El Misterio del Corazón de Cristo. AMAR Y SUFRIR CON CRISTO

Sagrado Corazón de Jesús

Luis María Mendizábal SJ

Antes de empezar quisiera recalcar que no se debe confundir reparación y consolación.
La reparación no se identifica con la consolación. Primero voy a tocar, aunque sea
brevemente, el tema de la consolación con la problemática que lleva consigo.
Consolar a Cristo es un concepto que se ha usado bastante. Ese consolar se puede
referir a consolar a Cristo en su Pasión, particularmente en la Oración del Huerto, y
consolar a Cristo ahora. Respeto al consolar a Cristo en la Pasión se suscitan algunos
problemas desde el punto de vista teológico y práctico. Tenemos que decir que es
teológicamente sólido afirmar que podemos consolar al Señor en su Pasión; esa especie
de supertemporalidad del misterio de la agonía de Cristo, ese misterio toca a todos los
cristianos y en cierta manera hay una coexistencia de todos con Él. Para esta afirmación
nos apoyamos en el testimonio de Pío XI en su Encíclica Miserentissimus Redemptor.
Este testimonio tiene una gran fuerza porque se trata de una Encíclica dirigida
precisamente a enseñar a pastores y fieles la verdadera práctica del culto sólido al Corazón
de Jesús.
Otro problema sería consolar a Cristo ahora. La cosa es más delicada. Habría que
recordar cuanto hemos dicho del misterio del cuasisufrimiento de Dios, por consiguiente
del cuasisufrimiento de Cristo glorioso. Entonces sería lógico que el comportamiento del
hombre en cierta manera consuele, dado ese cuasisufrimiento del que hemos hablado.
Personalmente no me inclino al término consolar a Dios, consolar a Cristo ahora. Sobre
todo por lo que comporta de representaciones que le acompañan. Puede dar la impresión
de que presentamos un Cristo que está siempre afligido, al que todos los cristianos tienen
que consolar… Y esto podría ser también una deformación. Por lo tanto tiene su
fundamento, puesto que la terminología es tan delicada, para usarla hay que tener una
prudencia extrema. Pero quede aquí el aspecto de la consolación.
Ahora añadimos reparación, no es simplemente consolar. Si alguien tuviera dificultad
para admitir la consolación, todavía quedaría íntegra la problemática de la reparación.
Para entender lo que es la reparación hay que partir de la participación en nosotros del
Corazón de Cristo. Cuando en San Juan se dice: Amaos como Yo os he amado. Que sean
uno en nosotros como Tú Padre en mí y Yo en ti, ese como en San Juan significa dos
cosas: semejanza y participación. Que os améis unos a otros como Yo os he amado,
participando del amor con que Yo os he amado. Aquí encontramos algo parecido: El
corazón nuevo en nosotros es semejanza del de Cristo y participación de él.
Ahora bien, vamos a fijarnos en la postura de reparación en el Corazón de Cristo que
vamos a participar nosotros y vamos a exponerla gradualmente, porque esa participación
es una realidad compleja muy rica. Aun cuando parezca que arrancamos de muy lejos, no
es tan lejos, porque sin los pasos que daremos no acabaremos de entender rectamente la
reparación. La reparación no es una cosa exterior, un sacrificio que se hace y nada más,
es algo muy profundo. Por eso antes de llegar a entender correctamente lo más difícil,
como es la reparación aflictiva, del sufrimiento expiatorio, vamos a comenzar por los
elementos fundamentales.
El primer nivel es éste: el corazón participado de Jesús. La primera etapa es el amor.
Parecería que estamos lejos de la reparación, pero sin la caridad y el amor no la
entenderemos jamás. El amor de Cristo al Padre le hace uno con Él y uno con los
hombres. Ese es el amor del Corazón de Cristo. Cuando dice: El Padre y Yo somos una
cosa, se refiere no sólo a la unidad de naturaleza divina, sino que se refiere a ese ser uno
en el amor; el Padre y Yo somos uno en la identificación de amor. Y es al mismo tiempo
uno con los hombres. El amor a los hombres le lleva a asumir la naturaleza humana y
hacerse uno con ellos. Éste es el punto básico de partida, es una postura de amor. En una
verdadera reparación el punto de partida ha de ser un amor así, que nos haga uno con el
Padre, con Cristo, y uno con los hombres. No se entiende la reparación si se parte de una
separación entre mí y los demás. Eso no sería reparación.
Segundo nivel: A partir de ese amor que nos hace uno, cuando Cristo contempla al
Padre ofendido, esa ofensa del Padre le llega al alma, le llega al Corazón. Dado ese amor,
esto es inevitable. Y el ver al hombre y al pecado del hombre le llega al alma, le afecta;
el amor le hace sensible a la ofensa del Padre, sensible al pecado, al mal del hombre,
cualquiera que sea.
