P. Luis María Mendizábal
- Se ha hablado de crisis de la devoción al Corazón de Jesús, y al presentar esa crisis se ha insistido, con demasiada facilidad, en que la crisis estaba en las imágenes y en el lenguaje.
Con razón el P.J. Ladame recalca que no puede admitirse que una crisis de cosa tan seria dependa principalmente de las imágenes y del lenguaje. Es cierto que pueden influir y que la crisis puede reflejarse en ellas. Pero sería demasiado superficial atribuir exclusivamente, y ni aun principalmente, a unas imágenes la crisis de la devoción al Corazón de Jesús. Lo mismo diríamos del lenguaje. También es verdad que se han podido emplear expresiones menos afortunadas; pero de nuevo tampoco está ahí, sin duda, el fondo de la cuestión.
Creo sinceramente que en primer lugar es crisis de vida mística. Cuando flaquea la valoración de la experiencia y de la vida mística, lógicamente la devoción al Corazón de Cristo pierde toda su fuerza. Porque es una de esas realidades que cuanto más altas –se nos decía en una intervención de esta misma Semana- resultan más ridículas a la razón humana. Al faltar la mística sincera cristiana se coloca uno en un nivel de razón humana, muy de razonamiento lógico; y ya entonces todo ese mundo de fe y de amor que se expresa en el misterio del Corazón de Cristo pierde su sentido y le parece a uno ridículo y consecuentemente fácilmente lo ridiculiza también. Es lógico.
Es crisis, en segundo lugar, de teología. De hecho, como sugeriremos en seguida, el misterio del Corazón de Cristo sintetiza, recoge, y propone a veneración, la esencia de todo el cristianismo. Consecuentemente toda crisis de teología repercute aquí como en su centro. En el Corazón de Cristo todos los otros elementos teológicos se representan como al desnudo. Por ejemplo, la crisis fundamental de la divinidad de Cristo: no se puede entender el misterio del Corazón de Cristo si no se admite la divinidad de Cristo. Crisis de la ciencia de Jesús: no se puede admitir la reparación, la consolación del Corazón de Cristo si se tienen dudas o si se niega el conocimiento que Jesús tenía del pecado del mundo y de los actos consolatorios nuestros. Crisis del pecado como ofensa de Dios: tampoco tiene sentido lo que la espiritualidad del Corazón predica y enseña. Crisis de la resurrección_ recordemos que la Iglesia sólo admite oficialmente la devoción a los corazones de Jesús y de María, que son los corazones resucitados: por lo mismo implica el misterio de estos corazones, la crisis de la fe en la resurrección afecta plenamente a la devoción del Corazón de Jesús. Otro tanto cabría decir de la crisis de la comunicación de los santos, de la crisis de la expiación del pecado, de la crisis de la redención.
Pero hoy particularmente, repercute una crisis que llamaríamos de Jansenismo teológico. Hemos superado con creces el Jansenismo devocional. Incluso se ha llegado a decir –inexactamente por cierto- que la devoción al Corazón de Jesús surgió como reacción contra el Jansenismo. Se sugeriría, en consecuencia, que al no existir tal jansenismo, no tendría ya razón de existencia el culto al Corazón de Jesús. Sin embargo existe hoy profusamente lo que llamaríamos Jansenismo teológico. Así como los Jansenistas. Así como los Jansenistas, por respeto devocional a Dios, se alejaban de Dios, se exige pensar dignamente de Dios que se le aleja totalmente del hombre, forjando el Dios totalmente distinto. El resultado es el mismo: un Dios lejano que no tiene nada que ver con las cosas de este mundo; porque, si tuviera que ver, se convertiría, dicen, en el Dios tapa-agujeros, el Dios antropomorfizado, el Dios de los ingenuos. Pero el Dios de los teólogos es un Dios sumamente elevado, sumamente difícil de captar; y cuando se cree captarle en algún grado, tiene uno que añadir inmediatamente que es totalmente distinto de lo que ha captado. Esta crisis de teología incide en el Corazón de Jesús. Para un teólogo asi es ridículo todo lo que enseña el misterio del Corazón de Cristo.
