La entrega de María, modelo de nuestra consagración

Del libro ” En el Corazón de Cristo”, de Luis M.ª Mendizábal, s.j.

El gran modelo de nuestra consagración, quizás podamos decir el gran modelo causativo, de nuestra consagración total a Cristo es la Santísima Virgen. La imagen de la Virgen, nuestra Madre, es verdaderamente maravillosa. ¡Pensar en lo que la gracia de la Inmaculada Concepción supuso para la Virgen!

Hay cierta tendencia a presentarnos la vida de la Santísima Virgen como la vida de una joven, tal como seriamos nosotros mismos, o tal como son jóvenes que hemos conocido, como sería una campesina.

Parece que con eso queremos poner a la Santísima Virgen en el puesto que le corresponde, quitándola de un ideal de ensueños y de ficciones de fantasía en la que ha puesto una piedad poco razonada.

Y así se han escrito libros, en los cuales aparece la Virgen con esa psicología: no pensaba en la virginidad, pensaba en casarse como todas las demás jóvenes de su tiempo, porque, se dice, no se explica cómo Ella pudo pensar en la virginidad.

Creo que esto es hacer una injuria a la Santísima Virgen y una injuria a la gracia. Cuando un alma se da de veras a Cristo, del todo, lo primero que nace en ella es un gran deseo de virginidad, de pureza, de entrega total a Cristo.

Y esto que hace brotar en nosotros, no por razonamiento, sino por instinto sobrenatural, la psicología interna que lleva consigo la gracia tan limitada que a nosotros se nos comunica, ¿no lo iba a crear en la Virgen la gracia de su Inmaculada Concepción? Si nos dicen los teólogos que la Virgen tenía al principio de su vida más gracia que todos los santos juntos al fin de su vida, ¿por qué tenemos que medir la psicología de la Virgen por la psicología de una pobre campesina que apenas tiene un poquito de gracia santificante?

No: hay que medir la psicología de la Virgen niña según lo que es la psicología de la gracia en los grandes santos místicos, esa tendencia interna hacia Dios.

Si queremos comprender un poco la virginidad de María, ésta es su consagración total, tenemos que partir de este punto: la Virgen, desde su concepción destinada a ser Madre de Dios, era objeto de un amor de predilección de parte de Dios que no podemos concebir.

Dios alrededor de Ella constituía como un cerco amoroso que le hacía penetrar sensiblemente la delicadeza de su amor.

Y Ella lo sentía y, como era un alma creada Inmaculada, era un alma que tendía a Dios con toda sublimidad y sencillez de la tendencia total.

Sencillez, porque a Ella le parecía lo más natural del mundo el amar a Dios como lo amaba, con un amor total, exclusivo. Amaba a Dios, del cual sentía como una infiltración de sentimiento amoroso, como del amor celoso de Dios.

La mayor parte de las vírgenes cristianas entienden esta infiltración amorosa de Dios con sólo echar una mirada sobre sí mismas. Porque aun ahora Dios lo hace muchas veces.

Hay muchas almas que ha escogido desde pequeñas con amor, y es celoso de que el corazón de esas jóvenes no sea para ningún otro. A pesar de que nosotros muchas veces les damos consejos de que tienen que vivir la vida de hoy para que sean «normales», porque todo lo demás es complejo, anormal, atentando así contra la obra de la gracia.

Esta preparación del corazón para El sólo la llevó a cabo en un grado, podríamos decir, infinito en la Santísima Virgen. Y así Ella se sentía toda atraída a Dios con atracción sencilla.

Amaba tanto a Dios que ni siquiera reflexionaba en si amaba a Dios, porque la reflexión en el amor quita algo del amor, y Ella ni reflexionaba. Una madre nunca reflexiona si ama a su hijo. Le parecía tan natural ser toda de Dios.

Y así, como un lirio abierto hacia Dios, se ofrece la Santísima Virgen durante toda su vida, con sencillez, sin compararse con los demás.

