Fundamento bíblico de la teología del Corazón de Cristo (Parte II)

Segunda parte de la conferencia impartida por Ignace de la Potterie S. I., en el congreso internacional del Corazón de Jesús  de Toulouse de 1981. Con el título “Fundamento bíblico de la teología del Corazón de Cristo”

 

II Reino de Dios y Reino de Cristo

 

                        A)Jesús y el Reino de Dios

 

Unos de los puntos más unánimemente admitidos por la crítica es que Jesús proclamó la venida del Reino de Dios. Recordemos las famosas palabras de Loisy: “Jesús anunciaba el Reino y lo que vino fue la Iglesia “. Pero, para mantenernos dentro de nuestra óptica, nos vamos a centrar aquí y en un punto: la identificación que, desde el tiempo de la vida pública, se perfila entre el Reino de Dios y la misma persona de Jesús.

 

1.Tres textos revisten gran importancia sobre este punto.

 

  1. a) En su primer el kerigma, al comienzo de la vida pública, Jesús proclama solemnemente: “convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado” (Mt 4,17; cf. Mc 1,15). El Reino de Dios que Jesús anuncia no tiene nada que ver con un reino político: se trata de la acción enteramente nueva y poderosa de Dios en el mundo, la evolución del eón futuro en el mundo presente, el tiempo de la salvación que empieza a realizarse. Pero, cosa notable, esa soberanía divina parece ejercerse en la autoridad el mismo Jesús; su propia venida (“elzen”: Mc 1, 14) coincide con la llegada del Reino de Dios (“énguiken” Mc 1, 15): Jesús sabe que esa presencia del Reino se realicen en su propia persona.

 

Marcos pone esto de relieve al insistir en el “poder” (exuía) ejercido inmediatamente por Jesús, en la “autoridad “con la que él hablaba, contrariamente a la usanza judaica, Jesús no dirige a los primeros discípulos una simple invitación a servirle, sino una orden formal (“venid conmigo “ “Sígueme” Mc 1, 14-17 ); En la sinagoga de Cafarnaún, se quedan estupefactos ante la novedad de su enseñanza : “les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1, 22); En este poder que Jesús ejerce muy especialmente sobre aquellos que estaban poseídos por algún espíritu impuro: “manda hasta los espíritus inmundos y le obedecen” (1,27b; cf. 1, 39c) ;llega incluso a perdonar los pecados del paralítico, lo que –ya se comprende – motiva que le acusen de blasfemo (“¿quién puede perdonar pecados sino Dios sólo? ”2.7); pero si cura al paralítico, es precisamente para demostrar  que “el Hijo del hombre tiene poder para pecados en la tierra “(2.10); un poco más adelante, hemos querido revindicar su autoridad sobre la institución divina del sábado: “el Hijo del hombre también es Señor del Sábado”(2.28).

 

Todo esto es perfectamente coherente con el kerigma inicial sobre la vida del Reino de Dios. Aquí comienza ya a realizarse lo que a saber, que “el Reino de Dios viene con poder” (9.1). Pero la novedad, la paradoja, que nos presentan estos textos es el poder divino, la soberanía de Dios, es ejercido aquí por un hombre, Jesús. Antes de sacar una conclusión por lo que respecta a la consciencia de este hombre, veamos más brevemente los otros dos textos de que hemos hablado.

 

  1. b) En la controversia sobre Belcebú, suscitado por el exorcismo de un poseso mudo, declara Jesús: “si por el espíritu de Dios expulso Yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12.28 Lc 11.20 :“el dedo de Dios”). Esta venida del Reino de Dios se realiza en el mismo acto por el que Jesús acaba con el dominio de Satanás (cf.vv.29-30; Lc 10.18); Jesús pone fin a ese dominio por el Espíritu de Dios que está en Él.

 

  1. c) Un texto muy similar se lee en el célebre loguion de Lc 17, 20.21, que como fundamento se puede considerar como palabras auténticas de Jesús. Al preguntarle los fariseos: “¿Cuándo llega el Reino de Dios?”, Responde Jesús: el Reino de Dios viene sin dejarse sentir…, el Reino de Dios ya está entre vosotros “. La interpretación de estas palabras ha variado través de los siglos. Hoy día se reconoce generalmente que aquí no se trata de una presencia interior del Reino, sino del hecho de que el Reino de Dios se ha iniciado ya en Israel, en la acción y ministerio de Jesús.

