Continúa Bernardo la relación de su espíritu, empezando por el dolor de sus culpas
(Dolor de mis culpas)
“Cuando considero mis muchos y grandes pecados ya cometidos, y me encuentro en lo pasado alguna vez sin el amor de mi Dios, perdido por la culpa, ¡oh Dios!, Padre mío, que se me divide el corazón. No quiero de verme aquí así, porque se me revuelven las entrañas con un amor doloroso grandemente, como porque no acertaré a declararme; digo pues solamente que, con la memoria de mis pecados, experimento los dos afectos al igual que con los ajenos.
Unas veces quedo anegado en una tempestad de lágrimas y penas, y otras quedo muy quieto y sosegado, compadecido de mí mismo, y aniquilado en el abismo de mi miseria e ingratitud, y amorosamente me quejo al Señor que me permitió caer, habiendo de derramar sobre mí el torrente de sus misericordias, que ciertamente son el mayor torcedor[1] de la generosidad de un corazón a vista de las ofensas.
Este segundo afecto es el más común, y el primero necesito moderarle y estar sobre mí, porque en el mismo sentimiento y dolor se mezcla el amor propio (tan sutil es) buscando la satisfacción propia, como he entendido y diré abajo. Estos dos afectos con su proporción experimento también acerca de las imperfecciones y malas correspondencias a los favores del Señor”.
(Temores de perder el amor de Dios)
“Cuando considero que puedo caer miserablemente, que puedo perder el amor de mi Dios, aquí se sume el alma en el profundo abismo de su nada temblando de su miseria, cuando pasa adelante, o cuando Dios lo dispone, y entra en sospechas de que va errada en este camino tan arriesgado, que todo es un embeleso, que me engaño porque quiero, y traigo engañados a vuestras Reverencias, que todo es imaginación, antojo y ficción mía; que estoy en desgracia de mi Dios, que estoy privado de su amor por ofenderle gravemente fingiendo revelaciones, cuando sobre estos mismos temores entran otros reflejos de que no son temores, sino remordimientos de la propia conciencia, que son voces de Dios que me llama a penitencia, y a este modo otras mil reflexiones, tan sutiles, amado Padre, que me atajan y me parece evidente que estoy sin el amor de mi Dios.
Aquí es el tormento; aquí el dolor; es un infierno abreviado; es más que el mayor martirio, es un padecer tan grande como lo es el deseo de amar a mi Dios; por este deseo se mide el padecer, y por este padecer se mide el temor, y por este temor el amor. Ya vuestra Reverencia me entiende”.
(Explicación de estos temores)
“Estos temores me ha avisado el Señor han de ser el torcedor de mi corazón, alternando con los ímpetus. No son como los temores del desamparo; son de otros quilates, como también es el amor en que estriban, y del cual se originan. Son allá en lo más recóndito del alma, no se insinúan al exterior, sino por tal cual lágrima y por abstraer los sentidos; son una batalla interior en que se atropellan el amor y el temor de perderle.
No he hallado hasta ahora remedio; lo que hago es acudir a Dios protestando que yo por mí no quiero este camino, que me aparte de tanto riesgo, si es su voluntad; que sólo busco su amor, que éste le puedo hallar sin estos favores; pero siempre queda en la suprema punta del espíritu un no sé qué, que no parece lo deja decir resueltamente. Acudo a María Santísima como a Madre dulcísima reclinando mi atribulado espíritu en sus manos; lo mismo hago con mi dulcísimo Director, pero hasta que es la voluntad del Señor no hay remedio.
Ya diré hasta dónde han llegado estos temores, que cierto es cosa de espanto”.
(Pureza de amor)
“Propiedad es también del amor, si no es él mismo, su pureza sin mezclarse con respeto de temor o de esperanza. El mismo Señor, mejor que yo, sabe no le amo por temor del infierno, ni por esperanza de la gloria; y así tal vez, a imitación de un varón ilustre, se ratifica diciendo que el Señor le prive de la gloria si sabe que le ama sólo por ella, o le condene al infierno si le ama sólo por temor del infierno”.
