Del libro “La devoción al Sagrado Corazón de Jesús” del R.P. Juan Croiset, escrito en 1734.
Los medios de adquirir esta devoción
Disposiciones convenientes para tener una tierna devoción al Sagrado Corazón de Jesús
Las disposiciones necesarias para conseguir esta devoción se pueden reducir a estas cuatro:
- Un horror grande al pecado.
- Una fe viva.
- Un deseo grande de amar a Jesucristo.
- Recogimiento interior para los que quisieren gustar sus verdaderas dulzuras y sacar de ella todo el fruto.
Primera disposición. Un gran horror al pecado
Siendo un amor ardentísimo y ternísimo para con Jesucristo el fin de la devoción a su Sagrado Corazón, es consecuente que, para tener esta devoción, es menester estar en gracia y tener sumo horror a todo género de pecados, por ser ellos incompatibles con este amor. Siendo este Sagrado Corazón el origen de toda pureza, no solamente no admite mancha alguna, sí no que en ninguno que no sea sumamente puro es capaz de agradarle perfectamente; y aunque se diga y se obre por su amor y por su gloria, si no se sirve con inocencia, sedle deshonra. La familia real de Jesucristo no se compone sino de almas puras; un solo cabello descompuesto, quiere decir, la más pequeña falta, la menor mancha, le causa una especie de horror. Pero, al contrario, ¿qué entrada no tendrá en este Sagrado Corazón una gran inocencia y una gran pureza? Amaba Jesús particularmente a San Juan ¿y por qué? Porque, como canta la Iglesia, su castidad singular le había hecho digno de ser amado con singular amor. Era extremadamente amado, dice San Cirilo, porque tenía una extremada pureza de corazón. Todas las almas que aspiran a la verdadera devoción al Sagrado Corazón de Jesús, son almas que anhelan la dicha de ser amadas de este adorable Salvador; y la práctica de esta devoción no consiste, propiamente, sino en un amor a Jesucristo más tierno y más íntimo que aquél con que es amado comúnmente por los fieles. Luego que un alma no nos siente pena al cometer pecados veniales con deliberación, y cuida sólo de preservar se de los mortales, sobre estar en gran peligro de perder muy prestó la inocencia con la gracia, no debe esperar gustar las dulzuras inexplicables de que Jesús colmará a los que le aman verdaderamente y sin casa. Después claro, que cuando pretende algunos ser devoto del Sagrado Corazón de Jesús, ha de resolverse a procurar de todos modos conseguir una pureza de corazón, que sea muy superior a la de los que profesan una virtud ordinaria. Verdad es que las prácticas de esta devoción son los medios para conseguir esta extremada pureza.
Segunda disposición. Una fe viva
La segunda disposición es una viva fe; una fe que iría jamás producirá gran amor. Aunque todo el mundo confiesa que Jesús es infinitamente amable, poco se amaba a su majestad; porque no se cree, como conviene, en las mayores obras en que nos ha manifestado su mayor amor. ¿Qué no se hace para hospedar a un hombre que se cree tiene poder en la corte? ¿Qué puntualidad, atención y respeto no se tiene en presencia de un hombre que se cree que es rey, aunque vaya disfrazado con los andrajos del hombre más pobre? ¿Qué, pues, no se haría en presencia de Jesucristo que estaba en nuestros altares, con frecuencia, que respeto o y, sobre todo, que amor no se tendría amo un tan amable Redentor, a nuestro Rey y nuestro Juez disfrazado con apariencia este pan, si se creyese sinceramente que aquí está, o por lo menos si se creyese con una viva fe? Los huesos de un Santo infunden cierto respeto, el leer sus virtudes conciliar a no ser que veneración y amor a sus personas, porque de ningún modo se duda de la verdad de lo que se oye o que se le. Y todo el cuerpo y sangre de Jesucristo, que estaba vivo sobre nuestros altares, la vista misma de las maravillas que obra para manifestarnos su extremado amor, ¿no nos infunde casi respeto y menos amor? Jamás parece largo el tiempo cuando se está con una persona a quien se ama, ¿de qué proviene, pues, que un cuarto de hora delante del Santísimo Sacramento nos canse tanto? Un espectáculo o una representación profana siempre se acaba por esto, o se nos hace breve aunque haya durado tres horas, y una misa, en la cual Jesucristo real y verdaderamente se ofrece en sacrificio por nuestros pecados, se nos hace pesada aunque no dure más que media hora; aun cuando sabemos que la representación profana es una fábula, que los que la representan nada son, menos que lo que parecen y que toda su acción no os es del todo inútil, y al contrario hacemos profesión de creer que en el sacrificio de nuestros altares se ofrece la misma víctima que en el calvario, y que no hay cosa que nos pueda ser más útil que es este acto, por ser el más augusto y el más santo de nuestra religión.
