EL AMOR EXTREMO DEL CORAZÓN DE CRISTO (II)

Del libro “Misterio del dolor”, de Luis maría Mendizábal
  1. El lavatorio de los pies. San Juan, que es quien relata

Este hecho en el capítulo 13 de su Evangelio, introduce la escena con una gran solemnidad. Dice: «La víspera del día solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el extremo. Y acabada la Cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón el Iscariote, el designio de entregarle; sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se despoja de su manto, se ciñe una toalla, echa agua en una jofaina y se pone a lavar los pies de los discípulos». Como vemos, es una introducción solemnísima. Ahora la analizaremos un poco para tratar de penetrar en el misterio, como un ejemplo de penetración en la meditación de estos misterios.

Lo que llama la atención primero es el contraste entre la solemnidad y el hecho. Si uno lo analiza un poco, tendría que deducir que no hay proporción. “La víspera del día solemne, sabiendo Jesús…, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.” Y ¿qué hace? Les lavó los pies. Eso es desproporcionado. No puede decir que los amó hasta el extremo, y ¿qué?, ¿qué hizo? Les lavó los pies. Este es el extremo. Es desproporcionado. Pero, al mismo tiempo, el hecho de que exista una desproporción entre la solemnidad y el hecho nos está indicando que ese hecho es misterioso, que ese hecho contiene un misterio. Esto es frecuente en San Juan. San Juan lee en los hechos el significado misterioso que contienen, y levanta la mente del lector y del discípulo hacia la comprensión y contemplación del misterio significado en el hecho, en un hecho aparentemente insignificante. Aquí tenemos el caso.

Diríamos que San Juan utiliza el método de subrayar o, si queremos, el del círculo rojo con que marca un hecho para atraer la atención hacia él, como indicando: “¡Aquí, atención! ¡Aquí hay un misterio; ¡no sobrevolarlo, hay un misterio! ¡Y si escojo este hecho es porque veo en él la profundidad del misterio de Redención!”. Y entonces viene la solemnidad.

Esto lo hace en varias ocasiones, cuando habla del agua: “Y Jesús, en la fiesta solemne, gritaba: el que tenga sed, que venga a mí». Ahí lo rodea de nuevo de solemnidad, del día solemne de la fiesta. Lo mismo al final, cuando el soldado hiere el costado de Cristo lo introduce con la misma solemnidad: «Para que no quedasen los cuerpos en la Cruz el sábado, porque era un día muy solemne aquel día de sábado».

Aquí tenemos un caso. Y es verdad, es así; no puede decirse que el amor extremo consiste en lavar los pies: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.”

 ¿Qué significa entonces ese lavatorio de los pies? Podemos decir ya que el valor no está en la materialidad del hecho, sino en el misterio expresado en ese hecho; un hecho que tiene ciertas características sorprendentes, pero cuyo contenido, el misterio que ahí se anuncia, es infinitamente superior.  ¿Cuál es el misterio que ahí se anunciaba?

Antes de entrar en él quiero recalcar lo que un autor benedictino brasileño del siglo XVIII recuerda al llegar estas palabras. Dice que aquí se pondera lo supremo del amor cuando dice: «Jesús, sabiendo, como hubiese amado…, amó hasta el extremo».  ¿Por qué se pondera aquí el verdadero amor, lo difícil del amor? Y ese autor benedictino brasileño del siglo XVIII se expresa así: «Nosotros, de ordinario, amamos porque no sabemos». Es demasiado frecuente la queja de quienes dicen: «Si lo hubiese sabido, no me hubiese casado. Si yo hubiese sabido esto, yo no me hubiese enredado». Es decir, en el fondo amamos lo que no conocemos. En cambio, quiere recalcar aquí el Evangelista que Jesús, sabiendo, amó. O sea, que no es una equivocación suya: no nos ama a nosotros por ignorancia de lo que es nuestra miseria, sino que nos amó sabiéndolo. Pero no es sólo sabiendo. «Habiendo amado», nos amó hasta el extremo. También aquí sucede lo mismo: nosotros, muchas veces, cuando hemos amado, entonces nos volvemos escépticos en el amor, porque la experiencia ya nos ha dicho que no merece la pena. Entonces, El pondera los dos hechos: sabiendo y habiendo amado, y con los dos elementos, no ignorancia y experiencia, amó hasta el extremo; conociendo y habiendo amado.

