Del libro «HISTORIA DE UN ALMA» , Santa Teresita del Niño Jesús
Antes de hablarte de esta prueba, Madre querida, debería haberte hablado de los ejercicios espirituales que precedieron a mi profesión. Esos ejercicios, no sólo no me proporcionaron ningún consuelo, sino que en ellos la aridez más absoluta y casi casi el abandono fueron mis compañeros. Jesús dormía, como siempre, en mi navecilla.
¡Qué pena!, tengo la impresión de que las almas pocas veces le dejan dormir tranquilamente dentro de ellas. Jesús está ya tan cansado de ser él quien corra con los gastos y de pagar por adelantado, que se apresura a aprovecharse del descanso que yo le ofrezco. No se despertará, seguramente, hasta mi gran retiro de la eternidad; pero esto, en lugar de afligirme, me produce una enorme alegría…
Verdaderamente, estoy lejos de ser santa, y nada lo prueba mejor que lo que acabo de decir. En vez de alegrarme de mi sequedad, debería atribuirla a mi falta de fervor y de fidelidad. Debería entristecerme por dormirme (¡después de siete años!) en la oración y durante la acción de gracias. Pues bien, no me entristezco… Pienso que los niños agradan tanto a sus padres mientras duermen como cuando están despiertos; pienso que los médicos, para hacer las operaciones, [76rº] duermen a los enfermos. En una palabra, pienso que «el Señor conoce nuestra masa, se acuerda de que no somos más que polvo».
Mis ejercicios para la profesión fueron, pues, como todos los que vinieron después, unos ejercicios de gran aridez. Sin embargo, Dios me mostró claramente, sin que yo me diera cuenta, la forma de agradarle y de practicar las más sublimes virtudes.
He observado muchas veces que Jesús no quiere que haga provisiones. Me alimenta momento a momento con un alimento totalmente nuevo, que encuentro en mí sin saber de dónde viene… Creo simplemente que Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobre corazón, es quien me concede la gracia de actuar en mí y quien me hace descubrir lo que él quiere que haga en cada momento.
Unos días antes de mi profesión tuve la dicha de recibir la bendición del Sumo Pontífice. La había solicitado, a través del hermano Simeón, para papá y para mí, y fue para mí una inmensa alegría el poder devolverle a mi querido papaíto la gracia que él me había proporcionado llevándome a Roma.
Por fin, llegó el hermoso día de mis bodas. Fue un día sin nubes. Pero la víspera, se levantó en mi alma la mayor tormenta que había conocido en toda mi vida…
Nunca hasta entonces me había venido al pensamiento una sola duda acerca de mi vocación. Pero tenía que pasar por esa prueba. Por la noche, al hacer el Viacrucis después de Maitines, se me metió en la cabeza que mi vocación era un sueño, una quimera… La vida del Carmelo me parecía muy hermosa, pero el demonio me insuflaba la convicción de que no estaba hecha para mí, de que engañaba a los superiores empeñándome en seguir un camino al que no estaba llamada…
Mis tinieblas eran tan oscuras, que no veía ni en-[76vº] tendía más que una cosa: ¡que no tenía vocación…!
¿Cómo describir la angustia de mi alma…? Me parecía (pensamiento absurdo, que demuestra a las claras que esa tentación venía del demonio) que si comunicaba mis temores a la maestra de novicias, ésta no me dejaría pronunciar los votos. Sin embargo, prefería cumplir la voluntad de Dios, volviendo al mundo, a quedarme en el Carmelo haciendo la mía.
Hice, pues, salir del coro a la maestra de novicias, y, llena de confusión, le expuse el estado de mi alma…
Gracias a Dios, ella vio más claro que yo y me tranquilizó por completo. Por lo demás, el acto de humildad que había hecho acababa de poner en fuga al demonio, que quizás pensaba que no me iba a atrever a confesar aquella tentación. En cuanto acabé de hablar, desaparecieron todas las dudas.
Sin embargo, para completar mi acto de humildad, quise confiarle también mi extraña tentación a nuestra Madre, que se contentó con echarse a reír.
En la mañana del 8 de septiembre, me sentí inundada por un río de paz. Y en medio de esa paz, «que supera todo sentimiento», emití los santos votos…
Mi unión con Jesús no se consumó entre rayos y relámpagos -es decir, entre gracias extraordinarias-, sino al soplo de un ligero céfiro parecido al que oyó en la montaña nuestro Padre san Elías…
¡Cuántas gracias pedí aquel día…! Me sentía verdaderamente reina, así que me aproveché de mi título para liberar a los cautivos y alcanzar favores del Rey para sus súbditos ingratos. En una palabra, quería liberar a todas las almas del purgatorio y convertir a los pecadores…
Pedí mucho por mi Madre, por mis hermanas queridas…, por toda la familia, pero sobre todo por mi papaíto, tan probado y tan santo…
Me ofrecí a Jesús para que se hiciese en mí con toda perfección su voluntad, sin que las criaturas fuesen nunca obstáculo para ello…
[77rº] Pasó por fin ese hermoso día, como pasan los más tristes, pues hasta los días más radiantes tienen un mañana. Y deposité sin tristeza mi corona a los pies de la Santísima Virgen. Estaba segura de que el tiempo no me quitaría mi felicidad…¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en esposa de Jesús! Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño Jesús… Todo fue pequeño, excepto las gracias y la paz que recibí y excepto la alegría serena que sentí por la noche al ver titilar las estrellas en el firmamento mientras pensaba que pronto el cielo se abriría ante mis ojos extasiados y podría unirme a mi Esposo en una alegría eterna…
Toma de velo
El 24 tuvo lugar la ceremonia de mi toma de velo. Fue un día totalmente velado por las lágrimas… Papá no estaba allí para bendecir a su reina… El Padre estaba en Canadá… Monseñor, que iba a ir a comer en casa de mi tío, estaba enfermo, y tampoco vino. Todo fue tristeza y amargura… Sin embargo, en el fondo del cáliz había paz, siempre la paz …
Aquel día Jesús permitió que no pudiese contener las lágrimas, y mis lágrimas no fueron comprendidas… De hecho, ya había soportado pruebas mucho mayores sin llorar, pero entonces me ayudaba una gracia muy poderosa; en cambio, el día 24 Jesús me abandonó a mis propias fuerzas, y demostré lo escasas que éstas eran.
Ocho días después de mi toma de velo tuvo lugar la boda de Juana. Me sería imposible decirte, Madre querida, cuánto me enseñó su ejemplo acerca de las delicadezas que una esposa debe prodigar a su esposo. Escuchaba ávidamente todo lo que podría aprender al respecto, pues no quería hacer yo por mi amado Jesús menos de lo que Juana hacía por Francis, una criatura ciertamente muy perfecta, ¡pero a fin de cuentas una criatura…!
[77vº] Hasta me divertí componiendo una tarjeta de invitación para compararla con la suya. Estaba concebida en los siguientes términos:TARJETA DE INVITACIÓN A LAS BODAS
DE SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS DE LA SANTA FAZ
No habiendo podido invitaros a la bendición nupcial que les fue otorgada en la montaña del Carmelo, el 8 de septiembre de 1890 (a la que sólo fue admitida la Corte Celestial), se os suplica que asistáis a la Tornaboda, que tendrá lugar Mañana, Día de la Eternidad, día en que Jesús, el Hijo de Dios, vendrá sobre las Nubes del Cielo en el esplendor de su Majestad, para juzgar a vivos y muertos.
Dado que la hora es incierta, os invitamos a estar preparados y velar.