(Despego de lo creado)
“Efecto es del mismo amor el despego de corazón de todas las criaturas. Testigo es el mismo Dios, que no hay criatura que me lleve tras sí el corazón, que no amo a ninguna sino por Él y en Él y para Él; a lo menos estoy cierto que ninguna tiene dominio en mi corazón advertidamente. Y si yo lo conociera y, arrancando el corazón pudiera purificarle en el fuego de la escoria de afecto menos recto, lo hiciera gustosísimo. Por esto no quiero decir que no tengo mil imperfecciones en el afecto; lo que digo es, amado Padre, que aunque algo se pegue el corazón en el modo de amar las criaturas, en la sustancia no se pega advertidamente. Estos afectos a las cosas creadas, como moscas importunas pican, pero no profundizan; empañan la tez del corazón como polvo pegadizo, pero no ponen su trono dentro del corazón, que es el camarín del gran Rey. Así me lo ha dado el Señor a entender, como ya diré. Este es favor especialísimo; por eso el buen Jesús imprimió su imagen en mi corazón, como pedía cuando dijo: Me pone “ut signaculum super cor tuum”, siendo escudo en que se estrellan los afectos, y sin hallar entrada permanente. Esto se entiende del amor a los hombres, y en esto estoy más cierto: mucho amo a vuestras Reverencias; pero si se opusiera, arrancara todo el afecto; me he puesto de propósito a ver qué persona en el mundo me tira fuera de Dios y no hallo alguna; puede ser me ciegue el amor propio”.
(Desnudez de afectos)
“Del amor a otras cosas rateras, que por tal se pega más fácilmente bautizándole solapadamente el amor propio, ya se suele pegar algún polvo: pero, en advirtiéndolo, es sacudido. Aun en esto me pone el Señor a veces en una desnudez de afectos (así la llama el Padre Godínez) tal, que parece eleva el corazón a otra esfera y que le pone como en el aire, mirando como a sus plantas todo lo creado, y se me representa vivísimamente lo de David: «Fuera de Ti ¿qué quiero yo en la tierra?» Esto me sucede muy a menudo mirando al cielo; pues siento el afecto de nuestro santo Padre: «¡Qué fea me parece la tierra cuando contemplo el cielo!»[2]. Y aquí se une el alma con su Dios, al paso que se desune y desnuda de todo lo creado por un modo del todo celestial”.
(Indiferencia en la voluntad de Dios. Paz del corazón)
“De aquí nace el sentir en mí aquella santísima indiferencia en la voluntad de Dios que describe altamente mi santo Sales en la Práctica del amor divino; que no hay lance ni acaecimiento que, aunque me coja de repente, haga que mi voluntad no esté conforme con la divina. Porque me ha concedido el Señor esta gracia: que en cualquiera cosa que suceda, o próspera o adversa, o grande o pequeña, luego la reconozco por enviada o dispuesta de mi Dios, y exclamo: «Bien, padre, porque así lo has querido»[3] y tal vez previene este afecto al movimiento primo primus[4]. Del mismo modo no me congojan las cosas que, o deseo, o temo sucedan; pues creo será la voluntad del Señor, y aquieto los primeros movimientos de la naturaleza con decir: «Dios se proveerá del cordero para el holocausto, hijo mío»[5], como enseña mi Santo. Es verdad que cuando el corazón está turbado con temores, etc., no es sensible esta indiferencia; pero reside en la cima del espíritu. Se origina de esta indiferencia una paz interior singular. Me he puesto a pensar qué cosa bastaría a turbarme esta paz, y me parece que, no retirándose el Señor, no me puede suceder cosa que a poco tiempo no deje mi espíritu en la misma serenidad. Es verdad que a veces las pasiones hacen su tiro; pero, en advirtiendo, todo se sosiega. Por estos pasos me va el Señor metiendo en la santa libertad de espíritu; pues ni lo adverso me detiene, ni lo próspero (h)alagando, ni los sucesos me atan; antes, a un poco que entre en lo interior, me hallo superior a todas estas cosas; y todo lo que veo y trato por los sentidos me parece sueño, y sólo lo interior realidad, y a veces se me representa este mundo y sus negocios como un juego de niños. Todos estos son efectos del amor que el Señor me da de sí mismo, por los cuales más fácilmente vendrá vuestra Reverencia en conocimiento de cuál y cuánto sea”.
