EL CORAZON DE LA REDENCION

 

Del libro ”Así amó Dios al Mundo”; Luis María Mendizábal

La cumbre del Misterio de la Redención es Cristo Crucificado. La Redención iniciada en la concepción de Cristo culmina en el Calvario y se desarrolla luego en la historia. Tal es la visión completa. Ahora nos encontrábamos en ese punto culminante, y veíamos ese ministerio tremendo de amor, el sacrificio del Padre que entrega a su Hijo, de Jesús que se entrega por nosotros y nos da el tres veces Santo Espíritu de Verdad. Ahí estamos en contemplación profunda, con la mirada de María con corazón indiviso fija en El, con la mirada de Juan, y nosotros nos sumamos a ellos como parte de la Iglesia.

En esta meditación quisiera entrar ahora en el Corazón de la Redención, que es el Corazón de Cristo. Y para eso vamos a ir por dos líneas: por una parte, vamos a tratar de verlo como en teoría; y luego en la práctica, donde se nos revela este corazón, que es sobre todo en el Huerto.

El Papa Juan Pablo II nos exhorta a tratar con profundidad estos temas, indicando que todo nuestro trabajo es poco para desmenuzar las riquezas de estos misterios; y el modo mejor, habiendo tiempo para ello, es seguir los relatos de la Pasión, porque ahí van descubriéndose matices, aspectos de lo que es esa oblación del Señor, y ahí se aprende también lo que el Papa llama el «cambio de proceso de manifestación de la misericordia». Cuando Dios se abajó al hombre en sus milagros, palabras, enseñan-zas, etc., al fin y al cabo, es la misericordia la que se inclina sobre la miseria; pero hay un momento culminante en que hay un cambio en ese proceso. No sólo Dios se inclina a la miseria, sino que toma la miseria sobre sí. Ese momento es la Pasión, a partir de la agonía del Huerto. La cumbre de la misericordia de Dios es cuando El mismo se hace necesitado de misericordia; cuando pide misericordia El mismo, porque ha tomado sobre sí la miseria del hombre. Y ahí encontramos a Cristo, que pide misericordia al Padre y no se la concede, que pide misericordia a los hombres y no se la damos, y muere así en la cruz, en el momento supremo de la misericordia. La idea es bellísima, es de una enorme trascendencia para toda la vida cristiana, y da nueva luz a algo que en la vida espiritual cristiana se ha realizado siempre, pero que adquiere aquí una nueva fuerza y vigor de presentación.

En efecto, el hecho de que Cristo se presente diciendo a los apóstoles «velad y orad conmigo», el hecho de que Cristo en la cruz diga «tengo sed» es que pide misericordia. Es Él, el que está necesitado en su humanidad de nuestra cercanía, de nuestro amor; el Papa, en su libro Signo de contradicción que recoge las conferencias de sus Ejercicios al Papa Pablo VI, dice cómo esa palabra «quedaos aquí y velad conmigo» sigue repitiéndola el Señor y la escucha la Iglesia continuamente en su historia; y la Iglesia quiere quedarse con El y velar con Cristo. La práctica de la hora santa, que tanto ha penetrado en los corazones de las almas fieles, es una resonancia real de esta verdad, de la misericordia de Dios, hecho necesitado de la misericordia. Realmente ése es el momento cumbre.

Para comprenderlo, sería algo así como que una madre tuviese a un hijo que se le ha escapado de casa, y la madre no sólo le tiene las puertas abiertas y los brazos abiertos, sino que a pesar de sus continuas solicitudes al ver que no vuelve, sale ella misma de casa, se pone en camino, se destroza la salud, y allí, deshecha en harapos y herida y enferma grave, se acerca hasta su hijo para decirle: Hijo, ten compasión de tu madre y vuelve a casa. ¡Ten compasión! Es lo supremo de la misericordia de la madre. Cuando ella misma se hace necesitada y se presenta a su hijo como solicitando su misericordia para con ella. Eso es lo que el Señor ha hecho en el Misterio de la Redención, con una resonancia para toda la vida cristiana, también para nuestra propia vida.

