EL CORAZÓN DE JESÚS: MANANTIAL QUE SACIA LA SED(III)

GABINO URÍBARRI BILBAO, S.J

3.PERSPECTIVAS

Una vez realizado el esfuerzo de fundamentación, si bien limitado casi exclusivamente a una exégesis somera de los principales textos joánicos, podemos considerar algunas de las perspectivas que se abren desde este horizonte. Me voy a referir a dos: a la sed humana, que se sacia por el don del Espíritu, que inflama a amar al Señor Jesús, con su mismo estilo de amor y, por consiguiente, se abre al amor a Dios y al prójimo; y algunas características particulares de la cristología del Sagrado Corazón, de interés indudable en el panorama de la cristología actual.

3.1.  LA SED HUMANA Y EL DON DEL ESPÍRITU, QUE SACIA LA SED

a)  Jesús y la sed del corazón humano

  1. El corazón humano está habitado por la sed y el deseo. A la horade buscar satisfacción se le presentan múltiples posibilidades, bien diferentes, que van desde el amor al odio. Al corazón humano le pertenece la capacidad de obturarse, de endurecerse, de ensoberbecerse, de encerrarse, de hacerse, en terminología bíblica, de dura cerviz. En el corazón se aloja la ira, la soberbia, la lujuria, el sarcasmo, el egoísmo, la venganza, el rencor. Por eso, todo corazón humano ha de descubrir qué es aquello que verdaderamente colma su sed más profunda, sin engañarle, sin destruirle, sin tiranizarle. La gran pregunta de la vida humana radica en descubrir a quién o a qué merece la pena entregar el corazón, porque al hacerse su siervo y esclavo se alcanza la verdadera libertad; es decir, en descubrir quién o qué merece la pena que sea el auténtico señor de nuestro corazón, para adorarle y servirle con todo el corazón, logrando así paradójicamente la verdadera libertad en la verdad (cf. Jn 8,32).

Por eso, la Escritura es bien consciente del engaño en el que puede caer el corazón, obstinándose tercamente en la mentira, en la impiedad, en la falsedad. Por ello necesitamos discernir con finura los deseos genuinos del corazón, los que brotan de su fondo auténtico, los que están grabados en su interior para desplegarse hacia su logro más verdadero, aquellos que manan de su fondo más sano y más verídico, de un lado; de las trampas, los engaños, las mentiras y mezquindades que se pueden haber alojado en nuestro corazón, de otro lado. Evidentemente es muy probable que necesitemos algo de ayuda externa, típica en la tradición cristiana de la confianza en la dirección espiritual de una persona experimentada. Por eso, de otro lado, en la Escritura también se reconoce con insistencia la necesidad de la circuncisión del corazón, su purificación, su puesta a punto consigo mismo y con su hondón, con su raíz, para encontrar el designio original de nuestro corazón, que no es sino un designio divino, de realización de la imagen del Hijo. Por eso, el corazón humano se colma verdaderamente, sacia su sed en verdad, cuando se configura según el corazón del Hijo (cf. GS 22).

Ambos movimientos convergen en la mirada de fe al corazón traspasado. Por una parte, implica la provocación más obscena: que en el guiñapo deshecho, que en la herida abierta y sangrante, que en la muerte ignominiosa, que en la cruz, la corona de espinas y el costado abierto radique el despliegue de la verdad de la vida y que se nos invite a hacernos seguidores e imitadores de su camino[1]. Pero también se barrunta, como reconocen el buen ladrón y el centurión, como dejan entrever las dudas de Pilato, como delata la inquina de los sumos sacerdotes, sabiéndose denunciados desde dentro, la majestad de la verdad de una vida auténtica, plena de libertad, de congruencia y de amor, que nos habla en consonancia con lo mejor de nuestro corazón, que resuena empáticamente con el coraje de la verdad y del amor.

  1. Nuestro corazón busca, pues, dónde encontrará consuelo y descanso definitivo. Nuestra sociedad nos propone el éxito económico y sexual, como aquellos dioses que responden verdaderamente a los deseos más auténticos y a la sed más radical de nuestro corazón. Por eso, le resulta inicialmente difícil de creer que sea en la humildad y en la mansedumbre donde el corazón encuentre reposo, donde se reconcilie con su verdad, donde halle el descanso y el remanso de su paz. Con palabras que proceden de su corazón, el Señor Jesús nos dice:

«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).

