La devoción al Sagrado Corazón de Jesús(IX)

Sagrado Corazón de Jesús

Del libro “La devoción al Sagrado Corazón de Jesús” del R.P. Juan Croiset, escrito en 1734.

Obstáculos que impiden sacar fruto de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús

Siendo la devoción al Sagrado Corazón de Jesús sumamente provechosa, sólida, fácil y muy conforme a la razón, pocas personas habrá verdaderamente virtuosas a quienes no agrade, y aunque no la practiquen; pero no todos sentirán este ardiente amor a Jesús, ni las verdaderas dulzuras que Jesús da a gustar a los que le aman, aunque estos singulares favores sean el fruto de esta devoción. Todo lo que impide el aprovechamiento de las almas en la perfección, es un obstáculo a todas aquellas grandes gracias a que esta devoción no os dispone, y estos obstáculos, que tampoco os atropellan, secan, digámoslo así, el manantial de estas grandes gracias, y hacen que no comunique Dios sus favores si no a muy pocos. Todo esto o lo ha enseñado siempre la experiencia.

Mucho tiempo a que se oyen las quejas de que ya casi no se sienten en los ejercicios de devoción aquellas dulzuras celestiales que gustaron los Santos, las que ayudan mucho para la santidad, aunque no siempre se han prenda seguras de ella. No se experimenta llaga si no sequedad, tibieza pero disgustos en todos los ejercicios de virtud; ningún consuelo ni dulzura en la oración; ningún sentimiento de devoción ni en la comunión ni en la misa; sólo hay frialdad y tedio en todo lo que debiera ser materia de nuestro mayor gusto y de nuestras mayores ansias. ¿De qué procede esto? Y procuramos consolarnos con pensar que no consiste la santidad en esta devoción sensible; verdad es muy cierta que uno puede ser un gran santo  y no tener esta devoción sensible; pero hallándonos siempre tan flojos y tan imperfectos, motivo hay para temer que, en castigo de nuestra flojedad, Dios no nos dé a gustar estas dulzuras interiores y estas consolaciones espirituales que siempre nos harían mucho más animosos y perfectos.

El camino de la perfección no es otro el día de hoy que aquél por donde todos los Santos anduvieron. Todos ellos confiesan que no se puede imaginar mayor gusto o que el que experimentaron en el servicio de Dios, que en él hallaron tanta dulzura que hasta las mayores austeridades y trabajos les parecían delicias, que no sabían lo que era disgusto o tristeza, que hasta lo que parecía áspero causaba en ellos una alegría tan pura y tan perfecta, que los más pesados accidentes de la vida no podían turbarla. Aseguran que aun en las más terribles pruebas en que Dios los puso, hallaron su dulzura y su consolación, y que sólo el pecado les podría turbar la paz de que gozaban, y que era tanta la confianza que Dios les dio de su misericordia que hasta sus propias faltas no les turbaban la paz.

Estos sentimientos no son solamente de algunos especiales Santos, pues todos los siervos verdaderos de Dios, en todos los tiempos y edades, de cualquier caridad y en todas las naciones y estados, lo han experimentado así, y así lo confesaron en la hora de su muerte que es el tiempo en que se habla con más sinceridad. ¿Quién creerá que personas tan sabidas y de una virtud tan conocida no se hayan querido engañar, pero que hayan querido engañarse a sí mismos? Y después que tantos testigos, sin excepción, hablan por experiencia y con tanta uniformidad en toda una larga serie de siglos, ¿habrá hombre, por poco racional que sea, que pueda dudar de la verdad de un hecho también probado? ¿De dónde nace, pues, que entre tantas personas, que al parecer profesan la virtud y caminan sobre las pisadas de todos estos santos, se hallen ahora tan pocas que reciben estos mismos favores? Sin duda que es porque hay muy pocas en quienes verdaderamente sea sólida la virtud. No consiste la santidad en estas devociones sensibles, es verdad, pero no es menos cierto que está alegría interior, esta paz que con ningún accidente se turbaban, está perfecta sujeción a la voluntad de Dios y está dulce confianza en su misericordia, que es lo que se entiende con nombre de devoción, han sido los viaje es de todos los Santos, hilos son todavía ahora de todos los que son verdaderos siervos de Dios.

Sea visto como la devoción al Sagrado Corazón de Jesús tiene verdadera dulzura, quiero decir, que el fruto de esta devoción es un amor a Jesús muy ardiente y muy tierno, junto con esta alegría interior, con éstas consolaciones celestiales, con estar dulzuras y paz inalterable es que exceden a todo pensamiento, y que son otros tantos dones inseparables del perfecto amor de Jesús. Veamos cuáles son los impedimentos que estorban este fruto: esto se pueden reducir a cuatro: una tibieza grande, una gran parte de amor propio, una gran soberbia secreta y ciertas pasiones que no sean mortificado desde el principio de la conversión.