Vamos a entrar en ese centro de la Redención, en ese punto rojo de encuentro de lo divino y lo humano que es el Corazón del Señor. Y vamos a decir que el Corazón de Cristo, es en realidad el Corazón de la Redención. Cuando nosotros hablamos de amor al Corazón de Cristo, de devoción al Corazón de Cristo es claro que no nos reducimos a una imagen o al culto de una imagen. Estamos hablando del Misterio de la Redención; estamos hablando del Corazón de ese Misterio de la Redención. Tampoco nos reducimos a unas prácticas, fórmulas al margen de la vida; aunque es evidente que esas prácticas no las despreciamos, ni muchos menos. Se trata de Jesucristo resucitado vivo, de corazón palpitante, que nos ama ahora; que ahora es sensible a la respuesta del hombre; que murió y padeció por mí; es verdad, es ese Cristo, ese Misterio de Redención. Que padeció y murió por mí; pero que me ama ahora también con ese mismo amor humano de una persona divina, sensible a la respuesta del hombre, y que trata de introducirme a una identificación vital con su amor, comprometiéndome en el drama permanente de su amor redentor a la humanidad.

Esto es lo que es el Corazón de Cristo. Esto hay que en-tenderlo así, ir al fondo. Es, pues, Cristo resucitado vivo, indudablemente, de corazón palpitante, que me amó y murió por mí, y que me ama ahora, con amor humano. Esto hay que recalcarlo mucho, porque la Redención es obra de un amor humano, como veremos en seguida; con amor que es sensible a la respuesta del hombre y que trata de introducirnos a una identificación vital con su amor, comprometiéndome en el drama permanente de su amor redentor a la humanidad. Esta visión de la vida cristiana, vivida así, a la luz del corazón de Cristo Redentor, es decir, del Redentor, pero yendo hasta el fondo: el Corazón Redentor de Cristo, iluminado por esa visión de fe del Corazón de Cristo, invade hasta los últimos elementos de nuestra vida diaria. No es una devocioncilla: es vivir nuestra vida a la luz de ese Misterio de Amor.

Si decíamos que estamos llamados a vivir en la presencia de Dios, esa presencia de Dios es, al fin y al cabo, la presencia ante el amor misericordioso de Dios. Podemos decir ante el Corazón de Cristo. Es vivir en el Corazón de Cristo; vivir en ese amor redentor con características del Corazón de Dios en Cristo. Vivir en esa ambientación, de un amor de Dios hasta dar su vida por nosotros; y de un amor que no es correspondido por el hombre y que está buscando y sigue buscando el Corazón de la humanidad que quiere elevar esa humanidad. Es la vida vivida a la luz de esa convicción de fe del Misterio de la Redención del Misterio del amor misericordioso con todas las exigencias que derivan de esa visión de fe, con todas las exigencias que derivan a la persona concreta que vive asociada en formas diversas a la obra redentora de Cristo. Esta visión, pues, supone la fe viva en el amor del Padre, que en su Hijo Jesucristo ha redimido al hombre, ha amado al hombre, ha dado su vida por su salvación. En la Cruz, en el Corazón abierto de Cristo crucificado, se revela la paternidad de Dios. Es el Misterio tremendo del amor que entrega a su Hijo y por Él nos da el Espíritu Santo.

Esta es toda la riqueza de esa luz del Corazón de Cristo iluminando toda nuestra vida. Una vida toda ella dominada, impregnada por esta persuasión, por esta convicción profunda. Eso significa que si miramos el Corazón de Cristo vemos en Él, el amor redentor de Cristo. Y esto es lo que significa, no es un simple adorno, un simple culto; es el amor redentor de Cristo. Por eso la imagen misma del Corazón del Señor no aparece simplemente como amor de Dios, sino como amor de Cristo, eso es muy importante.

Es amor del Dios hecho hombre por nosotros. El amor de Dios que ha hecho que su Hijo se encarne y que nos hable con el Corazón de su Hijo y en el Corazón de su Hijo. Algunos protestan: «A mí déjeme del Corazón de Cristo, yo lo que quiero es el amor de Dios.»

Pero el amor de Dios es muy aéreo y hay peligro en nos-otros de un cierto espiritualismo de ese amor, que con eso no llega a acercarse a nosotros suficientemente. Hay también una especie de lo que podríamos llamar devoción anticalcedosense, y hay una devoción que es la verdaderamente calcedonense. ¿Qué quiero decir con esto?

