La Iglesia, misterio de la presencia de Cristo

P. Luis Mª Mendizábal S.J.

Ante la Eucaristía, que es fuente y cumbre de la vida de la Iglesia, vamos a comenzar esta adoración con algunas reflexiones que ayuden a nuestra oración personal.

Vamos a tocar algunos puntos de espiritualidad en torno al misterio de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II particularmente ha subrayado. La Iglesia es la resonancia terrestre de la Jerusalén del cielo. Y como allí está. El Cordero inmolado ante el Padre, centro de la adoración de los glorificados, aquí esta también el Cordero ofreciéndose inmolado al Padre en el altar, centro de la vida de la Iglesia peregrinante.

Jesucristo resucitado es Rey y es Sacerdote (cf. Apocalipsis- Carta a los Hebreos): no son dos funciones totalmente distintas, sino que es Rey por su sacerdocio; y actúa su realeza impregnada de actitud de inmolación que mantiene permanentemente en la presencia del Padre (cf. Prefacio de Cristo Rey). De modo semejante también la Iglesia es un misterio en el que siempre la entrega de sí misma con Cristo al Padre está en el fondo de toda actividad suya, de toda su servicialidad, de toda su realeza. Es importante que entremos en este misterio para vivir de verdad nuestra vida espiritual, sin quedarnos en una visión superficial de la Iglesia, como si fuera simplemente un marco social dentro del cual cada uno tenga que buscar, por su cuenta, el contacto personal con Dios. La Iglesia es misterio de la cercanía de Dios: no es simplemente una organización, no es simplemente una estructura formada por los que han encontrado a Dios.

El último Sínodo extraordinario Ramo la atención sobre un fenómeno que se ha observado después del Concilio: que habiéndose hablado tanto de la Iglesia, no ha aumentado en grado proporcional el amor a la Iglesia.  Que se debe que por una parte estemos tan ocupados en conferencias sobre la Iglesia, en tratados de Eclesiología, y que sin embargo por otra parte no crezca en nosotros el amor a la Iglesia? Es que nos quedamos demasiado en las estructuras de la Iglesia y en la participación en ellas. Y para poder amar a la Iglesia, la Iglesia tiene que ser para nosotros algo más que una estructura. No podríamos pedir amor a una estructura; no podríamos pedir amor a una organización jerárquica o democrática.

Por eso el Sínodo nos ha orientado hacia la consideración y vivencia del misterio de la Iglesia. Hay ciertos términos que usamos, no sé si siempre viviéndolos internamente, como «amar
a la Iglesia», «la Iglesia esposa de Cristo», «la Iglesia nuestra Madre», que no tendrían sentido si no tuviéramos presente el misterio de la Iglesia.

El Sr. Cardenal hablaba ayer por la tarde de aquella frase preciosa del Papa Pablo VI, quien a la pregunta de «que hacia la Iglesia en aquellos dios dolorosos de postconcilio entre tanta crisis de confusión y contestaciones, respondía: «La Iglesia amaba». Una estructura no ama. La Iglesia es mucho más, en lo que nosotros somos también protagonistas. Porque la Iglesia no existe fuera de los miembros que la componen. La Iglesia no es la mera suma de los fieles; pero en ellos se realiza el misterio que los supera al mismo tiempo. Como la divinidad de Jesucristo no está fuera de su humanidad, pero no se reduce simplemente a su continuación humana. Ahí está el misterio: en esa realidad honda: la Iglesia es esposa de Cristo, es madre, es nuestra madre.

Tenemos, pues, que entrar en ese misterio al que la Iglesia misma nos invita. Ella, con cuidado materno, poseyendo el Espíritu Santo e invocándolo sobre nosotros, nos quiere introducir en su realidad misteriosa.