Esa es la virginidad, ése es el estado interior de quien se entrega sólo a Dios. La virginidad no está tanto en la parte física, ni está en el mero pudor infantil con su actitud de reserva. Lo esencial de la virginidad está en el corazón abierto sólo a Dios, y si el corazón está sólo para Dios, lo demás será una consecuencia, lo arrastrará consigo.

La virginidad es la del corazón. Sólo Dios. Y se puede llegar a tal grado de virginidad que aun el quedarse un poco en una florecilla le parezca una infidelidad al amor exclusivo de Dios, porque ya su corazón es sólo para Dios.

Así estaba la Virgen, en esta actitud de lirio abierto hacia Dios: virgen del todo.

Es curioso. Dios que destinaba a la Virgen para ser Madre, le infunde como el instinto de ser Virgen. Es curioso, pero es bellísimo: precisamente le da el instinto de ser virgen para que sea madre.

El primer instinto que brota en una niña es el instinto de maternidad. La niña, en los primero años, ante cualquier otro instinto, ya coge una muñeca entre los brazos y la sabe dormir, y la viste y la cuida y la riñe y le pega. Es el instinto materno.

Más adelante nace el instinto de esposa, cuando ya empieza a preocuparse de los pliegues del vestido, de si está manchada, si le han dicho que es guapa…

En la Virgen la maternidad brota de la virgen, de este amor exclusivo a Dios. Así la prepara Dios a ser su Madre, con esta abertura de lirio hacia sólo el Verbo, hacia sólo Dios, con esa sencillez con que se mantiene siempre abierta a El.

Y cuando la ve tan hermosa, abierta hacia sí, el Verbo se inclina hacia la Virgen.

Dios no es que meramente se abaje, sino que hace las cosas hermosas para complacerse en ellas. Y en aquella belleza de la Virgen se complace ahora el Verbo, y el Verbo se inclina hacia Ella, hacia la Virgen, hacia el lirio abierto.

Hay una imagen del Niño Jesús teniendo entre sus manos un lirio abierto, y debajo hay una frase que dice: Suscipe me. Cógeme. Y no sabe si es el lirio el que dice a Jesús cógeme o es Jesús el que dice al lirio cógeme.

Es el momento de la Encarnación: María, el lirio abierto hacia el Verbo; el Verbo contemplando aquella Inmaculada, aquella Virgencita. La Virgen le dice a Jesús: cógeme, y Jesús le dice a la Virgen: cógeme. Y el coger la Virgen a Jesús es coger Jesús a la Virgen, y así encarna el Verbo.

El fruto de la virginidad: la Encarnación. Dilatare aperire, tamquam rosa fragans mire. Ábrete, dilátate, como una rosa que despide una fragancia deliciosa. Y así la Virgen, en la escena de la Encarnación, da su sí, «y el Verbo se hizo carne» y la Virgen se hizo Madre de Dios y de los pecadores.

Esta consagración de María a Dios, que Ella mantuvo siempre, se realiza de nuevo en el momento en que tiene entre sus brazos al Hijo de Dios recién nacido. Allí lo tiene, y la Virgen lo adora, con una adoración profunda, como nunca el Verbo fue adorado antes.

Y cuando la Virgen está delante de aquel Niño que es Hijo suyo a quien ama con un amor virginal, porque no se refleja en el Niño los rasgos del padre, sino que se reflejan sus propios rasgos y la Divinidad del Verbo, amándolo se consagra a El, en silencio, quieta.

Y le diría sin duda la Virgen a Jesús: «Jesús, mis ojos sólo para mirarte; véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos y sólo para Ti quiero tenerlos, sólo para Ti. Mis labios para besarte. Mis labios para cuidarte. Mi corazón para amarte como volcán de amor.» Y allí está la Virgen en éxtasis.

La contemplación de María. María en Jesús veía al Verbo, no con una visión intuitiva –que no admiten comúnmente los teólogos-, pero sí con vida de fe. Pero con una vida de fe transparente, que casi lo veía.

Si decimos de los grandes santos en los últimos grados de su oración que viven con una vida de fe transparente que parece que casi están viendo al Verbo, cuánto más la Virgen, ¡con qué contemplación de amor! En el rostro de Jesús, en la sonrisa de Jesús, veía la bondad del Verbo y la gustaba. Y así vivía toda su vida gustando al Verbo, palpando a través de la Humanidad de Cristo la dulzura de la Divinidad.