De estos cuatro principios, como de cuatro funestos manantiales, nace en todas las faltas e imperfecciones que detienen a tantas almas en el camino de la virtud, que desvanecen las mejores y más generosas resoluciones, y que al fin malogran el fruto de los mas santos ejercicios de devoción.

  1. Primer obstáculo. La tibieza

Siendo la devoción al Sagrado Corazón de Jesús un ejercicio continuo de un ardiente amor, claro está que la tibieza es uno de los mayores impedimentos para lograr el fruto de esta devoción. Aunque el Hijo de Dios favorezca al pecado, no aborrecer al pecador, antes bien le llama, lo buscaba y tiene compasión de él; pero su divino Corazón no puede sufrir a un alma tibia. Ojalá que fuese es frío o caliente, nos dice de este amable Salvador; pero porque eres tibio yo te lanzaré de mi boca. El Corazón de Jesús y de almas puras y que sean capaces de su amor. Este Sagrado Corazón es siempre liberal, y quiere almas que estén dispuestas para recibir sus favores y llegar al grado de perfección a que las destina, y esto es lo que no hallaba en un alma que vive con tibieza. Una alma tibia se hallaba en un estado de ceguedad causada por las pasiones que la tiranizan, por la disipación continua en que vive que la impide entrar dentro de sí misma, por la multitud de pecados veniales que comete, y por la sustracción de las gracias del cielo que su resistencia a la ocasiona. Esta ceguedad es causa de que se forme una conciencia falsa, con cuya defensa una alma, que por otra parte frecuenta los sacramentos, se mantiene en pecados considerables; pero pecados que la pasión oculta o disimula, porque ella no tuvo voluntad o no tuvo resolución para enmendarse. Se verá tal vez que personas religiosas, o seglares que hacen profesión de virtud, mantienen aversiones secretas, envidias enconadas y aflicciones dañosas, un espíritu de acrimonia y murmuración contra los superiores, un amor propio y secreta soberbia que se mezcla en casi todas sus acciones, y otras faltas por este estilo, en medio de las cuales viven en paz, persuadiendo se falsamente o procurando persuadirse que no hay peligro de culpa grave en todo esto, y buscando razones para excusar las faltas, que Dios condena como pecados bien peligrosos, y que ellos mismos condenarán a la hora de su muerte, cuando la pasión no les impedirá ver las cosas como son en sí.

Mas lo que hace aún más peligroso este estado y lo que obliga a Jesucristo a echar de sí a un alma tibia, es el ser ella en algún modo incurable; porque casi nunca se cura de la tibieza. Como los pecados que comete una alma tibia no son de aquellos tan groseros y escandalosos que causen horror a quien tiene algún temor de Dios, porque son puramente interiores y no se cometen sino en el corazón, sepultado fácilmente en el examen de una conciencia no muy delicada y de una alma poco atenta a sí misma que, como no conoce la gravedad de su mal, no se fatiga en remediarlo. Al contrario, un pecador grande, como conocer fácilmente sus desórdenes, está más dispuesto para que la inspiración le mueva, y para concebir horror de sí mismo; en este sentido, dice nuestro señor que más vale ser frío que tibio.

Los ejercicios más sólidos de devoción son inútiles a una alma que estaba en este infeliz estado, ya sea a qué el poco aprovechamiento que saca de los mas Santos ejercicios de virtud le quite el deseo de servirse de ellos, ya sea que, haciendo ya costumbre de estos Santos ejercicios, hacen en ella menos operación, y las grandes y terribles verdades de la salvación, que horrorizan por su novedad y estremecen hasta a los mayores pecadores, no hagan casi ninguna impresión en su corazón por haberse las tantas veces y tan inútilmente  inculcado. Después que ha vivido una alma con tibieza, se buscará sí misma en todo con una continua solicitud de lo que pueda darla gusto, con delicadeza tal que excede algunas veces a los más sensuales, con un amor propio que, no descaeciendo nada por el empleo en cosas útil es, se viene a hacer tanto más fuerte, cuanto más se encierra en sí solo, y se aplicaba enteramente a procurarle una vida dulce y cómoda. Fácilmente se conoce que una alma en este estado, en que ni se mueve con las más fuertes verdades y mucho menos con las evidentes pruebas del amor que Jesús nos tiene, está muy lejos de las disposiciones necesarias para poder sacar algún fruto de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