Los exegetas insisten en que estas palabras se han de ver en contraposición con el pesado yugo que suponían las observancias preconizadas por los fariseos. Sin embargo, debido a la actualidad permanente de la Palabra de Dios, no podemos reducirla sin más a ese determinado momento histórico. Los fariseos de hoy están sentados en la gran cátedra mediática del consumo y de la publicidad, desde donde proclaman miles de prescripciones para obtener la felicidad vendida a un alto precio: coches fabulosos, casas lujosas, chalets de ensueño, sensaciones permanentemente novedosas, caricias sensuales, relaciones eróticas gratificantes, estatus económico que permite cualquier capricho, viajes paradisíacos, poder de atracción sexual irresistible, estimulando sin cesar la lujuria de un deseo siempre insatisfecho. Su propuesta es inabarcable e inaccesible. Nuestra misma sociedad funciona gracias al tren económico del consumo, que nos inscribe en una dinámica tremendamente competitiva, continuamente estresante, de sobrecarga permanente, acelerada y constante. No extraña, pues, que las curas de estrés sean un negocio pingüe ni que las multinacionales farmacéuticas se enriquezcan a base de producir estimulantes y antidepresivos. En este contexto la propuesta de Jesús es realmente provocativa, profética y, además, da en el clavo. Por más que nuestra sociedad le quiera dar la espalda, sumida en el frenesí de la competencia, el descanso del corazón empieza por la aceptación humilde, por situarse en la verdad propia, por la mansedumbre de reconocer sin complejos la pobreza propia, por purificar el deseo desbocado de autoafirmación y avasallamiento.

La humildad y la mansedumbre son el camino que purifica el corazón, que sana sus heridas, que le reconcilia con su propia realidad, que le lleva al encuentro consigo mismo, que deja que brote la sed verdadera, sin aditivos ni toxinas ni ninguna otra forma de adulteración. Necesitamos, ¡y cómo!, que nos alcance la bienaventuranza de la mansedumbre (Mt 5,4) y de la limpieza del corazón (Mt 5,8), para que nuestro corazón se abra a la verdad de su propia sed y busque el torrente en el que de verdad puede saciarse: en la fuente de agua viva.

b)  El corazón de Jesús nos incardina en el corazón de Dios

Si bien la teología trinitaria no ha sido lo más acentuado en la devoción al corazón de Jesús más clásica, no cabe duda de que representa su clave última y su sustancia más radical. El Hijo nos ha revelado el corazón del Padre y nos ha hecho capaces de compartir el amor trinitario, para desplegar una existencia cristiana volcada en el amor trinitario, que es, a una, dinámica de amor recíproco entre las personas de la Trinidad y amor al mundo, que procede del designio amoroso y que está permanentemente bajo su cuidado. Así, configurados con el corazón del Hijo, los cristianos estamos capacitados para latir con ese amor trinitario, en la unidad del amor a Jesucristo, puerta de la Trinidad, y del amor al prójimo.

El Hijo brota del amor del Padre, de su seno más íntimo, de su realidad más profunda, de su misma sustancia, del hondón de su corazón. Tertuliano lo dirá de un modo plástico, refiriéndose a la prolación del Verbo: «el Hijo fue hecho el primogénito, pues fue engendrado antes que todas las cosas, y unigénito, pues es el único engendrado por Dios, propiamente de la vulva de su mismo corazón, según el mismo Padre atestigua: mi corazón exhaló una palabra óptima (Ps 44,2)»53. El Hijo, que procede del corazón del Padre, en cuanto Logos eterno estaba junto al Padre (Jn 1,1-2). Este Hijo, al encarnarse de María Virgen por obra del Espíritu Santo, tomó un corazón humano. En su historia terrena, el corazón del Hijo, alimentado de la voluntad del Padre (Jn 4,34), va manifestando el rostro del Padre, dando a conocer lo íntimo de Dios. Él, el Hijo encarnado, que está vuelto hacia el seno (kólpon) del Padre (Jn 1,18), lo puede narrar y dar a entender.

Así, el discípulo amado, como figura del creyente, se reclina sobre el pecho (stêthos; Jn 13,25; 21,20) del Señor, siguiendo la misma línea del conocimiento de corazón a corazón. El Hijo procede del corazón del Padre y, por eso, en tanto se alimenta permanentemente de este conocimiento lo puede a su vez revelar y dar a conocer. El discípulo que pretende adquirir el conocimiento del Señor, sobre todo el conocimiento interno del Señor, se reclina sobre su pecho para recibir la sabiduría de su corazón, quedar configurado por este conocimiento, inflamado en el amor que brota de este corazón, para vivir desde ese amor, transmitirlo al mundo y conformar la historia según los designios de este corazón.

