En el Corazón de Cristo, algunas ideas equivocadas y sus consecuncias

Luis M.ª Mendizábal, s.j.

Los últimos Papas -de ello han dado de numerosos documentos pontificios[1] han insistido para que el pueblo abrazase la devoción al Corazón de Cristo.

¿Querían podría dudar de la sinceridad de tales recomendaciones?

En cambio, en la práctica, cuantas dificultades hacia esta devoción. Aún cristianos que parecían formados, basta que oigan hablar de la devoción al Sagrado Corazón para que se cierren a la defensiva. Aquellos que, después de vencida la primera oposición, abrazan la devoción, ¿se encuentran en ella a sus anchas? ¿O no sienten quizás la necesidad de cambiar constantemente su propia posición, como se hace con un cóctel que se esperaba un rendimiento que no se llega a conseguir?

Acaso nosotros mismos hemos experimentado un malestar semejante. Por lo tanto, no está fuera de lugar preguntarse: la oposición inicial y la dificultad que permanece, ¿proviene de los elementos accesorios que estorban y hacen más débil la verdadera devoción?

La respuesta parece ser que la causa principal de la oposición se debe a errores de exposición. Se le propone tal vez, como verdadera devoción, sólo lo que es una adulterada mixtificación. Y en cuanto a la dificultad, ésta no va tanto contra la devoción al Corazón de Cristo cuanto contra una deformación de la misma. 

Veamos la explicación.

1. El hecho de la oposición

La palabra es signo del pensamiento, pero cuando se pronuncia, no se expresa sólo el pensamiento puro, sino conjuntamente las otras múltiples experiencias afectivas que van asociadas a ellas. Esta parece ser la razón de los frecuentes malentendidos en la devoción al Corazón de Cristo. Para convencerse, basta pensar en lo siguiente.

En el corazón de  un joven que ha trabajado ardientemente por el Reino de Cristo se ha ido formando una imagen personalísima de Jesucristo. Para él, la misma palabra «Jesús» está íntimamente ligada a los acontecimientos más personales de su vida. El oír que le proponen ahora el término «Sagrado Corazón» provoca en él, casi inevitablemente, una desilusión: le parece que le destruyen a  su Jesús, y con El una parte de su propia vida. No está dispuesto a sustituir a Cristo por el «Sagrado Corazón. Porque este término evoca en él asociaciones afectivas desagradables y sin vida. Quizás ve, inmediatamente ante sí, aquellas clásicas viejecitas, cuchicheando oraciones en una capilla oscura, iluminada con luces de los cirios, ante un cuadro… cuya imagen refleja un relámpago que instintivamente le repugna. 

Si a esto se añade una coacción externa que le da a entender que, si no abraza tal devoción, con cumple los deseos y órdenes de la Iglesia ni merece las extraordinarias gracias prometidas a esta devoción, es fácil que quede, acaso para siempre, con una doble personalidad dividida. 

El efecto de asimilación aparece después a lo largo de toda la vida. Una vida para cuanto se refiere al Corazón de Cristo se mueve con actos forzados. Un hombre que con un simple cambio de atención se convierte en una doble personalidad: espontaneo y natural en la vida ordinaria, artificial y molesto a causa del «Sagrado Corazón» en la vida de oración y de apostolado especifico. De ahí la falta de acuerdo y los siempre repetidos esfuerzos por obtener una mayor eficacia y rendimiento en la devoción.  

Estos son los hechos que la experiencia nos muestra.

2. Las causas

Jesús no propuso la devoción, a los santos favorecidos por sus revelaciones, con sutiles distinciones escolásticas sobre los elementos esenciales y accidentales, sino que los introdujo lentamente y paso a paso en esta devoción y de la manera como aquel santo determinado habría debido practicarla.

En esta práctica y doctrina global se hallan a veces mezclados elementos esenciales y accidentales.

Los documentos que los santos nos han dejado necesariamente tienen el color de su personalidad, como el agua que pasa por un filtro impregnado de materia colorante recibe de él su color.

Algunos de estos personales matices, puestos excesivamente de relieve y sacados de su contexto por ciertos devotos del Sagrado Corazón, son los que la hacen para muchos llena de dificultades, e invaden ciertas imágenes en uso. Estas imágenes y sus devotos están en la base de las asociaciones afectivas que hemos descubierto unidas al término «Sagrado Corazón».

