LA OFENSA A DIOS (III). La misericordia de Dios

Luis María Mendizábal S.J

Podemos exclamar: «Tu misericordia es mi fortaleza». Tenemos que refugiarnos en la misericordia del Señor, en el amor misericordioso y tratar de entrar de esa manera en el océano de la misericordia que es el Corazón de Cristo Redentor.

Siempre estamos a tiempo de ser santos. Esa impresión que a veces puede anidar en nuestro corazón de que se nos han pasado los mejores años, de que se nos ha pasado el tiempo, es una verdadera tentación. Es el Concilio el que nos decía que «todos los fieles, sea cual fuere su estado, su circunstancia y condición, están llamado y aun obligados a la santidad». Por tanto, hemos de refugiarnos en esa misericordia que es nuestra fortaleza.

En la actitud de conversión, en la actitud de acudir al Sacramento de la Penitencia, hay siempre una confianza actuada en la misericordia; si no, esos actos no serían saludables. Nos espera el perdón de Dios, nos espera el perdón de Cristo Crucificado. Y vamos a tratar de reflexionar en la meditación sobre el perdón de Dios.

Una maldad no se puede perdonar caprichosamente. Dios tampoco lo puede hacer, dejaría de ser, seria signo de maldad el no apreciar esa malicia cometida. No es bueno quien es indiferente ante el mal. Y Dios no puede ser indiferente ante el mal. Por tanto, el perdonar caprichosamente, como a veces sucede en el orden humano –los padres con los hijos-, no es postura recta. En justicia entendida, no con el sentido de severidad dictatorial, sino en el sentido verdadero de la justicia santa de Dios, el mal requiere una compensación, una satisfacción. Por tanto, misericordia del Señor no significa caprichosa condonación: ¡El Señor es muy misericordioso, y aunque hagamos hecho una monstruosidad hace como que no lo ha visto, como que no le interesa, lo perdona! Eso Dios no lo hace, eso no es misericordia.

La misericordia es un amor fuerte, un amor perseverante, que supera el mal y que no se echa atrás ante las exigencias que en Dios mismo tiene su justicia. Hay una síntesis impresionante del Papa Juan Pablo II en la encíclica Redemptor Hominis, cuando habla del tremendo misterio de amor de Dios, que no se echa atrás ante las exigencias que en Él mismo tiene su justicia, su santidad. No se echa atrás; asume esas exigencias y ahí está la fuerza de la misericordia. La misericordia es Cristo Crucificado y el perdón ofrecido a través de la Sangre de Cristo.

Por tanto, cuando a veces nosotros tenemos temor a hablar de la misericordia y decimos: «No hable demasiado de la misericordia, no sea que con eso la gente se anime a seguir pecando» eso quiere decir que no les hablemos de la misericordia como de un capricho de Dios. Hablar de la misericordia quiere decir hablar del precio que Dios ha ofrecido para darnos su perdón.  Es la entrega de su Hijo por nosotros: «Así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo». Y esa es la misericordia: el asumir incluso las exigencias de la justicia sin echarse atrás para obtener de nosotros la reconciliación y la vuelta a la casa del padre.

En la Parábola del Hijo Prodigo, que muchas veces asumimos en todos sus aspectos sin diferencia de calibración, resulta que se dice que el hijo vuelve y su padre lo olvida todo, y que de esta manera debía ser también en nosotros: volvemos al Padre y ya se ha acabado todo. En la Parábola del Hijo Prodigo se quiere destacar el gozo del padre por la vuelta del hijo; pero en esa parábola no se describe el camino doloroso por el que se ha obtenido esa vuelta  del hijo a la casa del padre. Se dice sólo su entrada en la casa del padre y el gozo que debería ser participado por el hermano mayor y por todos los que aman a su padre. La Parábola del Hijo Prodigo nunca debe tomarse como una realidad aislada y completa en sí misma. Tiene que completarse, sin duda, con la Parábola del Pastor que busca la oveja perdida. El pastor que, dejando las 99 en lugar seguro, va en busca de la perdida. Ese es el camino de la Redención, es el hijo que deja la casa del Padre, el hijo de Dios que viene a nosotros, que viene en busca de esa oveja perdida. Y con cuánta fatiga buscó, con la fatiga de su obra de Redención: con la fatiga del Calvario, para buscar la oveja perdida. Nos ha ido buscando a cada uno de nosotros a lo largo de nuestra vida con toda la fatiga de su vida mortal. Y luego todo el trabajo de su persecución en que nos ha ido acorralando con su amor a través de tantas y tantas experiencias y circunstancias; hasta que llega el momento en que nos recupera, en que la gracia vence en nosotros. El perdón de Dios no es un simple perdón caprichoso. Cuando el Señor ofrece ese perdón, es fruto de la Redención por la que nos ha reconciliado en la Sangre del Hijo. En esa Sangre que veneremos en el Sacramento del Altar: Cuerpo y Sangre de Cristo; la inmolación de Cristo, de Cristo entregado por nosotros. Por tanto, tenemos que tener esto muy claro.

