Del libro » En el Corazón de Cristo», de Luis M.ª Mendizábal, s.j.
Es demasiado breve una vida humana para conocer el misterio de Jesús: un Dios hombre. El verbo eterno consustancial al Padre, de quien recibe idéntica naturaleza, se hace hombre… Un ser humano, que recorre inadvertido la Galilea, está al mismo tiempo unido a la divinidad.
¿Quién de nosotros puede, tan sólo, deshojar el misterio? Esta persona posee todos los atributos divinos: omnipotencia, sabiduría, bondad, misericordia, justicia… Sostiene el mundo en sus manos y al mismo tiempo se sienta en el brocal de un pozo, porque está “cansado” (Jn 4,6). Verdadero Dios y verdadero Hombre.
Sería demasiado largo esbozar aquí un retrato de Jesucristo. Tomemos los Evangelios: “lo mejor que se ha escrito sobre Jesús”… Pero, si es bastante fácil llegar a un conocimiento intelectual de Cristo, más difícil es poseer esa comprensión hecha de admiración y de amor, que nos introduce en las filas de sus seguidores. No basta, sin embargo, sentir admiración hacia Él, es preciso dar un paso más.
Es hermoso que un hombre comience a interesarse por Jesucristo; mejor aún, que vea en Él al mayor personaje de la Historia de la Humanidad; si además llega a ver en Él al Hombre Dios, ha penetrado ya en la verdad; le falta aún una cosa: comprender que este Hombre Dios es su amigo.
En otras palabras: sí considerando la vida del Señor y su grandeza, llegamos a sentir admiración hacia Él, debemos, como Zaqueo, saber descubrir a Jesús que entre la multitud viene hacia nosotros, nos llama por nuestro nombre y busca con insistencia nuestra amistad: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy en—cada día—debo detenerme en tu casa” (Lc 19,5).
Y esto no es un sueño, sino una auténtica realidad, porque Jesucristo me ama ahora más que cuanto yo me ame a mí mismo, y tal como soy: lleno de miserias.
Jesucristo me amó en su vida mortal
Jesús, desde su concepción, poseía en su naturaleza humana la visión beatífica. Esto es verdad cierta. Ahora bien, en esta visión Él nos ha visto con todos nuestros pensamientos.
Por lo cual, cuando nuestra imaginación reconstruye los hechos de la vida de Jesús, podemos con verdad vernos entre los pecadores. La mirada de Cristo, fuera de los límites del espacio y del tiempo, veía nuestra real existencia, nuestra correspondencia, nuestras reacciones, los afectos y deseos que experimentaríamos al meditar su vida. En verdad nos tenía ante sí cuando orando dijo: “No ruego solamente por ellos, sino por todos aquellos que por su palabra crean en Mí” (Jn 17,20).
Cada uno de nosotros puede, pues, decir: Jesús pensaba continuamente mí. Como el fin explícito de su vida fue mi instrucción, mi redención. Él ha instituido la Iglesia y todos los elementos que la componen, por mí en particular, por amor mío, y pensando expresamente mí, así como me ha dado también a su Santísima Madre, diciendo: “Aquí tienes a tu Madre”. Otro tanto debo pensar del papa, de los sacramentos… Casi como si yo debiera aprovecharme de ellos.
Jesús me ama ahora
El fin de los sacramentos y de la Iglesia es comunicarnos y desarrollar en nosotros la vida de la Gracia, nuestra unión con Jesucristo. Él da realmente sus dones (la Iglesia, etc.) para poder darse a Sí mismo, en la más íntima unión que podamos imaginar.
“Jesucristo es nuestra vida” (Col 3,4) no sólo a modo de un Legislador en la comunidad que gobierna, si no en sentido mucho más verdadero.
En el Bautismo hemos ido engendrados por Cristo, “nacidos son de Dios”(Jn 1,13). Y generación equivale a producción de un ser vivo por otro viviente unido a él por la misma naturaleza. El hijo se parece al Padre. Igualmente sucede en la vida sobrenatural.