Pero hay otra fuente de crisis que se une a éstas y es la crisis del corazón humano.es una idea que expone el Cardenal H. Volk, y más ampliamente Monseñor F. Hengsbach, en una conferencia sobre el Corazón de Dios y el hombre consagrado. Subrayan estos autores, con mucha razón, que el Corazón de Jesús ha podido perder su fuerza, porque el corazón humano ha sido deformado. Y se ha deformado en primer lugar, en cuanto que se ha identificado con sensiblería y emotividad. El corazón humano está en crisis y cuando se habla de amor ese amor se entiende amor superficial, un amor muy emotivo, un amor de arranques instantáneos, un amor del gusto, del placer. De ahí se sigue que el matrimonio se disuelve con una facilidad asombrosa; porque, suelen decir, que ya no hay amor, que se ha acabado el amor. Ahora bien, si eso es el amor, hablar del amor de Dios resulta también ridículo. Y es lógico que no diga bien con el Corazón de Cristo, ya que eso significaría hacer de Jesucristo una figura blanda, sensiblera, sentimental. En cambio, por otro lado el hombre no quiere poner verdadero amor en su vida. El hombre se va volviendo cada vez más duro e insensible. Está siendo dominado por la eficiencia por el mecanismo. Y corazón ni es sensiblería, no debe serlo. El Corazón de Cristo no lo es. el corazón humano no lo debe ser. Pero corazón tampoco es simplemente voluntarismo; sino que corazón es afecto cordial, sincero, sólido, que se empeña, que se da desde el centro de la persona. El corazón es el centro profundo del ser humano. El hombre no es hombre si no tiene corazón; pero corazón profundo, no solamente exclusivamente o principalmente la emotividad y sensiblería exterior.
Esta crisis de la vida humana, del corazón humano, repercute en el Corazón de Cristo.
El corazón es la sede del afecto (no simplemente de los afectos, como distinguía continuamente los teólogos medievales), donde presiona la unidad corporal –espiritual de la existencia humana-. Corazón es el hombre en su raíz, en el centro de su unidad corporal espiritual, por la que interioriza el mundo y abre su persona al mundo y se da.
Por eso podemos decir que el misterio del Corazón de Cristo es camino para la reconquista del corazón humano. Es profundo el corazón humano; es un misterio. El Corazón de Cristo es el que nos introducirá en sus tenebrosidades para iluminarlas y sanarlas.
También aquí muchas veces para acercar el Corazón de Dios al hombre pretendemos sanar primero el corazón del hombre; y nos olvidamos que Cristo es la salud del hombre. No es que primero lo curamos y luego lo llevamos a Cristo; sino que Cristo ha de curar el corazón del hombre. Y por eso hemos de llevar al hombre herido en su corazón hasta el Corazón de Cristo. Pienso que el misterio del Corazón de Cristo está puesto precisamente para curar el corazón del hombre; porque es salud del corazón humano.
- para eso necesitamos una mirada contemplativa al Corazón del redentor del hombre. Tomo esta designación apoyándome en la grandiosa encíclica de Juan Pablo II Redemptor Hominis, Redentor del hombre, de cada hombre, de todo hombre, “de cada uno de los cuatro mil millones de hombres desde que son concebidos en el seno de su madre”. Y al hablar del Redentor del hombre nos habla del “Misterio del Corazón del Unigénito cuya justicia se derrama en los corazones de todos los hombres”. Son afirmaciones grandiosas.
En esta conferencia, que quiere ser al mismo tiempo como una contemplación, fijamos nuestra mirada contemplativa en ese Jesucristo, que en su gesto extremo –y hablo de ese gesto, porque no se trata simplemente del órgano, sino que es un gesto del Señor-, nos muestra su corazón rasgado por el soldado, rasgado por el hombre; pero que el mismo Señor nos lo presenta abierto. Rasgándose el pecho nos muestra su corazón abierto y entramos hasta el centro del Señor, hasta aquel horno de amor redentor que nos revela y declara todo el drama de la redención. El amor loco de Dios al hombre rebelde; la insistencia del amor de Dios en busca del hombre que lo ha rechazado y al que responde con la humillación hasta la cruz y la apertura de su Corazón. Aquí hay una serie de aspectos tan grandes, tan inmensos, tan complejos, que, al irlos tocando, se pierde uno en ellos. Nuestra mirada va al Cristo traspasado en la cruz, sí; pero al Cristo traspasado en la cruz que ahora nos presenta sus heridas. Como su amor entonces se expresó en esas heridas abiertas en su cuerpo mortal, expresa ahora en esas cicatrices abiertas su amor actual que le mantiene en cercanía sacramenta, eucaristía, en cercanía de intimidad. En el evangelio de San Juan hay una conexión entre la escena del capítulo 19, cuando describe el costado abierto de Cristo, y la escena del capítulo 20, cuando, resucitado, les muestra a los discípulos sus manos y su costado abierto. La carta a los Hebreos nos presenta cómo Jesucristo en el cielo ofrece su cuerpo inmolado continuamente ante el Padre: está mostrando sus llagas al Padre (9,24). Este mostrar sus llagas no es una especie de comedia; es la realidad de su actitud interior personal, que, unido a los hombres sus hermanos ante el Padre, ofrece su amor, ofrece su propia oblación. Pero completando la doctrina de la cara a los Hebreos, podríamos decir que Jesucristo también presenta continuamente a los hombres sus manos y su costado abierto. Vive para interceder por nosotros ante el Padre y para movernos a nosotros con sus llagas abiertas, con su corazón abierto.