 La tarea de los apóstoles del Sagrado Corazón tendría que haber sido la de analizar los documentos de los santos favorecidos por el Corazón de Jesús y purificarlos de toda mezcla meramente personal, reteniendo únicamente los elementos esenciales, que deben realizarse en todos los verdaderos devotos. Después, aplicar tales elementos esenciales al carácter de la persona concreta. Tal tarea no es fácil, en modo alguno.

Son, pues, excusables aquellos apóstoles que en su tarea no han alcanzado siempre y en todo el verdadero fin. 

En nuestros días Jesucristo ha venido a nuestro encuentro para poner claramente de relieve  los elementos esenciales: éstos  están propuestos en las encíclicas pontificias. No tendríamos excusa si siguiéramos tropezando en las mismas dificultades si no nos esforzamos por librar la devoción de las oscuridades con las que se ha ido mezclando.

Leyendo las encíclicas nos convenceremos de que la devoción al Corazón de Cristo es la quintaesencia de la religión, lo cual supone una vida entera.

LA VERDADERA DEVOCION 

La verdadera devoción al Corazón de Jesús es una norma directiva de vida, una nueva concepción de la vida, una nueva concepción de la vida y del mundo.

 Compromete la vida entera de un católico. Ejercita su influencia sobre ella, mostrando y descubriendo nuevas posibilidades y tendiendo a transformarla, con el tiempo, en un modo nuevo de vivir. Es un modo de concebir la vida que se adapta estupendamente a nuestro tiempo.  La imagen del Sagrado Corazón no es precisamente lo más importante. Lo más importante es el concepto de la vida del catolicismo. Bastaría que, con la gracia divina, comprendiésemos en qué consiste la devoción al Corazón de Cristo y quizás en aquel momento cambiaría a nuestros ojos la entera visión del mundo.

1. Concepción inmanente del mundo

El mundo vive sólo para el propio interés. Está de tal manera prisionero de los pequeños intereses de la vida material, que ni siquiera tiene tiempo de pensar en Dios y de ocuparse de la vida sobrenatural. 

Todo lo que sucede durante el día se mira con ojos puramente humanos, siempre y sólo en los límites materiales. Nos preocupa únicamente aquello que puede poner en peligro la vida propia y la propia comodidad.

 La búsqueda de una solución a los problemas sociales es considerada como una cuestión económica, y en el fondo es muy frecuente que preocupe a los ricos sólo en cuanto constituye un peligro para la comodidad de su vida, y a los pobres en cuanto toca a su bienestar material. El arte, la música, el deporte: todo se mira bajo la misma luz.

            Para convencerse basta dar una ojeada a los diarios. 

 Se muestra compasión por todo y por todos, pero la compasión de los diarios es efímera, como la curiosidad, y la de los lectores no dura acaso tanto como el diario. 

 De cuando en cuando, aun en este mundo tan interesado, los hombres se acuerdan de Dios. Quizás van a Misa, por unos instantes viven la vida sobrenatural, pero bien pronto vuelven a la vida humana. 

 Vivimos demasiado esclavos de nuestros trabajos. Dios está en el Cielo, lejano, muy lejano. Pensamos y recurrimos a El sólo algunas veces para pedirle la salud y el éxito en nuestras cosas. 

 El mayor peligro del momento presente es la separación entre la religión y la vida. La religión es el pensamiento o en el corazón por algún momento; el resto, para la vida, los negocios, la propia comodidad.

 Jesucristo es considerado por la mayor parte de los hombres como un gran hombre, un heroico bienhechor de la humanidad, que existió hace cerca de dos mil años…, pero que ahora está lejos de nosotros.

Respecto al pecado, no tienen los hombres ideas claras. Aun muchos católicos lo consideran frecuentemente sólo como una transgresión de la ley de Dios, considerada, a lo más, al mismo nivel, o tal vez menos, que una transgresión de las leyes del Estado. Es decir, se considera sólo como una desobediencia a una orden que se ha impuesto y nos oprime. Dios queda siempre fuera, demasiado alejado para poder alcanzarlo.