Jesucristo imprime en nosotros en el Bautismo un “carácter”: una “semejanza con Él”. Semejanza fundamental y radical que haya su perfección en la vida de la Gracia. No son nuestras buenas acciones las que en primer lugar nos hacen semejantes a Cristo. Precisamente porque nos asemejamos a Cristo debemos imitarle, vivir como reclama nuestra condición. Exigencia esta de nuestro mismo ser, que tiende siempre a expresarse y desenvolverse según su naturaleza.
Nuestro actuar como hijos de Dios no es como una representación teatral, en la que debemos hacer el papel de rey, que en realidad no somos. En nuestro caso hemos sido hechos reyes y en consecuencia como tales debemos obrar. No se trata empero de convertirse en rey a la manera de este mundo, lo cual no implica mudanza en la naturaleza humana. Ser hijos de Dios eleva verdaderamente la naturaleza humana, perfeccionándola mucho más de lo que ella podría hacerlo sola, con cualquier virtud y ascesis puramente naturales.
No somos solamente semejantes a Cristo, sino que Cristo es nuestra vida. “Examinaos a vosotros mismos para ver si estáis en la fe, haced examen de todo lo vuestro. ¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros mismos? A menos que no estéis justamente reprobados” (2Cor 13,5). Nuestra vida es una participación de la misma vida de Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15,5). “Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). “Porque vosotros estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Y nuestra vida es una unión cada vez más íntima con Cristo: “Permaneced en Mí y Yo en vosotros” (Jn 15,4). “Y vuestra comunión es con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1,3).
Esta unión con Cristo nos sostienen gracia, incluso la creciente y nos hace más semejantes a Él: “Hijitos míos, que llevo en mi seno, hasta que en vosotros no se haya formado Cristo” (Gal 4,19, “hasta que no lleguemos todos a la medida de la edad plena de Cristo” (Ef 4,13).
Unión transformadora que se extiende no sólo al alma sino también al cuerpo: “Vosotros sois el templo del Dios vivo” (2Cor 6,16).”¿No sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que se os ha dado de Dios, y que no pertenecéis a vosotros mismos?…” ” Glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6,19 y 20).
Nuestro cuerpo consagrado y ungido primeramente en el Bautismo y luego en la Confirmación, se ha convertido en el templo del Espíritu Santo, y por eso es, él mismo, Santo. Queriendo usar de un ejemplo atrevido: el cuerpo de un cristiano se diferencia del de un pagano, de modo análogo a como una Hostia consagrada difiere de una no consagrada. En los dos casos el ojo humano no percibe diferencia alguna, pero en realidad está existe.
Justamente porque nuestro cuerpo es Santo, con el resucitaremos gloriosos y con él ascenderemos con Cristo. Esto ya ha ocurrido con nuestra Madre asunta al Cielo.
Cuando los hombres han enterrado a otro hombre, después de algún tiempo no se preocupan más de su cuerpo. Sólo Jesús, que ardientemente desea glorificar a sus miembros, piensa un nuestro cuerpo: “A fin de que la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2 Cor 4,2).
Y para conservar y aumentar esta unión y semejanza con Él, que alcanza al cuerpo mismo, Jesucristo nos da en alimento su cuerpo y su sangre: “Como el Padre vivo me envió, y Yo vivo por el Padre, así quien come de Mí, vivirá por Mí” (Jn 6,58).
Cristo no organizó su iglesia en términos generales. No murió e instituyó los sacramentos para una masa ignorada, diciendo: “Exista un Bautismo que como una máquina produzca hijos de Dios que se unan a Mí”. No nos ha olvidado al subir su Cuerpo Resucitado a la gloria del Padre. Sería absurdo pensarlo, sería una casi total ignorancia de la vida sobrenatural.
Esta es, en efecto, una relación entre personas inteligentes y amantes. Jesucristo realiza conscientemente su unión con cada hombre en gracia de Dios. Su naturaleza humana, experimenta el gozo y la emoción de una nueva amistad. Conciencia y amor que subsisten en cada momento de su unión con nosotros y acompañan uno a uno los favores que Él nos hace. Tiene conciencia de su vida y de la que da a los demás. No nos es lícito pensar lo que pensaba la hemorroisa cuando buscaba robarle un milagro…