LA VIDA ESPIRITUAL COMO PARTICIPACIÓN PROGRESIVA DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO(III)

Sagrado Corazón de Jesús

PSICOLOGÍA   SOBRENATURAL DEL  PROGRESIVO  RESURGIR

Tenemos la vida nueva comunicada al hombre entero, participada también por el cuerpo, ya que es comunicada en la raíz del alma en cuanto ésta es forma del cuerpo. Esa vida in actu primo es ya una participación de la resurrección de Cristo. Pero no basta. Recibidas y aumentadas o profundizadas por los Sacramentos las potencias, facultades y disposiciones activas y pasivas necesarias para la nueva vida resucitada con Cristo, falta aún la actuación sobrenatural de esa vida; actuación que a su vez aumenta y hace crecer las mismas potencias sobrenaturales, al parecer no por desarrollo vital activo de las mismas a la manera del desarrollo del entendimiento humano, sino por crecimiento realizado por Dios en vista del merecimiento humano; aun cuando la extensión de la potencia sobrenatural a los diversos elementos del organismo sobrenatural se obtenga probablemente por la actividad misma sobrenatural, como efecto sobrenatural causado instrumentalmente por la misma humanidad elevada del hombre.

Este aspecto de activación vital, de resurrección progresivamente invasora del organismo total de la persona humana es impulsado especialmente por la Eucaristía. La Eucaristía es en efecto el sacramento formal, inmediato, de la inmanencia vital espiritual de Cristo resucitado en cuanto informa o es cabeza de su Cuerpo Místico. Su Cuerpo y Sangre físicos nos alimentan para que verdaderamente seamos y vivamos por Él, y en Él junto al Padre. En la Eucaristía se realiza lo que pretendemos en nuestra ascesis por la virtud infusa del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

Ese impulso comunicado en la Eucaristía hay que secundarlo por la vida interior, por la integración psicológica vital de todos los valores sobrenaturales, por la vida de fe, por el gusto de Dios.

Los sacramentos se nos dan para que teniendo en nosotros por su medio los principios de una actividad psicológica sobrenatural, los pongamos en ejercicio. Por tanto, donde no hay vida interior absolutamente, no hay santidad activa, ni hay crecimiento de gracia.

Otra cosa es saber hasta qué punto el hombre puede tener conciencia de que actúa su vida sobrenatural. Este punto es más difícil, sobre todo porque muchas veces se confunde el sentimiento de la actuación dócil a Dios, de la moción actual sobrenatural, con la conciencia de la gracia santificante. De esta manera puede creerse que cualquier conciencia de docilidad actual a Dios es ya, por el hecho mismo, de dominio de la mística extraordinaria.

Otras veces parece confundirse la certeza de la docilidad actual a Dios con la de poseer estado de gracia.

No se puede negar que en esta materia, por evitar el escollo protestante de la certeza de fe de la propia justificación, hemos depreciado demasiado la realidad y aun la necesidad de la conciencia y seguridad moral del estado actual en gracia y de la docilidad a la moción de Dios70.

Siendo la vida espiritual actuación de la vida humana-elevada, que ni es meramente humana ni meramente elevada, es obvio que esa actividad deba ser consciente, a lo menos en cuanto humana. El primer síntoma en que se manifiesta la presencia de la gracia, de la vida resucitada, en el hombre es la advertencia dolorosa a la presencia de la carnalidad, del peso de lo carnal: Quis me liberabit de corpore mortis huius? Infelix ego homo71. Es ya un comienzo de liberación de la muerte, del cuerpo de la muerte. Mientras el hombre es plenamente esclavo de la carne no cae en la cuenta de que es esclavo de ella, por no haber aún en él un principio de vida que constituya un elemento de rebelión contra la muerte, contra el yugo de la materia. Cuando el hombre siente que es esclavo, ya ha comenzado a liberarse. Comienza la guerra contra la carne, el duelo de la vida y de la muerte, que se prolongará hasta que el espíritu sobrenaturalizado tome la plena iniciativa y se convierta en la Lex Spiritus, dominada la Lex carnis: «Nequaquam deserens coepta tua, consuma imperfecta mea».

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Siendo la perfección sobrenatural perfeccionamiento de la persona humana en su sumisión a Dios, donde más se encuentra a sí mismo es claro que el orden sobrenatural perfecto es aquel en que la persona sobrenatural se ha integrado perfectamente, en que la vida resucitada ha invadido todos los elementos naturales y personales a los que se puede extender.

Este crecimiento psicológico espiritual en su extensión al organismo sobrenatural supone una penetración o afirmación o unión con Dios del ENTENDIMIENTO por la fe y juicio estimativo según la misma fe; de la VOLUNTAD por la caridad y la firmeza de volición sobrenatural; de la MEMORIA por la esperanza y juicio estimativo de lo concreto según ella; de la AFECTIVIDAD por el afecto proporcionado a cada cosa natural o sobrenatural conforme al juicio estimativo de la fe sobre ella.

