Líneas para una Teología de la Reparación

Luis María Mendizábal, S. J.

 Introducción

La teología de la reparación es quizás en estos momentos de la parte más difícil de toda la materia que concierne al culto del Sagrado Corazón.

En su exposición, querría sobre todo dar una orientación que no fuera superficial, sino realmente profunda. Más que afrontar problemas de pastoral, prefiero tratar las cuestiones en sí mismas y poner de relieve los puntos teológicos más importantes que a mi juicio merecen ser considerados.

Creo que uno de nuestros defectos sea el de querer imponer el sentido universal a algunas formas determinadas no accesibles a todos. Pienso, efectivamente, que muchos elementos de la devoción al Corazón de Cristo tienen necesidad de una preparación previa de las personas a las que se les pone en esos elementos y que no deben presentarse, desde el primer momento, en una dimensión eclesial y para todos los fieles, porque me parece que sobre todo la reparación, entendiendo en su sentido más profundo, presupone casi una verdadera vocación especial.

La posibilidad de dar un fundamento teológico a la reparación y extender ese deber a todos los cristianos, son dos cosas muy diversas que creo debemos distinguir. Me parece que hay algunos elementos que, teniendo necesidad de una Reparación pedagógica, son más bien para personas llamadas con vocación especial a un enriquecimiento en profundidad.

De hecho, es poco extraño que a veces se pretenda que algunas almas viven una vida de reparación antes todavía de haber entrado en una verdadera vida de oración. En este caso, también la reparación se vivirá a un nivel superficial, correspondiente al de toda su orientación religiosa. Pero ante la persona que se adentra siempre más y consigue con la gracia de Dios profundizar su vida cristiana, se abren nuevos horizontes que pueden señalar una vocación.

Este es el motivo por el que deseo hablar de estos temas mirandolos desde una perspectiva profunda, porque el gran valor de una visión no superficial del Corazón de Cristo, es que nos conduce hasta las últimas raíces de la vida cristiana.

      Dificultades actuales

1.     Una dificultad en general

Una dificultad actual consiste en que se confunde o identifica la reparación con la consolación. Ahora bien, en la vida cristiana y en la devoción misma al Corazón de Jesús, reparación y consolación no son la misma cosa.

Cuando hablamos del Corazón de Cristo, nos referimos a un cierto matiz, a un cierto aspecto de la reparación que habría que dosificar con cuidado y no se debería presentar nunca como el primero y principal. Es necesario no confundir la reparación con la consolación y dejarle a esta última su propio punto.

Actualmente, la doctrina de la reparación, en algunas exposiciones y en algunos ambientes teológicos, aparece como invadida por el concepto de consolación, y creo que este hecho está en la base de muchas dificultades que se presentan, al menos dificultades de carácter teológico, porque esto suscita una cierta problemática que proponemos exponer más adelante desde el punto de vista psico-religioso.

2.     Dificultades teológicas

Bajo el aspecto teológico, las objeciones más comunes se reducen mas esencialmente a éstas. Cristo está ya resucitado y glorioso; por tanto, es inútil y sería una estupidez hablar de una reparación (identificada aquí, consolación) a Cristo glorioso porque Cristo está ya resucitado y en consecuencia la vida cristiana es una vida de resurrección. Dentro de estas dificultades distinguimos pues estos matices:

a)-Cristo está glorioso, es el primer aspecto. En este sentido, la misma objeción se suele poner contra el concepto de penitencia, porque la penitencia, dice una cierta teología actual, es una actitud que más bien hay que vincularla a la de San Juan Bautista antes de la redención. Después de la redención, se dice, llamó el lugar para la penitencia de San Juan en el desierto: “Ven, la redención está ya cumplida”. La redención ha sucedido ya, Cristo ha redimido a la humanidad. Por tanto, una reparación que añada algo, que se presente como algo nuestro, quita valor a la redención de Cristo que está ya cumplida” con una sola oblación santificó definitivamente a los fieles” –Describe San Pablo en la carta a los Hebreos (10,14 ) – . “Si, nosotros mismos hemos resucitado”.

b)-Si el bautismo es una resurrección, nosotros hemos resucitado ya con Cristo. Por tanto, debemos presentar un cristianismo de resurrección, mientras que con la reparación se volvería a una actitud que corresponde a la época que precede a la redención y a la resurrección. Desde él un punto de vista teológico, parecería que estas objeciones pongan en dificultad el concepto mismo de reparación.