La señales por las cuales se puede conocer si se hallaba uno en este infeliz estado de tibieza, son los efectos que ordinariamente produce en su alma. El primero, una negligencia grande en todos los ejercicios espirituales, oración sin atención, confesiones sin enmienda, comuniones sin preparación, sin fervor y sin fruto. El segundo, una distracción continua de corazón que casi nunca está atento, ni así ni a Dios, y que se derrama indiferentemente ante todo género de objetos y se ocupa con mil impertinencias. El tercero, un mal hábito de hacer sus acciones sin ningún espíritu, sino por inclinación o por costumbre, no haciendo apenas cosa en que no se atreviese la pasión, el amor propio y los respetos humanos. El cuarto, la pereza en adquirir las virtudes propias a su estado. El quinto, el no hallar gusto en las cosas espirituales, y sobre todo una falta de aplicación para adquirir las grandes virtudes, pues que el club o de Jesucristo comienza a parecer pesado, los ejercicios de virtud se hacen molestos, no se acaban de entender las masivas del evangelio acerca de lo dio de sí mismo, y acerca del amor a los trabajos y desprecios y acerca de la necesidad de hacerse violencia y de andar por el camino estrecho: háchese intolerable el ejercitarse continuamente en la modestia, en la mortificación el recogimiento interior, y la vida de las personas sólidamente virtuosas parece triste, y la práctica de la virtud se mira cómo imposible. El sexto efecto o de la tibieza es un desprecio de las cosas pequeñas, no hacer caso de sus faltas ordinarias ni de sus recaídas, y, en fin, llegar a cometer todo género de pecados veniales a ojos abiertos, con ligero motivo y con toda advertencia y deliberación.

Pero, ¡cuánto es de temer que esta la latitud de conciencia, esta facilidad en volver a caer siempre sin enmendarse jamás, esta negligencia y desprecio de cosas leves, este desaliento para las virtudes grandes, está inconstancia en los ejercicios de la piedad, esta alteración continua de fervor y de relajación, no sean señales evidentes de una fe que está ya para morir o de una caridad casi apagada, y que este infeliz estado de tibieza no pase poco a poco al de la dureza y de la insensibilidad!

Este infeliz estado es tanto más peligroso, cuanto o es menos conocido, y cuanto o se temen menos sus funestas consecuencias; y con todo, éste es el estado en que de ordinario se vive. Así, reciben gusto en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y los que, practicando la, no sacan ningún fruto, tienen bastante motivo para tener que no sea ésta la causa de su disgusto y la que les impide sacar provecho de los mas santos ejercicios de virtud.

Como la causa funesta de este infeliz estado proceden ordinariamente de un refinadísimo amor propio, el medio, que en el capítulo siguiente se da para desterrar o, a lo menos, para mortificar este amor propio, servirán de remedio a un alma tibia; pues que la verdadera mortificación anda siempre acompañada del fervor.

Lo que sea dicho de la tibieza, en parte se ha sacado del retiro espiritual según el espíritu y método de San Ignacio, que compuso el Padre Nepueu de la Compañía de Jesús, a lo que pueden añadirse estas reflexiones.

Lo primero, debe se extrañar que se hallen personas religiosas que, habiendo tenido generosidad para dejar cosas grandes por Dios, quieran antes privarse en la religión de los mayores favores de Dios, que de algunas menudencias que les detienen y les hacen andar arrastrando siempre en el camino de la virtud, quitándoles el gusto y alegría de las dulzuras inefables que experimentan los que sirven a Dios con fervor.

Lo segundo, no se debe extrañar menos, que los que han hecho tan grandes sacrificios para asegurar su salvación y para lograr una muerte dulce y sosegada, por no alentar sea algo más, mueran con inquietud y remordimientos, después de haber tanto y tan largo tiempo aprendido a morir.

Lo tercero, ¿qué es en lo que nos detiene? No es creíble que no haya frecuentemente en la religión muchos buenos deseos; pero es de lamentar que no se pongan en ejecución por no sé qué flojedad, de que los del siglo no creerán que somos capaces. Cierto es que algún día a empezamos a servir de veras a Dios, ¿y entonces pretendíamos acaso sólo el cumplir con los hombres? Si Dios era entonces verdaderamente el motivo de nuestra resolución, ¿cómo perseverando el mismo motivo, no perseveramos nosotros en el mismo fervor?

Lo cuarto, a la verdad, o los santos hicieron demasiado, o nosotros no hacemos lo bastante para ser santos. Pero es menester ser santo, se suele decir, para vivir como los Santos vivieron; mejor diríamos, que es menester hacernos santos y que esto no puede ser sino viviendo como los santos vivieron.

