Del libro ” En el Corazón de Cristo”, de Luis M.ª Mendizábal, s.j.
«Es necesario no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación depende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que se renueva ininterrumpidamente en modo incruento sobre el altar» (Pío Xl, Miserentissimus).»
Jesucristo ofreció en la Cruz una expiación infinita. Esta expiación no quita que también nosotros debamos satisfacer, así como sus méritos no suprimen los nuestros ni nuestras buenas acciones.
Pero es cierto que nuestra satisfacción es nula si no está unida a la de Cristo. «Nuestra satisfacción es tal, en cuanto es valorizada por Cristo, en el cual expiamos haciendo dignos frutos de penitencia, que valen por El, El los ofrece al Padre, y por medio de El son aceptados por el Padre.»
Esta unión se da ya en un alma que participa de la vida de Cristo, en la vida de la gracia. Pero tal unión es más perfecta cuando se hace explícita uniendo nuestra reparación a la suya, nuestro sacrificio al suyo, que se renueva en modo incruento sobre el altar.
Un joven sacerdote, nombrado párroco de un barrio parisino, fue recibido a pedradas y una le dio en la frente y cayó en tierra, manchado de sangre El sacerdote, entonces, recogió la piedra y alzándola al Cielo, dijo: «Esta será la primera piedra de la iglesia que voy a construir.» Y así fue.
Tal vez este hecho pueda damos una pálida analogía de la edificación de la Iglesia Universal sobre el cruento sacrificio de Cristo.
En la Iglesia, en efecto no sólo la piedra fundamental es fruto del sacrificio; cada una de las piedras que la forman es símbolo de un nuevo sacrificio. «A El habéis de allegaros como a piedra viva rechazada por los hombres, pero por Dios escogida, preciosa. Vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios, por Jesucristo» (lPe 2,4-5).
Los sacrificios más generosos vienen a formar las joyas y piedras preciosas más cercanas al tabernáculo de Cristo.
«Como Moisés en el Antiguo Testamento, así Jesucristo nos llama en el Nuevo, diciendo: «Cada uno ofrezca sus dones según la inspiración del propio corazón.»
Es justo que cada uno ponga su parte para el tabernáculo del Señor. El sabe bien lo que ofrece cada persona. Es cosa muy hermosa que se pueda decir de ti: el oro del Arca del Testamento lo ha tal persona; la plata de las bases y de las columnas es de tal otra; el bronce de los candelabros es de esta otra, y así para cada cosa.
Pero ¡qué vergüenza seria que el día de la visita no hallase nada tuyo, nada que tú hubieras ofrecido!
¿Has sido tan irreligioso e infiel que no has dejado ningún recuerdo en el tabernáculo del Señor? ¡Si el día de la venida el Señor encuentra algo tuyo en su tabernáculo, te defenderá y te llamará suyo!
¡Señor Jesús, concédeme ser digno de ofrecerte algún don para tu tabernáculo! Si posible fuera, quisiera que hubiese un poco de oro mío con el que se haga el Expiatorio. ¡Y si no poseo oro, que te ofrezca al menos un poco de plata para las columnas… o al menos bronce…, mas si todo esto estuviera fuera de mis posibilidades, que sea al menos digno de ofrecerte la lana de mis cabras para tu tabernáculo!»
Así Orígenes comentaba las palabras de Moisés. Reflexionemos, pues, mirando a la Iglesia; dejémonos llevar por nuestro afecto. Hay algo nuestro, algo que nos pertenece íntimamente en este imponente edificio espiritual.
En ella hay algo de nosotros, algo de nuestro corazón; una partecita de nuestro sacrificio, de la sangre de nuestro corazón. Cada «piedra» es un sacrificio. Pero debemos tener presente que cada piedra debe estar unida a la fundamental. Nuestro sacrificio debe estar unido al de Cristo, y esto se realiza especialmente en la Santa Misa.
Como para celebrar la Santa Misa es necesaria una gota de agua unida al vino en el cáliz, así nuestro sacrificio, aunque pequeño, aunque muy semejante también a la gotita de agua, es necesario, no obstante.
El vino con la gota de agua, símbolo de mi cooperación sacrificial, es transformado por la transubstanciación en la Sangre de Cristo. Ofrezcámonos nosotros mismos, nuestra persona, para ser transformados en Cristo a través del Sacrificio suyo y nuestro.
Nosotros podemos ofrecer nuestro sacrificio y el de Cristo, y Cristo ofrece el suyo y el nuestro. De este modo el sacrificio nos une; nos fundimos en este fuego íntimamente uno y otro.
La culminación de esta función unitiva del sacrificio se logra después, en la Comunión, cuando El viene a nosotros para permanecer en nuestro corazón y transformamos en El.
La Misa en sí misma
El Padre Isaac Jogues volvió de América después de su primer martirio: sus manos habían sido mutiladas. No le era permitido, por eso, celebrar la Misa. Fue pedida al Papa la dispensa de esta irregularidad y Urbano Vlll la concedió con estas palabras:
«Sería indigno que un mártir de Cristo no pudiese ofrecer la Sangre de Cristo.»
Esta es quizá la más hermosa definición del católico: «Un mártir de Cristo, que ofrece el Sacrificio de Cristo.»
¡Nuestra vida es un martirio! «Ofreced vuestros cuerpos en sacrificio vivo» (Rom 12,1 ). Comenta san Juan Crisóstomo: «¿Cómo se puede transformar nuestro cuerpo en sacrificio?
Que tus ojos se abstengan de mirar cosas malas, y se convertirán en sacrificio; que tu lengua no pronuncie ninguna palabra indigna, y esto es sacrificio…»
«Castidad en la juventud, martirio sin sangre», decía san Bernardo.
Este mártir, que es cada católico, se presenta todas las mañanas a ofrecer el sacrificio de Cristo, al cual une la pequeña gota de agua de su martirio.
Cada Misa representa, además, la ofrenda incruenta del día, o sea, del propio martirio diario, del propio testimonio diario de la caridad de Cristo.
Como Jesucristo quiso expresamente que el Cenáculo estuviese bien adornado para la ofrenda de su sacrificio incruento. antes del sacrificio doloroso y sangrante del Gólgota, en tanto que dos horas más tarde las luces estaban ya apagadas y en las tinieblas exteriores del Huerto de Getsemaní comenzaba el sacrificio cruento; otro tanto sucede en nuestra Misa.
El sacerdote se reviste de ornamentos preciosos y se adornan con esplendor nuestros altares: se celebra nuestro sacrificio y nuestra ofrenda incruenta. Poco después se apagan las luces y comienza la realidad sangrante de cuanto hemos ofrecido junto con el sacerdote de modo incruento.
En la Misa, en efecto, no ofrecemos nuestras cosas, sino a nosotros mismos como víctimas a El. Esta víctima será sacrificada durante el día.
El sacerdote nos da la bendición en forma de Cruz, y nosotros la aceptamos repitiendo sobre nosotros el mismo s1gno. Ahora comienza el sacrificio cruento. Vivámoslo -nuestro sacrificio- unido ya, con la voluntad, al de Cristo.
Mañana, o el domingo siguiente, volveremos de nuevo a unir nuestra gotita de agua al vino de la naturaleza humana, sacrificada, de Cristo, para unimos a El nuevamente en el mismo sacrificio.
Si nuestra vida es un continuo testimonio rendido a Cristo, también de nosotros se podrá decir que somos:
«Mártires de Cristo que ofrecen el sacrificio de Cristo.»