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El primer aspecto del perdón de Dios es lo costoso que le ha sido a Él el ofrecernos ese perdón y que tan admirable para nosotros se nos revela. Por tanto, en ese perdón de Dios, así ofrecido en el misterio del pecado se nos ofrece el perdón cuando el Hombre Cristo Jesús, Hijo de Dios, Hijo de María, asumió el pecado en su corazón. Lo ha detestado dignamente ofreciendo su vida en expiación amorosa y entonces clamando: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». Así está  ofrecido para nosotros el perdón de Dios; pero, ¿y el proceso del perdón para nosotros el perdón de Dios; pero, ¿y el proceso del perdón en nosotros? El fruto de la Redención en nosotros no es el perdón –concedido como si pudiéramos pedir inmediatamente que nos perdone sin más-, sino que en nosotros el proceso de perdón, el primer paso que en nosotros produce la gracia, es el reconocimiento del pecado. El perdón de Dios es gratuito, pero no es incondicionado.

Es sorprendente el argumento del salmo 50 del Miserere cuando implora esa piedad de Dios según su gran misericordia, según sus entrañas de bondad, y pide que se borre mi culpa, que se lave mi pecado, porque yo reconozco mi pecado. Es como la condición previa cumplida. Yo reconozco mi pecado. Ese es el paso difícil para nosotros. Difícil, porque reconocer el pecado no es sólo decir yo he pecado, reconocer el pecado es caer en la cuenta de su monstruosidad. Es como agarrarse la cabeza de sorpresa, de admiración, de vergüenza. ¿Cómo yo he podido hacer tal cosa?

En el caso de David sabemos cómo antes la propuesta de Natán, él comprendió su monstruosidad. Tanto como Dios le había dado, tanto como él podía disfrutar sin límites y va precisamente a privar a uno de sus más fieles vasallos de su esposa, pecando con ella y haciéndolo matar a él. Entonces es cuando cae en la cuenta de tal monstruosidad, en la parábola que le proponía Natán. Dice: «Que quien tal cosa ha hecho es digno de muerte»; entonces oye decir: «Ese hombre eres tú, eres tú». Es también cuando él dice: «He pecado contra Dios». No sólo es decir: «¡Es verdad que yo he hecho eso! ¡Es que he hecho una monstruosidad, yo me he portado mal!». Eso es reconocer el pecado y confesarlo, confesarlo.

Estamos oyendo cosas hermosas de la confesión, del Sacramento; pero querría añadir todavía que ese confesar tiene un doble sentido para nosotros: reconocer el pecado, reconocer esa monstruosidad y confesarla. Es decir, no sólo el hecho de que lo he cometido, sino confesar tiene también el sentido de alabar a Dios. «Te confieso, Padre», en la confesión verdadera, tiene también este sentido en el Sacramento. Cuando yo recuento mis pecados, reconociéndolos, estoy alabando la misericordia de Dios. Estoy alabándola porque estoy dejándolos en la misericordia del Señor y me muevo a hacerlo porque me siento envuelto por esa misericordia: es confesar a Dios.

Es hermoso darle al Sacramento este sentido: alabar a Dios. Reconocer el pecado es abrirse y abrir el corazón a Dios en nuestra miseria, que es tan difícil. Dado nuestro amor propio, nosotros abrimos nuestro corazón esperamos que en él se descubran cosas hermosas, pero lo cerramos cuando sabemos la existencia de algo pútrido. Y, sin embargo, el efecto peor del pecado, más que el hecho de haberlo cometido, es quizá esa cerrazón que pone en nosotros para abrirnos ante Dios. Y, sin embargo, tenemos que abrirnos ante Dios.