Jesucristo está entre nosotros de la misma manera que estaba en Nazareth entre sus parientes, sin ser conocido de ellos y sin que hiciese entre ellos los milagros qué hacía en otras partes. De la misma suerte nuestra ceguedad y mala disposición para recibir a su Majestad, nos impiden ver y sentir los admirables efectos con que favorece a los que haya bien dispuestos. ¿Por qué se lamenta tanto en la pertinacia de los judíos y se concibe contra ellos tanta indignación por haber tratado tan mala nuestro Señor, porque no quisieron reconocerle? Es porque verdaderamente la fe de los cristianos es muy débil en este punto. Es, pues, necesario tener una fe viva para conseguir este ardiente amor a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, para sentir los ultrajes a que le expone el excesivo amor que nos tiene, y para tener finalmente una verdadera devoción a su Corazón adorable. Para todo esto, es menester que nuestra vida sea pura e inocente: es menester avivar nuestra fe con la repetición frecuente de sus actos, y sobre todo con una profunda veneración al Santísimo Sacramento y todo género de obras buenas; es menester orar mucho, y en nuestras oraciones pedir a Dios está viva fe. En fin, es menester portarse como quien verdaderamente cree, y por estos medios experimentaremos bien presto, que está viva fe nos anima.
Tercera disposición. Un deseo grande de amar a Jesucristo
La tercera disposición es un deseo grande de amar ardientemente a Jesucristo. Verdad es, que no podemos tener una viva fe y vivir en inocencia, sin que al mismo. Oh no se abrase un ardentísimo amor a Jesucristo, o al menos un verdadero deseo de amar. Eres, pues, evidente que este deseo de amar ardientemente a Jesucristo, es una disposición del todo necesaria para alcanzar esta disposición que eh, mirada en sí, es un ejercicio continuo de este ardiente amor. No daba Jesús su amor si no a los que ardientemente lo desea. La capacidad de nuestro corazón en esto, se mide por la grandeza de su deseo, y los Santos todos convienen en que la disposición más propia para amar a Jesús con ternura es el desear mucho su amor. “Bienaventurados, dice el Hijo de Dios, los que tienen hambre y sed de la justicia porque ellos ciertamente serán saciados “. Para hallar se un corazón en estado de abrasar se en puras llamas de amor divino, necesariamente debe purificarse primero con este ardiente deseo. Este ardiente deseo, no solamente dispone nuestro corazón a ser abrasado en su amor, si no que le obliga también a este amable Salvador a encender en nuestro corazón este sagrado fuego. Deseemos, pues, verdaderamente amarlo, porque se sabe que este deseo siempre es eficaz, y nunca se ha huido que Jesús no haya concedido su amor a quien de veras lo desea.
Y, pues, todos los cristianos creen que tienen al menos el deseo de amar a Jesús, ¿se puede pedir cosa más puesta en razón y al mismo tiempo más fácil? Y si es verdad que este deseo es una disposición tan propia para conseguir este ardiente amor, ¿en qué consiste que sean tan pocos los que le aman ardientemente, cuando todos se persuade en que tienen esta disposición, y cuando Jesús esta pronto a conceder su amor a todos los que se hallan bien dispuestos? Es porque nuestro corazón está todo poseído del amor propio, y lo que llamamos deseo de amar a Jesús no es propiamente sino una pura especulación y un conocimiento infructuoso de la obligación que tenemos de amarlo; es un acto del entendimiento y no de la voluntad; y este conocimiento, que es común a todos los que conocen los beneficios que han recibido, lo estiman hoy como un verdadero deseo de amarlo. Comparemos este aparente deseo con otros deseos verdaderos. ¿Qué cuidados, qué ansias no padecemos cuando deseamos con vehemencia alguna cosa? Toda alma se nos lleva este deseo, ni se piensa ni se habla de otra cosa; continuamente se están tomando medidas y buscando medios para conseguir su cumplimiento; todo se pierde hasta el sueño; pero el deseo que pensamos tener de amar a Jesús, ¿ha causado en nosotros algún efecto semejante a estos? ¿Nos ha causado mucha pena el temor de no tener este amor? ¿O su memoria nos ha ocupado mucho tiempo? Apenas le amamos, y nos engañamos con el imaginado deseo de su amor. El verdadero deseo de amar a este divino Salvador, está muy cerca del verdadero amor para no producir semejantes efectos; y quien se vale de todos los artificios del amor propio, es cierto que no desea mucho amar a Jesús, pues le ama tan poco. Puede temerse que estos deseos estériles de amar a Jesús, que sentimos algunas veces, no sean algunas centellas pequeñas de un fuego medio apagado e indicios verdaderos de la tibieza en que vivimos. Y sí no tenemos este ardiente amor a Jesús, consideremos seriamente a lo menos alguna vez en nuestra vida, la obligación que tenemos de amarlo, y estas consideraciones es cierto que harán nacer un verdadero deseo de abrasarlos en este fuego celestial.