EL MISTERIO DEL CORAZON DE JESUS, CENTRO DE LA VIDA Y MINISTERIO(2)

corazön sacerdotal

El sacerdocio participado de Cristo

Luís-María Mendizábal Ostolaza, S.J.

El sacerdote-mediador.  En una excelente conferencia, que escuchábamos en este ciclo, D. Nicolás López Martínez exponía una síntesis de la doctrina sobre el sacerdocio, precisando ciertos conceptos sobre la función cultual del sacerdote católico[1]. Recalcaba muy oportunamente que el sacerdocio es una misión cultual (o sacra) en toda su actividad, sea litúrgica sea evangelizadora o de predicación. La observación es importante y hoy particularmente necesaria. El Concilio y el documento del sínodo de 1971 son explícitos en este sentido. El presbítero en la Iglesia es sacerdote-apóstol (cf. Hb 3,l). Elegido por Dios, asumido de entre los hombres, también él es constituído mediador hacia Dios y hacia los hombres. Primariamente es ordenado al Cuerpo Sacramental de Cristo, pero esencialmente, y no secundariamente, es ordenado al Cuerpo místico, al menos en las actuales disposiciones de la Iglesia. Hablamos de hecho del presbítero como hoy existe en la Iglesia, como nos lo muestra la institución eclesial. El presbítero se nos presenta como sacerdote-apóstol: ofreciendo los hombres a Dios y Dios a los hombres.

El presbítero en sentido pleno del Nuevo Testamento retoma sobre sí, por voluntad benévola y providente de Dios, la doble función que se había separado en el Antiguo Testamento: oferente y maestro; ascendente y descendente, como el mismo Jesucristo la había asumido en su persona (Hb 3,l).

A1 presbítero se refieren las palabras de la carta a los Hebreos: «Pro hominibus constituitur in his quae sunt ad Deum» (Hb 5,l); y aquellas más explícitas de Cristo: «haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1 Cor 11,24). Pero al presbítero se refieren también aquellas otras palabras: «Los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14); «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura, bautizándolos» (Mc 16,15). Y aquellas otras: «A quienes perdonareis los pecados les quedarán perdonados» (Jn 20,23).

Los apóstoles conscientes de este sentido íntimo de su función, centran sus actividades en estos puntos, dejando otras obras muy buenas sí, y aun necesarias, pero que nos constituyen su ocupación específica. Para esas otras obras instituyen a los diáconos: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra» (Act 6,4). Aquí aparece la mediación de doble vertiente: una ascendiente hacia Dios, la otra descendiente hacia los hombres.

Hay que partir de esta mediación a doble vertiente, participada de Cristo, único Mediador, no sólo ontológicamente por el carácter y la gracia sacerdotal, sino vivido activamente por su actividad mediadora instrumental en el sacrificio-oración y en el ministerio de la distribución de los dones divinos, palabra y gracia; y vivido también psicológicamente reflejando en sí mismo los sentimientos de Cristo, las actitudes de Cristo. En el Corazón de Cristo, en las entrañas de Cristo, «in visceribus Christi» (Flp 3,8)[2] y con Cristo con-sintiendo con la divinidad, y en las entrañas de Cristo y con Cristo con-sintiendo con la realidad humana.

Mediador ante Dios en favor de los hombres. También el sacerdote es mediador ontológico. Sobre su pobre humanidad desciende la gracia sacramental del sacerdocio y es configurado a Cristo por el carácter sacerdotal. De esta manera toca los dos extremos. Pero es constituído en esta mediación ontológica en dependencia de Cristo. El verdadero representante de la humanidad, no por elección sino por naturaleza, es su cabeza: Cristo. El sacerdote sí es asumido de entre los hombres, pero su legitimidad de representación la obtiene como representante y colaborador instrumental de Cristo, y no directamente de la elección de los hombres. Y por cierto por el carácter es constituído sacramento del Sumo Sacerdote Cristo y capacitado para actuar in persona Christi, es decir, de Cristo en cuanto cabeza universal de la Iglesia.

Su mediación ontológica y función instrumental se ordena toda a la mediación activa. Los actos principales de esta mediación HACIA DIOS en favor de los hombres, son el sacrificio y la oración: “ut offerat dona et sacrificia pro peccatis”. El sacerdocio dice relación al sacrificio eucarístico como a acto principal. Todas las otras funciones sacerdotales se refieren y ordenan al sacrificio: o como disposición a él o como aplicación de sus frutos. La Misa es el centro de la vida espiritual del sacerdote, fuente y coronación de la vida de la Iglesia.