2. La revelación del Corazón de Cristo para mí

En el mundo que acabamos de describir aparece la devoción al Corazón de Cristo como un resplandor que ilumina y nos muestra el profundo significado de las cosas.

De improviso, el mundo cambia a nuestros ojos. Se percibe que cualquier acción moral tiene un sentido más profundo, que no podemos bromear con nuestra vida de santidad, que estamos unidos a Jesucristo en íntima relación.

***

Se estaba proyectando un documental. El espectáculo había comenzado ya cuando entré. Se veían las manos de un cirujano moverse, usar el bisturí, las pinzas… Evidentemente, se trataba de una operación. Me senté tranquilamente. Pero, mirando alrededor, noté con asombro que los otros espectadores casi no respiraban de la emoción.

Volví de nuevo a mirar la pantalla y hallé la explicación de todo. La escena, tomada desde un punto más alto, mostraba que el cirujano estaba haciendo una operación de corazón.

 También yo desde aquel momento contuve la respiración. Un pensamiento, tal vez idéntico al que hacia estar a todos angustiados, me asaltó: la más pequeña distracción o inadvertencia del cirujano se pagaría con la vida de aquel hombre.

Primero había mirado con indiferencia y frialdad los diversos movimientos de aquel cirujano: eran distintas escenas a las que no había concedido importancia. De pronto, una de ellas me descubrió el significado de toda aquella atención y la importancia de lo que iba desarrollando ante los ojos de los ansiosos espectadores.

 El documental prosiguió ilustrando ulteriores detalles técnicos, que he olvidado. Me he quedado, eso sí, impreso para siempre el significado que tenían los movimientos que en un primer momento había mirado con aire indiferente.

 En medio de este mundo, cuyas acciones no parecen tener valor alguno, surge ante nosotros un reclamo: «Todo es una operación en el Corazón de Cristo.»

 Ciertamente, todas las cosas tenían esta transcendencia aun antes de que se me revelase esta devoción, como aquella operación se efectuaba realmente en el corazón, aun antes de haberlo yo advertido. Ahora sé que es una realidad y para mí el mundo ha cambiado totalmente de aspecto.

 Esta concepción del mundo puede llegar a transformar completamente a un hombre. Es una gracia muy grande que no deberíamos nunca cansarnos de pedir en la oración, gracia que consiste en la revelación del Corazón de Jesus a nosotros, no en una visión sobrenatural, sino en la  íntima convicción de esta profunda realidad. Es una revelación de Jesucristo a mí, miembro de su Cuerpo Místico.

Visión igual a la que tuvieron los Apóstoles. Estaban en el Cenáculo a puertas cerradas, así como el mundo está engolfado en el materialismo, y como quizás vivimos nosotros cerrados en una mezquina observancia de las leyes de Dios y de la Iglesia. De improviso, Jesucristo aparece en medio de ellos y con su presencia les dice:

 «¿Por qué me habéis olvidado? ¿No sabíais que estoy vivo? ¿Por qué me considerabais muerto? Aún tengo parte en vuestra vida. Estoy vivo: mirad mis manos y mi Corazón.»

 Gracia igual a la que tuvo san Pablo en el camino de Damasco. También Pablo tenía ideas cerradas, farisaicas, respecto al mundo gobernado por las Leyes de la Torá. Jesucristo se le aparece, vivo y verdadero, y le hace comprender el profundo significado de su obrar y del mundo entero: «Yo soy aquel Jesus que tú persigues.»

             Pidamos a Dios que nos conceda esta gracia.

 Roguemos al Corazón de Cristo que se nos muestre así: como una llama de amor que brilla a través de la herida que nuestra ingratitud ha abierto. La luz de esta llama opera en el plano sobrenatural como rayos X. El mundo cambia a nuestros ojos en el momento en que se nos muestran los fines de las cosas y acciones, sea respecto a nosotros, sea, sobre todo, respecto a Jesús. 

 De esta luz y de esta visión se iniciará un género de vida nuevo para nosotros. En realidad, para el alma en este mundo no existe otra cosa que ella misma y Jesús; las otras almas y todas las demás cosas existentes debe considerarlas únicamente a través de Jesucristo y en cuanto la conduzca a El.

