La Iglesia, cuerpo de Cristo

P. Luis Mª Mendizábal S.J.

Comenzábamos ayer nuestra reflexión sobre el misterio de la Iglesia, punto central de la espiritualidad conciliar, subrayado luego por el Sínodo extraordinario. La atención a esa dimensión profunda nos lleva a comprender y a vivir personalmente las riquezas eclesiales que los Padres continuamente han ido presentando al pueblo cristiano. Son riquezas de amor: la Iglesia ama a Cristo, Cristo ama a la Iglesia.

El Concilio para introducirnos en ese misterio y para hacérnoslo vivir, recoge diversas imágenes y recuerda diversas figuras que ya desde el Antiguo Testamento han ido preparando,
acercando y expresando el misterio de la Iglesia. Sabemos la razón de ser de esas imágenes y figuras. Suponen una realidad y la vivencia de esa realidad. La imagen no se entiende, sino cuan-
do se empieza a vivir su contenido; y a medida que esa vivencia se hace más profunda, se capta más el sentido de la imagen y los horizontes que esa imagen abre. Así nos ha de suceder a nosotros. Debemos volver sobre esas imágenes a medida que nuestra vivencia eclesial se va haciendo más profunda. En el Concilio se observe que cada una de las imágenes aislada es
parcial, insuficiente e incluso deformadora, si se tomara como exclusiva. Cuando se une a las otras imágenes y se complementa con ellas, es iluminadora para quien va captando la dimensión misteriosa que hay dentro de la Iglesia y que uno vive sin entenderla del todo, aunque le va resultando casi tangible al mismo tiempo que incomprensible.

Son las imágenes del redil: pastor que conduce su rebaño; del pueblo de Israel, que luego la Iglesia realiza de una manera nueva y mucho más profunda; de la edificación: de la casa de Dios, que contiene a la familia de Dios, de la casa de Dios que es el Templo Santo; de la agricultura: de las raíces profundas del olivo de la Iglesia, la viva, la vid y los sarmientos; del pueblo de Dios con todas esas connotaciones (cf. LG, 6).

Pero, con razón, algunos de entre los Padres sinodales, notar la falta de amor a la Iglesia en el cristiano de hoy, insistían en que es conveniente para suscitar mejor ese amor a la Iglesia, recurrir con preferencia a las imágenes que destacan más el carácter personal. Vamos a escoger tres de ellas que se entre lazan estrechamente: Cuerpo de Cristo, Esposa de Cristo, Madre nuestra (d. Pio XII, Mystici Corporis; LG, 6-7; Delahaye, Ecclesia Mater).

No olvidemos que al hablar de la Iglesia hablo de mí, hablo de cada uno de nosotros, hablo del Papa, del Obispo, del sacerdote, del fiel, del seglar, del religioso: es la Iglesia. Solemos repetir muchas veces: «nosotros somos la Iglesia». Y es verdad. Pero no adecuadamente. Porque somos Iglesia, pero la Iglesia nos sobrepasa con mucho. Y sin embargo, la Iglesia está en nosotros y se realiza en nosotros. Pero no somos simplemente unos individuos que tienen un contacto personal y separado con Dios. Lo tenemos ese contacto porque somos miembros de la Iglesia. El contacto lo hace la Iglesia a través de ml; pero yo soy el que estoy en la intimidad de Cristo. Puedo aplicarme a mí mismo cada una de estas imágenes: yo soy cuerpo de Cristo, esposa de Cristo, madre de la Iglesia. Pero para eso tengo que entrar en el sentido profundo de ese significado. Porque lo soy en cuanto miembro de la Iglesia; y entonces me siento pequeño, porque no es a título personal mío. Así el Obispo es padre de los fieles; pero no es el aislado, sino que es el-en-la-Iglesia, en el misterio de la Iglesia. El que me ha bautizado es padre mío; pero de nuevo no es el individualmente, aislado, es el-en-Cristo; es la Iglesia la que es mi madre y el bautizante lo es en cuanto miembro de la Iglesia que en su nombre me ha administrado el Sacramento. Como se ve, el misterio eclesial es de enorme vitalidad espiritual y puede ser fuente de profunda meditación y vivencia en nuestra vida de cada día.