En la visión del Corazón de Cristo es fundamental la conexión entre el hecho del calvario y su realidad actual respecto de nosotros. En consecuencia es fundamental que al contemplar la interioridad abierta de Cristo comprendamos que si lo vemos con el Corazón abierto no es porque ahora se realice en El cruentamente la herida del costado, sino porque quiere recalcarnos que sigue viendo infructuosa su redención, y que sigue hiriéndole en el Corazón la ausencia de tantos hijos y sigue realizando la obra de la redención, no con los mismos efectos dolorosos físicamente en su cuerpo mortal, pero sí con el mismo amor y con la misma entrega al Padre y con la misma solicitud por los hermanos. Por eso está el Corazón abierto. No es simplemente un recuerdo del pasado; es significación de su solicitud perpetua por la redención del mundo. De este modo contemplamos la interioridad del Cristo real unido al Cristo ofrecido en la cruz y esta unión de los dos elementos es la que se vive en la realización del misterio eucarístico.
Esta glorificación de Cristo la opera el Espíritu Santo. Hay una conexión, que se ve cada vez más estrecha, entre el Corazón de Cristo y el Espíritu Santo. La glorificación de Cristo crucificado la realiza el Espíritu Santo iluminando con su ayuda nuestra mirada contemplativa al Traspasado. La vamos a ir indicando someramente en los tres pasos que vamos a describir a través de los cuales se va integrando nuestra interioridad en el Corazón de Cristo, y la interioridad abierta de Cristo va penetrando en nosotros. Esa mirada se realiza con la ayuda de la acción del Espíritu Santo. Y si bien los efectos de esa progresiva unificación con Cristo, transformación en El, son efectos del Espíritu Santo que el Corazón de Cristo continuamente nos da, y en ese don progresivo realiza nuestra transformación progresiva; pero esa transformación n se hace de manera mágica y milagrosa, sino acompañando la mirada de amor contemplativo que hemos de fijar en Cristo en sus misterio y en su Corazón traspasado. Así, pues, entramos en la riqueza insondable de ese misterio del Corazón de Cristo.
En este sentido el misterio del Corazón de Cristo ofrece una densidad teológica tan grande, una centralidad tan profunda, que produce vértigo. El Corazón de Cristo nos pone ante los ojos a Cristo, él es esencialmente comunicador del Espíritu Santo, comunicador del amor al mundo. La redención no ha sido un juego temporalmente previo para que Dios luego realizara por su cuenta la comunicación del Espíritu Santo. Cristo mismo anuncia que él enviará el Espíritu Santo de junto al Padre: “el Espíritu que yo os enviaré de junto al Padre”. Pero ese comunicar Cristo el Espíritu Santo es el fruto de la redención, es la glorificación de la humanidad de Cristo, que es asumida como co-principio de la comunicación al mundo del Espíritu Santo.