3.      Dificultades psicológico-religiosas

Se añade, y nos sin una enorme carga afectiva, el aspecto psicológico religioso. Se acusa (y lo digo sin creer que con ello calumnió o comentó injusticia contra nadie, tampoco quiero decir que las razones que se traen no tengan en cierto sentido su fundamento) a la teología y a  la visión de conjunto de la devoción al Corazón de Cristo, de que presentan un cristianismo lloroso, con un Cristo que no hace sino llorar y lamentarse, necesitado de consuelo, por lo que los cristianos deben estar siempre consolándole.

Estas son en breve las objeciones que presentan una cierta dificultad y que parece que tocan al punto neurálgico de la cuestión de la reparación.

  Explicación doctrinal: puntos teológicos fundamentales.

1.      El culto al Corazón de Jesús en la perspectiva de un Cristo  paulino vivo

Es muy importante no reducir la teología más profunda del Corazón de Cristo Al simple culto del símbolo que debe ser considerado imagen con toda la riqueza teológica representada en ella, y encerrada en ella, en la verdadera perspectiva del culto al Corazón de Cristo. El aspecto fundamental de esta concepción teológica inmensamente actual consiste precisamente en presentar un Cristo Paulino vivo. ¿En qué se diferencia el Corazón de Cristo, de Cristo? ¿Son la misma cosa? Yo respondería que evidentemente sí, pero con una condición, es el mismo Cristo resucitado vivo de Corazón palpitante; recalcando precisamente esto: que Cristo resucitado vivo, de Corazón palpitante que está misteriosamente cerca de nosotros; que nos ama ahora con Corazón humano, divino–humano, que toma parte en nuestra vida y que es sensible a nuestra respuesta de amistad, a la respuesta de nuestro comportamiento humano. Aquí está toda la fuerza del mensaje del misterio del Corazón de Cristo.

Se trata por tanto un Cristo vivo que no parece en una especie de nebulosidad  aérea. Un Cristo como el que Pablo encontró en el camino de Damasco y que le pudo decir: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hechos 9,5 ). Un Cristo que tiene un Corazón; no un Cristo desmitificado.  Un Cristo cercano a nosotros, siempre presente en la vida de cada cristiano y que constituye algo profundo, íntimo, vital en su existencia. Eso es el Corazón de Cristo.

Pues bien, la teología del Corazón de Cristo que encontramos en la teología paulina es la del encuentro personal de Damasco. Nos proponemos inmediatamente una presencia viva que llama a Pablo por su nombre como nos llama también a nosotros: “Saulo, Saulo”, palabra de amor, signo de  vínculo personal; e inmediatamente le añade: “¿por qué me persigues?” Tenemos aquí una indicación importantísima de la persecución de la vida del hombre en Él. Que la espiritualidad del Corazón de Cristo recalca de esta manera, pone en plena luz los dos aspectos, la consagración y nuestra respuesta a Él: Señor, ¿qué quieres que haga? … “Yo le mostraré lo que debe padecer por mi nombre” (Hechos 9, 6.16). Aquí nos encontramos con Él Cristo vivo, con el Corazón de Cristo; no un simple símbolo, sino un símbolo que nos trae una concepción de la vida. La imagen viene a ser como un sacramental que nos pone delante, nos introduce en el corazón toda la realidad del Cristo paulino, del Cristo resucitado vivo. Así nos lo presenta también San Juan en la manifestación que hace de sí mismo a los apóstoles después de la resurrección.