Pero ya en este nivel va a comenzar una diversidad de tipos de reparación, porque la
acción del Espíritu y la delicadeza del amor, la luz superior de Dios, hace entender matices
diversos de amor y consiguientemente hace el corazón más sensible a esos matices
diversos de la ofensa de Dios dentro del plan divino, y a esos matices diversos del mal de
los hombres.
Según lo que el Señor ilumina en el misterio de Cristo nosotros reaccionamos también
con una especial sensibilidad. En efecto, algunos son iluminados especialmente para
comprender el amor de la Eucaristía; otros para comprender el amor de la Cruz; otros
para comprender la dignidad de la Trinidad santísima. Es lo que fundamenta la diversidad
de espiritualidades. El conocimiento más profundo del amor que encierra el misterio
eucarístico lleva consigo una sensibilidad particular respecto a las ofensas que se cometen
contra ese misterio del amor de Cristo; entonces, se dará ya el fundamento de una
reparación particularmente eucarística. En quienes tengan un conocimiento especial del
misterio de la maternidad de María, de la virginidad de María, una reparación más
estrictamente mariana. En otros, será trinitaria. En fin, ya desde este fundamento se ven
las bases de diversificaciones posibles en las formas de reparación.
Lo mismo podemos decir en la vertiente de identificación con los hombres, en el mal
diverso de los hombres al cual es uno particularmente sensible por la acción de la gracia
y de la caridad. Y así habrá quienes son especialmente sensibles a la injusticia del hombre
como ofensa de Dios. Otros podrán sentir particularmente la blasfemia del hombre contra
Dios. Otros la impureza. En todos reconociendo que son ofensa de Dios y mal del hombre,
pero tienen una sensibilidad especial, les llega más al alma. Y esto, repito, no por un puro
capricho sino como resultado de una luz interior dada por el Espíritu Santo y con
verdadero sentido cristiano.
Y vamos al tercer nivel. Estamos estructurando la reparación y cada uno de los niveles
que vamos exponiendo es fundamento del siguiente: La caridad es base de la sensibilidad
del amor. De la sensibilidad del amor va a proceder una reacción, pero fundada en la
caridad de una manera fuerte. Llega, pues, este tercer nivel. Es el nivel de la acción. Por
ese amor sensible a la ofensa de Dios y al mal del hombre ya viene la reacción, ya viene
el comportamiento.
La primera forma de reparación que podemos distinguir en este tercer nivel…
Diríamos, entre paréntesis, que no hay que hacer demasiadas distinciones de unos a otros
en las formas que vamos a indicar a continuación, y la realidad es que se entremezclan y
unas veces predomina una u otra, o varias a la vez. Pero distinguiendo ahora, para
explicarlo simplemente, la primera forma de reparación es la que podemos llamar
reparación negativa; siempre supuestos los pasos precedentes, porque sin ellos no
tenemos la reparación, sin ese amor que nos hace uno, no hablaremos de verdadera
reparación, tampoco negativa. La primera reacción, pues, es evitar el pecado, evitar la
ofensa de Dios de la manera que sea, por medios prácticos, por medios oracionales, por
medios apostólicos. Todo trabajo por superar la injusticia si arranca de ese amor sensible
a la ofensa del Padre y al mal de los hombres como ofensa del Padre será también
reparación negativa, está tratando de evitar el pecado, sea en sí mismo, sea en los demás;
en sí mismo por un trabajo de purificación, en los demás por un trabajo de apostolado,
diversiones sanas promovidas. De ese espíritu son también todas las actividades
ordenadas a sanear la conciencia de los hombres y la pureza de las costumbres. Lo
importante es, pues, el elemento fundamental: que estas acciones arranquen de ese amor
sensible a la ofensa de Dios y al mal del hombre como ofensa de Dios. Todo lo que es,
pues, purificación puede estar impregnado de este sentido en la vida del hombre: el
sacramento de la reconciliación, el examen de conciencia, el combate contra los vicios,
la penitencia, el apostolado mismo.
La segunda forma de reacción, de reparación, es la que llamamos afectiva; la llamamos
así por su expresión afectiva. Porque el amor tiene que estar siempre en el fondo de todas
estas reacciones, pero es que aquí la respuesta misma se hace por una explicitación de
amor, se da como respuesta al Dios ofendido una reacción de amor más intenso, más
fuerte, amar más al que uno ve ofendido y menospreciado. Cristo al ver al Padre ofendido
le ama más, el celo de su casa le devora; y eso mismo pone Él en nuestro corazón. Esta
reparación, llamada así afectiva, no la debemos identificar con el consolar de que hemos
hablado al principio; porque en esta reparación afectiva, en esta reparación de amor lo
que se pretende directamente no es precisamente consolar de hecho, sino que expresa una
necesidad propia psicológica de amar precisamente porque ve ofendido a aquel a quien
ama. En esta reparación se siente la necesidad de amar más, consuele o no consuele, este
hecho no es el determinante; es lo que suele denominarse: amar al Amor no amado. Es
evidentemente uno de los aspectos más fundamentales en la reparación.