3. Puntos fundamentales de la devoción al Corazón de Jesús

Nos parece que la revelación que se nos hace del Corazón de Cristo y su significado se puede resumir en dos principios, de los que se deriva una norma de acción encerrada en los conceptos de consagración y de  reparación en unión al sacrificio de Cristo.  

Expondremos todo esto brevemente para hacer después, en los siguientes capítulos, un análisis más extenso.

Primer principio: Cristo me ama ahora

Devoción al Corazón de Jesús significa dar a Cristo el puesto que le corresponde en el mundo y en nuestra vida. Porque Jesús no puede ser sustituido ni con la figura del mayor santo ni con la misma Virgen Santísima. Cristo continúa reclamando personalmente de nosotros un amor absoluto como lo exigía en su vida.

El catolicismo, tal como nos lo presenta la devoción al Corazón de Jesús, consiste precisamente no sólo en evitar el pecado, sino en un diálogo continuo con una persona viva: Jesucristo, que está muy cerca de nosotros, más cerca de lo que podamos imaginar.

 Cuanto más perfecto sea un católico, tanto más profunda será esta actitud de humilde atención a Cristo que le habla constantemente, ya sea directa o indirectamente, por medio de sus representantes.

 Este concepto de la vida nos muestra que todo proviene de Jesús que nos ama, en el momento presente. No nos amó solamente en su vida mortal hasta derramar su sangre por nosotros; hoy y ahora piensa continuamente en nosotros, en ti.

 La realidad de la gracia es una realidad de hoy y es Jesucristo quien, en cada momento, escoge y envía las gracias que cada uno de nosotros recibe.

Segundo principio: Jesucristo goza y sufre ahora

 Nuestras acciones son o un gozo o una verdadera herida para el Corazón de Cristo. No sólo porque en su vida mortal El las vio todas y fueron para El causa de alegría o dolor, sino porque también actualmente Jesucristo las siente.

 Ahora Jesús no puede sufrir más en su cuerpo físico, puede en cambio alegrarse y gozar. Toda buena acción le proporciona un placer. Se alegra al verme entrar en una iglesia como haría un amigo a quien fuera a visitar.

 Por el contrario, nuestros pecados, aunque no pueden causar en El dolor físico, dado que por su glorificación es impasible, son, con todo, objeto de su íntima compasión; es una verdadera herida y, por eso, causa de sufrimiento para su Cuerpo Místico.

 Nosotros, que pertenecemos a la Iglesia católica, somos una sola cosa, y las acciones de cada uno influyen en todo el Cuerpo Místico. Dios ha querido que de nuestra perfección dependiese la salvación de muchas almas.

El pecador ha perdido todo derecho a la vida sobrenatural, y ni siquiera tiene la posibilidad de concebir un deseo eficaz de verse libre del pecado. Tal deseo es fruto, en realidad, de la misericordia divina, y Dios puede hacer depender la adquisición de esta gracia de nuestras oraciones y buenas obras.

 Dios nos envía a su Iglesia muchas gracias porque nuestros pecados realmente se lo impiden. El Cuerpo Místico sufre realmente por los pecados de cada uno de nosotros. La aparición en el camino de Damasco no era un mero símbolo.

            El Corazón de Cristo herido nos muestra este verdadero sufrimiento. No sólo los dolores que padeció durante su vida en la tierra, sino los dolores actuales de su Cuerpo Místico, y sufrimientos de sus miembros.

 A la luz de estos conceptos podemos ver mejor ahora cuál deberá ser nuestro modo de corresponder.  

4. Nuestra respuesta a estos principios  

Iluminadas pro el Corazón de Cristo todas las cosas, sean más o menos agradables, se nos muestran en último análisis como procedentes siempre del amor de Cristo. Toda acción humana se nos muestra como índice del estado de nuestras relaciones con Cristo: respuesta negativa o positiva en nuestro coloquio con el Hijo de Dios.

            Debemos conservar esta convicción cada día y vivir de esta visión. Así las noticias que traen los diarios nos aparecerán bajo luz bien distinta. ¡Cuánto sufrimiento en el Cuerpo Místico!

