Y salieron (las Marías) presto del sepulcro con temor y gozo grande…(Mt 28,8)
Ante el sepulcro vacío
¡Plugo a vuestro Jesús, al Jesús de vuestras compañías fieles y de vuestros seguimientos constantes, pagaros con tanta generosidad vuestras fidelidades y constancias! ¡Os puso tan en primer lugar en sus días de muerto y resucitado, que parecía revelar un empeño decidido de pagaros la humildad y gusto con que os quedabais en los últimos lugares cuando lo seguíais vivo!
Marías, con ese epígrafe «Ante el sepulcro vacío», ¡qué meditaciones tan jugosas podrían hacerse, qué lecciones tan provechosas tomarse y qué estímulos, qué horizontes, qué orientaciones, qué modelos para vuestra acción eucarística..!
Lo que da Jesús en sus horas de triunfo
¡Qué página primera de la Resurrección!, ¡qué mañanita aquella la del Domingo de Pascua! De una parte los discípulos…, ¡los hombres! encogidos de miedo, mordidos de la incredulidad y encerrados en un cuarto de Jerusalén, y de otra, las Marías, ¡las mujeres!, tomando la delantera al sol sin miedo a los guardias que el odio puso custodiando al Maestro, para volver a ocupar su sitio junto a Él!
Y cuando se ve ese contraste, ¡qué bien cae en el alma la largueza con que Jesús resucitado paga!
Sí, sí, ¡cómo os debe llenar el alma de agradecimiento, hasta hacerla rebosar, la donación de tantas primicias con que fueron honradas y agasajadas vuestras hermanas mayores, las Marías del Evangelio!
Para ellas la primera noticia de la Resurrección, para ellas la primera aparición, para ellas la dicha del primer beso en las gloriosas cicatrices de los pies, para ellas el honor de ser las primeras predicadoras de la Resurrección.
Y mezclados con esos gozos y enaltecimientos, ¡cuántas enseñanzas y cuántas lecciones ante el sepulcro vacío!
Cuando se os haga pesado, casi insoportable por dificultades de las cosas o de los hombres sosteneros junto a vuestro Sagrario-Calvario, acordaos de las primicias que os esperan, en cuanto llegue la mañanita de la Resurrección…
Cómo hay que prepararse
Y contad con que esa mañanita llega…
¿No os habéis fijado en las palabras del Evangelio que he puesto al frente de estos renglones?
¿No os ha llamado la atención el contraste de ese temor y de ese gozo grande con que dice que salieron las Marías?
¿No os parece contradictorio el relato?
Si gozo, ¿por qué temor?
Si temor, ¿por qué gozo?
Os explicaríais bien ese temor antes de llegar y de entrar; los guardias, la soledad del lugar, las tinieblas de la madrugada, la pesadez de la losa del sepulcro, todo eso se comprende bien que hubiera podido servirles de motivo de temor; pero, ¿después?, ¿después de ver con sus propios ojos que allí no hay guardias, ni piedra que quitar, ni muerto que llorar, y sí ángeles de faz sonriente y vestidos blancos y con refulgores de sol?, ¿temor? Y temor grande que las hace salir presto del sepulcro…
¿Verdad que no os lo explicáis?
La explicación de ese temor será precisamente una lección de gran provecho para vosotras, Marías de los Sagrarios-Calvarios, que también os dejáis llevar de él con tanta sin razón como vuestras hermanas del Evangelio.
¿Por qué temían?
Os lo voy a decir con una palabra: porque les faltaba fe.
Sí, a pesar del valor, la abnegación, la fidelidad y hasta el amor fino y obsequioso con que habían seguido al Maestro vivo y muerto, les faltaba fe.
Por una paradoja, que a las veces se da en el corazón humano, las Marías iban al sepulcro con más amor que fe, y más diría, con mucho amor y ninguna fe.
Amaban al Muerto y no creían en el Resucitado.
Multitud de veces le habían oído predecir su Resurrección lo mismo que sus apóstoles y ni éstos ni aquéllas cuentan para nada con la Resurrección.