Para la Virgen todo se había convertido en la sonrisa de Dios para su alma.

En Jesús veía y gustaba al Verbo Encarnado; no sólo estaba presente, sino que era su Hijo y todo lo veía como saliendo del Verbo.

No intuía al Verbo, no, pero casi lo veía.

Si dice san Juan de la Cruz que en los últimos grados se van quitando los velos de delante de los ojos del alma y queda una tela tan tenue que es casi transparente, aunque todavía es fe. Pues la Virgen llegó mucho más adelante.

Esta era la vida de la Virgen, la consagración de María al Verbo. La consagración de María a Jesús. Supremo ideal de nuestra consagración.

Podemos pensar que la Virgen en aquel momento de adoración de Belén tuvo una plegaria virginal: «Jesús, que haya siempre en el mundo personas que se consagren como yo. Cuyos ojos sean sólo para mirarte, cuyos labios sean sólo para besarte, cuyas manos sólo sean para cuidarte, cuyo corazón sea sólo para amarte.»

Y de esta plegaria virginal de María nació el sacerdocio y nació la vida virginal. Perpetuación del oficio de María en el mundo.

¿Qué oficio realiza María como Madre del Verbo? María acogió en su seno la palabra de Dios, la fomentó y nos la dio. Cuando más adelante, una vez en la vida pública, le digan a Jesucristo: «Mira, que están ahí fuera de tu Madre y tus hermanos», Jesucristo responderá: «¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos? El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi madre, y mi hermano y mi madre.»

Es decir: María es Madre de Cristo en el sentido pleno. ¿Por qué? Porque hizo la voluntad del Padre, es decir, porque recogió en su corazón el Verbo de Dios y lo fomentó en su corazón y nos lo dio encarnado: Suscepit Verbum.

Feliz María porque ha acogido la palabra de Dios. Feliz María porque ha fomentado, ha educado la palabra de Dios hecha carne.

El oficio de María respecto de Jesús es hacer que vaya adquiriendo la plenitud de su ciencia adquirida y aun de sus virtudes adquiridas; lo va educando. La Virgen educadora de Cristo. Y así recogido y formado nos lo da en la vida pública y en la cruz.

En aquella su consagración a Jesucristo pidió la Virgen que su función se perpetuase en el mundo.

Esa función se perpetúa en el sacerdocio y en la vida virginal: personas dedicadas exclusivamente al cuidado de Jesucristo, exclusivamente a acoger la palabra de Dios y a hacer que se encarne en ellas mismas, a fomentar la palabra de Dios y a darlas a los hombres.

María es así Madre de vírgenes, y es también regeneradoras de vírgenes

Madre de vírgenes por su oración, Madre de vírgenes por la inspiración de su amor. Tiene cuidado de que existan corazones virginales.

Y es también regeneradora de vírgenes. Cuando algún corazón, por desgracia suya y quizás por negligencia y aun por mala intervención nuestra, ha perdido esa virginidad, la Virgen todavía regenera vírgenes. Tenemos que quitar de la cabeza esa idea que ha llevado a la perdición a tantas jóvenes: una vez perdida la virginidad ya no hay remedio. ¡Se puede regenerar la virginidad! Como cuando se comete una falta de soberbia no se puede hacer nunca que esa falta no se haya cometido, pero se puede regenerar la humildad; lo mismo en la virginidad.

Tenemos un ejemplo bien hermoso en san Ignacio de Loyola. San Ignacio, hombre dado a las vanidades de este mundo en una vida de soldado desgarrada y vana.

En Loyola tiene aquella visita de la Virgen, de la cual él decía que no se atrevía a decir que había sido verdadera visión de la Virgen, aunque por los efectos le parecía que sí. Y en aquella intervención de la Virgen, sea por visión real o no, al fin y al cabo una gracia de la Señora, siente san Ignacio que le quitan de la mente las reliquias de todos los pecados pasados de impureza y se queda con un alma pura, tersa. La obra de la Virgen, regeneradora de la pureza.