(Amor de los prójimos. Amor a los Directores)
“Finalmente es propiedad del amor de Dios amar a quien el mismo Dios ama, y así me comunica un amor grande de los prójimos, de los pecadores, como ya dije; de los justos mucho más, porque mucho más les ama el Señor; y entre éstos, aquéllos a quienes el Señor lleva por un mismo camino conmigo porque regularmente les comunica a ellos más caridad, los amo con especialidad, y parece hay en el corazón uno como reclamo o simpatía con los tales, y más desde que vi en Dios todas las voluntades de los contemplativos; ya tiene vuestra Reverencia ejemplos de esta simpatía. A los que trabajan por la gloria de Dios y salvación de las almas no hay que decir, de lo dicho lo entenderá vuestra Reverencia. Pues ¿qué diré de mis Directores y Padres espirituales? No diré nada, porque cuanto dijere será nada. Este amor parece naturaleza; no puedo dejar de amar a vuestras Reverencias sin dejar de amar a Dios, pues vuestras Reverencias son los vicedioses míos; en las más íntimas uniones, cuando estoy en el Sancta Sanctorum, estoy con vuestras Reverencias, pido para vuestras Reverencias lo que para mí; no me acuerdo de vuestras Reverencias si no me acuerdo de mí, y aun me acuerdo de vuestras Reverencias y no de mí. Fuera lo contrario una ingratitud inaudita, que me horroriza sólo el pensarlo. ¡Oh Padre mío!, y ¡cuánto deseo ver a vuestras Reverencias abrasados en el divino amor! Son continuas mis súplicas a este fin, pido amor y luz: ésta para que vuestras Reverencias me dirijan y no me permitan errar en camino tan arduo; aquél para que se estreche más la unión, que de nuestros corazones ha fundido uno, y se continúe en la gloria. ¡Oh Padre mío! y ¡cómo nos hemos de ver en la gloria y continuar nuestro amor!”.
(Devoción con los Santos y con los Ángeles. Con María Santísima)
“Con los bienaventurados y con los ángeles y santos, que son tan amados del Señor, tengo especial amor y devoción; en particular con aquellos santos que en vida resplandecieron más en el amor de Dios. Pero es especialísima la que tengo con los santos y santas, mis devotos; ya vuestra Reverencia sabe quiénes son. Y, entre los ángeles, los serafines son mucho míos, por tan amantes de su Dios, y San Gabriel y San Rafael y los que me asisten por especiales protectores de mi guarda; y con particularidad San Miguel: hay mil cosas que decir en este punto; ya vuestra Reverencia sabe las más. Pues ¿qué diré de la Madre del Amor hermoso[6], María Santísima? Es nuestra Madre, como tal se muestra, y yo aspiro a ser hijo suyo, y como tal recurro siempre a su protección; ya también vuestra Reverencia sabe las mercedes particulares que he recibido de este acueducto de las gracias, que pueden llenar muchos pliegos. Tiene dominio despótico[7] sobre mi corazón, sobre mi alma y espíritu, como no ignora vuestra Reverencia”.
