La devoción al Sagrado Corazón de Jesús(XII)

Del libro “La devoción al Sagrado Corazón de Jesús” del R.P. Juan Croiset, escrito en 1734.

MEDIOS PARA VENCER LOS OBSTÁCULOS QUE IMPIDEN SER SAQUE TODO EL FRUTO QUE SE DEBIERA DE LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Es cierto que la tibieza, el amor propio, la soberbia secreta y cualquier otra pasión que no se ha procurado mortificar, son los principales manantiales de nuestras imperfecciones, y los mayores obstáculos que impiden el que no se saque de todo el fruto que se debiera de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. No tenemos sino una caridad débil y flaca, criamos dentro de nosotros mismos a nuestros más perjudiciales enemigos, fuera de nosotros ahí el demonio que nos tienta, el mundo que nos atrae, los objetos que nos lisonjean, las ocasiones que nos cercan, los ejemplos que nos arrastran; por tanto, si no estamos continuamente en vela y sobre las armas, y si no cerramos la puerta de nuestros sentidos a todos estos enemigos que nos tiene sitiados, bien presto se harán dueños de nuestro corazón.

Es de extrañar que se han tantos los enemigos que nos combaten desde el momento que se forma la resolución de servir de veras a Dios. Parece que todo se desencadena, el demonio con sus artificios, la naturaleza con la resistencia que opone a nuestros buenos deseos, las alabanzas de los buenos, las burlas de los malos, las solicitaciones de los tibios, los ejemplos de aquellos que se tienen por devotos y que no lo son. Sea Dios nos visita, es de temer la vanidad; si se retira, el desaliento y la desesperación puede suceder el mayor fervor; nuestros amigos nos tientan con la complacencia que acostumbramos a tener con ellos, los extraños con el miedo de desagradar los; es de temer la indiscreción en el fervor, la sensualidad en la moderación y el amor propio en todo. ¿Qué se hará, pues, sobre todo esto, sea la santidad no consiste solamente en ser fiel un día, ni un año, sino en perseverar y crecer en ella hasta la muerte? ¿Qué se hará? ¿Por ventura abandonarlo todo? ¡Ay Dios mío! No permitáis tal desdichada en ninguno de los que esto le hieren: lo que sea ha de hacer es servirse de los medios, que todos los Santos y el mismo Jesucristo nos aseguran ser los más propios para enflaquecer, o para destruir, este amor propio y está soberbia secreta que son el origen de estos impedimentos. Estos medios son la mortificación y la humildad. Es menester resolvernos a una de estas dos cosas, oh a no tener jamás perfecto amor a Jesucristo, o a ser verdaderamente humildes y perfectamente mortificados.

  • Primer medio. Una verdadera mortificación

La mortificación es tan necesaria para amar verdaderamente a Jesucristo, que es la primera lección que él mismo da a los que quieren ser sus discípulos, sin la cual no hay que esperar jamás ser discípulos suyos. Si alguno quiere venir en pos de mí, dice este amable Salvador, renúnciese asimismo, tome su cruz y siga me: y el que no lleva su cruz, y no se aborrece a sí mismo, no puede ser mi discípulo, ni es digno de mí.

Por esto todos los santos no dan otra señal más cierta de la sólida virtud, que la perfecta mortificación. Preguntaba San Ignacio a los que alababan alguna persona por su sublime virtud, si era muy mortificada, queriendo darles a entender en esto o que la verdadera mortificación es inseparable de la verdadera virtud, y no solamente cuando hay virtud que pueda sustituir mucho tiempo sin una generosa y constante mortificación, sino porque sin mortificación no puede haber ninguna verdadera virtud.

Phil dos maneras hay de mortificación, la una exterior que no consiste sino en la maceración es del cuerpo, la otra interior y ésta es propiamente la mortificación del espíritu del corazón; ambas son necesarias para llegar a la perfección, y la una sin la otra no podrá subsistir mucho tiempo. Los ayunos, las vigilias, las disciplinas y otras semejantes mortificaciones del cuerpo son medios poderosos para hacernos verdaderamente espirituales e imperfectos, y cuando se usan con discreción sirven maravillosamente para mortificar la naturaleza siempre floja para el bien y muy inclinada al mal, para rechazar los ataques y para evitar los lazos de nuestro común enemigo y, en fin, para obtener del Padre las misericordias los socorros necesarios a todos los justos, mayormente a los que comienzan a serlo.

Verdad es que la santidad no consiste en las penitencias exteriores, y que éstas no son incompatibles con la hipocresía; mas no es así la mortificación interior, porque siempre es una señal cierta de la verdadera virtud, y por lo tanto aún es más necesaria que la exterior, y ninguno puede razonablemente dispersarse de ella. Esta es la violencia que continuamente nos debemos hacer para ganar el Reino de los cielos. No todos se hallan en disposición de ayunar; pero no hay persona que no pueda callar en una ocasión en que la pasión nos induce a responder, o la vanidad de hablar: no hay persona que no pueda mortificar su natural, sus deseos y sus pasiones, y en esto principalmente consiste esta mortificación interior, por la cual se enflaquece y se pone a raya al amor propio. Éste es el medio por el cual nos hemos de ir desnudando de nuestras imperfecciones. En vano nos lisonjeamos de que amamos a Jesús, si no nos mortifica amos. Los más admirables sentimientos de piedad y todas las otras prácticas de devoción se hace muy sospechosas sin esta mortificación. No se espantamos a veces de vernos tan imperfectos, y que después de tantos ejercicios de piedad y de tantas comuniones aun sintamos que todas las pasiones reinan en nosotros y oprimen continuamente nuestro corazón; mas ¿Cómo no reparamos en que la falta de una sólida mortificación es el origen de todas estas alteraciones? Es menester, si queremos enflaquecer o destruir este amor propio con el cual se crían y fomentan dentro de nosotros mismos todas estas pasiones, resolvernos a una generosa y constante mortificación.

