La teología actual del cuasi-sufrimiento de Dios (Primera parte)

Jesús crucificado

Luis María Mendizábal.S.J

En la práctica de la devoción al Corazón de Jesús ha tenido siempre un lugar  esencial la reparación.  Esta reparación se diferencia formalmente de la simple redención o colaboración a ella, por implicar una intencionalidad personal, que de hecho está contenida en la acción redentora de Cristo, y que en la reparación se atiende explícitamente, tomando en cuenta sus consecuencias.

Es verdad que a veces esa reparación se llama consoladora. Pero hay que matizar el término.  “Consoladora” se toma no simplemente en el sentido humano de alguien sumido en la tristeza, por quien se tiene lástima y a quien uno psicológicamente consuela y anima, sino en el sentido de una reacción movida por el amor hacia quien está viviendo un drama vital, por cuya compartición el otro se mueve.

Lo importante de la reparación es el móvil de amor personal hacia el amor no amado, que lleva participar en la consumación de la obra redentora que lleva a cabo ese mismo Amor.

Una obra de justicia se puede realizar simplemente por sastisfacer a la justicia, por corregir un comportamiento desacertado un hijo pródigo puede volver a la casa paterna, porque ha comprendido que actúo indignamente, porque su comportamiento para con sus padres había sido malvado. La reparación –consoladora –hace arrancar esa misma vuelta a la casa paterna de un sentimiento hondo al comprender la puñalada moral que ha clavado en el corazón de sus padres procediendo como procedió.

En el caso de la reparación cristiana, el móvil de amor puede ser el amor al Padre o el amor al mismo Jesucristo, cuyos esfuerzos redentores ve fracasar después de tanto amor derrochado. Es perfectamente legítimo este móvil, que entonces llamamos reparación consoladora al Corazón redentor de Jesucristo.

 

1.- La consolación de Cristo en su pasión

El que sea auténtica la práctica de apoyar nuestro comportamiento actual en el deseo de consolar a Cristo en su pasión implica toda la teología de la redención realizada por Jesucristo.

Esta redención no fue solamente el ofrecimiento al Padre de un acto vivido pacientemente y de sumo valor por razón del sujeto o persona divina que lo hipostatiza (concepción excesivamente jurídica), sino que implica que la redención es un acto específico humano-divino, realizado por una voluntad humana y un corazón humano de una persona divina. Es el acto redentor conscientemente solidario con cada hombre y con toda la humanidad, la cual y cada uno debe decir de veras: “me amo y se entregó a la muerte por mí” (Gál 2.20).

Ello requiere una concepción sumamente personal del acto redentor, que se es plana de manera especialmente fuerte en la Oración del Huerto (sólo una teología del mayor acontecimiento de la vida de Cristo, la agonía, puede fundamentar sólidamente una teología del Sagrado Corazón). Consiguientemente ahí se busca la vivencia real de esta solidaridad en la repercusión moral que este hecho tiene en el corazón que le contempla y que le lleva a una unión amorosa, por la que, compadeciendo con Cristo, vive en la solidaridad salvadora humana.

Viene a ser, por tanto, una vivencia del acto redentor en subestructura salvífica interna, vivido por cada uno de los hombres por los que ofreció Cristo su pasión tomando sobre si sus pecados y su vida.

Pío XI, en su encíclica “Miserentissimus  Redemptor”, plantea este misterio con nitidez teológica:

“ Los más amantes de Dios, si echan una mirada al pasado, ven en su meditación y contemplan a Cristo en bien del hombre trabajando, padeciendo, soportando las cosas más duras, consumido de tristeza, angustias, oprobios, por nosotros y por nuestra salvación; más aún, triturado por causa de nuestros crímenes y sanándonos con sus magulladuras . Y con tanta más de verdad meditan estas cosas las almas piadosas cuanto que los pecados y crímenes de los hombres, en cualquier tiempo perpetrados, fueron causa de que el hijo de Dios fuese entregado a la muerte, y de suyo daría aun ahora a Cristo o la muerte con los mismos dolores y aflicciones, ya que cada uno de ellos se cree que renueva a su modo la pasión del Señor: Crucificado de nuevo el hijo de Dios y exponiendo lo al escarnio. 

Mas si también por causa de nuestros pecados, que se iban a cometer y eran previstos, se Entristeció el alma de Cristo hasta verse en trance de muerte, no hay duda de que ya entonces recibió algún consuelo de nuestra reparación, asimismo prevista, cuando se le apareció un ángel del cielo para consolar su corazón oprimido por el tedio y angustia”.