(Amor a Cristo Jesús)
“Hablar de mi afecto con la santísima Humanidad de mi Amor Jesús es por demás; no acierto a apartarme del buen Jesús; este es mi camino, mi vida, mi verdad, «vivo yo, ya no yo, es Cristo el que vive en mí». Puedo decir con San Bernardo: «Nada tiene para mí sabor sin Jesús». En mi corazón está esculpida su imagen y en él está transformada mi alma. A este Dios hombre quiero; y a este Dios hombre amo; este es el centro de mi corazón. Ni en la oración, ni en la presencia de Dios, ni (en) otro ejercicio alguno puedo apartarme de Jesús; sus perfecciones son el objeto de mi amor casi imprescindibles para mí de las de Dios, y así, si no es cuando es elevada mi alma a la contemplación de los atributos y la esencia divina, lo demás todo se lleva Jesús mi amor”.
(Devoción con Jesús sacramentado. Comuniones)
“Como le tengo en el Sacramento augustísimo es mi consuelo, es mi refugio. Parece hay entre este divino Sacramento y mi corazón una celestial simpatía con que, como por instinto natural, se deja sentir su presencia; al ir a visitarle, aun cuando voy divertido, siento en el corazón un no sé qué, que me recuerda del Amado; este no sé qué, es la fragancia de los divinos ungüentos[8] perceptibles desde lejos. Siento las vísperas de comunión un celestial impulso que previene el corazón con delicias y consuelos, causándome hastío todo otro manjar terrestre. Aquí en las comuniones es donde tengo mi bienaventuranza en la tierra, que creo no se distingue de la del cielo sino en la visión y claridad; este es el teatro de los divinos favores; aquí recibe mi alma nuevos alientos, nuevas fuerzas, nuevos dones e inexplicables favores. Todo esto he dicho para declarar el amor de mi alma a su Dios y, sin pensar, he ido diciendo la mayor parte de lo que había que decir. Paso ya a otra cosa”.
(Estima de la Vocación y de la Compañía)
“Grande estima y aprecio me da el Señor de mi vocación a la Compañía, y grande amor a esta nuestra Madre y a su Instituto y modo de vivir[9]. No he sentido contra la vocación el menor asalto, sino allá tal cual sugestión en el desamparo. La mayor miseria, sobre escrito de mi condenación, creo sería para mí el ser despedido de la Compañía por mis culpas, y si sin estas lo fuera, o no me apartara hasta morir de sus puertas, o peregrinara por el mundo a ver si podía lograr mi dicha. Asombrado estoy de las grandezas que el Señor me ha comunicado de esta nuestra Madre dulcísima. Deseo y pido con todo el corazón se conserve en la observancia y perfección en que la dejó nuestro santo Padre y creo se conserva, a Dios gracias en el cuerpo de la Compañía, aunque tal cual individuo degenere de hijo de tal madre: mucho dolor me causa esto, y diera la sangre de mis venas por la perfección de cada hermano mío, a quienes amo como hijos de mi madre amabilísima, aunque siento algunas faltas en el alma; no hago otra cosa que procurar el remedio en la oración ya que no puedo de otro modo”.
(Renovación de los Votos. Protectores de los Votos)
“Todos los días renuevo varias veces mis votos, complaciéndome en lo hecho, con el «Me agrada lo que prometí», doy gracias al Señor por tan singular favor. Y juntamente las doy por los medios tan divinos, que nos ha dado el buen Jesús para la más perfecta observancia de ellos: ahora diré algo de cada uno de los tres, que están divididos por los Santos mis patronos para que me asistan en su observancia. San Luis Gonzaga, San Estanislao protegen mi pobreza; Santa Teresa, Santa Magdalena de Pazzi, mi castidad; San Ignacio y San Javier, mi obediencia. Y San Sales de todos los tres juntos, y los tengo sacrificados a cada una de las tres divinas Personas en particular uno, y todos tres a todas”.