No basta mortificar nos por algún tiempo y en alguna cosa, es menester, a ser posible, mortificar nos en todas las cosas y en todos los tiempos; pero siempre con prudencia y discreción. Una satisfacción des arreglada, quedemos a la naturaleza, la hace más fiera, digámoslo así, y más rebelde de lo que hubieren debilitado cien victorias que hayamos conseguido sobre ella. La tregua con esta suerte de enemigos es una victoria para ellos. Hermanos míos, dice San Bernardo, lo que está cortado retoño, lo que estaba apagado se vuelve a encender y lo que estaba adormecido se despierta. Para conservar un espíritu interior de devoción, es menester impedir que el alma se derrame en lo exterior, cercando la por todas partes como con un seto de espinas, según la expresión de un profeta; pero esto o es lo que no hacemos nosotros, y ésta es la causa de todas nuestras tibiezas y de todo nuestro relajamiento. Si mortifica mas la naturaleza en alguna cosa, al mismo. La contemplamos con otra satisfacción que la damos. Sí estamos recogidos durante un rato, luego que nos apartamos de este recogimiento, abrimos todas las puertas a los sentidos y a los objetos que nos pueden disipar.

El ejercicio de esta mortificación interior, tan común en todos los santos, es conocido por todos aquellos que tienen una eficaz y verdadero deseo de adquirir la perfección cristiana. No hay sino que aplicar el oído a las divinas inspiraciones. Es tan ingenioso en este punto el verdadero amor de Jesús, que luego inspira a las almas, incluso a las más groseras, tales medios e industrias de mortifica sé que exceden el ingenio de los más sabios y pueden tenerse por una especie de milagro en semejantes personas. No hay cosa que no le sirva de ocasión para contradecir a sus inclinaciones naturales, y no hay algún tiempo, ni lugar, que no les parezca propio para mortificar se sin apartarse jamás de las reglas de la verdadera prudencia. Será bastante el que ellas tengan gusto de ver o de hablar, para esto mismo obligarlas a bajar los ojos o a callar; el deseo de saber cosas nuevas, o de saber lo que pasa, lo que se dice, o lo que se hace, les es un continuo motivo de mortificación, tanto más meritoria, cuanto es más ordinaria y de la que no hay más testigos que sólo Dios.

Una palabra dicha a propósito, una inocente burla ejecutada con viveza, puede hacer divertida una conversación; pero también puede ser materia de una bella mortificación, y hasta de un admirable sacrificio. No hay casi hora del día en que no se ofrezca alguna ocasión de mortificación. Que se esté sentado o que es éste en pie, jamás dejará de hallarse un lugar o una postura menos cómoda, sin que se eche deber por los demás: que sea uno interrumpido cien veces en una ocupación muy seria, cien veces se podrá responder con tanta dulzura y cortesía, de la misma suerte que si nada se tuviese que hacer. El mal humor de alguna persona con quien se halla, las imperfecciones de un doméstico, la ingratitud de un hombre a quien se ha hecho el bien, pueden ejercitar mucho la paciencia del que es sólidamente virtuoso. En fin, las incomodidades propias del lugar, del tiempo y de las personas, que se sufren de un modo que no se echa de ver, son las pequeñas ocasiones de mortificar se; pero bien se podrá decir que este género de mortificación no es pequeño, antes bien es de un mérito grande pues las mayores gracias y aun la más sublime santidad dependen ordinariamente de la generosidad que se tiene en mortificar se constantemente en estas pequeñas ocasiones. Tampoco es poca la mortificación de no dispersarse en nada de las obligaciones de una comunidad y en conformarse en todas las cosas a la vida común, sin poner ningún reparo en sus inclinaciones, en sus empleos, ni en su edad; y esta suerte de mortificación es tanto más considerable, cuanto o es menos sujeta a la vanidad y más conforme al espíritu de Jesucristo.

Pero, aun cuando no se hallasen por de fuera tantas ocasiones de mortificación, nunca faltan dentro de nosotros mismos. No sabremos estar largo tiempo modestos, recogidos y reservados sin una grande mortificación. La honestidad, la dulzura y la cortesía puede ser efecto de la educación; pero más ordinariamente son señales de un hombre constantemente mortificado; y sin esta virtud, ¿Cómo podremos estar siempre en paz, siempre iguales en nosotros mismos, haciendo siempre con perfección todo lo que hacemos, y estando siempre contentos con lo que Dios quiere?