1.        Cuerpo de Cristo.

Somos cuerpo de Cristo. Quiere decir que somas muchos, unidos entre nosotros, constituyendo un cuerpo, con funciones diversas que nos constituyen como miembros diversificados, según el designio de Cristo. El Espíritu Santo da a cada uno su carisma y su función. El Papa Pio XII decía en la Mystici Corporis que todo lo que en la Iglesia se atribuye al Espíritu Santo
por el mismo título debemos atribuirlo a Cristo Cabeza. Cristo, pues, nos diversifica y nos conduce por el Espíritu Santo. Pero la imagen paulina más allá de la diversidad de miembros constituyendo un cuerpo organizado, insiste en la relación miembro cabeza, es decir, en la estructura interna del ser miembro. En la idea paulina la «cabeza» designa, no simplemente la parte del cuerpo humano del cuello para arriba. La «cabeza» designa —y así era el concepto de la medicina griega— lo interior, lo invisible, el centro del cerebro, diríamos el fondo personal. Y siempre según la medicina griega, esa «cabeza» es la que a través de los nervios envía los espíritus vitales a cada uno de los órganos y miembros del cuerpo. Cuerpo es los ojos, cuerpo es los oídos, cuerpo es la mano, cuerpo es el pie; pero todos y cada uno de ellos están unidos a la «cabeza», que no se ye, que esta allí
dentro del cerebro, pero es la «cabeza» la que da el ser y la que da el sentir y el actuar a cada uno de esos miembros a través de los nervios. Al conocer esta imagen, dice San Pablo: «iPerfecto. Esto expresa lo que yo he vivido en el camino de Damasco! que Cristo glorioso, que no se ve con los ojos corporales, es la cabeza, que los fieles son su cuerpo. La idea de cuerpo de Cristo, destaca consiguientemente dos elementos: primero, que somas visibilidad de Cristo: Cristo es lo no-visible de nosotros, pero que se hace visible en la Iglesia. Segundo: que somos formados desde dentro y vivificados por Cristo. Él es el que, dando el Espíritu, forma esos miembros diversos y les da sentido y vida. De tal manera que podemos decir, según esta imagen, que no es el ojo el que ye, sino que ve la persona, la «cabeza», a través del ojo. Veo yo, no ye mi ojo; y oigo yo mismo, el mismo
que ve, y no mi oído. Y dice entonces S. Pablo: «Vivo yo, ya no yo, Cristo vive en mi» (Gal 2, 20): es él el que actúa en mí; el que no es visible, pero que, dándome su Espíritu y desde dentro, me vivifica, me mueve a actuar, actúa en mí., y se hace visible en mi: Cristo ama en mí, Cristo sufre en mí., Cristo evangeliza en mí.

Pero todavía podríamos quedarnos quizás en un nivel demasiado biológico de la imagen. Debemos añadir inmediatamente que el presentado por la imagen es solo un aspecto del misterio
que vivimos. Porque en el cuerpo los miembros no tienen libertad; en la Iglesia la relación con Cristo no se realiza a manera biológica. En la Iglesia se trata de un contacto personal y libre. Es verdad que es Cristo el que desde dentro me habla y mueve por el Espíritu, pero yo debo aceptar esa moción libremente y secundarla en humilde colaboración a la gracia. Por eso hay que completar esa imagen y añadir las otras dos personalísimas y absolutamente unidas entre sí: la Iglesia Esposa y la Iglesia Madre.

2.  Esposa de Cristo.

Hay un tipo de la Iglesia que es María, la Virgen-Madre. María es la Virgen por excelencia, que es Madre de Cristo y de nosotros precisamente por su virginidad.

Contemplando la imagen luminosa de María vemos resplandecer en ella su virginidad. Concebida inmaculada, Hamada por el Señor a una intimidad de amor que nosotros no podemos ni
siquiera imaginar, el Señor la envuelve con su cerco de amor, al que ella responde con la entrega de la totalidad de su corazón. Y por esa entrega total de su amor, ella le atrae. Podemos expresarlo así: María pronuncia con tal amor el nombre de Dios, que la Palabra de Dios se encarna en ella. Dios accede a esa llamada de amor que el mismo ha hecho brotar en el corazón de la Virgen.

La virginidad cristiana no debe identificarse con el simple hecho de la integridad física. La raíz de la virginidad está en el corazón puesto en solo Dios. Y esto no por un capricho o fuerza de voluntad que se empeña en no poner su amor en otros seres humanos. Porque la virginidad no es no amar; sino amar ardientemente a Dios. Y la sola voluntad no pone el amor ardientemente en solo Dios. Es necesario que Dios le envuelva con su amor. «Solo es capaz de amar así a Dios, el que es amado así por Dios». Y tal es la virginidad de María: responde con amor total al amor total de Dios hacia ella.