Cristo es el que “bautiza en el Espíritu Santo” con una comunicación permanente que se ha inaugurado en pentecostés. Pero no es que ya lo ha dado y lo deja. Es que mientras ama nos lo da amándonos; y amándonos con su corazón humano, como dice la encíclica Haurietis Aquas, al afirmar que el Corazón de Cristo volvió a latir en el momento de la resurrección para seguir latiendo serenamente por toda la eternidad. Y es asi que no sólo nos amó Cristo con corazón humano, sino que nos ama con corazón humano. Hay un peligro indudable de deshumanizar a Cristo resucitado. Cristo resucitado se presenta a veces de tal manera, que ya no podría uno llamarle hombre verdadero. Tienen en este sentido un vigor impresionante las palabras de la institución eucarística: “esto es mi cuerpo; esta es mi sangre”
Ahí está el amor humano del Corazón palpitante de Cristo Hijo de Dios, que nos comunica el Espíritu Santo. Todo lo que es venida a nosotros del Espíritu Santo es amor de Cristo que nos lo da: “os lo enviare de junto al Padre”. El Padre y el Hijo y el amor mismo humano de Cristo asumido como co-principio nos dan el Espíritu Santo. Es el profundo misterio cristiano.
Todo esto nos ofrece una riqueza inmensa. En el Corazón de Cristo nos encontramos en el corazón del designio de Dios, de los proyectos de Dios.
Se deduce claramente que el Corazón de Cristo no tiene el carácter de un puro símbolo como cuando hablamos del “Corazón de Dios”. Nosotros, estrictamente hablando, no podemos venerar el “Corazón de Dios Padre”. Porque ese corazón no existe. Es el amor del Padre. Es verdad que en el Corazón de Cristo se simboliza también el amor del Padre; pero es siempre el amor del Padre que nos ama en el Corazón del Hijo. Tenemos que evitar de todas maneras esa especie de evaporación de la humanidad de Cristo. El Corazón de Cristo no representa el amor del Padre, desprendiéndolo de Cristo; sino en cuanto nos ama en él. Cristo es el Corazón del Padre según la frase de San Juan de Ávila.
El Corazón de Cristo, sí, lo veneramos. Porque el Corazón de Cristo no es puro símbolo. Es, como lo llama K. Rahner, símbolo real. Realidad que es símbolo al mismo tiempo; pero implica la humanidad de Cristo asumida por la persona divina. Y asi en ese corazón tenemos el símbolo de ese amor; y al existir la vinculación personal de lo humano y lo divino es símbolo del amor humano-divino y de esta manera llegamos al punto central de lo divino y de lo humano en Cristo.
Aquí aparece cuán central es el punto del Corazón de Cristo y lo debemos ir penetrando lentamente, no esperando a que el Espíritu Santo nos lo dé todo regalado. No lo esperemos como una acción exclusiva suya sin colaboración nuestra. El Espíritu Santo nos lo da, incitándonos primero a contemplar el Corazón de Cristo, y al contemplar el Corazón de Cristo, el Espíritu Santo va moldeando en nosotros el Corazón de Cristo. Es todo un proceso de la vida ascético-mística, centrada en esa contemplación verdadera del Corazón de Cristo, que transforma el corazón humano y lo lleva hasta la plena unión con el Corazón de Cristo.
Lo vamos a presentar, pues, como grados de mirada y grados de penetración consiguiente a esa mirada.
- El primer paso, es la mirada a la que se refiere Zacarías en el capítulo 12 y que Juan cita con ocasión de la lanzada del soldado: “miraran al que atravesaron”. Ese mirar, y esto es necesario recalcarlo, no es una acción que arranca del hombre. Es el impulso de Dios por el Espíritu el que nos solicita a mirar y nos ayuda en esa mirada. Ese mirar es respuesta al Señor que, presentándose ante nosotros, viene a decirnos: “mira este Corazón”. San Juan anota en efecto que el resucitado les mostró las manos y el costado. Mostrarles es decirles: “mirad”.
El Corazón abierto de Cristo es contemplado por Juan y por la Virgen. Nosotros somos invitados a asociarnos a ellos en su contemplación. Y el Espíritu Santo ayuda a esta contemplación. Añadiríamos todavía, que esta primera mirada cronológicamente en la cronología del encuentro humano con Cristo (porque evidentemente siempre seguiremos mirando así aun después de nuestra adhesión a Cristo), pero cronológicamente no presupone la presencia ya del Espíritu Santo dado, sino sólo la acción del Espíritu Santo, que ayudando, iluminando y sosteniendo al hombre, le hacen penetrar en el significado de Cristo colgado en la cruz con el costado abierto: “miraran al que atravesaron”. Y entonces en esa mirada contemplativa, iluminada por la acción del Espíritu Santo, se comprende el misterio del amor del Padre y del Hijo manifestado en la cruz.