¿Cómo se vive esto? No necesita prácticas especiales, sino que pretende investir de
amor todo lo que hacemos, hacerlo todo con la intención de amar al Amor no amado. No
es amar por los que no aman considerándose uno inocente, que es lo que a algunos les
parece hipócrita en la reparación cristiana; la reparación cristiana no acentúa nuestro
carácter de inocencia, todo lo contrario. Debe partir de una solidaridad, de un ser uno
todos los hombres, de un ser uno cada hombre con los pecadores y él mismo pecador.
Reparamos siendo nosotros también pecadores y reparamos por nuestros pecados unidos
a los de todos. Por eso insistíamos desde el principio en el elemento fundamental que la
base debe estar en la caridad unitiva, sin ella no tendríamos verdadera reparación. Lo que
hago yo lo hago por mis propios pecados: Amar a ese Dios al que yo mismo amo tan
poco, a quien yo mismo he ofendido; viéndolo ofendido por mí y por los demás. Y esto
me mueve a amarle más, por lo que le he ofendido y por lo que otros le ofenden,
sintiéndome uno con ellos.
Todo lo que hacemos nosotros se puede hacer empapado de este espíritu, desde el
levantarse por la mañana, realizar el trabajo que se nos ha encomendado… Haciéndolo
todo con ese deseo de amar al Amor no amado. Por nosotros mismos que tantas veces
hemos sido negligentes, pecadores, y por los que ahora lo son también, y nosotros lo
seguimos siendo en algún grado.
Es verdad que hay también actos especiales de reparación afectiva, son
indudablemente la oración, en especial la adoración eucarística; por eso se comprende un
cierto desarrollo de esta forma de actos. Pero de ninguna manera con la intención de que
sean exclusivos. Tienen cierto relieve característico dentro de una vida que se vive con
ese espíritu.
Particularmente destaca aquí la Eucaristía como punto de reparación afectiva, ya que
es sacramento precisamente de amor y muchas veces, muchísimas, un Amor no amado;
la Eucaristía desgraciadamente olvidada y abandonada. Hablemos siempre de una
vinculación del Corazón de Cristo con la Eucaristía, lo es de hecho en todos sus
elementos: La consagración está vinculada a la entrega eucarística. También la reparación
lo es al sacrificio eucarístico. El amor de Cristo se nos manifiesta particularmente en la
Eucaristía. Y el amor de Cristo es descuidado particularmente en la Eucaristía.
En cuanto a la reparación afectiva puede ser útil caer en la cuenta de que la comunión
es lo más eficaz para esa reparación afectiva. En la Eucaristía Cristo se nos da en el
sacramento de su amor. Ese darse el Señor no es un don jurídico, sino que se hace nuestro,
vitalmente nuestro. Y por consiguiente lo podemos ofrecer ofreciéndonos con Cristo al
Padre en la comunión.
Y llegamos a la tercera forma, aparentemente la más difícil, de la reparación, que es la
aflictiva. Volvemos la mirada a Cristo. Cristo lleno de su inmenso amor, sensible a la
ofensa del Padre, se hace hombre y realiza la Redención. Este hecho de tomar nuestra
naturaleza humana, de asumirla, hasta ofrecerla en la cruz en holocausto, es lo que
constituye el acto redentor. Y esa oblación tiene un carácter de reparación.
Para entenderla tenemos que fijar nuestra mirada contemplativa en la Cruz de Cristo.
Ante la Pasión hay una posible postura psicológica: Detenerse ante ese sufrimiento con
una actitud de lástima al ver los padecimientos de Cristo. Es un sentimiento muy humano
al ver los sufrimientos de otro hombre. Pero la reacción psicológica de tener lástima de
Jesús sería poco y en cierta manera el centrar toda una vida en ese matiz de tener lástima
de Jesús empequeñecería la visión cristiana de la existencia. Jesús mismo al llegar al
calvario reprende en cierta manera a las mujeres de Jerusalén que tenía simplemente
lástima de Él: No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos. Quizás sea esta
la razón porque en algunos círculos se rechaza la devoción al Corazón de Jesús; porque
les hace la impresión de que fomentan como valor supremo el tener lástima de Jesús y les
parece que esto empequeñece la visión cristiana, desfigura la imagen de Dios al
presentarle siempre necesitado de que los hombres estén teniéndole lástima
continuamente.