Leyendo, por ejemplo, que hay una guerra y que un país ha sido destruido, espontáneamente surgirá el pensamiento de Jesús, viviente en nuestros hermanos, que está sepultado con ello bajo los escombros.

 Si estuviéramos nosotros verdaderamente convencidos de esto, si tuviéramos este gran amor a Jesucristo, nos sería casi imposible olvidarlo. No seriamos capaces de pasar ante una iglesia y no entrar a saludarle, como, por otra parte, consideraríamos psicológicamente imposible comportarnos así con nuestro hermano.

 Cuando hayamos encontrado el valor de todas las cosas de este mundo habremos comprendido sobre todo el valor de nuestra existencia. Entonces nos parecerá, como es en realidad, que el motivo de nuestras acciones es dar una respuesta positiva a Jesucristo, proporcionándole así una alegría nueva.

5. Consagración y reparación  

Pertenecemos al Señor: «Sea que vivimos, sea que muramos, somos del Señor» (Rom 14,8).

Convencidos de esto, debemos ofrecernos al Señor: «Toma y recibe mis acciones y mi persona; dispón de todo mi ser para tu gloria.» Realizaremos así nuestra consagración como la cosa más natural.

Nos será más fácil, psicológicamente, evitar el pecado que puede ofenderle, llegando así a vivir la reparación negativa. Nos sentiremos movidos a amar a Cristo y a servirle de modo que compensemos el olvido de tantos hombres, realizando así la reparación afectiva. Sabremos dar un sentido a nuestras dificultades y sufrimientos ofreciéndolos a Cristo en reparación de nuestros pecados y de los de todos los hombres, actuando así el espíritu de reparación aflictiva, en unión al sacrificio de Cristo en la Cruz que se renueva cotidianamente sobre los altares.

La Consagración asume así un aspecto de reparación y la reparación, compenetrándonos cada vez más con Jesucristo, completa y perfecciona nuestra misma consagración.

Por nuestra unión con Cristo, El vive en nosotros y nosotros somos sus imágenes en el mundo, el testimonio de su presencia en la Iglesia. Después de habernos ofrecido con Cristo en la Misa, y habernos unido a su Sacrificio, viene a nosotros en la Comunión, para transformarnos a Él.

Este es el fin de nuestra íntima relación Cristo: transformarnos en El para ser siempre más y siempre mejor sus representantes visibles.

Nuestra transformación en Jesucristo debe, en efecto, reflejarse en nuestras acciones exteriores. Nuestra vida debe ser una revelación visible que indique a los hombres el valor de las cosas y del mundo entero. Los hombres deben finalmente darse cuenta de que Jesucristo vive aún, y más exactamente de que nosotros estamos en verdad muertos a nosotros mismos y al mundo de la corrupción, a fin de que Cristo viva en nosotros.

***

Hemos expuesto brevemente la devoción al Corazón de Jesús. Está compuesta de varios grados y entre ellos los últimos, y más perfectos, pueden ser para los grandes místicos.

Admiremos la riqueza de esta devoción para saber luego distinguir entre los ejercicios piadosos y las plegarias usuales, cuya necesidad y utilidad no se puede negar, pero que no son, evidentemente, «la devoción» al Corazón de Cristo.

Roguemos con fervor a Dios, Padre nuestro y Padre de Cristo, que se digne concedernos la gracia de tener una revelación personal de Corazón de Jesús, en el sentido arriba explicado, de modo que sepamos realizar en nuestra vida una devoción real, como es querida por el Padre y amada por el Corazón del Hijo.

«Nadie conoce al Hijo fuera del Padre» (Mt 11,27). Pidámosle que nos comunique este conocimiento, con las palabras del Espíritu Santo inspiradas en san Pablo: «Doblo las rodillas ante el Padre del Señor nuestro Jesucristo… a fin de que permanezca en vuestros corazones por medio de la fe… radicados y fundados en el Amor» (Ef 3,14).


[1] Encíclica Annum Sacrum, de León XII; encíclica Miserentissimus Redemtor, de Pío XII; encíclica Haurietis Aquas, de

Pío XII. En cuanto a Juan Pablo II, puede verse: El Corazón de Cristo en la enseñanza de Juan Pablo II, Madrid, 1990