Y no creemos que vivir así, en participación cordial, ese acto redentor no es romper la praxis de la temporalidad humana, sino simplemente dejarse agarrar por la riqueza teológica del acto redentor de Jesucristo, ofreciendo la respuesta de amor que a aquel acto corresponde y que el mismo acto engloba.

2.-La humanidad glorificada de Cristo

 

Pío XI, En el pasaje citado, continúa con unas palabras que van acercarnos decididamente al punto teológico cuyo estado actual desearíamos aclarar.

Dice la encíclica Miserentissimus  Redemptor:

“Y así, aún ahora podemos y debemos consolar de maravillosa pero verdadera manera al Corazón Sacratísimo, que continuamente es herido por los pecados de los hombres ingratos, puesto que, como también se lee en la Sagrada Liturgia, Cristo mismo se queja por boca del Salmista  de que ha sido abandonado de sus amigos: ‘improperios y miserias aguardó mi Corazón, y esperé alguno que se condoliese conmigo, mas no lo hubo, y quien me consolase, y no lo hallé ‘. 

Añádase que la Pasión expiatoria de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y completa en su cuerpo místico, que es la Iglesia… Con mucha razón, pues, padeciendo como padece todavía Cristo en su Cuerpo Místico, desea tenernos por compañeros de su expiación, y esto exige también nuestra unión con Él”

En esta enseñanza de Pío XI se declara de indudablemente que aun ahora podemos y debemos consolar a Jesucristo. Lo indica al Papa en un doble aspecto: el primero, en sí mismo; el segundo, en cuanto padece en su Iglesia. Este segundo aspecto es fácilmente inteligible, al menos en lo que toca a la actitud que el cristiano a detener atendiendo y consolando a sus hermanos en quienes sufre Cristo, o también sufriendo por su Iglesia. Pero queda un interrogante que los teólogos del Corazón de Jesús se han planteado: pero al fin, ¿Qué supone esta acción nuestra e incluso esa atención prestada a sus miembros sobre la tierra, en el Corazón de Cristo glorioso? ¿En qué sentido podemos consolar al Corazón de Cristo glorioso? Aquí es donde nos acercamos al punto teológico que deseamos aclarar. De esta manera también el segundo aspecto refluye sobre el primero.

Para la fundamentación sólida del comportamiento reparador es importante examinar hasta qué punto es teológicamente aceptable que hablemos de un cierto verdadero drama actual del Corazón de Cristo resucitado. Se trata de entrar en la psicología actual de Cristo resucitado, verdadero Dios y verdadero hombre, aunque glorificado.

La respuesta inmediata tiene que referirse a la condición de la humanidad glorificada de Cristo. Jesucristo glorificado ama ahora con amor humano, de corazón palpitante. El mismo lleva ahora adelante la obra de la redención. La mirada de Cristo glorioso no pierde de vista a ninguno de los suyos, que levantan con fe  sus ojos hacia Él.

De hecho, su obra redentora, dirigida permanentemente hacia el mundo, es obstaculizada, rechazada. Su amor real y personal no es aceptado; es crucificado de nuevo en el corazón de los hombres (Heb 6,6). Todo esto, ¿qué significa en el Corazón de Cristo ahora?

Si no queremos crear docetismo de resurrección, tenemos que admitir que es real su deseo humano de que el Padre sea amado y de ser Él mismo amado por el hombre. El rechazo real de su amor, ¿le deja indiferente? ¿Sufre Jesucristo por el rechazo humano del amor divino que él ofrece?

No puede zanjarse la cuestión aduciendo que Jesucristo glorioso es ya “vere beatus” y, consiguientemente, incapaz de sufrimiento. Evidentemente no hay lugar para un sufrimiento causado por corrupción corporal, que ha sido definitivamente superada. Pero esto no resuelve todo. El término “sufrimiento” es más amplio y no hay que tomarlo necesariamente en su sentido más estricto y corporal. Y la cuestión está en determinar lo que implica y excluye el estado de la humanidad de Jesucristo, según el cual es constituido “vere beatus”. Precisamente éste es el primer punto en el que sondea la teología actual.