Aquí, de nuevo, dones y sacrificio no son otra cosa sino Cristo mismo, corona de la creación y Dios al mismo tiempo, en el que toda la Creación glorificada a Dios en la sangre derramada del sacrificio de Cristo. Los dones presentados en el altar no significan a nosotros mismos que transformados en Cristo somos ofrecidos en él y con él según el carisma y caridad de cada uno. En él y con él se ofrece también el sacerdote antes que nadie, en favor de los hombres, hecho él mismo víctima con Cristo e identificado con él asumido en su oblación al hacerse presente sacramentalmente la oblación de la cruz.

También la oración por el pueblo es una función estrictamente sacerdotal, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. No toda oración del sacerdote es sacerdotal, sino sólo aquella en que el sacerdote ora oficialmente, autoritativamente por el pueblo. No se hace sacerdotal sólo porque se haga con las fórmulas de los ritos litúrgicos oficiales. Por otra parte tampoco es necesario que se haga contemporáneamente al sacrificio. Evidentemente todo sacrificio es intrínsecamente oración. Pero la oración le puede acompañar también oficialmente. Es sacerdotal la oración con la que el llamado por Dios, y en cuanto llamado, intercede por el pueblo. Ocupa lugar privilegiado el Oficio divino. En toda oración sacerdotal, ora in persona Christi. Cristo ora en su ministro. Es actuación instrumental ministerial.

Ahora bien, del sacerdocio ministerial vale también lo que dice la Carta a los Hebreos: «qui condolere possit iis qui ignorant et errant, quoniam et ipse circundatus est infirmitate» (5,2). El ideal del comportamiento sobrenatural sacerdotal no es el estoicismo soberbio, sino una perfecta integración afectiva en la acción. Debe realizar sus funciones sacerdotales con corazón sacerdotal, lleno de compasión, lleno de los sentimientos de los mismos hombres en favor de los- cuales es mediador. Hay que realizar vitalmente aquel “pro hominibus” aquella pro-existencia constitutiva del sacerdote viviendo psicológicamente la unidad con las propias ovejas, con el propio pueblo. Es lo que Pablo VI denominaba: “el efecto psicológico que el carácter representativo de nuestra misión debe producir en nosotros”.

Como Cristo, debe comenzar su sacerdocio tomando sobre sí, en su Corazón, (cf. Jn 17,17-19), los pecados de su pueblo y vivir todo su sacerdocio revestido de ellos: «Induc personam peccatorum omnium in oratione et exercitiis tuis per cordialem affectum et desiderium salutis ipsorum. Ita fecit Christus qui nostra peccata tulit in se, pro nobis orat, nostram personam gerit». Teniendo presente que esa sintonía le viene de su inmersión IN PERSONA CHRISTI, en el Corazón de Cristo, no directamente de su respuesta de sensibilidad humana.  En la medida en que participe más de las actitudes de Cristo tanto más cerca estará de los hombres y más sensible será en Cristo a sus miserias y sufrimientos. La ley expresada por Pablo VI: «tanto más cerca de los hombres cuanto más alta». Son conmovedoras las palabras de S. Cipriano cuando se dirigía a los caídos en la persecución: «Me duelo con vosotros, hermanos; siento mucho que mi integridad personal y mi salud no valgan para suavizar y confortar mis dolores. El pastor se encuentra más duramente herido por las heridas infligidas a su rebaño. Uno estrechamente mi corazón a cada uno de vosotros y tomo parte viva en el peso abrumador del doloroso desastre. Lloro con quien llora, deploro con quien deplora, y creo sentirme abrumado con quien está abrumado. Mis miembros fueron golpeados por los dardos del enemigo enfurecido: espadas crueles traspasaron mis entrañas. El alma no pudo quedar libre e inmune. En los hermanos aterrados, el afecto me aterró también a mí».

La luz del misterio del Corazón de Cristo se ilumina en este misterio eucarístico y hace comprender con fuerza especial el. Misterio de la inmolación penetrando los sentimientos de Cristo, Cordero inmolado glorioso, en quien repercuten los pecados del mundo. Esa inmolación de Jesús no es cruenta pero es profundamente vivida en el Corazón de Cristo, y debe resonar en el corazón del sacerdote que actúa in persona Christi y en com-pasión con Cristo (LG, 10; PO, 2), no sólo por una ostentación de poder jurídico y sacramental.