En esta primera mirada, lo que se ve en el Corazón de Cristo es el amor del Padre y de Cristo hacia nosotros. Conviene recalcar, como lo hace el Santo Padre en su encíclica Redemptor Hominis, que “la cruz por medio de la cual Jesucristo Hombre, Hijo de María Virgen, Hijo putativo de José de Nazaret, deja este mundo, es al mismo tiempo la manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca d nuevo en él, en Cristo crucificado, a la humanidad, a todo hombre, a cada hombre, dándole el tres veces santo espíritu de verdad”. Frase magnifica, sintética. En el momento de la cruz se nos revela la paternidad de Dios: Dios como Padre que engendra hijos, es el momento de la manifestación de la paternidad de Dios. En la cruz, pues, se nos revela el Padre en el momento de hacernos hijos y en este sentido el amor paterno del Padre. Por la acción, pues, del Espíritu Santo el fiel contempla y reconoce el misterio de la cruz es introducido en toda la verdad.
Como demuestra exhaustivamente De la Potterie, la verdad es “el amor del Padre manifestado en Cristo su Hijo que da su vida por amor a nosotros pecadores”. Esta es la primera visión. Es la intimidad de Dios abierta. Hay una analogía entre el costado abierto de Cristo y el velo rasgado. Los otros evangelistas refieren cómo en el momento de la muerte de Jesús el velo se rasgó de arriba abajo. Se comprende el simbolismo. El velo significaba que lo íntimo de Dios no se había manifestado todavía nadie podía entrar más allá de ese velo, sino el Sumo Sacerdote una vez al año. Dios era, pues, en lo íntimo de su ser un misterio para el hombre, que todavía no se había revelado. En el momento de la muerte de Jesús, no es que simplemente corre el velo, sino que se rasga de arriba abajo, es una revelación tal, tan explosiva, que no corre el velo, sino que lo rasga. La muerte de Jesús en la cruz es la declaración del amor de Dios al hombre. Ya se ha rasgado el velo, lo íntimo de Dios, es su amor, pero su amor personal a cada hombre y al mismo tiempo que se declara el amor, en todo amor que se declara, se invita a entrar hasta la intimidad del amor. Se ha rasgado, pues, el velo en el doble sentido: en cuando se nos ha revelado y declarado el amor del Padre en su Hijo que ha dado su vida por nosotros, y en cuanto a todo el mundo se le abre el camino y se le invita a penetrar hasta la intimidad del amor de Dios que se nos ha revelado. La relación entre el velo y la carne de Cristo nos la sugiere la carta a los Hebreos al decirnos que la carne de Cristo era el velo. El costado abierto de Cristo es, pues, la imagen símbolo real de la manifestación del amor del Padre en Cristo que se nos abre de par en par. Se nos revela el Corazón de Dios en Cristo.
El “mirar este Corazón, de las manifestaciones de Paray-le-Monial, es signo de la acción del Espíritu Santo que actualiza aquel: “les mostró las manos y el costado” y aquel otro: “trae tu dedo y mételo en mi mano y trae tu mano y métela en mi costado”. Ese “mirar este Corazón” se realiza de manera especialísima en el sacrificio eucarístico, en el ofrecimiento actualizado y permanente de la oblación de Cristo ofrecida a cada uno en la comunión. Se refiere al amor actual de Jesucristo, que se expresó en la muerte de cruz y que actualiza aquella oblación en su actitud cordial. Hay una unidad muy estrecha e inseparable entre la cruz y la actitud actual de Cristo.