Prueba de ello fue aquel ir a ungir al muerto, como si se hubiera que quedar en el sepulcro para siempre, en vez de irse a esperar su Resurrección.
Y todavía se quedaron más atrás en punto a fe los apóstoles. Encerrados en la ciudad y sobrecogidos de miedo, no tuvieron para los varios mensajeros que les iban llegando de la Resurrección más que esta triste palabra del Evangelio: «¡No creyeron!».
Pero parecía que al oír de labios de un ángel que Jesús había resucitado, como había predicho, y al contemplar el sepulcro vació y los guardias despavoridos, la fe en la Resurrección debiera nacer al punto en aquellas almas tan bien preparadas, y disipar todas las nubes de incertidumbres, ignorancias o incredulidades que la envolvían.
Y, ¡oh misterios del corazón! El sol de la fe en la Resurrección no logró romper y traspasar aquellas nubes.
Las Marías salieron del sepulcro con alguna más fe que entraron, es cierto; pero no con la fe segura, completa, viva, radiante, incompatible con el miedo.
Y por eso el Evangelista se ve precisado a poner delante de aquel gran gozo, que el anuncio del ángel puso en sus almas, el temor del que vacila y duda.
Permitidme que llame vuestra atención sobre ese estado del alma de vuestras hermanas mayores ante el sepulcro vacío.
Quizás, quizás algo de eso os ha pasado a vosotras ante vuestro Sagrario-Calvario. Vais a él porque amáis, es verdad, y porque amáis con ardor, con pasión, y dispuestas a remover cuantas dificultades se os presenten.
Pero dejadme que os diga que alguna vez se ha repetido en vosotras esa especie de paradoja de amor sin fe que se dio entonces.
Creéis menos que amáis; diríase que es más ardiente vuestro amor que viva vuestra fe.
¿Sabéis en qué lo conozco?
En la facilidad con que os quejáis del poco fruto, con que dejáis de ir, con que os cansáis de estar solas con El, con que os tratáis de convencer de que allí no se puede conseguir nada…
Yo os aseguro que si vuestra fe en el que visitáis fuera de verdad viva, antes se gastarían las losas de los caminos que os conducen a vuestro Sagrario, que vuestros pies de ir y vuestra lengua de hablar y vuestro corazón de palpitar por El…
Marías
¿Queréis que el gozo grande de la Resurrección os acompañe siempre, siempre en vuestras idas y venidas de los Sagrarios?
Ya sabéis el secreto. No deis un sólo paso sin fe viva.
No lo olvidéis: fe viva, constante.
¡Escasea tanto entre los que creen y aman!
María Magdalena
No sería fino ni justo dejar pasar la escena de la mañana de Resurrección sin una mención, sin una palabra de recuerdo, de homenaje, de felicitación a vuestra hermana mayor, santa María Magdalena.
Si el Maestro profetizó que de ella se hablaría con elogio en el universo mundo y por todas las generaciones, ¿no será cumplir la profecía añadir al elogio la imitación? Y ¡estáis tan obligadas vosotras, Marías, al homenaje a esa María que amó mucho! Yo os pediría la imitación de la humildad y la constancia que brillan en ese amor de vuestra hermana.
Ella se goza en estar a los pies de su Maestro y es la única que no se va.
Y, gustó tanto al Corazón de Jesús ese amor humilde hasta el fin, que premió hasta los desatinos de ese amor.
María llora porque le habían robado a su Señor, pregunta al que creía el ladrón, se decide ella misma a recuperarlo y no cae en lo que hubiera sido más acertado, en creer en la tan anunciada Resurrección.
Jesús, sin embargo, se fija más en aquel desatino del amor que en la ausencia de fe en su palabra y premia a Magdalena con la primera de sus apariciones.
Aunque las Marías no hicieran otra cosa a las puertas de sus Sagrarios sin alma y de las almas sin Sagrario que hacer brotar o repetir las lágrimas del amor humilde y constante de la Magdalena, ya harían bastante para que se acelerara la hora feliz del encuentro de las almas con el Sagrario.
Aquellas lágrimas y no la visita de inspección de Pedro y Juan se llevan el premio de la primera aparición…