Hay un paso más profundo en la contemplación de la Pasión, se trata de compadecer
con Cristo. Y esto sí es una actitud mucho más rica. No se puede compadecer con una
persona si antes no se ha llegado a una fusión compenetradora con ella. La Virgen misma
en la Cruz no es que simplemente tiene lástima de Jesús, sino que compadece con Él,
ofrece los sufrimientos de su hijo, grita con Él el perdón a los que le están atormentando
y entrega con Él su espíritu al Padre. Esto nos introduce en una distinción que juzgo
importante: la distinción entre sufrimiento y actitud con que se sufre. El sufrimiento es
pasivo, el sufrimiento en último término viene del pecado. La actitud con que se sufre,
esa actitud es divina, es algo que viene de Dios. El sufrimiento no es personal, es algo de
la naturaleza. La actitud de sufrir con que se encaja el sufrimiento es personal, es libre,
es postura del que sufre. El acto redentor está constituido por el sufrimiento y la actitud
de sufrir unidos: Nos redimió la muerte de Cristo llevada por Él con amor.
¿Cómo podemos comprender la actitud sufriente de Cristo, que es la que va a constituir
precisamente la actitud de reparación aflictiva?
Tenemos que recurrir a la Escritura, a la Revelación. Partiendo de los poemas del
Siervo de Yahvé de Isaías, siguiendo por los anuncios de la Pasión del mismo Cristo en
los que dice que ha venido no a ser servido sino a servir y a dar su vida en redención por
muchos; fijándonos en textos de la Carta a los Hebreos en que habla de que al entrar en
este mundo dijo: No os has querido holocaustos ni sacrificios por el pecado pero me has
dado un cuerpo; siguiendo con las palabras de Jesús en la Oración del Huerto y en la
Cruz misma, podemos llegar a esta conclusión: La actitud sufriente de Cristo es la de un
amor inmenso, de entrega, de obediencia al Padre, que le hace asumir en amor la
condición humana mortal, dolorosa y frágil, en solidaridad con los hombres ante el Padre.
Es la actitud redentora, la actitud reparadora. La muerte asumida con esa actitud redentora
es nuestra redención, la verdadera reparación.
Esta reparación debe realizarse también en nosotros. Nuestra postura ha de ser la
misma: Asumir en el mismo amor también nosotros las consecuencias dolorosas del
pecado en la naturaleza humana. El plan de Dios es que no haya consecuencia dolorosa
del pecado que no sea asumida con la actitud redentora de Cristo y transformada en
elevación de la humanidad. Lo que es dolor, consecuencia dolorosa en la humanidad del
pecado, es asumido por el amor de Cristo que está en nosotros al tomar esa parte de la
consecuencia del pecado en el mundo, la situación dolorosa de la humanidad que nos toca
por la voluntad del Padre: Cumplo lo que falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo que
es la Iglesia. Cumplo lo que a mí me toca de la condición, de la participación pecadora,
asumiéndolo con la actitud misma redentora de Cristo que yo participo. Eso es asociarse
a la Pasión de Cristo.
La reparación aflictiva es simplemente esto, nada más: Asumir y aceptar ser miembro
de la humanidad con el Corazón de Cristo en mí. Asumo mi condición mortal, asumo la
muerte misma desde ahora y la acepto cuando llegue. Acepto todo lo que lleva consigo
esa condición mortal, que es fruto de toda una humanidad que ha ido entretejiendo mi
propio cuerpo a través de la historia. Acepto lo que me toca de taras, de limitaciones.
Acepto ser miembro de esta familia, los roces que me vienen de ser miembro de la
humanidad. Pero ese aceptar no es simplemente resignarse. Es voluntad del Señor que
superemos, en cuanto nos sea posible, esa situaciones de la humanidad; y lo debemos de
procurar. Pero entre tanto no me sublevo contra ellas, las asumo en amor. Se trata de
promover la superación de todas las consecuencias dolorosas de la humanidad
aceptándolas entre tanto con amor, mientras se las supera con esfuerzo leal de trabajo
generoso.
Aceptar, por otra parte, no significa tampoco tener gozo en llevar esos sufrimientos.
Eso no está en nuestra mano. Las consecuencias dolorosas del pecado son cruz, hay que
llevarla como una verdadera cruz. Aprendiendo, pues, de esta manera la aceptación, que
ni es un gozo ni una resignación pasiva, sino que admiten y requieren un esfuerzo sereno
positivo, entonces al aceptar de esta manera los sufrimientos de la humanidad realizamos
nuestra asociación a la expiación redentora de Cristo. Es la gran lección que nos enseña
el Corazón de Jesús. Tener conciencia de ser miembros de una humanidad que está
necesitando de toda nuestra entrega y oblación para su salvación en el plan divino.