 «El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio ‘in perona Christi’, lo cual quiere decir más que ‘en nombre’ o también que ‘en vez’ de Cristo. ‘In persona’: es decir, en la identificación específica, sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote, que es el Autor y Sujeto principal de este su propio sacrificio, en el que en verdad no puede ser sustituido por nadie.. La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y sobre el significado del sacerdote-celebrante que llevando a efecto el Santo Sacrificio  y obrando ‘in persona Christi’ es introducido e inserido, de modo sacramental (y al mismo tiempo inefable) en este estrictísimo ‘Sacrum’ en el que a su vez asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística».

Además por la resonancia en su corazón sacerdotal de las actitudes inmolativas del Corazón de Cristo y por la presencia en su corazón del sentimiento, primero de sus propios pecados por los que siempre debe ofrecer primero el sacrificio, pero igualmente por la presencia en su corazón de los pecados, miserias, necesidades de sus almas, por las que ofrece ese sacrificio de Cristo y se ofrece a sí mismo con él, como sacerdote y víctima asumida por Cristo, hecho «ofrenda permanente» sacerdotal y «víctima viva para su alabanza».

El vivir el Sacrificio Eucarístico a la luz del Corazón de Cristo, que es el contenido de la Eucaristía, el tomar conciencia a la luz de la fe de la presencia del Corazón humano de Cristo que mantiene su oblación como en Getsemaní y en la cruz, el descansar en el Corazón de Cristo en la Eucaristía, le abre la puerta para vivir de manera personal y profunda el Sacrificio Eucarístico.

S. Juan nos enseña a participar de la Cena Eucarística, reclinando respetuosamente la cabeza en el Corazón de Cristo, para percibirlo así todo con el amor profundo y sereno, que repara amando las frialdades y rechazos del Sacramento del Amor, y las traiciones y pecados del pueblo de Dios confiado al Sacerdote.

En cuanto a la oración sacerdotal debe vivirla el sacerdote en unión cordial con los sentimientos y necesidades de su pueblo. Con sus debilidades y pecados, con sus alegrías y con su buena voluntad.

Juan Pablo II en Nueva York, la mañana del 3de octubre de 1979, en la catedral de S. Patrick decía: «el valor de la Liturgia de las Horas es enorme…nos hace sensibles: nuestra oración viene a ser una escuela de amor, por el cual amamos al mundo pero con el Corazón de Cristo».

Indudablemente se vitalizaría mucho la oración del sacerdote si llegara a “orar con el Corazón de Cristo Sacerdote”. Es decir, participando de él los mismos sentimientos hacia el Padre y hacia los hombres, hacia la entera comunidad humana, apoyándose en él con confianza, encontrando en él como un depósito de todos los tesoros que las Letanías desarrollan. Desde luego parece más sugestiva la expresión “orar con el Corazón de Cristo” que simplemente con Cristo. Impresionante el cambio nuestro si nuestra oración fuese “con el Corazón de Cristo”: «Cor Pauli Cor Christi», «Sacerdos alter Christus».

Y notemos la palabra inspirada; “quoniam et ipse circumdatus est infirmitate”. Cristo en su propia miseria humana, fuera del pecado, siente y vive, como una im-pasión todas las miserias de la humanidad. El sacerdote en sus propias miserias, y hasta en su pecado de debilidad, siente la impasión de las miserias y pecados de su pueblo. Diríamos que los encarna en su propio corazón.

Esta im-pasión dolorosa del sacerdote, víctima-mediador, es o debe ser no sólo un sentimiento puramente humano, sino un sentimiento participado de Cristo-Sacerdote del corazón sacerdotal de Cristo: de su compasión interior, del sus sufrimientos: «cumplo lo que falta a la pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).

El sacerdote será llevado concretamente a esta participación de los sentimientos del Corazón de Cristo por su contemplación del corazón del Señor y por unión perfecta de caridad con Cristo. Y esta actitud sublime se manifestará en toda su actuación sacerdotal hacia Dios. Que se le pueda señalar diciendo: Ahí va el Cordero de Dios que lleva el pecado de su Pueblo.

