El pecado en relación con Cristo

Sagrado Corazón de Jesús

El pecado en relación con la naturaleza física de Cristo

 

                La devoción al Corazón de Jesús enseña considerar el pecado en sus consecuencias. Observando una imagen del Sagrado Corazón aparecen claramente los efectos del pecado: las espinas, la cruz, la herida de la lanza…, Aunque no aparezcan allí las causa de estas heridas. Esto no tiene importancia. En realidad, aquellas heridas existen y son efecto del pecado de quienquiera que sea.

                En realidad, nuestros pecados son la causa de los dolores físicos de Jesús, de su cruz. El tomo sobre sí nuestros pecados, sabiendo piden que eran nuestros, que cada uno de nosotros. Cada uno pues puede decir: si hubiera  pecado menos, Jesús habría sufrido menos.

                Nuestros pecados son el sufrimiento más terrible que padeció su Corazón. Un Corazón tan sensible Debe haber sufrido inmensamente por nuestra ingratitud, El, que se lamentó de la ingratitud de los nueve leprosos…

                Cada uno de nuestros pecados es una ingratitud contra Dios, nuestro Creador, Redentor y amigo sacrificado por nosotros: “Recrucificando en ellos por cuenta propia al Hijo de Dios”  (Heb 6,6)

                Evitaremos, por eso, cometer pecados y procuraremos que Cristo nos he ofendido.

                Quien considera el pecado bajo este aspecto, si antes tenía el valor de pedir al Señor La muerte antes de cometer un pecado mortal, acaso sentir ahora la aspiración de ofrecer la propia vida al Señor para evitar aún un solo pecado mortal de cualquier alma.

                Nuestros esfuerzos por seguir a Jesús, dan consuelo su Corazón en la Pasión: viendo nuestro arrepentimiento, nuestra buena voluntad de ayudarle y consolarle, se alegrará de ello.

                “Con tanta mayor verdad las almas piadosas  meditan esto, en cuanto que los pecados y delitos de los hombres, en cualquier tiempo cometidos, fueron la causa por la cual el Hijo de Dios se entregó a la muerte; también ahora ellos, de por sí, ocasionarían a Cristo la muerte, acompañada de los mismos dolores y de las mismas angustias; ya que se considera que cada pecado renueva en cierta manera la pasión del Señor: “De nuevo en toda su extensión, crucifican al hijo de Dios exponiéndolo al ludibrio “. (Heb 6,6).

“Si aún a causa de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Jesús se entristeció hasta la muerte, no hay duda que algún consuelo tendría ya entonces en previsión de nuestra reparación, cuando se le apareció “el ángel del cielo” para consolar su Corazón oprimido por la tristeza y angustia”

“Y así también ahora en modo admirable, pero verdadero, nosotros podemos y debemos consolar aquel Corazón Sacratísimo que está continuamente herido por los pecados de los hombres inconscientes…” (Encíclica Miserentissimus Redemptor)

El pecado y la gloriosa humanidad de Cristo

 

            ¿Sufre Cristo ahora? Ciertamente no en su Cuerpo glorificado. “Cristo, una vez resucitado de la muerte, no morirá más, no teniendo la muerte ya algún dominio sobre Él” (Rom 6,9). El cuerpo glorioso de Cristo no puede morir, y sufrimiento físico, herida, enfermedad, son el lenguaje de la escritura, muerte inicial; por lo tanto, Él no puede ni siquiera ser herido ni probar el dolor.

            En su alma, posee Jesús la visión beatífica y por ella alcanza la plenitud de la felicidad. Pero esto o no resuelve aún la cuestión.

            También cuando aún estaba Jesús en el mundo, poseía su alma la visión beatífica y consecuentemente también la felicidad. Pero la visión beatífica no impedía que Jesús sufriste físicamente en su Cuerpo, y que  moralmente sintiese compasión en su Alma, a la vista de las ofensas que recibía el Padre y de los males morales que afligían a los hombres: “Tengo piedad esta multitud” (Mc 8,2). “Viendo a la multitud tuvo piedad, porque estaban cansados y abatidos como ovejas sin pastor” (Mt 9,36).

            Este sentimiento positivo de compasión expresado en estos textos, no estaba exclusivamente condicionado a la pasividad del cuerpo, procedía directamente en su alma de la intuitiva visión de la realidad dolorosa.

            En su actual estado glorioso, Cristo no sufre; pero podemos admitir que siente compasión en su Alma. No es indiferente a las ofensas hechas al Padre, ni al mal moral de sus miembros sobre la tierra, ni aun a sus dolores físicos. La carta a los hebreos se refiere al estado actual de Cristo  cuando dijo: “No es tal nuestro Pontífice que sea incapaz de compadecerse de nuestras miserias” (Heb. 4,15).

            Podríamos con un ejemplo humano tratar de explicar el sentimiento de compasión en Jesús.

            Una Madre que es feliz y está en perfecta salud, al tener noticia de que su hijo ha sido trasladado a una clínica, gravemente enfermo, no puede menos que sentir compasión por la enfermedad y sufrimiento del hijo: aunque en este caso la comparación va unida al dolor. En Jesús, por el contrario, no.