En aquel paso el capítulo XX de San Juan, recalca el evangelio tres frases programáticas que nos ponen delante todo el misterio de Cristo resucitado y su relación con nosotros. Estas frases son: “Se puso en medio de ellos… les mostró las manos y el costado… y les dijo, recibid el Espíritu Santo “ (20; 19.20.22). En San Juan, en esta ocasión no se trata ciertamente de un simple episodio anecdótico, sino de una precisa invitación sobre la situación actual de Cristo resucitado en la Iglesia. Él está en medio de la Iglesia, en medio de los cristianos, y está en medio de ellos no sólo como un simple objeto de su culto o de su adoración, o de su respeto, sino vitalmente, mostrando su amor, su amor personal, su amor que le ha llevado hasta la muerte y que Él mantiene con el mismo grado de amor y solicitando la respuesta de amor de los hombres, para lo cual les infunde el Espíritu Santo, con el cual pueden amar a Cristo y al Padre y constituir  con ellos aquella unidad que Jesús había vivido en la oración sacerdotal como fruto de la redención: “ Que sean uno en nosotros, como tú, Padre, en mí y yo en ti” ( Jn 17,21).

La teología del Corazón de Cristo, considerada bajo el aspecto vivo y real de que estamos hablando, quiere enseñarnos una verdad fundamental: Cristo no es insensible a nuestra respuesta a su amor. Todo esto hoy tiene una importancia extrema e ilumina con su luz el aspecto sociológico de la justicia humana haciendo que funda sus raíces en el Corazón mismo de Cristo. La injusticia no es una simple cuestión entre hermano y hermano, sino que toca al Corazón de Cristo: “Lo que hacéis a uno de éstos, a mí me lo hacéis” (Mt 25, 40). Esta es una verdad teológica de grande importancia que condiciona la doctrina de la reparación.

2.Sentido de vicariedad

Aquí podríamos seguir diversos caminos. En todo caso, parece esencial que consideremos el verdadero sentido de la vicariedad de la reparación de Cristo. Hay muchas teorías teológicas sobre este punto. Las teorías sobre el valor expiatorio sacrifical de la muerte de Jesús. En todo caso, la teología nos dice que la reparación de Cristo es una reparación vicaria; pero es importantísimo siguiendo los actuales estudios teológicos, se insiste mucho sobre el sentido que hay que dar a la palabra “vicariedad”. No hay que entender una vicariedad como simple sustitución, sino una vicariedad que es solidaridad y que, lejos de rendir inútil o superfluo a toda satisfacción, más bien da valor a la satisfacciones de los hombres; y este concepto debe aplicarse también a nuestra reparación. Aqui se presenta un problema teológico difícil. La persona por la cual Cristo ha reparado, ¿está dispensada quizás de arrepentirse y de reparar su pecado porque Cristo ha reparado ya por ella? Ciertamente que no. Tal actitud no sería ni siquiera justa. El pedir por una persona que ofende al Señor no dispensa a la persona, por la cual se ora, de su trabajo personal de vuelta a Dios.

Esto lo podríamos encontrar expresado en la frase de San Pablo: “Si uno ha muerto por todos, luego todos han muerto” (2 Cor 5,15). ¿Quiere esto significa quizás que ya no tenemos necesidad de morir, puesto que Cristo a muerto por nosotros? Todo lo contrario. Cristo representa la humanidad pecadora y es Él el que, unido a nosotros, cabeza del cuerpo del cual todos nosotros somos miembros, hace posible nuestra reparación y le comunica su amor a ellos; porque nuestros pecados caen verdaderamente sobre Él. No se trata aquí de una especie de ficción, sino de una realidad. No es que Dios vea en su Hijo los pecados de todos los hombres por una especie de ficción jurídica. Jesucristo es verdaderamente nuestra cabeza, Hijo del hombre como uno de nosotros, “hecho de mujer, hecho bajo la ley” (Gal 4,4). Por eso, todo el pecado de la humanidad pesa sobre Él, no en el sentido de que porque Él ha sufrido nosotros quedemos dispensado de sufrir, sino porque es Él el que, solidario con nosotros, ofrece una satisfacción tal que le lleva a un valor sobrenatural y hace posible nuestro sufrimiento, al cual Él, con su satisfacción, confiere una plenitud que le hace aceptable ante los ojos del Padre. Dicho con otras palabras: Jesucristo no ha subido a la cruz para eximirnos a nosotros, sino para hacer posible que nosotros vemos nuestra cruz y para darnos la fuerza de llevarla. En la palabra “vicariedad” se expresa por tanto la idea de que Cristo no sufre por sus propios pecados.