El punto de partida para la reflexión teológica lo constituyen expresiones bíblicas concreta referidas a Cristo glorioso. En la carta a los Hebreos se dice: “no tenemos un Pontífice que no sea capaz de compadecerse íntimamente de nuestra debilidades” (Heb 4,15), donde se refiere sencillamente al Cristo glorioso y parece hablar de su “compasión” actual. La escena de Jesús apareciéndose a Saulo en el camino de Damasco lo corrobora también: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hec 9,4). Las descripciones de la actitud de Cristo resucitado en medio de la Iglesia militante del Apocalipsis (Apoc 2, 3). Numerosos hechos eclesiales, particularmente las manifestaciones del Corazón de Jesús, vienen a ser como una actuación renovada de la aparición a Saulo y una nueva sensibilización del Apocalipsis.

La interpretación obvia a estas expresiones ve en Jesucristo resucitado la participación cordial en las vicisitudes de la Iglesia pero siempre que se trata de éste. Parece que se levanta perjudicialmente una barrera. No puede admitirse una participación cordial del Cristo resucitado en los sufrimientos y vicisitudes de la humanidad, porque habiendo sido ya glorificado es vere beatus, según la expresión dogmática de Benedicto XII, al hablar de las almas de los que han muerto en gracia y han sido purificadas.

La teología actual ha estudiado por escrupulosamente la constitución “Benedictus Deus”, y niega que de ella haya que deducir semejantes conclusiones. Benedicto XII se oponía concebir un estado intermedio, incluso en las almas purificadas, en el que no gozarán todavía de la bienaventuranza por no ser admitidas todavía a la visión de Dios. Consiguientemente excluye también una infelicidad intrínseca como estado interno de imperfección. La humanidad de Cristo está glorificada; por tanto, libre de la acción de las leyes de la naturaleza y perfectamente incorruptible. Ya no puede morir. Es la palabra de San Pablo: “ ya no puede morir; la muerte no puede dominarle” (Rom 6,9). No está en estado de tormento o purificación interna. Pero no excluye una beatitud mayor posible en las almas de los bienaventurados. Benedicto XII pensaba personalmente que con la resurrección final las almas recibirán un aumento intensivo de felicidad (cf. Wetter, die lebre Benedikts XII von intensiven  Washstum der Gottesschau, Roma 1958).

La constitución “Benedictus Deus” Tampoco excluye en modo alguno que en las almas bienaventuradas continue existiendo vida afectiva.

Las almas de los bienaventurados son presentadas en el apocalipsis (C. 6) como participantes e interesadas en las vicisitudes de la Iglesia. Por su parte, Cándido Pozo ha puesto de relieve la necesidad de distinguir en las mismas almas bienaventuradas un doble plano de conciencia: el de la visión beatífica con sus efectos estáticos y otra serie de percepciones por las que participan en el desarrollo sucesivo de la vida de la Iglesia, partícipes como son del gobierno que en ella ejercita Cristo el Señor. Es lo que Pozo llama “aspecto psicológico de la comunión de los Santos”. Es obvio que este aspecto psicológico de la comunión de los Santos no se reduce a ser los meros espectadores apáticos de la historia, sino que tiene que implicar una participación afectiva en ella, en sentido de gozo y de compasión.

Más aún, San Agustín ve una incomplección de felicidad en la bienaventuranza de las almas por el impedimento que su apetito de unión con el cuerpo introduce en orden a una más completa absorción en la visión de Dios.

Esta línea de pensamiento patrístico y teológico llevó a Y. Congar a la sugerencia de que la teología misma del purgatorio debería repensar se dentro de una perspectiva más amplia, en la cual toda bienaventuranza en la escatología intermedia tiene un sentido de espera de un complemento todavía futuro. Complemento en un doble aspecto: del cuerpo personal que les falta y de los otros miembros del Cuerpo Místico.

Todo esto puede y debe aplicarse  –e Y. Congar lo hace explícitamente –A la humanidad glorificada de Jesucristo, el cual, aunque está resucitado, carece todavía de la plenitud de su Cuerpo Místico. Pero no es una mera deducción teológica. Hay una tradición patrística que considera que el gozo, no sólo de los bienaventurados, sino incluso el de Cristo resucitado, no es alegría perfecta mientras que a su cuerpo le falta alguno de los miembros. Esta tradición la recoge San Julián de Toledo, y entre sus testigos precedentes podemos recordar a San Antonio abad y Orígenes.