Mediador de los dones de Dios a los hombres. -Administrarlos Sacramentos y predicar la palabra de Dios son también funciones sacerdotales que el sacerdote realiza in persona Christi. La mediación ontológica sellada con el carácter se ordena también a esta actividad. Es una cooperación cualificada con Cristo: en favor de Cristo, en, persona de Cristo: «pro Christo legatione fungimur tamquam ipso exhortante per nos» (2 Coi- 5,20). Atendamos brevemente a la naturaleza de esta función sacerdotal para subrayar después la actitud de corazón sacerdotal que le corresponde y que hemos de tomar del Corazón Sacerdotal de Cristo.

Los fieles son el «campo de cultivo de Dios», «la casa de Dios» (1 Cor 3,9). Dios es el que da el crecimiento, pero pide colaboradores. El oficio de edificar es propio de todo cristiano (Cf. Ef 4,12). Para este trabajo de «edificación» no hay necesidad de una «misión» particular. Basta la contenida en el Evangelio que enseña la libertad intrínseca para las obras buenas.

Pero hay colaboradores especiales que no sólo hacen el bien, sino que lo hacen sobre el Cuerpo Místico in persond Christi. «Pro Christo legatione fungimur.. .» (2 COT 5,20). Son los sacerdotes: operan in persona Christi en su ministerio eclesial estrictamente tal, autoritativamente. Ministerio espiritual de la palabra y del espíritu que ejercitan como instrumento de Cristo, no sólo con autoridad, sino en su nombre, en fuerza de su función sacerdotal. Ministerio espiritual para consolación de las almas, que comprende el ministerio sacramental, sobre todo el de la confesión y comunión; el ministerio de la Palabra: predicación; instrucción pública y privada; conversación pastoral al modo del diálogo de Jesús con la Samaritana (cf. Jn 4,9-26); ministerio del Espíritu, en la dirección espiritual propiamente tal. Ministerio espiritual que es la gloria del Sacerdocio, -nuestro pobre y glorioso destino de sacerdote (Mons. De Luca )- , y que nunca debe posponerse a otros títulos más vistosos: licenciados, doctorados, títulos civiles…«Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei» (1 Cor 4,l).

Y volvemos de nuevo a la actitud interior correspondiente a esta mediación hacia los hombres. Exige ante todo una compenetración con Dios por Jesucristo. Unión con Cristo llena de docilidad a su voluntad y acción[18]. Unión con Cristo especialmente necesaria en el sacerdote, en cuanto su actuación específica a la que se ordena toda la persona del sacerdote es esencialmente instrumental, cosa que no sucede en los demás cristianos. En las profesiones normales la actuación específica (ingeniero, arquitecto…) no es instrumental; es instrumental su actividad sobrenatural, que no afecta a la naturaleza de su actividad profesional. Es, pues, necesario que viva la intimidad de Cristo, que sienta su gracia, su consolación, su bondad, su misericordia. Aquí están los tesoros infinitos del Corazón de Cristo. Es necesario que refleje en sí mismo los sentimientos de Cristo.

Podríamos permitirnos parafrasear el texto de la Carta a los Hebreos diciendo: «Todo sacerdote es constituído en favor de Dios como instrumento suyo para ofrecer a los hombres los bienes sobrenaturales, la gracia y las virtudes por medio de la Palabra y de los Sacramentos. Por lo cual debe con-sentir con la bondad y misericordia de Dios, porque también él está lleno y circundado de la gracia de Dios».

Aquí está el lugar privilegiado del Corazón de Cristo que abre y acerca al sacerdote los tesoros de sus disposiciones interiores, de su intimidad abierta, de sus virtudes, de su mansedumbre y humildad; no teóricamente ordenadas, sino palpitantes en la cercanía cordial de su presencia eucarística, en la que acompaña al Sacerdote y con la gracia del Espíritu Santo lo transforma e introduce en sus secretos divinos.

Pablo VI escribía siendo aún arzobispo de Milán estas preciosas palabras: «Nuestro ministerio depende en gran parte en su eficacia del amor también afectivo, no sólo efectivo, de nuestra vida espiritual, de la conversación y coloquio interior que sepamos tener con Cristo bendito… Debemos sentir en nosotros a Cristo que celebra para los otros, -pero en nosotros y con nosotros y por nosotros-, sus misterios de salvación».

In persona Christi In Corde Christi. Hay un paso más. El sacerdote debe ser «personificación existencial de Cristo». Es otra faceta del «in persona Christi».