Precisamente en este sentido es en el que Él es vicario. Son nuestros los pecados que Él toma sobre sí. Pero se trata de una vicariedad de solidaridad que da valor y potencia nuestro sufrimiento: si uno ha muerto, y Él ha muerto por todos, quiere decir que todos hemos muerto y hemos de morir con Él. Y debemos morir con Él, llevar con Él nuestra cruz; pero ahora esta muerte nuestra es válida, sólo porque Él, en su sufrimiento y su sangre, ha potenciado nuestra reparación.

Aquí tenemos el significado de la vicariedad: sustitución en cierta manera; pero no en modo tal que nos dispense de nuestra reparación cristiana. Todo lo contrario, la reparación de Cristo comporta y exige positivamente la satisfacción de cada fiel: “si uno ha muerto, no todos han muerto”. Porque si no fuera así, ¿cómo puede Cristo representar mi muerte verdaderamente si yo mismo no muero? Representa mi muerte y la potencia precisamente para que todos nosotros, unidos a Él, ofrezcamos con Él nuestra propia satisfacción.

3.La satisfacción de Cristo en la iniciativa del Padre

Llegados a este punto, tenemos que preguntarnos ¿cuál es entonces el carácter  intrínseco y la  estructura psicológico-teológica de la satisfacción de Cristo? Es una pregunta trascendental, porque la estructura de nuestra satisfacción debe ser semejante a la suya.

La satisfacción de Cristo tiene una estructura basada en el amor y que actúa con amor. Este es un nuevo motivo por el que encontramos grandes tesoros del Corazón de Cristo y es lo que nos muestra el simbolismo del Corazón de Cristo recordado en la misma pasión del Señor por amor y en amor. Esto es sumamente importante para entender la visión teológica del movimiento de reparación de parte de Cristo para salvar a la humanidad pecadora.

A veces, en una excesiva simplificación teológica se presenta en catequesis la redención de esta manera: el Padre aparece severo, justo, que exige una venganza por el pecado; y el Hijo, generoso, amante del hombre, se ofrece a salvarlo dando su vida por él; entonces el Padre acepta y recibe la reparación del Hijo, y nos reconcilia consigo a través de su sacrificio. Esta manera de proponer el misterio de la redención no nos ofrece bien toda la profundidad teológica de la obra de la redención. Tendremos que partir de un ángulo algo diverso. Es verdad que el pecado ofender a Dios, ofende al Padre, ofensa profunda que Pablo VI nos recuerda con palabras magistrales en la Constitución Apostólica sobre las Indulgencias, el año 1967, con estas palabras: “para toda mente cristiana de cualquier tiempo, es siempre evidente que el pecado es no sólo la transgresión de una ley, sino una verdadera ofensa a Dios cuyo valor trasciende la capacidad de la mente humana”.

Por tanto, sí el pecado ofende a la divinidad, la reacción debe venir del Padre. Y lo grandioso del misterio escondido en Dios es que el Padre no exige una venganza a la manera humana, pensar vengativo, sino que, como respuesta al pecado del hombre, el Padre ama al mundo: “así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16). Por eso, en la exposición del misterio debemos partir de esta afirmación: de tal manera el Padre ha amado al mundo que ha estado dispuesto a dar su vida por él.

Pero el amor del Padre está en el Hijo por su generación eterna; y este amor, numéricamente el mismo del Padre, junto con la voluntad del Padre trasmitida por generación eterna, impulsa al Hijo a encarnarse. Es, pues, el amor del Padre, que está en Cristo como dice San Pablo: “el amor de Dios en Cristo Jesús” (2,8 -39), el que lleva Cristo con su corazón humano a dar por amor la vida en reparación del pecado de la humanidad, y por eso Él ofrece el sacrificio de satisfacción.

En la Cruz, por tanto, no se manifiesta solamente el amor del Hijo, sino que se nos ha revelado el amor del Padre; y por este acto de amor del Padre que está en Cristo se comunica a los hombres en la caridad cristiana.

Y he aquí que ahora el amor del Padre llega hasta la raíz más profunda del hombre: “ para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Tal es la oración de Cristo antes de su muerte, ofreciendo su pasión por la redención del mundo.