La primera cosa que el Concilio dice al hablar de la Iglesia es que es misterio (LG n. 1-3). Cuando después de algunos años surgieron una serie de expresiones inexactas sobre la Iglesia,
la Congregación para la Doctrina de la Fe publico una Instrucción, que comenzaba con estas palabras: «El misterio de la Iglesia». El Sínodo Extraordinario ha vuelto a llamar la atención
sobre ese misterio de la Iglesia (Rel. Fin. II, A). Ahora bien, misterio no es simplemente sinónimo de secreto; misterio no es una materia que se declara reservada, porque es peligroso que caiga en conocimiento de la gente. Misterio significa algo superior a la capacidad humana. Decir que algo es misterio es decir que de alguna manera pertenece a la esfera divina, que está implicado lo divino. Creo que no hay misterio que no sea personal. El misterio es revelado, no escondimiento. Solo cuando se ha revelado se conoce el misterio. Porque al revelarse se entiende en alguna manera. Pero se entiende que queda mucho más que no se entiende aunque uno en cierta manera, según la luz del Espíritu Santo, lo empieza a rumiar en su interior: entiende sin entender. Tales expresiones no son juegos de palabras. S. Juan de la Cruz las emplea para expresar toda una dimensión mística del conocimiento. Entender sin entender es ir comenzando a entrar
en el misterio.

La Iglesia pertenece al misterio: es algo que nos supera. Cada uno de nosotros está sumergido en ese misterio. Al decir que la Iglesia es misterio, estamos diciendo que cada uno de
nosotros es misterio. Al ser introducido en la Iglesia y asumido por Cristo, cada uno de nosotros se hace Iglesia en lo que tiene de misterio y no solo en lo que es estructura social. Cada uno
de nosotros tiene ya dentro de sí algo que es superior a lo que él puede entender de sí mismo y que es lo que le hace ser miembro e instrumento de Cristo, colaborador en la Redención, a través de su misma humanidad, pero no par sola su propia humanidad. Este misterio divino de condescendencia y amor misericordioso merece ser objeto de nuestra constante meditación y admiración.

Dice el evangelista San Juan que Jesús, al morir en la cruz, «inclinando la cabeza entrego el Espíritu» (Jn 19, 30): entrego el Espíritu a la Iglesia, a la humanidad redimida por El. Se refiere a la comunicación del Espíritu Santo personal a la Iglesia de la que es constituido Cabeza, comunicación simbólicamente significada en el agua que brota del costado abierto de Jesucristo, testificada por el Evangelista (Jn 19, 35). Jesucristo va dando continuamente el Espíritu a la Iglesia. Es esta una idea querida de Juan Pablo II en sus Encíclicas (cf. Red. Hom. 9.18; Dominum et vivificantem). Tiene que ser as. Porque la realidad del amor no es algo que se pone localmente de una vez, sino que se trata de relaciones interpersonales de entrega. El Padre y el Hijo dan a la Iglesia el Espíritu Santo; y la Iglesia tiene el Espíritu porque tiene el amor del Padre y del Hijo que continuamente, amándole, le dan el Espíritu Santo como posesión suya de amor. Entonces esa Iglesia si se hace cuerpo vivo de Cristo. No se puede comprender a Cristo crucificado glorioso vivo sin la Iglesia, porque la Iglesia es el instrumento por el cual Cristo resucitado vivo sigue actuando y llevando a término la obra de la redención.

El día de la Ascensión, cuando los Apóstoles, después de haber visto a Jesús subir al cielo, se retiran a Jerusalén, recalca San Lucas que se volvieron llenos de alegría. Es sorprendente. Nosotros hubiéramos imaginado que volverían tristes, porque el Señor había subido al cielo y ya no estaría visiblemente con ellos.  Sin embargo San Lucas dice expresamente: «Volvieron llenos de gozo» (Lc 24, 52). Porque el que había prometido: «un poquito y no me veréis y otro poquito y me volveréis a ver, porque voy al Padre» (Jn 16, 16), el que había anunciado: «volveré a vosotros» fJn 14, 28), ya volvía a ellos en su coraz6n. A la ascensión del hombre Cristo-Jesús al cielo, a esa divinización del hombre-Cristo Jesús que es sentado a la diestra del Padre, a esa elevación —no alejamiento— de Cristo, corresponde una presencia mix profunda de Cristo en el corazón de los fieles. Es el gozo que ellos sienten de la presencia nueva de Cristo en ellos.