Esto me parece que es importante. En nuestra propia vida, nuestra vida muchas veces, conforme van pasando los años conocemos y hemos amado eso que se suele decir a veces: «El que no te conozca, que te compre; yo ya te conozco, yo no te compro».

Pues bien: Jesús, conociendo y habiendo amado, habiendo tenido la experiencia de amar, habiendo sabido lo que es la ingratitud respecto de ese amor, conociendo y habiendo amado, amó hasta el extremo. Esto nos consuela; no hemos de tener miedo de abrirnos en la presencia de Dios. ¿Por qué hemos de tener esa actitud como de quien se reserva delante de Dios? Es un alivio para nosotros, porque siempre nos da miedo que nos conozcan cómo somos, con la impresión de que si nos conocen como somos, no nos amarán, no nos podrán estimar. No; Él nos conoce, Él nos ha amado y nos ama hasta el extremo.

Después de esta breve consideración de este autor, vamos al misterio: ¿cuál es el misterio que aquí nos presenta San Juan? El misterio es la Redención y la Eucaristía. El lavatorio de los pies significa la Eucaristía, significa la Redención, pero en su aplicación eucarística. ¿De dónde podremos sacar esto? Del análisis mismo de los hechos y también de una curiosa coincidencia: San Juan, que en el capítulo 6 hablaba de la Eucaristía y del anuncio de la Eucaristía, no cuenta la institución de la Eucaristía. Los otros sinópticos cuentan la institución de la Eucaristía; San Juan, no. Y creen muchos teólogos y exegetas que San Juan encubre la institución de la Eucaristía en el lavatorio de los pies. Es la institución eucarística. Y, curiosamente, en Jueves Santo el acento en la liturgia, el Evangelio que se lee el día de la Eucaristía, es el lavatorio de los pies. Quizá esto, desgraciadamente, ha llevado a algunos a dar una preferencia en el Jueves Santo al amor fraterno. Y os digo sencilla y sentidamente que a mí me duele que en las dos celebraciones en que se venera la Eucaristía se haya sobrepuesto el amor fraterno. Y no porque tenga nada contra el amor fraterno, sino porque creo que esos días son los días de la Eucaristía, y que para eso estaría bien que al día siguiente hubiese una proyección de amor fraterno de la Eucaristía; pero que cuando vamos a venerar la Eucaristía, ya se nos atosigue con el amor fraterno, y para eso se apoye en que es el lavatorio de los pies, eso me parece poco afortunado, sinceramente. Creo que queda como en-cubierta la fuente de la caridad, que es lo interesante. No podemos vivir largamente, profundamente, una caridad fraterna sin alimentarla con la Eucaristía. Es la fuente del amor. Pero, en fin, vamos a esto. Indico esta coincidencia de San Juan, e indico cómo realmente ahí se refiere a la Redención. Perfectamente lo expresa el canon 4 de entre los nuevos cánones después del Concilio al decir: «Jesús, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo, y tomando el pan dio gracias y dijo: Tomad y comed, esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros». Me parece absolutamente correcto. Ahí no dice: los amó hasta el extremo y les lavó los pies, sino, tomando el pan, los amó hasta el extremo. Ahí está la Eucaristía y ahí encaja la Eucaristía. O sea, que hay un misterio, hay un hecho real: que les lavó los pies; pero ese lavatorio está expresando el misterio eucarístico, el miste-rio de la Redención, el misterio de la entrega personal de Jesucristo. Entonces se comprende la introducción solemne: «Jesús, la víspera del día solemne de la Pascua, sabiendo que había llegado su hora, la hora del paso al Padre. Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo (los amó y les mostró su amor), ahora les amó hasta el extremo». La Eucarística es el Sacramento del amor extremo, es el Sacramento de la Redención, es el Sacramento del Cuerpo inmolado de Cristo, de la Sangre derramada de Cristo, glorificada, ciertamente. Es la humanidad glorificada; pero es la humanidad inmolada glorificada la que se nos ofrece en la Eucaristía: «Los amó hasta el extremo.»