Así tenemos nosotros al Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, que está en nosotros para llegar a hacer de nuestra vida un reflejo de la vida de Cristo, con las mismas actitudes y la misma disposición y ofrecimiento de la vida.

De hecho, nosotros, ahora por la gracia, nos encontramos en una condición análoga a la de Cristo antes de su muerte; porque teniendo ya una participación de la (naturaleza divina) resurrección, somos participantes de la naturaleza divina; pero todavía nos hallamos en condición mortal y por eso podemos revivir en nosotros la misma actitud redentora de Cristo sobre la tierra.

¿En qué consiste la actitud redentora de Cristo? En la caridad que le hace ser uno con el Padre y uno con el hombre. Aquí se realiza el misterio de su vida de ofrecimiento. Cristo es uno con el Padre, lo ve, se identifica con Él en amor; el amor del Padre está en Él, y por eso la ofensa del  Padre le llega hasta lo profundo del Corazón. Cristo es también uno con el hombre, porque además del hecho ontológico de la encarnación realizada por amor, el amor mismo le hace identificarse con la situación pecadora del hombre: “hecho pecado” (2 Cor 5-21), y ese mismo amor le hace tomar sobre sí esa situación pecadora del hombre para ofrecerla al Padre envuelta en su amor divino-humano. Esta estructura, este carácter intrínseco, deberá ser el constitutivo de la reparación de todo cristiano. Sólo cuando llegamos a la profundidad de identificacción con el Padre y con el hombre pecador como la sintió sobre si en la participación del estado pecador, conformándose en esto con la voluntad del Padre, podremos vivir la reparación cristiana en toda su profundidad.

4.La reparación cristiana  a Dios ofendido

Vamos a considerar ahora el estado interior de Cristo, de Dios. Y aquí tocamos uno de los aspectos más delicados en toda esta materia de la reparación.

La pregunta que nos hacemos a nosotros mismos reflexionando teológicamente es ésta: ¿el pecado toca a Dios, sufre Dios, sufre Cristo por el pecado? No se puede decir estrictamente hablando que Cristo sufre ahora ni que sufra Dios tomando el sufrimiento en su sentido estricto humano. Pero, por otra parte, tendríamos que afirmar igualmente que la expresión: Dios no sufre, Cristo no sufre, es igualmente inexacta. Y creo que legalmente leyendo los testimonios de la revelación, tendríamos que decir que es menos exacto el decir que Dios no sufre por el pecado que el decir que Dios sufre por el pecado. Por tanto, en cualquier expresión que se escoja hay que realizar siempre una corrección. Creo que debemos decir claramente que el pecado llega a Dios, que toca al Corazón de Cristo. Esta verdad se puede afirmar sólidamente.

A veces somos demasiado simplistas en el admitir que Dios es muy lejano. Él es felicísimo, Él es inmensamente suficiente a sí mismo; pero al querer explicar este misterio, tenemos que recordar que Dios se ha hecho hombre por amor a nosotros y que le llega al alma el no ser correspondido y amado. Nos encontramos en el fondo del misterio. He aquí uno de los aspectos que más debería desarrollar “ la teología del Corazón de Jesús”.

Creo que la enseñanza de la teología del Corazón de Cristo es la misma que la enseñanza de San Pablo y del Evangelio, a saber: que nuestras acciones llegan hasta Dios; y no sólo nuestras acciones buenas, sino también nuestros pecados; y relegar a Dios al limbo, no es cristianismo sino paganismo y racionalismo; porque atendiendo a la revelación constante de la Escritura, Dios el infinito, Dios el creador, Dios el Señor absoluto de todo está muy cerca de nosotros. Esta es la revelación a la cual no hubiéramos podido llegar jamás con una teología desmitificante. De hecho, ciertas corrientes teológicas actuales, que se glorían ante esa desmitificación, suelen reducirse a teología sin revelación, en las cuales la mente humana acepta sólo cuanto alcanza filosóficamente y lo que estima según sus propios criterios, eliminando todo elemento que a su parecer sea demasiado humano o semejante al humano.