(Pobreza)
“Me da el divino amor Jesús un amor grande a la santa pobreza, tal cual le pide nuestro santo Padre. Tengo gran complacencia en haber dejado todos los bienes temporales posibles. Y si fuera señor de todas las riquezas del mundo, las abandonara y reputara por estiércol. Según me da el Señor a entender me quiere pobre y desnudo, no sólo en el afecto, sino también en el efecto, y enajenado de lo que en otros se compadece con el rigor del voto. Entiendo hay alguna falta en algunos particulares en este punto, y quisiera se practicase, como suena el voto de restringenda magis paupertate, la pobreza ha de restringirse más. No me parece pobreza tener lo necesario, pues en el siglo no se desea más. Aun de estas niñerías de medallas, estampas, etc., me he desnudado, quedándome con solas seis de los Santos mis devotos. No por esto que aquí he dicho reprendo lo que muchos virtuosos practican, sino algunas demasías; a ellos bástales; a mí no, que el Señor me quiere más allá. La limosna de vuestra Reverencia recibo como tal, y he usado de ella a más no poder, por las circunstancias de estudiante[10]; que en adelante me parece que aun esto no se compadecerá con mi vocación particular. Ya hablaremos en este punto. Lo cierto es, amado Padre, que yo he entendido que imperfecciones de otra especie que se notan, traen de aquí su origen”.
(Castidad)
“La castidad es don del cielo, comunicado en aquel cíngulo que me puso San Miguel en el cuerpo y Jesús en el alma. Desde entonces sólo he sentido tal cual imaginación, que aunque sólo me da pena por ser tal sin pasar adelante, me ha traído después especiales consuelos. Aunque no me altere, sólo con ser imaginación me parece brasa. Es verdad que me meto allá en lo interior y la dejo burlada. Una u otra vez en sueños me he sentido asaltado de tentación tal, y aun en sueños hice esforzada resistencia, despertando sobresaltado y turbado. Una sola vez creo que en un sueño de estos me pareció que había sido menos diligente en rechazar la tentación; y aun antes de despertar, me asustaba tanto de esta sospecha, que me hallé trassudado y alterado de pena. No he mirado ni miraré rostro de mujer; si por descuido, o por acaso han tropezado los ojos con semejantes objetos, como sorprendidos y asustados de un basilisco se recogen; y no es esto de modo que la misma aprehensión de huir excite la imaginación; porque no es esto sin sosiego, aunque con sobresalto. Una o dos veces inadvertidamente tomé la mano a un estudiantico, como se suele hacer, y luego que advertí, lo lloré delante del Señor, aunque se quedó en puro tocar la mano; porque a lo menos me reprendió el interior de ligereza. Amo esta virtud angélica, al paso que me recelo y temo de mí mismo”.
(Obediencia)
“Son especiales los deseos de alcanzar la obediencia en aquel punto que la propone nuestro Padre San Ignacio. Y en estar debajo de ella y obrar por ella me da un consuelo singular. En lo que toca a los superiores los miro como a Dios, y como a tales les hago reverencia cuando los encuentro. No quisiera respirar, sino por obediencia. Porque se ofrecen algunas cosas repentinas en que no se halla al superior a mano, estoy muy prevenido de licencias; porque no me acomodo a las presuntas o interpretativas; y aunque casi todas las tengo concedidas, sin limitación de tiempo, yo las voy a renovar cada mes; pues hallo un no sé qué de menos sujeción a la obediencia cuando son muy largas o por mucho tiempo. En particular, en materias de pobreza tengo para poder recibir o dar de estas cosillas pequeñas o usuales las licencias necesarias; pero si hallo comodidad, pido nuevamente licencia para aquella cosa en particular. Siento en el alma las murmuracioncillas de los superiores, aunque tal vez ya suelo caer en esto, pero mis lágrimas me cuesta”.
