LUIS M. MENDIZÁBAL, S.J.
INTRODUCCIÓN
El hombre todo entero ha sido redimido por Jesucristo. No es sola el alma. Y esa redención de Jesucristo tiene el carácter de una resurrección ya iniciada y que continúa perfeccionándose.
En las breves consideraciones teológicas que nos proponemos, no es nuestra intención presentar los aspectos del hecho de la Resurrección de Cristo en cuanto en él se muestra Jesucristo centro del mundo, se manifiesta la inmanencia y trascendencia de Dios, como motivos de fe, de actitud. Ni pretendemos destacar el profundo significado dogmático de que con Jesucristo hemos resucitado nosotros y todo el mundo; ni el sentido oracional, del papel de la contemplación de los misterios gloriosos en la vida cristiana. No pretendemos tampoco proponer una espiritualidad pascual, como de hecho podría hacerse y se ha intentado. Ni es nuestro propósito establecer una escuela más de espiritualidad que sea más conforme al optimismo humanista de nuestros tiempos. Lo que pretendemos es recalcar los aspectos de nuestra vida espiritual in fieri como participación de la resurrección de Cristo: dar el sustrato fundamental común a todas las espiritualidades dentro de la Iglesia Católica y anterior a su diferenciación múltiple.
Todas las espiritualidades, incluso las de pasión y penitencia, por el mero hecho de ser espiritualidades católicas, se refieren a la perfección de la vida cristiana, sea en estado de perfección, sea en estado de matrimonio, con toda la variedad de oficios de caridad que el Espíritu Santo distribuye en la Iglesia. Pero en el fondo de todas ellas, precisamente por tratarse de perfección del propio estado cristiano, existe una vida pujante, esa vida que Jesucristo vino e traer al mundo para que la tuviera en abundancia y que venida sobre la muerte anterior no es otra cosa sino una verdadera resurrección, iniciada ahora en el espíritu y participada progresivamente también por el cuerpo con una espiritualización progresiva, con una invasión del espíritu que subyuga el cuerpo y que se continúa en el estado glorioso.
Esta vida resucitada, base de toda espiritualidad, es la que nos ocupa. En las consideraciones siguientes queremos recalcar cómo esa vida espiritual subyacente a toda corriente de espiritualidad concreta, sea monástica o sea de vida en el mundo, sea activa o sea contemplativa, es siempre una participación progresiva de la resurrección de Jesucristo hasta la consumación perfecta en la propia vocación.
RESURRECCIÓN EN TEOLOGÍA ESPIRITUAL
Hablando Sto. Tomás de la resurrección de Cristo, dice que fue necesaria no sólo para mostrar la divina justicia y para instruir nuestra fe y levantar nuestra esperanza, sino también para información de la vida de los fieles y consumación de nuestra salud.
Este aspecto espiritual, repercusión formal en el cristiano de la resurrección de Cristo, es el que constituye su resurrección. El concepto de resurrección, aun consistiendo in indivisibili en su formalidad de paso de la muerte a la vida, admite, con todo, grados en el aspecto positivo de mayor o menor participación de la misma vida. Siendo en efecto la resurrección paso de la muerte a la vida, tanto más perfecta será cuanto más profunda era la muerte y más rica es ahora la vida. La mera vuelta a la vida, aunque ésta sea languidísima, es ya una resurrección. Pero será mucho más plena si vuelve a una vida abundante, sin necesidad de morir; y más aún si en la vida que obtiene ya no existe ni siquiera la posibilidad de morir. Mientras existe la posibilidad de muerte existe aún algún dominio de la muerte; este dominio de la muerte es mayor cuando a más de la posibilidad se da la probabilidad de la muerte en la existencia de un principio intrínseco de corrupción. Y de hecho el cuerpo de un hombre que languidece moribundo en el lecho de un hospital, solemos decir que es ya presa de la muerte.
Entendidos así los conceptos de vida y muerte, es claro que existe entre ellos una correspondencia de proporción inversa: disminución creciente de la vida es dominio creciente de la muerte; disminución creciente de la muerte es dominio creciente de la vida; plenitud total de la vida, ningún dominio de la muerte.