La Virgen quería que se perpetuase la virginidad en el mundo, porque si Jesucristo nació de la Virgen allí en Belén, es ley general que también ahora en su nacimiento en las almas, Jesucristo siga naciendo de vírgenes.

Por eso, la Iglesia tiene tanto apareció de la virginidad, porque es la que hace Madre de Cristo, hace que Jesucristo sea engendrado en las almas.

Lo decía preciosamente san Gregorio Magno a las jóvenes: «Jóvenes, sed vírgenes para que seáis también vosotras madres de Cristo.»

Y ¿cómo podemos nosotros engendrar a Cristo en nosotros y en los demás? Por nuestra virginidad, nuestra consagración total a El:

Recibiendo su palabra: tenemos que estar atentos para recibir la palabra de Cristo, recibirla, acogerla.

Como dice Jesucristo, que salió el sembrador a sembrar la palabra de Dios y una parte cayó en un terreno árido, pedregoso; otra cayó entre espinas y otras cayó en tierra fecunda. Pues bien, acoger la palabra de Dios.

Beato, dichoso, bienaventurado el que recoge la palabra de Dios y la pone por obra y la lleva a fruto, la lleva hasta que fructifique en obras de salvación.

Fomentando la palabra de Dios: Dice el Evangelio que la Santísima Virgen oía las palabras de Jesús, las meditaba en su corazón y las guardaba en su corazón.

Una vez acogida la palabra de Dios, que no se pierda nada; y allí, en el corazón fomentarla por la meditación y llevarla, como dice san Pablo, hasta la plenitud de la edad de Cristo. Y por eso decía el mismo Apóstol: «Mirad que yo soy con vosotros como una madre que os está como engendrando hasta que Cristo se forme en vosotros», hasta la madurez total.

Esto es lo que hace la meditación. Meditar es sencillamente reflexionar en espíritu de fe sobre la palabra sensible de Dios, para que el corazón se penetre de ella. El Verbo sensible de Dios, que nos llega a nosotros sensiblemente por el Evangelio, por los acontecimientos providenciales, por la doctrina de la Iglesia.

Reflexionemos sobre la palabra que nos llega sencillamente, reflexionemos en espíritu de fe abierto siempre a la acción de Dios y la rumiamos. Conferens in Corde suo, ¿para qué? Flor y fruto de la meditación: para que el corazón se penetre de ella, para que sintamos internamente la palabra de Dios y, al sentirla y ser invadido por ella todo nuestro ser, Jesucristo se forme en nuestro corazón.

Tenemos que imitar a la Virgen y perpetuar también esta obra de María, Madre de los pecadores, con nuestro amor exclusivo a Cristo.

Curramus et amemus, corramos y amemos, amemos a todo correr, a velas desplegadas, sin límites. Como aquello que decía san Agustín tan preciosamente: Curramus et amemus, como dos que se quieren bien y van paseando por el campo y les parece poco, y quieren correr y quieren jugar y quieren amarse más. Curramus et amemus.

Imagina san Agustín que hace una apuesta con Jesucristo y dice: vamos a ver quién ama más a quién, y lanzando su amor a distancia como una jabalina, dice san Agustín a Jesucristo con santo atrevimiento de amor: «Mira, hasta allí te amo. A ver tú». Y, cayendo en la cuenta de la pequeñez de su amor, añade enseguida: «Y si te parece poco esto que te amo, haz que te ame más.»

Curramus et amemus. Amar a Jesucristo hasta unirnos con El; en una contemplación como la de la Virgen, en que se vaya haciendo transparente la fe.

Que vivamos en el espíritu sabroso de la fe, que no creamos que eso de la aridez en la vida espiritual es normal. Que tenemos que amar afectuosamente, que algo falla cuando una persona está habitualmente árida. O tiene algo orgánicamente mal, o tiene algo en el espíritu.

Dios no tiene interés en tenernos en la aridez, y si nos tiene en ella sin culpa alguna, será porque vamos entrando en ulteriores grados de vida espiritual.