Esta sabiduría del corazón del Señor Jesús, que comunica el pulso del corazón del Padre a aquellos que lo saben auscultar y escuchar, se hace accesible a todos gracias al mayor don de su corazón: el Espíritu. Pues el Espíritu se derrama cuando se parte su corazón, mostrando y comunicando todo el amor que lo colmaba. Así, el cristiano, el discípulo que ama, tiene ahora acceso al corazón de Dios gracias al corazón de Jesús, al Santo Espíritu de Dios, transmitido por el corazón del Hijo en la comunicación de su amor trinitario, del amor del Padre al mundo (cf. Jn 3,16), don del corazón traspasado.

La vida del cristiano se configura desde el Espíritu como reconocimiento del amor de Dios en Jesucristo (Rm 5,8). En efecto, toda la vida cristiana transcurre en Cristo y en el Espíritu. Gracias al Espíritu podemos gritar como hijos adoptivos abbà, Padre (Gal 4,6; Rm 8,15); pues el Espíritu se ha derramado en nuestros corazones (Rm 5,5). Ahora, nuestro corazón, abrasado por el fuego del Espíritu (cf. Filp 2,1; Col 3,12) y marcado con su sello (2Cor 1,22; Ef 1,13), vive en el Espíritu, del que brota el amor a Dios y a los hermanos (Filp 1,8), del que brota la configuración con Cristo y el reconocimiento amoroso del Señor (1Jn 4,3). El amor al Señor es ante todo confesión de su amor (Gal 2,20), desde el agradecimiento del corazón que sabe que amor solamente con amor se paga. De ahí, que el cristiano se arraigue en el amor para más amar, para en todo amar y servir. Como resultado final, la vida cristiana se puede describir con estas bellísimas palabras del autor de la carta a los efesios, en las que da rienda suelta a los sentimientos más profundos de su corazón apostólico:

«Por eso, doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la Plenitud de Dios» (Ef 3,14-19).

Como se puede apreciar el texto es de cuño claramente trinitario. El corazón traspasado de Jesús ha sido quien nos ha permitido y posibilita otear y vislumbrar la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Dios y de su propio corazón. No solamente esto, sino que por la acción del Espíritu nos concede estar «arraigados y cimentados», enraizados y fundamentados, habitar dentro de la dinámica amorosa del corazón de Dios. Así, el corazón humano colma plenamente su sed, se diviniza, se convierte en intérprete e instrumento del amor del corazón de Dios, se cristifica plenamente y, al cristificarse, se humaniza en toda verdad llenándose de la Plenitud de Dios. Ante este corazón abierto y su sed de darnos su amor, para que alcancemos nuestra propia plenitud, solo cabe abrirle el nuestro y entregárselo para que disponga a toda su voluntad.

3.2.    COROLARIOS: ACTUALIDAD DE ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DE LA CRISTOLOGÍA DEL CORAZÓN DE JESÚS

La teología del corazón de Jesús posee en sí una enorme riqueza de registros. No en vano, se ha podido decir que en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se acumula «una verdadera saturación de fuerza», puesta de manifiesto por los pontífices en sus diversas encíclicas y mostrada a lo largo de toda una historia de santidad, de profundidad mística y de fecundidad apostólica. Algunos de estos aspectos que se concentran en la devoción al corazón de Jesús y en la teología subsiguiente me parecen especialmente relevantes para la cristología actual. Simplemente paso a enumerarlos brevemente.

a)  Cristología «teleiótica» o de la relevancia del caminar histórico de Jesús

En primer lugar, contrariamente a lo que podría parecer, la cristología del Sagrado Corazón proporciona un gran relieve al recorrido histórico de la humanidad de Cristo, a su historia particular. Pues se manifiesta que el amor del corazón se despliega a lo largo de toda su existencia, si bien en tensión hacia la entrega final del corazón en el momento culmen de la Cruz, en la glorificación y en la hora suprema, según Juan.