Las reflexiones que recogemos de la teología de hoy incluyen esencialmente una matización en el término “sufrimiento de Cristo”. No se trata de sufrimiento biológico o de desorden y violencia en interior. Se trata de consecuencia y efecto del amor en quien la caridad, por su libre decisión de amar al hombre con amor infinito e incomprensible, y por cierto en grado proporcional a la intensidad de ese amor, le ha hecho vincular así a la Iglesia como Cuerpo Místico y a cada uno de los miembros actuales y potenciales. Es el amor el que le hace efectivamente ser uno con el Padre. De ahí la participación cordial profunda en los goces y dolores, obras buenas y pecados de los suyos, como en la gloria y ofensas del Padre. Debe admitirse una verdadera afección en este estado en que, aun siendo “vere beatus”, no es todavía la restauración definitiva.

Por tanto, no hay dificultad especial en admitir que el ansia redentora de Cristo por comunicar a la humanidad el amor del Padre y de ganar para el a cada uno de los hombres, sienta profundamente ese rechazo de su puro amor. De esta manera sigue viviendo se en el Corazón de Cristo ese drama, que el misterio del Corazón de Cristo nos revela en sus manifestaciones. Y de ahí también la validez de una auténtica reparación.

Como siente también positivamente el gozo de la virtud de los Santos y de su Iglesia; del amor con que es comprendido por los hombres; del amor que éstos tienen a sus hermanos.

Según la explicación intentada por la teología actual, el origen de la compasión, del “cuasi-sufrimiento” del Corazón de Cristo, estaría precisamente en su amor. Y ello mismo nos daría la clave para barruntar como es compatible con la bienaventuranza e incluso constitutivo de ella en cierta manera.

Podría ayudar para su inteligencia un ejemplo humano. Si una Madre se encuentra en perfecto estado de salud y económico, en pleno bienestar humano, y recibe la noticia de la extrema gravedad repentina de un hijo suyo, esa Madre en sea feliz no puede menos de se entierra la enfermedad de su hijo. Más aún: supuesta la grave enfermedad de su hijo, esta Madre es más feliz con padeciendo le que si no pudiera compadecer le. Evidentemente sería más feliz si el hijo no estuviera enfermo; pero, dada la enfermedad, es más feliz compadeciéndole que sin compadecerle. Porque en la compasión hay una fruición  de amor.

El ejemplo analógico manifiesta la característica especial de la bienaventuranza  antes de la restauración universal. Jesucristo glorioso tiene sus miembros amadísimos sobre la tierra sometidos al mal físico y moral. Su amor es actualmente rechazado. El Padre es desconocido y ofendido. Supuesta esta realidad, Jesucristo es más feliz compadeciendo que sin compadecer. Es una forma de la plenitud de su amor a los hombres. No podemos concebir que le deje indiferente.

Es verdad que esa participación afectiva se ejercita en un modo perfecto, sin mezcla de la imperfección que rompa la serenidad del Corazón de Cristo. Se trata, pues, de una analogía. Pero el sentimiento es real, e inmensamente profundo. Estas dos realidades parecen incompatibles. Pero alguna luz podría buscar nuestra teología en el estudio de los fenómenos místicos y de altos grados de santidad, al menos como punto de referencia. Cuanto más santo es un hombre, más ardiente es su celo de la salvación de las almas y es mayor también su compasión por los pecadores y la ofensa de Dios. Es el caso de San Pablo y de San Francisco Javier. Simultáneamente, cuanto más elevada es su santidad, más serena es la profundidad de su vida, Con una paz interior honda que supera todo sentido. Es el contraste que la teología se esfuerza por componer: crece la compasión y crece la serenidad del espíritu. Consiguientemente es difícil pensar que San Francisco Javier, lleno de celo y compasión de las almas, pudiera considerar que parte de su cielo pudiera consistir en no sentir ya compasión por las almas.

La clave, pues, de la repercusión efectiva del comportamiento humano en Jesucristo glorioso hay que verla en la caridad perfecta del Corazón de Cristo Unidad a la condición terrestre de su Cuerpo Místico en el período anterior al triunfo escatológico de la parusía. Es “vere beatus” con la bienaventuranza perfecta que corresponde a la Cabeza gloriosa de su cuerpo mortal y deficiente.

Esta fundamentación teológica da ya una buena base a la reparación consoladora. Pero esta repercusión en el corazón de Cristo de los comportamientos humanos de sus miembros sobre la tierra adquiere nueva confirmación en la teología actual, al cuestionarse esta sobre la posible repercusión del comportamiento humano en la divinidad misma. Si esto se admite, con mayor razón habría de admitirse la repercusión en el Corazón glorificado de Cristo.