La acción del Espíritu Santo nos ilumina para entender que Jesucristo nos muestra sus llagas de amor como verdadera declaración de amor. No es que simplemente fue un hombre que sufrió con constancia, en este sentido de amor, y de esta manera nos dejó un ejemplo como tantos otros grandes hombres de la historia y por encima de ellos. Es que lo ofreció por amor. Este aspecto importa para entender el Corazón de Cristo y nos lleva a él. Hay que recalcar este matiz porque es sumamente importante. Cuando decimos: “me amó y se entregó a la muerte por mí”, queremos decir, no simplemente que me amó, amándome en medio de la masa de la humanidad y que aguantó con paciencia y con amor con mansedumbre la tragedia de su traición y de su pasión. Si sólo fuera eso no podríamos decir con verdadero significado que amó y se entregó a la muerte por mí. Si no hubiera sido más que eso no podría decirme Jesús: “yo te amé y entregué mi vida por ti”. Como no me puede decir que me amó y puso en juego su vida por mí un personaje de la historia por importante que haya sido para el progreso de la humanidad. Decimos de veras que “me amó y se entregó a la muerte por mí”: es el gesto de la cruz abierta y del costado abierto de Cristo, que es actual; que no es simplemente recuerdo del pasado. Es el amor con que Cristo ahora viene a mi encuentro y viene. La gran lección para nosotros es esta que nos enseña no sólo a llevar las cosas con paciencia, sino con amor. Así lo indicaba el Señor en la conclusión del lavatorio de los pies de los Apóstoles: “también vosotros debéis lavaros los pies unos a los otros”. Es decir, tenemos que vivir nuestra vida en amor al hombre al que encontramos en el camino, al que Cristo, amó, ama, está amando. Es, pues, drama personal del amor de Dios a cada hombre. Pero en este primer estadio diríamos que viene a nosotros el amor de Dios que se nos manifiesta en Cristo que se nos abre. Son los brazos abiertos de la misericordia de Dios que en la cruz nos espera nos abraza. Esto lleva a la compresión del propio pecado, y nos da el sentido de la conversión verdadera, que no es simplemente ordenar una vida, sino volver al Corazón de Dios que se nos abre en la cruz. Por eso podemos decir que “hemos creído en el amor-amistad de Dios” que lo descubrimos en el momento culminante de la cruz. En la cruz se nos ha revelado el amor del Padre, como amor verdadero. Un amor que no es tal que le deje indiferente si el hombre se pierde. Es amor verdadero que lleva en el corazón la suerte del hombre al que ama.
En la cruz, pues, Jesús nos abre su costado para que el hombre entre en él hasta la intimidad del Padre. Es el Padre que en Cristo abre sus brazos al hijo pródigo. Es la conversión. Esta contemplación del costado abierto de Cristo corresponde a la primera semana de los ejercicios ignacianos profundamente interpretada y vivida. Corresponde al coloquio de la meditación del pecado: “cómo de Creador ha venido a hacerse Hombre, de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados”. Es ese amor el que yo descubro, el me arrebata, su amor de amistad, su verdadero amor: “mirarán al que atravesaron”. Yo lo he atravesado; yo comprendo su amor, comprendo el significado de mi ofensa a ese amor que me busca y viene la intimidad primera a la que me invita con la paz consiguiente. Todavía es inicial, pero verdadera. Es la paz del hijo prodigo entre los brazos de su padre que le ha abierto su corazón.
Esta conversión fruto de la mirada de amor sostenida por la acción del Espíritu Santo es la que abre la primera amistad con Dios en Cristo. Se trata, pues, de una verdadera amistad.
Santo Tomás, al hablar de la vida cristiana, recalca que esa vida cristina no es un simple amor, sino que es verdadera amistad. Extendiéndose en la explicación de lo que significa ese amor de amistad el santo Doctor recalca que el simple amor, amor de benevolencia, puede ser unilateral. Es el amor de entusiasmo en el cual la persona objeto de ese entusiasmo muchas veces no tiene conocimiento ni siquiera de la existencia del admirador. Es el caso de las multitudes que aclaman al Papa en sus viajes triunfales y que son felices de haberle visto simplemente. Es claro que en esas ocasiones ninguno de ellos podría decir en verdad que el Papa es amigo suyo. Son felices después de haber visto, contemplado y aclamado al Sumo Pontífice. El cristianismo no es eso, no es sólo eso. El cristianismo es amistad con Cristo, no simple entusiasmo por él. La amistad añade al simple amor la característica del mutuo conocimiento y de la mutua comunicación en el amor mismo. Y esto es lo que nos revela y a lo que nos invita el costado abierto de Cristo. Dios nos ama personalmente, nos llama pro nuestro nombre y nos invita, declarándonos su amor, a entrar en estrecha amistad con él. “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos, porque cuanto he recibido de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Este amor de amistad que se nos revela en la cruz es el que nosotros estamos invitados a aceptar y seguir entrando en una estrecha intercomunicación con el Padre en el Hijo por la fuerza del Espíritu Santo. Y es el fruto de Cristo crucificado que derramando su sangre nos invita a penetrar en su amistad.