(Observancia de las Reglas. Ejercicios)
“En la observancia de las Reglas[11] es donde pido gracia al Señor para mostrarme obediente; y a lo menos reconozco en mí un deseo vivísimo de no quebrantar la mínima por cuanto tiene el mundo. Ojalá fuera así; pero gracias al Señor que, con advertencia formal, no creo me he arrestado a quebrantar alguna; aunque muchas y muchas veces las quebranto mostrando en esto la insignia de mi flaqueza: caer sí, pero perseverar no; quebrar la regla sí, pero faltarme luego el dolor, eso no. Pero ¡ay, Padre mío! creo engaña el amor propio; si yo observase este santísimo arancel de nuestras reglas, otra fuera mi perfección. En los Ejercicios que divinamente tiene nuestra Madre la Compañía distribuidos por el año, hago reseña que me tomo cuenta en este particular, y me veo tan lleno de miserias que es compasión. No acabo de dar gracias al Señor por este medio, que nos ha dado de los santos Ejercicios, no puedo explicar lo que concibo y la estima que de ellos hago; en varias cartas he dicho a vuestra Reverencia lo que me sirve este medio y cómo el Señor me previene para él”.
(Obediencia a los Directores)
“Muy especial es el amor que tengo a la obediencia de vuestras Reverencias, como de mis Directores y Padres espirituales. Y me da Dios una seguridad tan grande en obedecer a vuestras Reverencias, que me pareciera evidente señal de ser engañado faltar en algo a ella; como, por el contrario, hallo mi mayor consuelo y contento en ejecutar las mínimas insinuaciones. Casi me temo no se oculte aquí amor propio; pues en obedecer a vuestras Reverencias, juicio y todo se rinde. De aquí nace el deseo de manifestar toda mi alma y corazón a vuestras Reverencias, que no quisiera se les ocultase el menor pensamiento, y esta es la causa de ser tan largo en mis cartas, y me parece quedo corto. En mis temores, cuando todas las razones no tienen fuerza, sólo la de la aprobación de vuestras Reverencias me es de algún alivio, y si no fuera esto, acaso hubiera hecho algo que no fuera bien, como abajo insinuaré. De suerte que donde las palabras de Dios por su oculta disposición no bastan a consolarme, bastan las de vuestras Reverencias”.
(Mortificación)
“También son especiales los deseos que el Señor me comunica de la mortificación. En cosas menudas, como en no decir la palabrilla, en privarme de algún gusto, en otras cosas a este modo, alguna cosa me mortifico. En las penitencias casi nada. Tomo tres disciplinas cada semana y traigo tres cilicios conforme a lo que vuestra Reverencia me tiene ordenado. Esto es nada para mis deseos. Alguna otra vez he añadido a estas penitencias algo más, ya por alguna necesidad, ya por alguna fiesta, ya por algún alma, etc… creyendo que vuestra Reverencia vendría en ello si estuviera aquí; no obstante, ahora que no tengo al Padre F.[12], dígame vuestra Reverencia si podré hacerlo así, si ocurriere alguna necesidad. También me parece que, ya que en tiempo de los estudios no quiere vuestra Reverencia otras cosas, que podré añadir una disciplina y cilicio más cada semana. Son más las fuerzas de las que vuestra Reverencia piensa. Espero la decisión de vuestra Reverencia. Los deseos y como innata propensión a más penitencias (si bien dentro de la obediencia) son tales que me persuado que Dios me quiere llevar por aquí. Cuando leo la vida de mi Venerable Padre Padial se siente mi espíritu inclinado a aquellas penitencias; aunque no en el comer; porque aquellas salían en esto al exterior; me hallo movido a las grandes penitencias de los Santos, pero no a que salgan de mil leguas al exterior. Me es parte de alivio y consuelo lo que vuestra Reverencia me ha dicho, que después de los estudios verá en este punto”.