Esa Virgen, amando a Dios con amor total, recibe el mensaje de la Palabra de Dios, escucha la Palabra de Dios y la encarna en si, por su entrega de amor: es la Virgen-Madre. Es Madre por la fuerza de la virginidad. En esa generación no se trata de un hecho puramente biológico, como si ella simplemente hubiera dado permiso a Dios para que el solo actuara en ella; sino que hay una verdadera acción del amor de la Virgen en la generación de Jesús. La Virgen amando le engendra. Por lo demás, como debe ser toda generación humana en el plan divino, que no deberla reducirse a un hecho puramente biológico, sino a un hecho de amor verdadero, a una realización personal de amor, que amando engendra, siendo de esta suerte madre en sentido pleno. Y la Virgen es también Madre nuestra, porque es Madre del Cristo total al serlo de la Cabeza, pero también porque en
la cruz ella nos engendra. Jesús al dirigirse a ella desde la cruz, no le dice solamente: «Mujer, adopta a este hombre como hijo, considéralo como hijo tuyo». Jesús le dirige una palabra con la
que proclama lo que está sucediendo escondidamente. Le dice: «Mujer, fíjate, es tu hijo», que estas engendrando conmigo. Es el hijo que engendro en la cruz con la colaboración de tu amor
y oblación asociados a mi amor redentor, como el Verbo se hizo carne con tu colaboración de amor. Y podemos añadir que María es particularmente Madre de cada uno de nosotros, no de una
manera general; porque nada hay más personal que la maternidad. Por eso tenemos que afirmar que María me ha aceptado personalmente como hijo, en la fuerza de su amor virginal a
Cristo y en el a cada uno de nosotros.

A semejanza de María, la Iglesia-Virgen es Esposa y Madre. La idea de la Iglesia Esposa aparece claramente en San Pablo. No aparece, en cambio, la idea de la Iglesia-Madre. Pero está unida, porque es Esposa para ser Madre, como la nueva Eva, Madre de los vivientes. Es precioso en este sentido el texto de San Pablo en la Carta a los Efesios, al cual voy a referirme sin poder alargarme en tan delicado tema. En un contexto inesperado, cuando está hablando en la parte exhortatoria de las relaciones que deben tener entre si marido y mujer, de pronto hace referencia a las relaciones entre Cristo y la Iglesia y dice: «Cristo amo a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25). ¡Cristo amo
a la Iglesia! iQué cosa tan grande tiene que ser la Iglesia cuando Cristo la ha amado así! Y se entregó a sí mismo «para santificarla, purificándola por el baño del agua con la palabra» (Ef 5, 26),
quiere decir el Sacramento: el agua y la Palabra, el Espíritu Santo y el Verbo. Esta purificación y santificación es fruto de su amor, de su entrega por ella; «para presentársela a si mismo limpia, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada». La terminología del Apóstol es aquí ritual. Ser santa e inmaculada es lo que se exige en la victima u hostia que se ofrece. Y el «presentar» tiene también sabor litúrgico. La Iglesia santificada por la sangre de Cristo y unida a él se hace victima con él ofrecida a Dios: es la humanidad pura, inmaculada, ofrecida al Padre en unión con la oblación de la sangre de Cristo.

Todo esto no es sólo algo que pasó en otro tiempo. No es sólo que Cristo amo a su Iglesia en un tiempo y luego dejó de amarla. La sigue amando con el mismo amor con que se entre, por ella, y sigue entregándose por ella. La está amando así y la está presentando unida consigo con este mismo amor. San Pablo continua: «Nadie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y cuida con cariño, como también Cristo a la Iglesia» (Ef 5, 29). El Apóstol presenta a Cristo como un recién casado, enamorado de su esposa a la que no deja de mirar y rodear con su cariño, continuamente atento para guitar la menor mancha que pueda afearla, cuidándola y alimentándola: está absorbido por la contemplación amorosa de su Iglesia a la que atiende vigilante en todo momento. Así está Cristo siempre.

Y así esta de modo especial en la Eucaristía: ama a la Iglesia y se entrega por ella. Es el sacramento de la inmolación redentora de Jesucristo ante el Padre, que permanece en el centro
de la Iglesia, purificándola, santificándola, alimentándola, cuidándolo con cariño. Es el misterio que vivimos cada momento de nuestra vida personal. Es el amor de Cristo que envuelve a
su Iglesia y la cuida con el cariño de su inmolación. Es el momento del coloquio íntimo del Esposo y la Esposa. Él se está entregando y ella responde con su amor y su entrega, y cuida de que sus hijos se entreguen también. Es el sentido de la Adoración Nocturna, de la Adoración perpetua, de las Marías de los Sagrarios, de tantas almas adoradoras, que quieren responder en nombre de la Iglesia a ese amor aceptando el cuidado que Cristo le presta, dejándose purificar e inflamar cada día más, para que «persevere como Esposa digna de su Señor», según expresión del Concilio. El ser «esposa digna del Señor» (LG, 9) implica un esfuerzo permanente de coherencia en el conjunto de la vida,
de amor delicado «que anhela el encuentro con Cristo», de colaboración fecunda a la generación de nuevos hijos, miembros de la Iglesia (cf. LG, 9 y 5).