 

Existen tal vez otros pasajes evangélicos que implican de algún modo una identificación entre Jesús y el Reino de Dios. Pero podrían ser un simple reflejo de la posterior explicación teológica. No tardaremos en encontrarnos con ellos. De momento debemos preguntarnos lo que implica para la consciencia de Jesús el hecho histórico cierto de haber colocado en el centro la proclamación de la venida del Reino de Dios.

 

Según él mismo Kasemann, en la única categoría que puede explicar el que Jesús se haya situado por encima de la ley de Moisés y que haya podido pensar que, por medio de su propia palabra, el Reino se acercaba sus oyentes, es la categoría de Mesías. Pero tanto él como los demás discípulos después Bultmann caen en la inconsecuencia de no querer sacar la conclusión de que Jesús tenía esa consciencia mesiánica. A este respecto es preciso recordar que en la tradición judaica, la palabra mesías tenía sobre todo una resonancia regia. Esto explica, ciertamente, el equívoco admisible de un mesiánico político; pero Jesús se encargó de disiparlo enérgicamente.

 

Sin embargo, como ya hemos visto, Jesús se atribuye un verdadero poder, una soberanía real: en primer lugar, sobre los hombres a quienes llama en su seguimiento, y sobre los espíritus inmundos a los que priva de su poderío ante todo sobre la conciencia de los hombres a los que libera de sus pecados; en soberanía también sobre el sábado, instituido por el mismo Dios. De este modo, el Mesiánico que reivindica Jesús adquiere, cada vez con mayor nitidez, aspectos espirituales y trascendentes.

 

Aquí precisamente aparece la paradoja. O digamos más bien: aquí se intuye el misterio. El hombre Jesús proclama la soberanía de Dios, pero es Él mismo el que la ejerce. A través de toda su actuación, Jesús demuestra que Él es consciente de ser el Rey-Mesías, de ser el portador de la misma soberanía de Dios. Este aspecto misterioso de la persona de Jesús , que de tal manera impresionaba a sus oyentes que es una de las notas constitutivas de la “cristología” pre-pascual, había de ser explicitado después de la resurrección.

 

  1. B) El Reino de Cristo la tradición pospascual

 

 

 

Es cierto que, desde el final de la vida pública, se trata ya del mismo Reino de Cristo, pero bajo una perspectiva pospascual. En la Cena, Jesús dijo a los Doce: “Yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino…” (Lc 22,29-10). En efecto, es en virtud de su entronización celeste a la diestra de Dios como Cristo va a llegar a ser Señor de su Iglesia ( Hch 2,36). Así pues, en los Hechos se observa una equivalencia entre el Evangelio del Reino de Dios, la buena nueva del nombre de Jesucristo,  y la enseñanza referente al Señor Jesucristo (8,12. 28,31). En las Epístolas, el término se emplea excepcionalmente. Allí se trata del Reino de Cristo Jesús bajo una perspectiva principalmente escatológica. El reinado de Jesucristo  es al mismo tiempo el Reino de Dios: en Ef 5,5, Pablo habla de aquellos que “Quedan excluidos de la herencia del Reino de Cristo y de Dios”; Se lee también en Apoc 11, 15: “ha llegado el Reino sobre el mundo de nuestro Señor y de su Cristo; y reinará por los siglos de los siglos”.

 

  1. C) Lectura del Evangelio a la luz de la Tradición: La señoría y la realeza de Jesús

 

 

 

A muchos autores recientes les ha impresionado una hermosa expresión de Marción: “In evangelio est Dei regnunn, Christus ipse”. La misma idea reaparece en Orígenes, según él, el Reino de Dios no es otra cosa sino la soberanía de Cristo sobre el corazón de los hombres; expresaba esto mediante una fórmula lapidaria: el Hijo de Dios el autobasilea, el Reino de Dios en persona. Orígenes sintetizaba de este modo un tema central del Nuevo Testamento. El Reino de Dios, ante todo, no es una realidad futura del final escatológico; está identificado con el Reino de Cristo, y éste tenía ya su punto de partida en la vida de Jesús. Esto es lo que nos predicen los mismos evangelistas, sobre todo Lucas y Juan.

 

Por esta razón, tras haber dado un rodeo a través de la primitiva teología cristiana sobre el Reino de Cristo, se hace preciso ahora retornar al Evangelio para descubrir en él, a la luz de esta relectura pos pascual, todo lo que implicaba la identificación entre Jesús y el reino de Dios, esbozada ya durante la vida pública.