Sabéis que la doctrina del Concilio calcedonense es la de dos naturalezas en unidad de persona en Cristo. Cristo es verdadero Dios y verdadero Hombre, y tiene naturaleza humana y naturaleza divina, en unidad de persona. Pues bien, en el aspecto de la devoción al Corazón de Cristo puede haber una especie de anticalcedonismo, que el considerar sólo el amor divino de Cristo, hasta el Corazón humano de Cristo. Se puede hablar del amor de Dios sin tener en cuenta de la realidad del Dios hecho hombre, como si eso no hubiese tenido ninguna importancia. Se trata del Dios hecho Hombre. Si Dios es amor, el Dios hecho Hombre es corazón. Pero corazón en el sentido pleno de la palabra. Dios Hombre es amor con esa realidad humana del amor que es el corazón, es realmente amar con corazón humano. Esto es lo que tenemos que recalcar. Ese corazón significa el amor redentor de Cristo. Fijaos que el amor redentor de Cristo no es el simple amor divino, sino es el amor humano de Cristo. Recordad que el amor redentor no es simplemente el de la Persona Divina en su preexistencia, sino que es el amor humano de una persona divina, el corazón humano de un amor divino, pero corazón humano que se ofrece. Por eso vamos a tratar de pensar un poco en ese Misterio de la Redención, desde dentro, y esto es lo que se pone ante nuestros ojos como una luz que ilumina nuestra vida.

Nosotros hemos sido siempre objeto de ese amor redentor de Cristo, desde que latió aquel corazón me amó con corazón redentor. Somos objeto de ese amor redentor de Dios en Cristo, de Cristo que nos ha acogido dentro en sí mismo, y nos ha ofrecido en su propio ofrecimiento al Padre, tomando sobre sí nuestra vida y nuestros pecados. Nos llevaba en aquel corazón humano. Y ha sentido los sufrimientos de la Pasión que se significan, que se muestran, se manifiestan en la herida de la lanza que atraviesa su costado, en las espinas y en la Cruz. Me presenta su amor redentor, su amor personal, por el cual puedo decir en verdad «me amó y se entregó a sí mismo por mí». Pero no es sólo esto, sino que Cristo ahora, Dios Hombre, me ama con ese amor. Con ese amor se sigue ofreciendo y con ese amor me ama y me hace entender que ahora no es correspondido por los hombres. El continúa la obra de la Redención con el mismo afán de su corazón y desea que tratemos de corresponder a ese amor, no solamente para consolarle de una manera humana, sino para adherirnos a su obra de redención de amor. Nos quiere arrastrar para colaborar con El en esta gran obra de Redención del mundo.

Entonces nos pone consigo, como tantas veces pedía San Ignacio a la Virgen: «que me ponga con su Hijo”. Y nos hace comprender que toda nuestra vida impregnada por ese amor como el de Cristo, es colaboración a la Obra de la Redención. Es de una visión grandiosa, es entrar en el centro de la Redención, en el punto central. Es la verdadera consolación del Señor. Realizar la voluntad del Padre, el primitivo plan del Padre, a saber: que todos conozcan al Padre, conozcan el amor del Padre, lleguen a la Casa del Padre. Y esto es devoción al Corazón de Cristo: toda la vida iluminada por ese amor.

Es verdad que en ciertos momentos para nosotros es objeto de especial atención, pero lo fundamental es vivir la redención en el corazón de la Redención; vivir toda esta vida, que es un drama de Redención, en su corazón mismo.

El Papa en la Bula y en el discurso a los cardenales no habla explícitamente del Corazón de Cristo; pero lo hace indirectamente en cuanto nos invita a entrar en aquel «Horno ardiente del Misterio Pascual». El horno ardiente del Misterio Pascual tiene resonancias, sin duda, de las letanías del Corazón de Jesús, en las que hablamos del Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad. Pero no sólo eso; el Papa nos dice que la materia para meditar y reflexionar en la Redención la ofrecen sus dos Encíclicas, Redemptor Hominis y Dives in Misericordia. Y en las dos Encíclicas llega a decir el Papa que lo que enseña en ellas se viene a sintetizar en el Corazón de Cristo. En la Redemptor Hominis dice: en último término la Redención no es otra cosa sino la justicia en el Corazón del Unigénito del que deriva la justicia al corazón de todos los hombres»; y nos coloca ahí en el centro como si quisiera sintetizarlo todo en el Corazón del Unigénito. Y de ahí deriva a los corazones de todos los hombres, a la vida íntima, a la raíz de la existencia de todos los hombres.

Y en la Encíclica Dives in Misericordia, después de haber hablado de la misericordia de Dios y decir que la Iglesia tiene obligación de venerar y predicar esa misericordia de Dios, que «la Iglesia parece venerar sobre todo la Misericordia de Dios cuando se dirige al Corazón de Cristo”. De manera que la expresión sensible de la misericordia de Dios es el Corazón de Cristo. Y cuando la Iglesia cae en ese Corazón, se confía a ese Corazón, está venerando: sobre todo entonces parece venerar la misericordia de Dios.