Termina San Lucas su evangelio diciendo: «Y estaban todos los días en el Templo alabando a Dios» (Lc 24, 53). No se refiere solo a la asistencia asidua al Templo material de Jerusalén;
sino que «estaban siempre en Cristo», en el nuevo Templo, en el Corazón de Cristo, alabando a Dios con la alabanza y adoración verdadera, anunciada a la Samaritana, que ha de hacerse
«en espíritu y en verdad» (cf. Jn 4, 23), esto es: «en Cristo y en el Espíritu Santo». Estaban siempre en el Templo: era su vida establecida ya definitivamente; era la Iglesia, la humanidad  nueva establecida ya en el Corazón de Jesucristo. Ella es ya el instrumento de Cristo, lleno en Pentecostés del Espíritu Santo, por el que Cristo Cabeza rige a esta humanidad redimida  en orden a la alabanza perfecta del Padre y al servicio y salvación de los hombres. La Iglesia es para la humanidad, es para él mano que no conoce a Cristo. Así la envía el Señor cuando dice: «Se me ha dado toda autoridad en el cielo y sobre la tierra. Así que id, haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Os envió para ese mundo a vosotros, que sois la Iglesia incipiente. Vosotros, instrumentos de Cristo resucitado que estará con vosotros hasta el fin de los siglos, estáis para salvar al mundo; tenéis una misión de servicio. Así como «el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido sino para servir» (Mt 20, 28), así también la Iglesia no ha venido para ser servida sino para servir y dar su vida por la salvación del mundo, con la fuerza que deriva a ella de la presencia del Espíritu Santo.

Se comprende, por tanto, que ese Espíritu continuamente enviado a la Iglesia por Cristo su Esposo, que viene del Padre y de Cristo, le coloque en actitud de entrega, de alabanza y servicio y en actitud de redención del mundo. Ahí estamos en el fondo del misterio de la Iglesia, desde el que tenemos que vivir nuestra realidad diaria. Por eso, de ninguna manera se puede confundir la Iglesia con una especie de sociedad en dos planos: un piano aquí abajo que es una sociedad humana con una jerarquía que manda y los súbditos que obedecen, y luego otro piano allí. En el cielo, que confirma y da el visto bueno allí arriba a lo que se hace aquí abajo. No es eso. Es una unidad: es Cristo en nosotros, Cristo en la Iglesia.

Tenemos tres pasajes del libro de los Hechos de los Apóstoles que nos iluminan sobre este misterio de la Iglesia y nos dan materia de profunda meditaci6n. El libro de los Hechos es especialmente indicado para la meditación de la Iglesia. Porque podemos decir que los Hechos de los Apóstoles son la historia de la Iglesia de entonces, semejante en todo a la nuestra de ahora,
pero vista con visión de fe revelada; de manera que, por esa luz con que se nos manifiesta el sentido interno de esa vida, se nos ilumina la profundidad del misterio que en ella se contiene.

El primer pasaje es aquel en que Saulo, cuando ya camino Damasco, se encuentra con Cristo resucitado vivo que lo derriba por tierra y le dice: «Saulo, Saulo,  por qué me persigues?» (Act 9, 4). Saulo no perseguía formalmente a Cristo; él estaba persiguiendo a los fieles de la Iglesia de Damasco, pero no explícitamente a Cristo. Y sin embargo Jesús le dice: «¿Por qué me
persigues? Yo soy Jesús a quien to estas persiguiendo» (Act 9, 5). Y Saulo con la luz divina que le cegó, comprendió el misterio de la realidad de la Iglesia, que es Cristo en ellos: «Lo que hacéis a uno de estos a mí me lo hacéis» (Mt 25, 40). Es Cristo el perseguido; es Cristo el que este, en esa Iglesia de Damasco. Pero no está como en un lugar separado; esta ahí dentro, unido a esa Iglesia, en el misterio de lo que es esa Iglesia.

Hay un segundo pasaje precioso. Frecuentemente falta comprensión de Io que es el misterio de la Iglesia y consiguientemente de lo que son en la Iglesia los carismas y de lo que es el poder y autoridad. De hecho la autoridad en la Iglesia implica una dependencia y docilidad respecto de Cristo, que es el verdadero Señor y Cabeza de la Iglesia, teniendo que ser la autoridad misma una cierta visibilidad de la Cabeza. Por falta de esa visión se llega a expresiones como: «Cristo sí;  Iglesia no» o «Cristo me convence; la Iglesia, no». Es falta de inteligencia de Cristo. Porque si Cristo te convence, tiene que convencerte ese Cristo glorioso que vive en la Iglesia. Y si no, no crees en Cristo; si crees que acabó todo con su muerte. Pero, en fin, faltando esa comprensión interior se dice así: «Yo haría lo que me dijera Cristo; las cosas que me dice la Iglesia, las pongo en duda».

