EL AMOR EXTREMO DEL CORAZÓN DE CRISTO

Del libro “Misterio del dolor”, de Luis maría Mendizábal

1.   Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros.

 El pasaje del Evangelio referente a la Ultima Cena empieza con una frase que nos descubre la disposición del Corazón del Señor. Como decíamos, es importante que siempre entremos en la actitud intima del Señor, porque nosotros tenemos que aprender las actitudes. No que vayamos a desvirtuar las cosas y despreciar lo que son los actos. Hoy, en la Teología Moral existen ciertas tendencias que pueden tener su fundamento, pero que fácilmente se desvirtúan y se interpretan erróneamente. Me refiero a una teoría de hoy en la que se repite que nuestra moral ya no es de actos, sino de actitudes. Bien entendida esta expresión creo que es justa; pero se presta a ser mal entendida. No se deben contraponer actos y actitudes. Cuando se empieza a decir: “Ya no es de actos, sino de actitudes», no me parece buen camino. Podría serlo si me dijese: «Más allá de los actos, atiende a las actitudes»; pero lo demás da la impresión de que los actos son una concepción despreciable; y no es así. Las actitudes son formadas por actos, pero no se reducen a actos; toda nuestra actitud cristiana no se trata de reducirla a unas normas, según las cuales nosotros ponemos ciertos actos y basta, sino que el Señor va influyendo en nosotros unas disposiciones habituales del corazón, que hemos de cuidar. No basta con proceder con corrección, hace falta tener corazón bueno, hace falta tener corazón cristiano y hay que atender a esto. Pero sin despreciar los actos, sin dar la impresión de que uno puede tener actos malos y actitudes buenas; eso sería absolutamente equivocado. Entonces nosotros vamos a atender a las actitudes y vamos a fijarnos en ellas.

La actitud la describe el evangelista San Lucas cuando narra lo que Jesús, al comienzo de estos misterios, les dijo, en el Cenáculo: «Con deseo ardiente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15). Nos descubre algo más profundo. No es que nosotros inventemos, no es que nosotros hagamos consideraciones piadosas (no me gusta la expresión «consideraciones piadosas»; no entiendo lo que significa «consideraciones piadosas»: o son verdaderas o no son piadosas. Esto me parece bastante claro. Si entendemos por consideraciones piadosas las consideraciones engañosas, hemos terminado: no sirven para nada. La cuestión es que sean consideraciones funda-das en la fe verdadera, y, evidentemente, esas consideraciones estarán a veces llenas de amor, llenas de fervor, pero son verdaderas; por eso digo: «consideraciones piadosas»: o son verdaderas o no son piadosas). Pero, en fin, quiero insistir en esto, que esa actitud del Señor está revelada: «Con deseo ardiente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer».  ¿Qué nos revela esto? Si nos acercamos a las páginas evangélicas con espíritu de verdad, comprenderemos perfectamente que esas palabras valen para cada uno de los fieles del mundo y de la historia del mundo. Con deseo ardiente he deseado comer esta Pascua de la Eucaristía “con cada uno de vosotros” antes de padecer. Es decir, ese antes no es sólo cronológico: antes de padecer, sino al ir a padecer. Esta Pascua, que está vinculada con la Pasión; esta Pascua, que está integrada en la Pasión de Cristo. En efecto, esa Pascua es la del Cordero Inmolado, es la del Cristo Inmolado. «Con deseo ardiente he deseado comer esta Pascua»; esta Pascua, que comienza con el Antiguo Testamento y termina en el Nuevo. Comienza con el signo y símbolo y termina con la realidad. Empieza con aquel Cordero que recordaba los hechos de Dios en Egipto y termina con el verdadero liberador, el Cordero Inmolado, expiatorio de los pecados del mundo.

Pues bien: esta expresión creo que tenemos que vivirla nosotros cada vez que nos acercamos a la Eucaristía. Po-demos decir que, en cierta manera, así como nosotros nos disponemos a la Eucaristía, el Señor Jesús también se dispone a la Eucaristía. Y para que esa Eucaristía sea fecunda, para que nuestra vivencia sea realmente viva, es necesario que el ardiente deseo de comer la Pascua con nosotros que

manifiesta el Corazón del Señor y que no se ha apagado con la institución de la Eucaristía, sino que lo mantiene ahora, y lo mantiene vivo, que este deseo ardiente se encuentre con el deseo ardiente de nuestro corazón, y entonces tenemos una Eucaristía viva. El desea nuestro encuentro y yo también lo deseo. Hay un deseo mutuo. Que el gesto del deseo de Jesús se encuentre cada día con nuestro deseo de renovar la Pascua con El, de vivir esa Pascua.