Por lo tanto, también aquí viene a centrarse todo; y no es extraño. Ya antes el Papa Pío XII, en la Encíclica Haurietis Aquas, había dicho, en el número 54: «Por tanto, en el Corazón de Nuestro Salvador vemos de alguna manera reflejada la imagen de la Persona divina del Verbo, como también la imagen de su doble naturaleza, humana y divina, y podemos admirar en El no sólo el símbolo sino también la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención.

¿En qué sentido esta, pues ahí el centro? El Corazón de Cristo realmente es el Corazón del Redentor, pero no simplemente porque se trate de una denominación, porque se trata del Corazón del que es Redentor, sino porque es el Corazón de la Redención misma. La Redención no es un acto simplemente divino. Vamos a analizarlo un poco para verlo luego realizado en el Huerto de los Olivos. Pido vuestra atención en este punto porque es muy central. Quizá no siempre se os ha expuesto con suficiente detalle lo que voy a decir.

La Redención no es un simple acto divino. Decíamos, hablando de los milagros de Jesús, que las curaciones que hacía su amor compasivo, no eran simples actos divinos de curación de da omnipotencia de Dios, sino que recalcaba el evangelista que curaba «tomando sobre sí sus enfermedades». Es evidente que la humanidad de Cristo las toma sobre sí; Cristo en su humanidad toma esas enfermedades. Isaías dice que le hemos visto leproso, cubierto con nuestros pecados. No es simplemente un acto divino. No es como cuando dice «hágase la luz» y la luz fue hecha; no dice «hágase la Redención» y la Redención fue hecha. Dios podría quizá, sin más, perdonar al hombre, y sería un acto divino. Lo que no puede hacer es con un acto divino redimir al hombre, porque la Redención en su concepto mismo implica merecimiento.

Entonces, la Redención la tiene que realizar una voluntad humana. Por eso no es un simple acto divino, no es un simple acto de omnipotencia. Se cumple en la Redención lo que en aquellas curaciones se indicaba ya anticipadamente. La Redención querida por Dios es la obra de un hombre Dios. Si no fuera hombre verdadero, no sería meritoria la Redención. Debemos decir que la Redención

es obra de la voluntad humana, pero de una persona divina; porque si la persona no fuera divina, la Redención no tendría valor redentor suficiente. Y aquí estamos en el misterio de Cristo. La Redención es obra de la voluntad humana de una persona divina que merece, pero tiene valor infinito ese merecimiento.

Entonces comprendemos así el interés de la Iglesia en salvar esta voluntad humana de Cristo. Y cuando en el Concilio de Constantinopla se discutió ásperamente esta cuestión y se definió la doble voluntad de Cristo, no se trataba de eso que llamamos cuestiones bizantinas: que discutían sobre cuestiones aéreas y cuestiones de agudeza intelectual, sino que la Iglesia comprendía perfectamente que, si no hay voluntad humana en Cristo, no hay Redención. Por lo tanto, de ahí el interés de la Iglesia; hay doble voluntad en Cristo. Hay una voluntad humana de una persona divina. Por eso debemos hablar de la Redención como obra de la voluntad humana de una persona divina.

Pero no es sólo esto, tenemos que dar un paso más, y es éste, que la Redención no es sólo un simple acto de voluntad. El acto de la Redención tiene su contenido vital, su contenido específico, que no es reducible a un simple acto de voluntad. Esto es también muy importante entenderlo.

Nosotros humanamente solemos inclinarnos mucho a valorizar la voluntad. Y si tiene buena voluntad ya está todo hecho. Quiero amar a Dios, pues ya lo amo. No señor, usted quiere amar a Dios. Puede ser que cumpla suficientemente lo que es su obligación actual, puede ser, porque no se puede pedir más en un momento. Pero amor a Dios no es simplemente querer amar, sino es amar. Y otras muchas cosas evidentemente; no es lo mismo querer ser buen médico que serlo. Pero en el orden sobrenatural inmediatamente lo suplimos, y con esto nos defendemos de muchos trabajos espirituales, porque siempre invocamos que basta con querer. Cada cosa tiene su entidad. No basta querer hacer oración para hacer oración. Es el primer paso que te llevará a aprender a hacer oración, que te llevará a aplicarte a una ascesis de oración, pero no por eso sabes hacer oración. Querer mortificarse no es lo mismo que mortificarse; es un primer paso; luego tiene que aplicarse a la mortificación sincera, etc.