La confesión quiere ser una apertura del corazón a Dios en la Iglesia. le abro el corazón y corto toda cerrazón, alabando a Dios en mi miseria y en su misericordia. La misericordia de Dios es mi fortaleza. Es lo que vemos en los casos bíblicos, es lo que vemos en el ejemplo de David, en el ejemplo del buen ladrón. Es un don de Dios, que hemos de pedir, el sentir en nosotros el perdón de Jesucristo. Cuando vamos por el camino del reconocimiento, de la confesión, de la apertura del corazón, el Señor suele culminar ese proceso en nosotros con el don gratuito de su perdón. Creer en el perdón de Jesucristo y sentir en nosotros el perdón de Jesucristo. Es lo que dice el Concilio Tridentino: que la penitencia bien hecha, en la confesión, junto al hecho real del perdón de los pecados, suele acompañarle frecuentemente una intensa consolación interior del padrón de Dios que se derrama. Es importante sentir en nosotros el perdón para hacernos también nosotros misericordiosos, pero también para comprender el amor con que Dios nos acoge, sentir ese  perdón de Jesucristo que me abraza y me unge con su espíritu. Es una unción del Espíritu Santo, la invocación del Espíritu Santo en la formula nueva de la absolución de los pecados. Es una realidad que ha enviado el Espíritu para el perdón de los pecados. Nos cuesta entender ese perdón y quizá es imperfecta nuestra vuelta al Señor por falta de fe en ese perdón; nos cuesta comprender y vivir este perdón, porque proyectamos en Dios nuestra psicología, y ¡somos tan difíciles en perdonar, tan difíciles…!

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Es frecuente escuchar estas palabras: «Perdono, pero no lo olvido». ¿Qué queremos decir con esta frase? Queremos decir una experiencia nuestra persona: yo le perdono a esta persona, pero yo no puedo olvidar lo que me ha hecho. Yo le perdono, pero dígale que no se presente delante de mí. Le perdono, pero que no lo soportaría; perdono, pero no olvido; no puedo volver a tener con esa persona ninguna confianza, porque me ha hecho una muy grave.

No nos referimos al psicológico recordar o no recordad, sino que en nosotros, «aunque yo perdono», lo sucedido arroja una sombra, una sombrea permanente y perseverante sobre nuestra relación mutua, que nunca será como antes; entonces perdono, pero no lo olvido, no lo olvido. Eso seguirá siempre proyectando su sombra en mi vida con esa persona. Y esto lo proyectamos en Dios de manera que pensamos muy frecuentemente que Dios me perdona, pero no olvida tampoco. Y entonces más fácilmente tenemos la impresión que perdona, pero mi vida en el futuro con Dios nunca será como hubiera sido si no hubiera pecado. Ya para siempre habrá un enfriamiento de relaciones; el Señor no tendrá ya conmigo las delicadezas que hubiera tenido si yo no hubiera cometido esos pecados.

Pues bien, eso es deformar a Dios. Dios no es así, tiene un corazón grande, infinito en perdonar. La Iglesia, que es maestra de la vida espiritual en su liturgia, en uno de los domingos del tiempo ordinario tiene una oración preciosa en que viene a decir esto: «Oh Dios que muestras Tu Omnipotencia sobre todo en perdonar». El perdón de Dios es omnipotente, la omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre todo, en perdonar. ¿Qué quiere decir esto? Que la distancia infinita que hay entre nuestra limitada potencia y el poder infinito de Dios es la que hay entre nuestro limitadísimo perdón y el perdón infinito de Dios.

Dios, cuando perdona, crea; a Dios no le queda nada una vez que ha perdonado; Dios lo olvida. «Y de sus pecados no me acordaré –dice en Ezequiel-, no me acordaré más». Ese es el perdón de Dios. Es necesario que nos haga sentir la profundidad de este perdón, la unción de ese don del Espíritu. Pero parece que es una objeción el que digamos perdona después de esa preparación, perdona y olvida todo; es verdad, no hay sombra en su relación con nosotros, es como si no hubiese pecado nunca y podré subir a donde iba; y subir antes y mucho también, si el arrepentimiento lo merece. Pero entonces, ¿Por qué luego nos impone una penitencia?, si ya lo ha perdonado.