La integración sobrenatural, lo mismo que la natural, se realiza principalmente por el recto funcionamiento de la afectividad; tanto espiritual, como psicológica, y aun orgánica, pero siempre sobrenatural.

Más concretamente en el aspecto de su extensión al cuerpo la maduración de la vida resucitada psicológica se realiza especialmente en aquel campo de la afectividad que realiza los empalmes entre el espíritu y el alma bivalente, y entre ésta y el organismo.

Mientras la afectividad sobrenatural no haya sido desarrollada y confirmada en el hombre, no puede decirse que se ha llegado a la perfecta resurrección a la vida sobrenatural. Es esencial a la resurrección total del cristiano integrado en Cristo, que la afectividad (correspondiente en toda persona normal a la estimación justa del conocimiento y a la tendencia refleja y consciente del amor y de la voluntad) corresponda también a los juicios de valor de la fe y a la voluntad dominada por la caridad. Así como en el orden natural no hay perfecta integración psicológica personal mientras una persona no siente afectivamente lo que estima rectamente y en el grado en que lo estima, del mismo modo en la integración personal e invasión de la vida resucitada sobre la psicología del hombre.

Mientras no ha llegado a esta integración personal sobrenatural, no diremos que el hombre está muerto, ni que está indispuesto para recibir los sacramentos; pero sí que aún no se desarrollado plenamente su vida sobrenatural participada de la resurrección de Cristo, que su cuerpo no ha resucitado aún plenamente, que los dones del Espíritu Santo dados en el bautismo para que informen el entendimiento y la voluntad y sobre todo la afectividad formando el principio humano-elevado de una afectividad sobrenatural, no han llegado a su debido desarrollo integral. Este desarrollo no se obtiene por mero ejercicio físico o psicológico humano, sino por aumento de gracia, por oración y mortificación. Y es notable que en los autores espirituales el desarrollo integral de estos dones que se extienden a la afectividad y la hacen vibrar en correspondencia a las verdades de la fe, suela presentarse como señal práctica de la acción de Dios en el alma.

Pero nótese bien que se trata de un progreso en la actuación sobrenatural. Sin confundir la afectividad meramente natural y la afectividad-sentimiento en cuanto es actuación del don del Espíritu Santo que informa el sentimiento natural y lo eleva formando con él un solo principio sobrenatural. La afectividad y hasta sentimentalidad espiritual natural puede actuarse en contemplación quieta al ver, por ejemplo, una escena de la pasión. Pero para que se trate de verdadera contemplación sobrenatural tiene que realizarse esto no por una mera transposición de objeto de una misma e idéntica afectividad, sino por la actuación sobrenatural de un don, la cual se realiza no por ejercicio psicológico meramente, sino por vía de purificación afectiva meritoria. En general podemos decir consiguientemente, que no menos impide el pleno desarrollo de la contemplación sobrenatural la afectividad femenina que el intelectualismo masculino.

Es cierto que el sentimiento interno sobrenatural no depende de la voluntad de cada uno directamente, como tampoco depende en el orden, natural. Su desarrollo, una vez que está en germen en nosotros, depende de la acción de Dios, de la purificación sobrenatural del alma, de la oración. Pero por tratarse de un proceso normal en la vida sobrenatural, por tratarse de la perfección necesaria para nuestra integración personal en Cristo, es una gracia que Dios no niega a nadie que la pida con las debidas disposiciones: de ahí la justa insistencia de S. Ignacio por alcanzarlas en los ejercicios.

Esta afectividad interna sobrenatural está constituyendo esa nueva potencia (correspondientemente a la «nueva criatura») compuesta de la afectividad humana natural informada por el alma enriquecida con el don del Espíritu Santo. Tiene su parte también orgánica, que en nada impide que el sentimiento resultante total sea sobrenatural, según lo dicho más arriba sobre la influencia de la gracia en el cuerpo. Por eso su actuación constituye un paso más en la gloria actual del cuerpo resucitado por el bautismo y derivada a él de la gloria del alma. Otro tanto hay que decir en cuanto a la invasión de la nueva vida resucitada sobre las pasiones y sentidos.

El cuerpo participa progresivamente de la resurrección de Cristo en cuanto reina cada vez más en él la Ley del Espíritu, no solo porque le impone la voluntad, sino porque se sobrenaturaliza la afectividad, se dulcifican          las     pasiones     desordenadas,     se infunden      pasiones sobrenaturales divinas se elevan los sentidos mismos llegando hasta ordenarse los primeros movimientos, se espiritualizan los procesos naturales comenzando por el reino de la castidad: no en vigor de un angelismo psicológicamente mórbido, sino por una invasión del espíritu sobre la materia que resuelve le dualidad no por huida y represión, sino mediante una superación e integración victoriosas.