Lo quinto, que nunca se cree que se trabaja demasiado, ni que se emplea mucho tiempo en buscar hasta los bienes que dejamos a otros y en conseguir la vana estimación del mundo; y para conseguir el cielo y la felicidad eterna siempre se dice que sobra tiempo. Dícese que una persona de buen natural, de espíritu viva ideal del humor no podrá reducirse hacer una vida perfecta, más ¿de cuándo acá estas admirables cualidades, que fueron en todos tiempos los instrumentos mejores para llegar a la más sublime virtud, se han hecho impedimentos para la santidad?

Lo sexto, que es gran engaño pensar que haya alguna edad o estado que sea poco acomodado para una inminente virtud. ¿Qué dirán los que esto piensan, cuando se les muestre un número tan crecido de santos de toda edad y condición que llegaron a ser grandes santos en todos los estados y empleos? No solamente el ejemplo de los santos, sino también nosotros mismos seremos nuestros fiscales en nuestra propia causa y para nuestra condenación; porque, cuando queramos excusar nuestra tibieza y flojedad con la edad, empleos y estado, se nos hará ver cómo en esta misma edad, empleos y estado hemos sufrido más y hemos trabajado más por el mundo de lo que Dios nos pedía para el cielo.

Lo séptimo, no hay quien se atreva a decir, o quiera que se crea de él, que se tendría por dichoso, si después de haber estudiado diez años en las ciencias humanas, supiese tanto como sabía los seis meses primero de su estudio; y se hayan personas que hacen profesión de virtud, y cuyo principal empleo es el llegar a ser perfectos, y con todo después de diez o veinte años de estudio y de ejercicio en la sublime ciencia de la salvación, no tienen empacho decir, ni se afligen de que se creaba el que se tendrían por muy dichosas si se haya sentado fervorosas, tan mortifica las y tan Santas como lo eran en los seis primeros meses de su perfecta conversión. La verdad es que parece tratamos de ofuscarnos, por decirlo así, con la disipación en las cosas exteriores y con los placeres vanos de una vida floja; pero tarde o temprano estos tales llegarán al fin de su vida, y ¿qué sentirán en la hora de la muerte?

Lo octavo, ¿nos hemos persuadido bien de las verdades de nuestra religión? Sí no las creemos, incluso hacemos demasiado; pero sí las creemos, ciertamente no es bastante lo que hacemos. ¿Cuáles, pues, son nuestros pensamientos? ¿Se habla poco por ventura de esta salvación, de esta alma y de esta eternidad? Mas, ¿se tiene por verdad él que no vivimos en el mundo sino para salvarnos? ¿es verdad que Jesucristo no se hizo hombre sino por esto? ¿Y qué sea éste el único negocio a que los hombres deben aplicarse, y que solamente depende de nuestra aplicación? ¿Es verdad que si se pierde este negocio todo se perdió? ¿Qué todo es aventurado si esto se aventura? ¿y qué él vivir con tibieza es exponerse a una especie de necesidad de efectivamente aventurarlo? ¿Es verdad que este es el negocio de la eternidad? ¿Se engaña había Dios cuando dijo que sólo este negocio es necesario y que todo lo demás no lo es? ¿Emplearía mal Dios sus cuidados y su providencia reducirlo todo este fin? ¿Tan poca cosa es Dios, aquel que comprende y que en efecto es el ser de todas las cosas, que queramos exponernos a perderlo? ¿Para qué tantos llantos, para que tantos y tan crueles arrepentimientos en el infierno, si el bien que perdieron merecía ser tampoco solicitado? ¿Y para que temblar con sólo el pensamiento de la eternidad, si se tiene por tan poca cosa el ser infeliz eternamente?

¿Y se podrá decir que se teme mucho esta desgracia, cuando tan poca pena se tomar en evitarla, viviendo con la tibieza y con la indiferencia con que vivimos? ¿Es esto o vivir como se debe? Lo noveno, si tuviéramos nosotros el cuidado de hacer a menudo este género de reflexiones, parece que nos habíamos de avergonzar de llevar una vida tan tibia y de ser tan remisos al servicio de Dios, y que tomáramos bien prestó el partido de amar a Jesucristo. Pero, ¡oh dolor! Hacemos estas reflexiones, ellas nos conmueven, y de allí a un instante buscamos el distraernos, como enfadados de habernos conocido y de haber sido tocados; “al modo mismo, como dice Santiago, de un hombre que pone los ojos en su rostro natural cuando lo ve en un espejo, y después de haberlo visto se va y se olvida en la misma hora de lo que era”.