Por fin, tenemos que imitar a la Santísima Virgen en dar a Jesucristo a las almas, ser también madre de los pecadores como la Santísima Virgen.

Y ¿cómo podremos realizar esta perpetuación de la Santísima Virgen en su función de ser madre de las almas, de llevar a Cristo a las almas? Cristo nos ha venido por la Virgen y sigue viniendo por Virgen. Y nosotros también tenemos que llevarlo por la Virgen.

Lo haremos ante todo realizando la dulce presencia de María. La Virgen tenía ese deseo grande de perpetuarse en las almas que consagren a su Hijo toda su vida para complacerse a El. Pero entre estas almas, hay algunas en las cuales especialmente la Virgen quiere realizar inspiraciones, almas que Ella escoge particularmente para reflejarse en ellas.

Y en esas almas, más que en las otras, hace que viva el amor de Cristo; más aún, Ella misa ama en ellas a Cristo, de modo que el amor de esas almas lo vea Jesús como infundido, sostenido, ayudado y elevado por la misma Santísima Virgen.

¿Cómo se realiza esto? De una manera muy sencilla; se entiende muy bien con un ejemplo.

Supongamos una familia. Se acerca el cumpleaños del padre. Ya desde un mes antes, la esposa, la mamá, empieza a preparar al niñito pequeño para que diga una poesía a papá. Cuando el papá está en la oficina, coge al niño y le va enseñando con mucho trabajo cómo se declama y qué gestos tiene que hacer. Ya lo va aprendiendo. Llega el día y acoge la mamá al niño y lo pone sobre una silla y le dice: «Anda, dile a papá la poesía», y ella lo anima y se pone detrás para «soplarle» un poco, por si se olvida. Y el niño dice así la poesía. ¿Qué es lo que ve el padre en esa poesía? ¿Sólo el amor del niño? No, sobre todo el amor de la esposa que le ha enseñado la poesía, lo ha enseñado a declamar, lo ha enseñado a amar al papá. Este es el oficio de la Virgen.

Dice Beda el Venerable que la Virgen fue feliz por haber sido Madre de Cristo engendrándolo físicamente, pero más dichosa todavía porque quedó como custodia perpetua del amor de Cristo.

Ella es la que tiene el cuidado de que Corsito sea amado en el mundo. Cuidado de la Virgen que debe ser también nuestro cuidado. En docilidad con la Santísima Virgen, tenemos que ser también nosotros custodios del amor de Cristo. Nuestra consagración a El nos tiene que llevar a esto.

Ahí tenemos un modo de realizar esta perpetuación de la Virgen, la dulce presencia de María en el mundo.

María no está entre nosotros como está Jesucristo en la Eucaristía por una presencia real, sino que está entre nosotros con esta otra presencia moral, por la presencia de almas dóciles a su inspiración y que perpetúan este amor a Cristo.

Y en nuestra vida activa de trato con las almas, procuremos sinceramente que todas las almas confiadas a nosotros aprendan de nosotros a amar a Cristo. Imitar a la Santísima Virgen siendo custodios del amor de Cristo, pero del amor de Cristo perfecto.

Siempre más arriba. Por lo menos que, dóciles a Jesucristo, tengamos la sinceridad de no llamar perfección a lo que es imperfección. Que no digamos «eso no es pecado», como único remedio nuestro, sino que veamos si esto es lo que Jesucristo pide del alma, que en esto podemos hacer muchos disparates y no es tan sencillo. Que el alma es más intransigente que el director espiritual, y que no se arreglan las cosas del espíritu interior con decir «eso no es pecado». Qué triste. Está Jesucristo trabajando delicadamente con esa alma, deseando llevarla a la santidad, y  viene quizás un sacerdote o una religiosa que le dice con un descubrimiento: «Pero si eso no es pecado…»

Seamos custodios celosos de que esas almas amen a Cristo, no sólo de que sean buenas, no de que sean modernas y… no pequen, sino de que amen a Cristo con toda su alma.

Que así imitemos a la Santísima Virgen en nuestra consagración total.