 

Este deseo muestra, pues, cómo el Señor se acerca hacia la Pasión no sólo con resignación, sino con amor. Encontrará todo el obstáculo que en la agonía de Getsemaní analizaremos, pero El «desea ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer.» Ahora, a este deseo del Señor en el relato evangélico corresponde por parte de los Apóstoles una frialdad y una preocupación egoístas. Expresamente nos recuerdan los Evangelistas que ellos, cuando oyeron la palabra de Jesús que hablaba de que no volvería a beber de aquel vino hasta que lo bebiera en el Reino del Padre, empezaron a discutir ya sobre ese Reino, y discutían quién sería el primero en el Reino de los Cielos. Era un tema que continuamente les ocupaba y que les llevaba a discutir entre ellos sobre quién sería más importante en aquel Reino del Padre, en el Reino de Dios, y en ese mismo momento donde Jesús está mostrando todo su amor, todo su deseo de inmolación, ellos discuten quién sería el primero. Es, me parece, una muestra del contraste enorme que hay entre la claridad de Dios y nuestro egoísmo. Aun en las cosas más santas se nos mezcla sin querer una especie de envidias, de celotipias, de deseos de destacar, de vanidad, de ser el primero; es todo un contraste.

Pero llama la atención (porque hemos de pensar de Dios dignamente, no según se nos ocurra a nosotros) lo comprensivo que es el Corazón de Dios, el Corazón de Cristo. En el momento en que Jesús está anunciando que quiere darse por nosotros y que va a darles la Eucaristía, ellos

discuten quién es el primero. Esto lo interpretaríamos nos-otros como un desacato enorme y lo afearíamos grande-mente. Pues bien, es curioso: en el Evangelio no hay una palabra de reprensión por parte de Jesús, hay una bondad inmensa del Corazón de Jesús; los entiende, los conoce, conoce su fragilidad. Pero hay más todavía. En ese mismo pasaje, capítulo 22 de San Lucas, versículo 22, Jesús, ha-blando a los discípulos, les dice: «Vosotros habéis permanecido fieles a mí en los días de mi prueba; yo voy a prepararos un sitio en el Cielo.» Es impresionante esa grandeza de corazón, que parece que no se fija más que en lo bueno y positivo. De toda su experiencia con ellos, parece que no recuerda más que su fidelidad. «Vosotros habéis estado a mi lado en los días de mi prueba».

Esto me parece importante. Creo que podemos tener la tentación de empequeñecer el Corazón de Dios, de imaginar un Dios que podríamos decir minucioso. Un Dios perfeccionista, un Dios que persigue el pequeño detalle. Sinceramente, creo que no tenemos argumentos en el Evangelio para pensar así. Dios no es minucioso; los minuciosos somos nosotros muchas veces. Pero, curiosamente, por esa complejidad propia de nuestro corazón, en tantas ocasiones la minuciosidad no significa entrega; puede uno ser muy minucioso y muy preciso en su minuciosidad y, sin embargo, no entregarse, y a veces nuestra minuciosidad exigente puede ser la cobertura de una falta de entrega. ¿Qué quiere decir esto?;Que hemos de ser descuidados? ¡No! Pero lo que aparece muy claro en el Evangelio es que lo que el Señor desea de nosotros, lo que Él nos enseña es la lealtad sincera de servir, lealtad caballerosa. Esto lo repito mucho: Dios es caballero, Jesucristo es caballero. Y lo que quiere de nosotros es que le tratemos como un caballero. Cuando nosotros decimos de una persona: “Es todo un caballero”, queremos decir que vemos en él algo que le asemeja a Dios. Dios es así, es leal, es sincero; lo que quiere de nosotros es la verdad, no precisamente la acumulación de minuciosidades.

Esto me parece importante en la vida cristiana. Creo que quien tiene un corazón de caballero se entiende bien con Dios, no esconde sus cosas, no multiplica las cuadriculaturas en su vida, sino que se entrega, sirve de verdad. El Señor, pues, a éstos no les echa en cara la pequeñez de su corazón, no, sino «vosotros habéis estado a mi lado en los días de mi prueba». Esto es muy importante. Yo estoy seguro de que un hombre que sirve a Dios de verdad va a encontrarse con sorpresas grandes en su encuentro con el Señor; estoy seguro de que muchas veces el juicio de Jesucristo sobre nosotros es más benévolo que el nuestro, porque el nuestro está ofuscado por el amor propio, está ofuscado por esa minuciosidad propia nuestra. En cambio, el Señor mira de otra manera. Y estoy seguro que el día del juicio el Señor te dirá: “mira, esto pasó así; tú desforzaste sinceramente y resististe a la tentación; es verdad que caíste, pero te levantaste en seguida; y eso lo cuento ya como victoria tuya, como méritos tuyos”.

Estoy seguro de que encontraremos grandes sorpresas. El Señor es muy comprensivo. Recordad esa palabra: “Vosotros sois los que habéis permanecido fieles a mí en los días de mi prueba, y os voy a preparar un sitio”. Lo mismo que les dice también: “Vosotros estáis limpios, aunque no todos “Estáis limpios. No dice estáis necesitados de limpieza, sino estáis limpios, «aunque no todos”: lo que verdaderamente duele al Señor es la postura del traidor, el que deliberadamente está tomando el camino tenebroso de la traición. Pero los demás estáis limpios.

Pues bien: en el momento de ese gran amor oblativo de Jesús, de esa comprensión enorme de un corazón que ama de veras, que lo que desea es la entrega caballerosa a Jesucristo, en ese momento es cuando Jesús se levanta para lavarles los pies. Creo que es importante esta escena, enormemente rica de contenido teológico. Por eso vamos a tratar de contemplarla, porque ahí tenemos una anticipación del Misterio de la Pasión.