De hecho, si nos fijamos en el relato de San Juan, dice que Jesús, plenamente consciente, “sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa y se despoja de su manto”. Esta descripción, esta ponderación, corresponde completamente al pasaje de San Pablo en que habla, en la carta a los Filipenses (2,6-10) del anonadamiento de Cristo, del Verbo. Recordáis aquella frase: “Siendo en forma de Dios, no se agarró a su gloria de Dios, sino que se despojó de su rango, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo”. Este es el famoso pasaje que se llama del aniquilamiento de Cristo, el anonadamiento del Verbo. Pues bien: corresponde exactamente a la descripción este momento del Evangelio de San Juan. «Sabiendo que era Dios, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y volvía a Dios»: «siendo en su forma Dios»; «se levanta de la mesa», se levanta de su gloria, “se quita el manto”, «se despoja de su rango», se ciñe la toalla, se ciñe la naturaleza humana, se ciñe de pecado y se arrodilla a los pies de cada uno de nosotros, en el anonadamiento de la cruz. Y digo que tiene también ese carácter eucarístico, porque Jesús se arrodilla a los pies de cada uno; no es que se reduzca a un gesto de humillación en general. O sea, que no es sólo su anonadamiento de la cruz; sino ese anonadamiento ofrecido a cada hombre: eso es la Eucaristía. Es grandioso. La Eucaristía es el anonadamiento de la Cruz entregado a cada uno: «Toma y come, esto es mi Cuerpo desgarrado por ti.» Y ahí está y lo entrega. «Esta es mi Sangre derramada por ti, toma y bebe.» Y es el gesto de Jesús arrodillado que lava los pies de cada uno de sus discípulos, que es el ofrecimiento humilde de inmolación de la Cruz, el ofrecimiento humilde de la Redención: «Si lo quieres…», y que El ofrece a cada uno de los fieles hasta el fin de los siglos. Todos nosotros, cada uno de nosotros, ha visto a Jesús arrodillado a sus pies en la Eucaristía ofreciendo su Cuerpo y Sangre: «si lo quieres…”.

Ese es el lavatorio de los pies: es el misterio eucarístico, es el misterio de la Redención aplicado a cada uno, ofrecido a cada uno.

Y vemos en contraste con ese ofrecimiento dos posturas. Una es la de Judas, y otra es la de Simón Pedro; esta última la refiere San Juan explícitamente; la de Judas la podemos deducir, puesto que luego nos habla de su relación con Judas, y al final de ese lavatorio de los pies, Jesús proclama: “Vosotros estáis limpios, pero no todos”; por tanto, estaba Judas. Y añade San Juan: «Porque como sabía quién era el traidor, por eso dijo no todos estáis limpios». Por consiguiente, quiere decir que también había lavado los pies a Judas.

En esos dos hechos encontramos como la expresión de posturas de reacción ante Cristo que se entrega personal-mente a nosotros. La postura de Judas anticipa lo que podemos llamar su comunión sacrílega. No nos consta que Judas hubiera comulgado esa Ultima Cena. Hay teorías de las que difícilmente podremos salir, porque es pura lucubración, pero sí aparece que recibió el lavatorio de los pies; por tanto, el misterio de la Redención se le ofreció a él personalmente. En ese sentido, recibió la Eucaristía. Y la postura de Judas es la de la comunión sacrílega, porque acepta el signo sin aceptar el contenido. Él no se resiste, Jesús le lava los pies, se deja lavar. Jesús tiene con él toda la delicadeza de su amor redentor, consume su amor extremo hacia él mientras le lava los pies con todo amor, para ver si le puede conmover, y él, impasible. Es el misterio del endurecimiento del corazón humano. Y Jesús se separa con un inmenso dolor en su corazón, pues eso ha sido como una comunión sacrílega, porque el otro exterior-mente ha recibido el signo de amor, rechazándolo en el fondo de su corazón. Esto es la comunión sacrílega, es recibir exteriormente el amor extremo de Jesús, el amor de su inmolación personal por quien recibe la comunión, mientras interiormente le rechaza, interiormente no la acepta, interiormente no cree en ella, interiormente mantiene su postura de rechazo. Eso es una comunión sacrílega.

