitivo. Es así María, la nueva Eva, quien colabora a sanar en los hijos de Eva, lo que esta con su pecado había cooperado a producir en ellos.
Por otra parte, las palabras de San Agustín, citadas por Pio XII, no hablan simplemente de cooperación de María en el nacimiento de los miembros del Cuerpo Místico, sino de una cooperación prestada por María con su caridad, con su amor. Ha sido méritos de Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia haber expresado la cooperación de amor de María, de modo explícito, como una participación del Corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado en la revelación del amor misericordioso que constituye la misión mesiánica de su hijo. El “sí” de María, especialmente en su vinculación con la cruz de su hijo, a cuyos pies se encontraría en el Calvario, es designado y descrito por Juan Pablo II como “el sacrificio de su Corazón”.
Volviendo a las palabras de Pio XII, conviene subrayar finalmente que en ellas la cooperación de María tiene lugar en la “obra de la regeneración de los hijos de Eva a la vida de la gracia”. Nacidos como hijos de Eva, renacemos como hijos de Dios. Y es en este paso a la filiación divina en el que interviene aquella cooperación de María por la que, a la vez que Madre del Señor comienza a ser nuestra Madre espiritual. Como dijo Juan Pablo II, el 4 de junio de 1979 en el santuario de Czestochowa, “ de hecho, la paternidad santísima de Dios, en su economía salvífica, se ha servido de la maternidad virginal de su humilde esclava para realizar en los hijos del hombre la obra del Autor Divino” ; por cierto, una obra que el mismo Papa acaba describir diciendo que gracias a esa maternidad de la Madre de Dios podemos ”ser llamados hijos de Dios y serlo realmente” (1 Jn 3,1).
Pienso que el tema se presta A reflexiones teológicas muy serias. No sólo María coopera para hacernos hijos de Dios, sino que esa cooperación es la que la constituyó en nuestra Madre espiritual. Creo que de aquí se sigue que el mismo estado de nuestra filiación adoptiva por la gracia tiene un doble punto de referencia, aunque los dos polos no puedan, en modo alguno, colocarse al mismo nivel: el Padre y María.
El designio salvífico del Padre tiene como objetivo nuestra hermanación con Jesús, hacer de Él “el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Pero no son plenamente hermanos quienes tienen solamente el Padre en común. Esos no son hermanos, sino meramente “hermanastros”. Por ello, Cristo, para realizar en su obra salvadora el designio del Padre, tuvo que hacernos en ella un doble don. Jesús no tenía más Padre que el Padre celestial ni más Madre que su Madre terrena. Él ha realizado su obra salvadora ”para que recibiésemos la adopción” (Gal 4,5), para darnos “ poder llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12), para que su Padre fuera nuestro Padre (cfr. Jn 20,27). Pero su hermanación con nosotros no habría sido completa si no nos hubiera dado a su Madre terrena como Madre espiritual. En el modo, querido por Él, de realizar la Encarnación salvadora, con una cooperación libre y responsable de María (cf. Lc 1,38), tiene lugar una acción materna de María, cuyo término no es sólo el Jesús histórico de Nazaret, sino –porque Él es la Cabeza del Cuerpo Místico –también es término de esa acción maternal, el comienzo de ese gran organismo de salvación por incorporación vital al cual los hombres nos salvamos. (Jn 19,25) es la proclamación solemne de una realidad previamente existente. Así María es, por su “sí”, simultáneamente “Madre y esposa del Verbo”: Madre que lo engendra, y esposa unida a Cristo para cooperar con Él en la obra salvadora. Si Cristo realiza esa obra como nuevo Adán que destruye la obra del primero, habrá de reconocer, junto a Él , la figura de María como una nueva Eva, verdadera “ Madre de los vivientes” (cfe. Gén 3,20), que coopera con Cristo para la salvación en paralelismo con la colaboración de la primera Eva en la obra del pecado realizada por el primer Adán. El recuerdo de que el “sí” de María brotó de a su amor, nos hace verlo como un “sí” nacido de su Corazón. Si el Corazón de Jesús es el manantial del que procede su ofrecimiento amoroso al Padre –ofrecimiento hecho por primera vez al entrar en el mundo (cfe. Heb 10,5) -, del Corazón de María, interpelado he invitado por la gracia, enfrentado no sólo a la perspectiva de ser Madre de Dios, sino al proyecto concreto o con que el ángel esboza, al describir la en la Anunciación, lo que va hacer la misión mesiánica del hijo, brota el “sí“ y su oblación de esclava, dispuesta a cumplir el designio salvífico del Padre. El Corazón de la nueva Eva es, por ello, la raíz última de su cooperación en la obra salvadora.
Estos temas, sin embargo, no son desarrollos especulativos, mucho menos construcciones rebuscadas, de una teología reciente, dispuesta máximalizar o exagerar el relieve de la figura de María. Aunque sin poder esperar todavía las formulaciones técnicas posteriores, los temas ya esbozados tienen sus raíces en la teología cristiana primitiva.