Pues bien;  en este segundo pasaje de los Hechos de los Apóstoles, cuando Saulo se encuentra cara a cara con Cristo, le pregunta: «Señor, que quieres que yo haga?» (Act 9, 6). Es curioso; para nosotros sería quizás la ocasión ideal tantas veces soñada de encontrarnos con Cristo y poder escuchar de labios del mismo Cristo lo que quiere de nosotros, la solución de un determinado problema. Quizás por eso sentimos tentacle:4a de ir tras visionarios que nos digan lo que va a suceder y lo que hemos de hacer. Ahora bien;  es el caso de Saulo. Se encuentra cara a cara con Cristo y le dice: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?». Y Jesús le contesta sorprendentemente: «Vete a Damasco y allí te dirán lo que tienes que hacer» (Act 9, 7). Es decir: Vete a la Iglesia de Damasco y allí te dirán lo que yo quiero que to hagas. Porque esa era la pregunta de Saulo. En la Iglesia de Damasco se le dirá la voluntad de Jesucristo sobre él.

Seria para  nosotros  decepcionante  que Jesús  nos  dijera: «Vete a la Iglesia, vete al Obispo, vete al Sacerdote y él te dirá lo que tienes que hacer». Nosotros queríamos que nos lo dijera el Señor. Y el Señor te remite al misterio de su Iglesia.

Pero hay un tercer pasaje. En el libro de los Hechos se nos manifiesta coma el misterio se realiza en todas las dimensiones de la Iglesia, coma una radiografía de la Iglesia a la luz de la fe. Cuenta San Lucas que en Damasco había un discípulo llamado Ananías, y el Señor, Jesucristo resucitado, «le dijo en una visión: Levántate, vete a la calle que se llama ‘Recta’ y busca en casa de Judas a uno de Tarso, por nombre Saulo; pues, mira, está rezando» (Act 9, 10-11), para imponerle las manos y darle el Espíritu Santo. Es la intervención personal de Cristo que guía a la Iglesia y a sus miembros. Por todas parte el Señor nos envuelve en el misterio de la Iglesia; y es necesaria esa docilidad absoluta, esa mirada de fe, esa certeza de que cada uno de nosotros está unido a Cristo, está inmerso en el misterio de la Iglesia, no de un ideal existente, sino en el misterio de la Iglesia real, de la que sufre persecución, de la que tiene miedo, de la que no encuentra solución inmediata a sus problemas.

El mismo discípulo Ananías, que recibe en visión el encargo del Señor, se resiste: «Señor, he oído a muchos, a propósito de este hombre, cuantos males ha causado a tus santos en Jerusalén. Y aquí tiene autoridad, de parte de los sumos sacerdotes, para encadenar a todos los que invocan tu nombre» (Act 9, 13-14). Que es como decir: «Como voy a ir a casa de ese hombre, si es un perseguidor y enemigo declarado de tu nombre». Es el temor, la resistencia a la moción de la gracia con que el Señor, Cabeza de la Iglesia, mueve a sus miembros para realizar sus designios de misericordia.

Ahora ante la Eucaristía, contemplando ese misterio adorable, Sacramento del Sacramento de la Iglesia, y momento fuerte del misterio de la Iglesia, avivemos nuestra fe. La Iglesia no
se puede entender sin la Eucaristía. La Iglesia hace la Eucaristía y la eucaristía construye la Iglesia. Por eso decíamos que la Iglesia no es una entelequia existente fuera de los miembros que la componen. Pero dentro de ella está la eucaristía, y la Virgen, y Cristo resucitado, y el Espíritu Santo. En ese misterio que nos envuelve tenemos que introducirnos cada vez más, en una comunión cada vez más profunda, que nos une a todos en la unión con el Corazón de Cristo, en la unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo para la salvación del mundo. No olvidemos nunca la misión que tiene la Iglesia de extenderse, de ganar a todos los hombres. Y no solo de conseguir que lleguen al cielo cuando se mueran sino de reconstruir una humanidad nueva, una civilización del amor, un mundo que se rija por la presencia en el del Espíritu de Cristo. Tenemos que pedir y trabajar para que la humanidad sea de veras toda ella participante del misterio maravilloso de la Santa Iglesia, la Esposa de Cristo, la llena del Espíritu Santo nuestra Santa Madre.