Hay otra comunión: la de Simón Pedro. Cuando Jesús llega a Simón Pedro, muestra una vez más que en su amor infinito no encuentra en nosotros la comprensión. Simón Pedro lo interpreta como un sentido de humillación, ver-dadera humillación por parte de Cristo. Él quiere ahorrarla y se lo expresa: «¡Tú lavarme a mí los pies! ¡Jamás me lavarás a mí los pies!». Y Jesús le dice: «Pero ¿por qué no?». «Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora», lo cual está indicándonos es el misterio. El hecho de lavar los pies sí que lo entendían, pero lo que Él está haciendo no es simplemente esa materialidad, es el misterio que ahí se contiene, es el misterio de la Redención y del ofrecimiento personal de la Redención a cada uno, y esto tú no lo entiendes, lo entenderás más adelante. «No me lavarás los pies jamás». Y Jesús ya se lo dice claramente: «Pues si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo». Esto, ¿por qué? No es un capricho del Señor: es la condición para estar en el Cuerpo de Cristo, para tener parte con El, comunión con El, el recibir la Redención de Cristo. Nosotros no podemos rechazarla, la necesitamos, necesitamos tener la humildad de someternos a ese gesto de amor del Señor y aceptarlo; porque, de otro modo, no tenemos parte con El. Nosotros tenemos parte con Cristo por la aceptación de su inmolación, por la fe en ese amor personal por el cual Él ha dado su vida. Y entonces, Simón Pedro dice: «Si es así no sólo los pies, sino las manos, la cabeza y todo». Aquí es cuando Jesús dice: «El que está limpio no necesita lavarse más que los pies, porque el resto está limpio. Vosotros estáis ya limpios, aunque no todos».

Podemos detenernos mucho en este misterio de la prepa-ración de la Eucaristía. Eso que dice: «estáis limpios, aunque no todos» y «el que está limpio sólo necesita lavarse

los pies», parece que está indicando una purificación interior de las pequeñas cosas de cada día, quizá significando al mismo tiempo para nosotros el acercarnos a la purificación sacramental de la Penitencia como preparación para una Comunión más plena, más perfecta. Pero aquí tenemos que aprender una cosa: es el espíritu con que debemos acercarnos a la Penitencia. A la Penitencia hemos de acercarnos no con un espíritu inquisitorial, con una especie de afán de tener presente todos los detalles; no vamos a atormentar la conciencia, sino a someternos al contacto misericordioso de las manos amorosas de Cristo. La Penitencia es un encuentro personal con Dios en el ministro de la Confesión; pero es el mismo Cristo el que abraza de verdad al que se acerca a la absolución, y le abraza, y le purifica y le perdona. Es un contacto sacramental con su matiz especial, no es el mismo que el contacto sacramental eucarístico; pero es un verdadero contacto sacramental, y por eso al acercarnos, con más admiración que Simón Pedro, hemos de decirle al Señor: «¡Señor, tú a mí lavarme los pecados con tu Sangre!». Esta es la vida interior, esta es la vida sacramental; ese encuentro de corazón a corazón con Cristo, con ese Cristo que viene a nosotros en su humillación redentora, en su manifestación de amor.

  1. También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros.

 

Terminado el lavatorio de los pies, Jesús se pone de nuevo el manto, se sienta a la mesa como Maestro, como Señor, y les dice: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy». «Pues si yo, Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis».