 

Por lo que a Lucas se refiere, paremos nuestra atención en una costumbre, que le es peculiar: la de atribuir a Jesús el título real de “Señor”, desde el comienzo del Evangelio.

 

Cada vez que lo hace, Lucas ve en la escena que narra una anticipación de la vida de la Iglesia o de la escatología final. Veamos un ejemplo. En  10,38-42, describe a María,  la Hermana de Marta, “sentada los pies del Señor, escuchando su palabra”: para el Evangelista, ella representa la actitud del perfecto discípulo, el que siempre está a la escucha de la palabra de Dios, de la palabra de Jesús; ella es también el modelo de la virgen cristiana, que, como dice San Pablo, esta “dedicada al Señor, sin distracción” (1 Cor 7,34). Lucas se sitúa aquí en el punto de partida de una larga tradición cristiana que ha descubierto en la escena del Evangelio el ejemplo y el modelo de la vida contemplativa. Para Lucas, el Jesús del evangelio es ya el Señor presente en su iglesia, el que se da a conocer a los discípulos y a quien estos escuchan por medio de la fe.

 

Algo análogo constatamos en San Juan. El Reino de Dios, del que Jesús habla a Nicodemo (Jn 3, 3-5), es lo que Él llama ante Pilato “mi Reino” (18, 36). Una larga tradición había comprendido bien que el Reino de Dios de que habla Jesús es Jesús mismo: “ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3-5), “ver” a Jesús en el ejercicio de su Reino, sólo puede hacerlo el que, nacido del Espíritu, se ha hecho un hombre de fe.

 

Pero también la expresión misma “entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5 ) puede entenderse en un sentido cristológico; porque Jesús es “la puerta” (10, 9), es el nuevo templo (2,21); Juan Escoto Eriúgena decía con razón:  “la casa del Padre es el Hijo único, es el Cristo”. Consiguientemente, “entrar en el Reino de Dios” es entrar en esta habitación del Padre y del Hijo (1 Jn 1,3), penetrar en la intimidad del Corazón de Cristo.

 

Jesús no puede, pues, ser verdaderamente Rey sino de los que “son de la verdad” y “escuchan su voz” (18, 37). El Reino de Cristo es el “regnum  veritatis”: no comienza verdaderamente sino en la Cruz. Por eso la elevación en la Cruz es, en San Juan, un exaltación (12, 32): Reina sobre los suyos atrayéndolos a todos hacia Él, recogiendo los hijos de Dios dispersos (11, 52 ). Ahí, en la “veritas sanctae crucis”, triunfa su verdad; ahí lleva a término la revelación de su amor a los suyos (19, 28; cf. 13,11), la revelación del amor de Dios al mundo (3,16).

 

  1. Conclusión

 

Esta amplia panorámica, se dirá, nos ha hecho perder de vista nuestro punto de partida: el tema del Corazón de Cristo, de la consciencia humana de Jesús. Pero no es ése el caso. En efecto, de estos análisis se destacan dos ideas capitales.

 

La primera es la profundización  progresiva del tema del Reino de Cristo: desde el comienzo de su vida pública, Jesús ha dado a entender que en Él se realiza el Reino de Dios; este Reino de Dios, en definitiva, es Él mismo, el hombre Jesús, que se revela en su misterio y que ejerce así su soberanía sobre los suyos: reina sobre ellos por medio de su verdad, haciéndoles comprender quién es Él, y desvelándoles el misterio de su amor hacia los hombres. El tema complementario es el de la respuesta del hombre: todo aquel que escuche la voz de Jesús se convierte en un discípulo suyo, el discípulo de la Verdad. Esta actitud de los discípulos, una mirada de fe a Cristo, está admirablemente descrita en el versículo final del relato joaneo de la pasión: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37).

 

El costado abierto de Cristo, elevado sobre la Cruz, se convierte entonces en un símbolo mucho más rico, pues está más vinculado a la historia de Jesús. Es el símbolo de todo cuanto Él ha revelado durante su vida terrena. En cuanto al agua que fluye del costado traspasado, es el signo del Espíritu que Él daba a sus discípulos, para que se hagan creyentes. Lo que el Corazón de Cristo nos revela su interioridad y, en el fondo, su propio misterio; es la revelación, la verdad por la que Él reina sobre nosotros, sin duda, el sentido profundo de una de las más bellas invocaciones de las letanías del Corazón de Jesús: “Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones”.