(Paciencia. Ímpetus. Deseos de trabajos)
“Lo que he tenido que padecer desde que el Señor se me empezó a comunicar, ya lo sabe vuestra Reverencia: los desamparos, tentaciones y tribulaciones de los demonios, no sé si los llevaba con paciencia, como estaba tan turbado el espíritu; pero me parece que en el fondo del alma había conformidad, gozo e indiferencia en la voluntad de Dios; a lo menos, cuando me hallaba más sosegado, daba gracias por lo mismo que había tenido que padecer. Los ímpetus son un martirio espantoso, como mi Santa Teresa en lo último de sus Moradas lo declara; pero es un tormento que no le trocara por el mayor consuelo. Los temores de perder a Dios también dan que padecer y doy gracias por ellos: Beatus vir, qui semper (est impavidus). Varias pesadumbres, y en puntos bien penetrantes, me han venido por mis parientes[13]; pero no llegan a mover mi corazón, superior a todas estas cosas de carne y sangre; aún me viene escrúpulo de la serenidad y recelo, si es insensibilidad. En otras cosas menudas, ya en las palabras picantes, ya en el agravio, etc., aunque la parte inferior suele saltar, es reprimida esforzadamente por la razón, y aún me queda, con todo eso, dolor de los primeros movimientos y me llenan de confusión. También tengo que padecer los mismos deseos de padecer, deteniéndolos en la esfera de la indiferencia con la divina voluntad; porque todo lo que padezco me parece nada, y tengo una sed insaciable de trabajos, y no estoy gustoso cuando me falta algo que padecer, antes pienso que tengo ofendido al Señor; aunque algunos de los trabajos que he padecido, cuando estaban presentes parecían insoportables y, sobre toda medida, después me parecen nada. Los actos o ejercicios de padecer como lo(s) de la mortificación son soplos, que encienden en mí un vivo fuego de amor; por eso el Señor dispone que poco o mucho, por este o por aquel lado, no falte alguna cosilla que ofrecerle”.
[1] Es, en efecto, este “torcedor” el contraste entre el amor y la ingratitud que supone todo pecado.
[2] Frase atribuida a San Ignacio, estando una noche estrellada contemplando el cielo de Roma en la azotea de la Casa.
[3] Mt 11, 26.
[4] Indica el dominio que tenía Bernardo de sus menores movimientos (los llamados “primo primus”) con motivo de una contradicción, de un movimiento de rechazo o de no aceptación de algo. Que no llegan a ser pecados por ser espontáneos y están en la naturaleza humana.
[5] Lo responde Abrahán a su hijo Isaac, cuando éste, que lleva el haz de leña a cuestas, le dice a su padre: Padre, llevamos el cuchillo y la leña para el sacrificio; pero la víctima ¿dónde está?
[6] La expresión “amor hermoso”, es precisamente al Corazón de Jesús.
[7] Expresa el delicado y acendrado amor que siente hacia María. Tener “dominio despótico” sobre él: sobre su corazón (el mundo de los afectos), sobre su alma (el mundo de los pensamientos) y sobre su espíritu (el mundo sobrenatural de las mociones de la gracia, de las virtudes…)
[8] Es un don que el Espíritu Santo concede a algunas almas que sienten un perfume delicado al entrar en alguna iglesia, al comulgar, en una visita o rato de adoración…
[9] Los profesos en la Compañía de Jesús hacen un cuarto voto: de especial obediencia al Papa y de no tocar la pobreza, si no es “para restringirla más”.
[10] Se refiere a una pequeña limosna que le hizo el P. Juan de Loyola con objeto de que encuadernase sus apuntes de estudiante.
[11] San Ignacio escribió mucha clase de reglas, comprendiendo diversos oficios (reglas para los estudiantes, los predicadores, los peregrinos, los que hacen la cocina, etc.).
[12] Se refiere al padre espiritual del Colegio de San Ambrosio, que por aquellos días estaba fuera de le ciudad.
[13] Se refiere, entre otras cosas, a los sufrimientos que le causaron sus parientes con motivo del pleito de su abuelo.