He puesto de relieve la sed de Jesús, que tiende hacia su consumación final en la obediencia perfecta de la entrega hasta el final. Ahora bien, esta dinámica implica que ni todo estaba de hecho contenido plenamente en la misma encarnación ni que todo se reduce al momento supremo de la cruz. Ciertamente la encarnación ya posee en sí el dinamismo inicial, que contiene in nuce lo que luego se cumplirá. Pero el cumplimiento se realiza a través de una historia de obediencia, de fidelidad, de revelación continua del rostro de Dios, a través de la predicación de la irrupción del reino de Dios, buena noticia en particular para los pobres, parábolas, comidas con pecadores, llamada al seguimiento, milagros, conflictos con las autoridades judías y romanas, silencios orantes, itinerancia misionera, enseñanza, conducta novedosa y provocativa relativa a la observancia de la Ley (sábado) y el sentido del Templo, etc. Así, uno de los temas mayores de la cristología actual, la historia humana concreta de Jesús de Nazaret, como algo que posee un peso teológico sustantivo, queda perfectamente englobada en la dinámica de la revelación. Jesús manifiesta que es el Hijo a través de su historia y su comportamiento filial. Siendo Hijo, su filiación se consuma (teleiosis) y perfecciona a través de su historia. Por eso, todo tiende en Juan hacia la hora, como hemos visto a través de la sed de cumplimiento. Esta perspectiva no es ajena a la Carta a los hebreos (2,10; 5,9; 12,2) y permite una lectura teológicamente densa de la historia de Jesús, que sin restar importancia al decurso histórico de su vida y de su contenido, permite establecer una conexión entre la cristología descendente: Jesús el Hijo encarnado; con la ascendente: en la historia concreta de Jesús se desvela que es el Hijo y que alcanza la filiación verdadera a través de la pascua, siendo entonces constituido como Hijo en la resurrección (cf. Rm 1,3-4). Llamo a este tipo de desarrollo una cristología teleiótica: de la consumación, la desvelación y la realización de la filiación a través de la historia.

Desde esta perspectiva, además, la humanidad de Jesús, tan acentuada por la devoción al corazón de Jesús, está perfectamente cualificada en todo momento. Es una verdadera humanidad, que se despliega a través de una historia auténtica de libertad y con plena voluntad humana. Sin embargo, dicha historia, libertad y voluntad siempre están cualificadas como las propias del Hijo de Dios, del Verbo encarnado65. De tal modo que sin perder nada de lo que le es sustantivo como historia personal y de un hombre concreto, Jesús de Nazaret, simultáneamente es la historia que está intrínsecamente cualificada como capaz de dar a conocer el mismo corazón de Dios. Así, la cristología evita una consideración de la humanidad de Jesús simplemente como una humanidad más, aunque especialmente dotada, profética, cercana a Dios, agradable a Dios[14]. Algunas perspectivas cristológicas que atienden a la historia de Jesús partiendo «desde abajo» han quedado encerradas en un Jesús verdaderamente humano, pero incapaz de mostrar cómo se conjuga en su persona la presencia de la trascendencia. Así no se llega a formular sin dudas un elemento central de la fe cristológica: Dios nos amó con un corazón humano.

    b) Cristología pneumática

La cristología que acompaña la teología y la devoción al Sagrado Corazón no solamente es de cuyo trinitario sino también pneumático. Si uno de los desiderata de la cristología actual, para superar las limitaciones de la misma fórmula de Calcedonia, que no otorga relevancia a la pneumatología, es una mejor conjunción entre la cristología y la pneumatología, no cabe duda de que esta articulación en la teología del Sagrado Corazón está bien presente; es más, constituye uno de los sus núcleos claros.

Esto permite que la cristología entronque suavemente con diversos aspectos que son sustanciales en la vida cristiana. Desde luego con la antropología, como sucintamente he sugerido, con el hombre justificado y convertido en hijo adoptivo por el don del Espíritu; pero también con la Iglesia, que brota del costado de Cristo, como nueva Eva; y con los sacramentos mayores, el bautismo y la eucaristía, según los Padres respectivamente simbolizados en el agua y la sangre que manan del costado. Así la cristología abre el horizonte a un panorama mayor de la vida cristiana, que incluye la relación con la Trinidad, la vida de la gracia, los sacramentos y la liturgia, la pertenencia eclesial y, por supuesto, el compromiso práctico en la caridad y el apostolado.

c) Cristología espiritual

Por todas las cualidades recién mencionadas, en la cristología del Sagrado Corazón no se da el divorcio tan denostado entre teología y espiritualidad, entre ciencia teológica y santidad vivida, entre la academia teológica y el púlpito, entre la oración mística y la vida práctica. Es una cristología a la vez dogmática, bíblica y espiritual, algo tan necesario para nuestro tiempo.