La cosa no es tan sencilla. Perdón y olvido no quiere decir incumplimiento de una penitencia. Cuando Dios abraza, y absuelve, y perdona al pecador no le queda nada en el corazón; no es que diga «yo retengo todavía mi perdón hasta que haya hecho la penitencia, vamos a ver si la cumple». No es eso; en Dios no queda nada, no hay resentimiento. Dios abre el Corazón a nuestra intimidad, dios nos abre las puertas de par en par. Ahora, en esa unión con Él y en ese amor yo cumplo mi penitencia, es decir, yo comprendo que mi vuelta al Señor tiene unas exigencias de amor lo quiero cumplir en el amor; precisamente ese proceso dentro de la Iglesia hace que la penitencia se ha pospuesto a la absorción. Creo que corresponde a una realidad teológica esplendida, que es ésta: que quiere que realicemos nuestra penitencia en el amor, en su abrazo de amor, en unión con su Pasión, la Pasión de su Hijo; pero que sea esa misma penitencia expresión de amor, camino de amor en la caridad y en la unión con Dios. Por eso la vuelta a Dios es compleja y podríamos expresarla en cuatro pasos; primero es la conversión, luego la penitencia, luego el abrazo del Padre y, por fin, la reparación.

En el camino de marcha que se aleja de la casa del padre, el hijo prodigo que marcha, hay un momento de la intervención de la gracia que es como tocarle en el hombro para deje de alejarse y dé la vuelta: eso se llama la conversión. Ha dado la vuelta, ya no va en el camino de alejamiento, sino que ha enderezado su vida hacia el padre. ¡Conversión! En la conversión se inicia el camino de la vuelta que es la penitencia; camino de la vuelta, camino trabajoso, ahora es cuesta arriba; y es todo ese camino itinerario de penitencia hasta que llega a los brazos del padre. Y ahora queda la reparación, es decir, el vivir en la casa del padre consciente de lo que ha hecho, consciente del amor que merece el padre, vivir consciente de lo que ha sido su vida en un amor más delicado todavía, en un amor más atento. Es la reparación de amor. Pues bien, así ha de ser nuestra vida en ese dialogo con el Señor.

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Pero no quiero terminar eso sin un epilogo y una referencia que ha sonado quizá demasiado poco hasta ahora en nuestra Semana, que es la Madre, la Madre de la Misericordia y del perdón: la Virgen. ¿Hemos pensado en la madre del hijo prodigo? El Señor no hace referencia a la madre del hijo prodigo, quizá ni tenía razón de hacerlo. Está hablando del Padre: es el Padre del cielo, es el Padre Yahvé. En el relato de la parábola no aparece y sí aparece en realidad.

Creo que es legítimo que vemos la realización de esa parábola en la vida de Cristo, con sus connotaciones reales en el Calvario: el verdadero abrazo del Padre al hijo prodigo es Cristo Crucificado. Ese es el verdadero abrazo y el abrazo del Padre en los brazos abiertos clavados del Hijo, que los tiene abiertos y en el Corazón abierto, que es sensibilización del Corazón del Padre. Por tanto, ahí están los brazos abiertos y el Corazón abierto del Padre revelándonos en el Corazón abierto y en los brazos abiertos de Jesucristo. Y ahí está en Juan la imagen del hijo prodigo, que vuelva a la casa del Padre de la humanidad redimida, perdonada, de la Iglesia.

Y al recibirle en su casa, gracias a la sangre de la cruz, le presenta en el mismo momento a su Madre: «Ahí tienes a tu Madre», como a su Madre le dice: «Ahí tienes a tu Hijo». Porque la Madre ha vivido el drama de la marcha del hijo. Lo ha vivido ella silenciosamente, como hace la madre muchas veces, pero lo ha vivido; ha vivido el drama de la marcha del hijo y ha vivido el drama del corazón del padre buscando al hijo. Sintonizado Ella con el Corazón de Cristo, lo ha buscado; también Ella ha entregado a su Hijo. También amó tanto al mundo que entregó a su Hijo. Y todo eso Ella lo ha vivido con Corazón Inmaculado en el momento de la cruz.  Como dice Juan Pablo II: «Esa muerte de Jesús no la ve Ella como la ira de los hombres descargada sobre Él, sino la ve como el misterio de amor del Padre que entrega a su Hijo».

Nadie como Ella ha entendido la revelación de amor del Padre, que se realiza en ese momento, en el Hijo que da su vida. Y recoge al hijo prodigo, lo recoge: «Ahí tienes a tu Hijo». Lo recoge presentado por Cristo en su regazo de Madre.

Pues bien, que Ella nos acoja, Madre de Misericordia, y que Ella nos enseñe a tener sentimientos semejantes a los de Ella, los sentimientos que el hijo mayor debe tener en esa tarea, todos nosotros, impuesta de colaborar por la vuelta del hijo prodigo a la casa paterna.