Un filósofo pagano nunca hubiera podido pensar, en sus elucubraciones altas de inteligencia aguda, que Dios sea herido por el pecado; porque la razón humana se resiste a creer. Y con todo, es verdad que Dios es inmutable y felicísimo; pero si hay una verdad fundamental en el evangelio es el gozo de Dios por el pecador convertido: “Hay más gozo en el cielo …” (Lc 15,7). En este paso, el cielo es Dios mismo, el Padre. El amor con que Dios sigue al pecador, el gozo de su encuentro y salvación no son puras metáforas; constituyen la enseñanza fundamental del texto evangélico de la parábola, aunque evidentemente revestido de elementos metafóricos. Si el amor de Dios por el pecador, si su gozo por nuestra vuelta fuese una pura metáfora, podríamos anular tranquilamente todo el Evangelio, porque realmente aquí nos encontramos en el punto nuclear de la revelación. Ahora bien, si el gozo de nuestra vuelta toca a Dios, ¿cómo no van a llegar también a Él nuestras acciones perversas?  La distancia entre ÉL y nosotros, entre su inmensidad y nuestra pequeñez no cambia, y Dios se muestra afectado por nuestro mal; Dios está tan cercano a nosotros que nos hace saber que el pecado del hombre le llega al Corazón, y ésta es una realidad más allá de todos los elementos metafóricos.

Podemos plantearnos esta cuestión. Es verdad que el hombre no puede llegar hasta Dios. La afirmación es evidente, pero esa inmensidad de distancia que el hombre no puede salvar, es superada por la acción infinita de Dios que viene a nosotros. Es el amor de Dios el que, llegando hasta el hombre y amando al hombre, le hace de esa manera afectivamente vulnerable por la respuesta del hombre. No es pues el hombre el que hiere a Dios, es el amor de Dios al hombre el que le hace vulnerable. Por tanto, en nuestra visión teológica tenemos que dar la debida importancia al valor que Dios da al hombre; valor mucho más grande de lo que el hombre mismo prevé. La grandeza no se muestra en su independencia de Dios, sino en el significado que el hombre tiene para Dios; por lo cual todo lo que le toca al hombre viene a tocar también a Dios, no en el sentido de una herida física.

Jeremías reprende a aquellos que creían que con sus acciones causaban daño a Dios; sino que Dios, amando al hombre por ese amor suyo para nosotros, incomprensible, con el cual ha querido acercarse y admitir al hombre a su intimidad, de tal manera  le quiere que su respuesta negativa le llega en su afecto y en su amor. Por tanto, no es la acción directa del hombre la que hiere, sino el corazón del hombre que no le ama. El hombre es su hijo que no le acepta y ésta es la repulsa que afecta al Corazón de Dios. He engendrado hijos y mis hijos me han despreciado.

Nosotros nos preguntamos muchas veces interiormente como todo esto que en la Escritura tantas veces se nos refleja, sea compatible con la inmutabilidad y la felicidad inmensa de Dios, y no conseguimos resolver este dilema de manera satisfactoria para nosotros. Aquí está el misterio que hemos de aceptar con fe.: ¿Cómo es posible que Dios siendo Dios puede interesarse por nosotros? Aquí está el verdadero misterio: que Él haya amado de tal manera al mundo que haya dado a su Hijo de veras por nosotros y que el Hijo se haya dado a sí mismo por el hombre. Pero es el misterio fundamental del cristianismo. El misterio fundamental no es el de la existencia de Dios, sino el del amor de Dios al hombre: “Nosotros hemos creído en el amor” (1 Jn 4, 16). Es la verdad fundamental de San Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4,8. 16). Pero si Dios nos ama, nuestras ofensas le llegan al corazón. Resumiendo: aún no pudiendo admitir un sufrimiento verdadero en Dios, tenemos que insistir en el hecho de que el pecado, sin hacerle perder su felicidad, le llega verdaderamente hasta Él; y que no son puramente metafóricas las palabras del profeta: “mis hijos me han despreciado” (Is 1,2). Precisamente porque somos hijos y por el amor que nos tiene (si Él no nos amara, nuestro pecado no tendría importancia para Él), nuestra respuesta de rechazo le llega hasta el Corazón.