Paralelamente, la noción de resurrección no se adecua a la de mera reunión de alma y cuerpo. Podemos concebir sin dificultad que en una persona enferma y en cuanto tal yacente bajo el dominio inicial de la muerte, se dé una resurrección, es decir una liberación del dominio inicial de la muerte y una recuperación del pleno dominio de la vida. Y por otra parte el paso del alma separada de las tinieblas del purgatorio a la claridad de la visión de Dios, puede considerarse como una verdadera resurrección espiritual, como una reparación del dominio de la muerte, aunque parcial, a la vida plena del espíritu.
Este aspecto psicológico-vital-sobrenatural, tanto en la totalidad del hombre, cuanto en sus partes esenciales, es el que corresponde a nuestra consideración de Teología Espiritual.
Concepto escriturístico
Comencemos por recalcar que este aspecto es profundamente escriturístico. El concepto de la muerte tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es precisa y formalmente el de separación de alma y cuerpo sino el de languidez, de vida arrastrada, algo semejante a las figuras sombrías del Hades clásico. Es el estado de languidez del Sheol y su participación en este mundo.
En el Antiguo Testamento, como en toda la mentalidad oriental y aun humana, vida significa fuerza vital, que exige una duración para realizarse en su plenitud. Una vida miserable que se acerca al mero ser (como se da en el Sheol) , no merece el nombre de vida, sino de muerte. El saludo clásico a los reyes era : Rex, in aeternum vivas, pero entendiendo siempre la duración indeterminada de una vida rica en contenido de fuerza vital, ya que en los Salmos se prefiere el contenido rico a la duración; el vivir con Dios a una vida larga. La vida incluye en su concepto movimiento, compañeros sin los que un hombre no puede decirse viviente, y cuya presencia hay que entenderla como mutua comunicación de plenitud de vida. La vida exige abundancia de alimentos, los cuales solo comunican auténtica vida cuando se toman ante Yahvé; lo demás son pan de lágrimas. La vida supone salud, riquezas, posteridad. Su símbolo es la Luz y el Agua viva. Su fuente es Dios, como autor de la vida, no como forma de exaltación o simbolización de las fuerzas de la naturaleza, al modo de las culturas vecinas.
En oposición a esta vida, la caída del hombre en el Reino de la muerte viene descrita muy especialmente en el Salmo 106. Este Reino de la muerte viene constituido por la enfermedad: sea somática, que abarca alma y cuerpo en una unidad y es considerada frecuentemente como pena del pecado; sea psíquica en forma de depresiones con desesperación, falta de fe; la prisión, que tiene tantas semejanzas con la muerte misma; los enemigos, ya sean éstos consecuencia de sus enfermedades, por las que le desprecian y acusan de pecado, ya sean causa por sí mismos de sufrimientos especialmente tratándose de reyes, nobles y en caso de batallas; las desgracias, el hambre. Todos estos elementos vienen designados como poder de la muerte, prisiones, agua, desierto, olas, leones, la muerte misma. Y así al dar gracias de que le ha librado de estos males, el Salmista habla de liberación de la muerte, es decir, de una resurrección. Christian Barth defiende que tal expresión no es mero simbolismo. Para los Israelitas el Reino de la muerte no se ceñía al infierno local; en los casos de enfermedad, prisión, persecuciones etc., se habla de una verdadera estancia en el Reino de la Muerte, aunque solo parcial. Este dominio de la muerte comenzaba por el pecado. El problema constante en el Antiguo Testamento es cómo podía uno sufrir si no era consecuencia del pecado. El mismo estado en el Sheol parece que era concebido como una vida, duradera sí, pero lánguida, a la que paradójicamente podríamos llamar «vida bajo el Reino de la Muerte» «sombra de vida». En la mentalidad del AT no se podía concebir que el alma separada del cuerpo pudiera estar llena de vida ; consideraba al hombre en su totalidad, no en sentido platónico.