Vamos a entrar en esta última frase de Jesús, que es el complemento del misterio de la Pasión, de la Redención y de la Eucaristía. «Me llamáis Maestro y Señor». Quizá quería decir con esto que a ellos se les llenaba la boca diciendo que eran discípulos de Cristo. Le llamaban Maestro y Señor. Bien, tenéis razón. «Pues si yo, Maestro y Señor, os he lavado los pies»; esta frase no deberíamos interpretarla como diciendo: Yo tengo la categoría de Maestro y de Señor y me he abajado a lavaros los pies; por tanto, también vosotros tenéis que abajaros a lavaros los pies unos a otros. Yo creo que lo que Él quiere decirnos es esto: “Si soy Maestro y Señor, lo soy lavándoos los pies. “Es decir, que el señorío de Jesús no es un señorío despótico, sino de amor. Él se constituye y es constituido Señor por su muerte en la Cruz, por su humillación de la Cruz, y ahí es donde nos revela al Padre, ahí es Maestro y Señor. Su señorío no es como los señoríos de la tierra. 《Los señores de la tierra dominan a sus súbditos. Vosotros, no así». «Mi Reino no es de este mundo». Mi Reino es un Reino de amor. Por tanto, el ser Maestro y Señor es precisamente el lavar los pies, es ser Redentor. Él es Maestro y Señor siendo Redentor. Pues bien: «Si yo, Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lava-ros los pies unos a otros». Fijémonos que el argumento de Jesús no es: «Si yo te he lavado los pies a ti, también tú se los debes lavar a tus vecinos». Esto sería discutible; no es, sin más, una deducción válida.

El argumento de Jesús es este otro: “Yo os he lavado los pies a todos vosotros; no es mucho que os lavéis entre vosotros, puesto que, si tú lavas a tu hermano, lavas a quien yo he lavado primero; por tanto, no es mucho”. La gran lección de la Eucaristía es ésta. La gran lección de la Eucaristía es el amor fraterno. Es verdad; pero no un simple amor fraterno, el amor fraterno que es participación de la Redención de Cristo. Lo que nos indica, pues, y el Papa Juan Pablo II se expresaba en una de sus cartas del Jueves Santo: “No es mucho que yo ame al hermano a quien Cristo ama hasta dar su vida por él. Si Cristo lo considera digno de que El dé su vida por él, ¿cómo yo no lo voy a considerar digno de amar, si es objeto del amor redentor de Cristo? “Esta es la lección. Yo os he lavado los pies a todos; por tanto, si yo a ese a quien tú tienes quizá antipatía le he lavado los pies, merece que tú también le ames y que tú también le laves los pies.

¿Lavar los pies, con qué sentido? De nuevo, en el sentido del misterio. No simplemente la materialidad de lavar los pies y basta, sino en el sentido de que también tú unas tu sacrificio y el ofrecimiento de tu vida por tu hermano. Si yo he dado mi vida por él, no es mucho que tú también te unas a mi ofrecimiento ofreciendo tu vida por él.

Y esto creo que debemos vivirlo y ponderarlo no sólo así, en teoría y lejano, sino en lo concreto. Es impresionante cuando uno lo vive de verdad. Pensad en cada matrimonio, por ejemplo. Al marido le dice: «Pero si yo a tu esposa le he lavado los pies, no es mucho que tú se los laves también». «Si yo a tu esposa le he entregado mi Cuerpo y mi Sangre, no es mucho que tú le entregues también tu vida». Esto es lo que acerca mucho, esto es lo que empapa la vida real de la vida de fe. Y con los hijos: ver al hijo no simplemente como un juguete que yo manejo y al que yo doy órdenes, sino es el querido por Dios, por el que Jesús ha dado su vida. Y si Él ha dado la vida por ese hijo tuyo, no es mucho que tú des algo de tu comodidad por él, algo del sacrificio de tu vida por él, cuando el Señor ha dado su vida entera por él. «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros lo hagáis entre vosotros».

Y esto es lo que establece la relación fraterna. La relación fraterna es fruto de la Redención de Cristo, no es simplemente una acción nuestra, de nuestra fuerza, no; es expresión de ese amor de Dios por el cual Él ha muerto por nosotros, por cada uno de nosotros.

Este es el ministerio del lavatorio de los pies, que es muy fecundo para nosotros. Contemplar esa oblación de Cristo que El hace conscientemente, que El expresa en esas palabras de amor, de entrega: «Si yo he hecho esto con vosotros». La entrega de su vida es consciente: «Por vosotros me entrego a mí mismo».