Del libro de San Manuel González, Obispo. Que hace y que dice el Corazón de Jesús en el Sagrario.
Y se transfiguró (Mt 17,2)
He meditado el misterio de la Transfiguración de nuestro Señor Jesucristo delante del Sagrario, y ante mi alma han desfilado sus cuatro transfiguraciones.
Os las voy a expresar deseoso de que aprendáis a decir más oportunamente que san Pedro: «¡qué bien se está aquí, Señor!».
La transfiguración de la pobreza
Es la primera que observo en Jesucristo Hombre.
¿Quién adivinará al Jesucristo Verbo y Sabiduría de Dios, Majestad y grandeza infinita, en el Niñito desnudo de Belén, abrigado con las pajas que no han querido comer las bestias y acostado en un pesebre abandonado?
¿Quién acierta a descubrir grandezas de Rey y magnificencias de Dios en aquellas escaseces de la media noche de Belén?
Es que la pobreza, llevada a un rigor cual nadie la había probado, está transfigurando a Jesús.
La transfiguración del dolor
Y en la calle de la Amargura y en el Calvario a las tres de la tarde del Viernes, ¿quién se atreverá a asegurar que aquella llaga viva desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza, aquel gusano y no hombre, era el Hijo bello de la hermosa Nazarena y el más hermoso de los hijos de los hombres?
Es que el dolor, concentrado en una acerbidad inaudita, está transfigurando a Jesús.
La transfiguración de la humildad
En Belén, aun a través de los pañales y las pajas de la pobreza, se veían unos ojos de cielo y se besaban unas manos tiernas y blancas… En el Calvario, por entre los labios cárdenos y la lengua seca por la calentura, se escapaba un aliento, debajo del pecho lastimado y desgarrado se sentía palpitar un Corazón.
En la sagrada Eucaristía ni se ven ojos, ni se besan manos, ni se perciben alientos ni palpitaciones…
El Hermoso no se ve…, la Palabra de Dios no se oye, el Poder de Dios no se mueve, el Amor no suspira… y, sin embargo, el Hermoso, el Verbo, el Poder, el Amor, está allí, como estaba tiritando de frío en Belén, como estaba sediento de amores en la Cruz… Sí, sí, me lo dice mi fe, mi conciencia, hasta este mismo silencio del Sagrario me dice que está ahí Jesús transfigurado por la humildad.
Sí, sólo una humildad infinita ha podido tener perpetuamente callada en la tierra la palabra viva de Dios.
La transfiguración de la gloria
Es la que a todos nos gusta más meditar: Jesucristo en lo alto de la montaña, resplandeciente el rostro como el sol y blancas, con blancura de nieve, las vestiduras ¡qué atrayente, qué claramente Dios aparece!
Y mirad lo que hacen los hombres con ese Jesucristo transfigurado. Cuando el Evangelio va presentando las tres primeras transfiguraciones o desfiguraciones, ¡el silencio! es el único comentario que van poniendo los hombres; cuando describe la transfiguración de la gloria, entonces sí, y con una prisa que contrasta con el silencio de antes, prorrumpen por boca de Pedro en este grito: ¡Aquí sí que se está bien, Señor, quedémonos aquí para siempre…!
¡Qué hermanos son aquel silencio y este grito!, ¿verdad?
El Maestro no ha respondido nada a la invitación de Pedro; como se calla delante de todos los que sólo están a gusto con Él, cuando les regala dulzuras.
El Maestro sólo responde y con respuestas de dulcedumbres inefables y de bendiciones de fortaleza y de esperanzas a los que, transfigurados como Él en la tierra por la pobreza y el dolor, se van al Sagrario de las transfiguraciones de su humildad y con el mismo ardimiento y la misma prisa que san Pedro, le dicen: ¡Bien se está así, Señor, déjame estar transfigurado todo el tiempo que Tú quieras!
Y allí se quedan, en espíritu por lo menos, repitiendo con los labios el «bien se está aquí» y saboreando con el alma la palabra de esperanza de san Pablo: «Nosotros esperamos a nuestro Salvador Jesucristo que reformará el cuerpo de nuestra ruindad transfigurándolo en el cuerpo de su claridad» .
¡Bendito, bendito el Sagrario de nuestras transfiguraciones!