En el Nuevo Testamento aparece la misma concepción. Después que el hijo pródigo había despilfarrado sus bienes viviendo lujuriosamente, siente la miseria y el hambre y se determina a volver a la casa paterna. El Padre le recibe amorosamente y al fin dice a sus criados: manducemus et epulemur quia hic filius meus mortuus erat et revixit: perierat et inventus est. Aquel estado de miseria, hambre, desnudez, era la muerte del hijo. Estaba muerto y ha resucitado: ha vuelto al gozo de la vida plena. Como Jacob anciano y lánguido, cuando vio a su hijo José glorificado en Egipto, revixit spiritus eius.
- Pablo hace referencia muchas veces a este estad. El estado miserable y sensiblemente doloroso de la languidez carnal bajo el dominio crucificante del espíritu, lo propone claramente S. Pablo al exclamar: Si in hac vita tantum… sperantes sumus, miserabiliores sumus omnibus hominibus19. Y al contrario, si languidece el espíritu se vuelven lujuriosas y llenas de vitalidad las obras de la carne. En la mentalidad paulina es claro que el estado de muerte y su participación es consecuencia de la muerte del alma: «per peccatum mors»20. Más aún: a ciertos pecados como la recepción indigna de la eucaristía parece atribuir efectos especiales de enfermedad y muerte.
Esta terminología bíblica que acabamos de exponer, referente a la muerte como languidez corporal o espiritual y a la vida como plenitud de fuerza corporal o espiritual, corresponde a un concepto histórico-revelado de la vida y de la muerte: es decir, contiene no sólo la designación del hecho físico de la separación del alma y del cuerpo, sino también precisa el valor de los elementos que intervienen en esa separación; como por otra parte el concepto de resurrección no solo designa el hecho físico de la re-unión de alma y cuerpo, sino también precisa el valor de los elementos que intervienen en esta re-unión.
El pensamiento de S. Agustín en este punto (importante, porque con su influjo en occidente podía haber inoculado tendencias platónicas) más que platónico es perfectamente escriturístico. S. Agustín habla de la muerte del alma y de la muerte del cuerpo, como habla de la resurrección del alma y de la resurrección del cuerpo. La muerte del alma entra cuando Dios la deja, como la del cuerpo entra cuando el alma lo deja; porque el alma es la vida del cuerpo, como Dios es la vida del alma. La aplicación de los conceptos de vida y muerte a la vida anímica-espiritual no se hace en S. Agustín de manera impropia, sino que se hallan en el mismo nivel sólo que llevados más al extremo. Un alma que está muerta no puede mantener vivo el cuerpo. S. Agustín no se maravilla de que el pecador muera, sino de que aún permanezca algún tiempo en vida después del pecado. La vida del pecador está ya ordenada a la muerte desde el momento del pecado: para él la vida es un morir, la vida carnal es una muerte. La muerte del alma y del cuerpo son como partes de tina misma muerte del hombre total, consecuencia inevitable de su separación de Dios que es la Vida. La muerte física es la muerte primera; después del juicio sucede la muerte segunda, el estado de los condenados considerado por S. Agustín como una muerte continua.
Correspondientemente a cuanto hemos notado sobre el concepto escriturístico y agustiniano de muerte y vida, la terminología bíblica referente a la resurrección no sólo designa el hecho físico de la reunión del alma y cuerpo, sino toda recuperación de la vida plena y además el valor de los elementos que realizan esa recuperación. El término «egeirein» como el correspondiente latino «suscitare, resuscitare» tiene toda la amplitud de la recuperación de la vida plena sea en el orden espiritual, sea en el orden corporal y aun en el hereditario: es el excitar la llama reducida a brasa encendida escondida en el rescoldo.
La «anastasis» como tal designa en terminología bíblica la resurrección en cuerpo y alma, no precisamente la reviviscencia o corporal o espiritual. La primera condición para que un muerto readquiera una vida pujante es la re-unión con el cuerpo. Pero como la muerte del cuerpo, como acabamos de ver, no es bíblicamente independiente de la muerte del alma, tampoco la resurrección del cuerpo es independiente de la reviviscencia del alma. Esta es incoación y causa formal de la reviviscencia sobrenatural y gloriosa del cuerpo tanto de la total y definitiva al fin de los tiempos, cuanto de la parcial y contingente ya en esta vida que nos prepara meritoriamente a la final.