            Esta afirmación no parece contraria ninguna definición eclesiástica, ni incompatible con la actual felicidad de los bienaventurados del cielo. Se puede decir lo contrario. En cierto sentido, supuesta la actual existencia de las ofensas al Padre y los sufrimientos de sus miembros en la tierra, podemos decir que este sentimiento de compasión es un elemento de su felicidad.

Igualmente sucede con una Madre: supuesta la enfermedad del hijo, la mayor pena sería no poder comparecerle. Ciertamente sería más feliz si el hijo no estuviera gravemente enfermo (como Jesús lo será cuando no haya más pecado); pero, supuesta la enfermedad, es más feliz en poder comparecer lo. Porque, en último análisis, en la compasión hay una fruición del amor.

            Y es verdad que la compasión se ejercita de modo perfecto, cuando no tiene mezcla alguna de imperfección o de dolor que turbe la serenidad del espíritu bienaventurado, aunque se trate de un sentimiento más profundo que el más ardiente celo de los Santos; más profundo que el que ardía en San Pablo, cuando exclamaba “¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?” Acerca del misterio de está honda compasión junto con una paz profunda y sin dolor, nos dan algunas ilustraciones las doctrinas de los autores místicos.

          

 El pecado en relación con el Cuerpo Místico

 

            Sí Jesucristo no sufriese ahora en manera alguna, ¿Qué significaría entonces las espinas que rodean su corazón? ¿Serían quizás un puro símbolo las palabras del Señor: “Yo soy aquel Jesús a quien tú persigues”? Hemos dicho que Jesús nos sufre en su Cuerpo físico Aunque siente compasión en su alma; pero sufre en su Cuerpo Místico.

            Nuestros pecados son un mal ejemplo.  Si no nos portamos cómo debemos, somos causa de la falta de reconocimiento de Jesús en su Iglesia e impedimos que la verdadera Iglesia aparezca en toda la santidad en que está constituida.

“Señor, te pido perdón de haber sido, con Mi mal ejemplo, la causa por la cual muchos no han reconocido a tu iglesia”. Así rogaba setenta mil personas del Katholiketan de Berlín. 

            Pero hay más todavía: Los pecados de los católicos, aun los más ocultos, causan una verdadera herida en el Cuerpo Místico. Jesucristo viene a ser como un leproso en su Cuerpo Místico. De nosotros depende ayudarle o continuar flagelándolo.

            Jesucristo sufre, pues, actualmente, porque el Cuerpo Místico es una realidad. Por eso mis pecados no destruyen solamente la gracia en mí, sino que amenazan también la de otras almas. Están en realidad privadas de la mutua ayuda que nuestra generosidad aporta a todo miembro del Cuerpo Místico. Esta privación constituye ya en sí una herida y puede ser más ocasión de la falta de generosidad en otros. Así aparece claramente, de cuantas herida del Cuerpo Místico nos hemos hecho responsables, en cierto sentido, con nuestros pecados. 

            Los pecados de los otros católicos no deben dejarnos indiferentes. Son heridas al Cuerpo Místico, y nosotros, como miembros vivos, no podemos dejar de sentirlas, así como sucede con los miembros diferentes de nuestro cuerpo físico.

            Deben interesarnos los pecados de los católicos y deben herirnos de cerca, así como se sentía herida a la Madre de un joven tísico, la cual, al médico que buscaba la causa de su progresivo agotamiento, respondía: “¿Qué me duele? … ¡los pulmones de mi hijo!”

            La grandeza de una realidad sobrenatural. “La Pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierta manera se complementa y continúa en el Cuerpo Místico que es la iglesia” (Pio XII).

            “Cristo sufrió, cuando debía sufrir; no falta nada la medida de su Pasión, en la cabeza; faltaban aún los dolores de Cristo en el Cuerpo” (San Agustín).

            Ya había Jesús manifestado esto, cuando apareciendo a Saulo, que respiraba odio a muerte contra los cristianos, dijo otros puntos “¡Yo soy aquel Jesús que tú persigues!” Así nos indicó que perseguir a la Iglesia es impugnar a su misma Cabeza. Por esto  es justo que Jesucristo, mientras continúa sufriendo en su Cuerpo Místico, nos tenga como socios en la expiación.

            Debemos sentir profundamente está íntima unidad. Sentir como cosa propia lo que se relaciona con la salud de todo el Cuerpo, es señal de salud espiritual.  

            San Agustín, comentando las palabras del Señor: “Permaneced en Mi y Yo en vosotros” (Jn 15,4). Dice:” permaneced en Él, si somos sus templos, permanecerá Él en nosotros si somos sus miembros vivos”; miembros, esto es, sensibles a las heridas y a las enfermedades del Cuerpo Místico. Esta sensibilidad presupone una vida interior suficientemente desarrollada. Debemos pedir la gracia para poder olvidar nuestras dificultades y penas y para poder al mismo tiempo, sentir profundamente el dolor con Cristo doloroso; el abatimiento con Cristo que sufre; íntimo dolor por el terrible sufrimiento que Cristo soporta por mí en su Cuerpo Místico.

            En fin, debemos sufrir no sólo por los dolores que Cristo padeció por nosotros hace dos mil años, sino también por aquellos que Él soporta en el presente. El sufrimiento de Cristo sea también el nuestro, y nuestro deseo sea el de aligerar su pena, curar sus heridas, consolarle lo más posible, por todo lo que sufre.