Al paso que el alma es glorificada, crece en su resurrección salvada en esperanza. y comunica esa gloria al cuerpo; a su vez esa gloria del cuerpo en su resurrección facilita y aumenta la actividad sobrenatural del alma que se siente como liberada del peso corporal. Disminuida progresivamente la fuerza de la concupiscencia (puede quedar siempre el «angelus Satanae» el «spiritus fornicationis») por la espiritualización progresiva del cuerpo radicada en la gracia de la Eucaristía, los sentidos mismos son integrados en Cristo, la mente se fija en Dios solo con los ojos de una fe cada vez mas iluminada, cada vez más atraída por la fuerza del testimonio de Dios que le habla. La mente va viviendo en el cielo, en Dios, según el deseo litúrgico de la Ascensión; el entendimiento va rumiando sápidamente la Palabra de Dios comunicada a ellos sea sensiblemente; sea infusamente; el hombre se adhiere afectivamente a solo Dios en la tersura de la castidad del corazón transparente a la mirada de Jesucristo, y su afectividad gusta del gozo del Señor superior a todo gozo en la plena expansión del don de Sabiduría dado para saborear la Sapiencia del Padre, gozando en grado correspondiente a la plenitud de su estimación de Dios entrando así en gozo de su Señor. Es la gran gracia que pide S. Ignacio en la ultima semana de los Ejercicios: gozo del gozo de Cristo.

Y de ese gozo participan también los sentidos glorificados actualmente. La vida de Cristo resucitado en la tierra con su cuerpo ya glorioso, aunque no aún a la diestra del Padre, es la expresión sensible de lo que era su vida terrena antes de la muerte en su aspecto afectivo y dominativo: estaba en la tierra sin ser de la tierra; estaba en la tierra siendo del cielo; llevaba un verdadero cuerpo de carne pero no carnal. A su semejanza el cristiano resucitado vive con la mente en el cielo: estando en la tierra no es de la tierra. Miembros del Cuerpo Místico [«soma»] cuyo concepto mismo sugiere formalmente organismo, es decir: ordenación vital del ente extrínseco al acto capital, adquiridos por la fe y el bautismo, manifiesta Cristo en nosotros al Padre Eterno que él conoce comprehensivamente, y se cumple en nosotros la medida de la gloria que le ha sido prometida. Con el gozo fijo en el cielo donde está su Cabeza, el cristiano sufre en sus miembros de la tierra que continúan crucificados a ella precisamente porque están invadidos de la gloria de la resurrección y siendo de carne no son carnales, siendo su castidad cristiana el testimonio de su resurrección, de su fijación en Dios.

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El grado de participación a la resurrección de Cristo se conmensura prácticamente a estos dos elementos que la manifiestan: la devoción y la crucifixión de la carne: Etsi crucifízus est ex infirmitate sed vivit ex virtute Dei90: afirmación de Cristo y negación de cuanto no es Cristo.

La intensidad de esa vida decimos que se gradúa en primer lugar por el fervor de la devoción, como «promptitudo ad serviendum Deo» con plena docilidad a su voluntad, como sujeción a Dios, de modo que la vida del hombre entero, alma y cuerpo, viva para Dios con la vida de Dios; de tal suerte que ya no viva el hombre, sino Cristo viva en el hombre.

Ahora bien: Cristo vive solamente allí donde reina. Vivir Cristo en un lugar no significa sólo que Cristo está allí presente. Siendo Cristo vida del alma en el orden sobrenatural, Cristo vive en el alma cuando el alma vive con la vida de Cristo. Lo mismo que decimos que el alma vive en el cuerpo en la medida que le comunica formalmente su vida, en la medida en que el cuerpo vive con la vida del alma. Y ese pleno dominio de Cristo sobre el alma entera y por el alma sobre el cuerpo, se manifiesta en la docilidad blanda de la devoción.

La vida misma del Cuerpo Místico no hay que medirla tan solo extensivamente, viendo quiénes forman parte de él sino sobre todo intensivamente, en qué grado participan los miembros de la vida gloriosa de Cristo, de los sentimientos internos de su Corazón.

En efecto, somos Cuerpo de Cristo porque nuestra vida está informada por la vida divina de Cristo resucitado, de modo análogo a como el cuerpo físico es informado por el alma. Al decir «informada» queremos decir que la vida de Cristo es ya el fin inmanente de nuestra vida, ordenándola siempre más a sí, y disponiendo por la gracia santificante que él viva en nosotros y se haga él la perfección de nuestra plenitud.

De esta manera cada miembro de Cristo desarrollándose hasta la plenitud de la edad de Cristo se integra plenamente en una vida de devoción intensa y de consolación espiritual en el puesto señalado por Cristo en su Iglesia.

Este estado creciente de fervor no significa necesariamente la supresión de toda presencia sensible de la «carne». Jesucristo que era él mismo la Vida, quiso participar de nuestro cuerpo de muerte y sintió en su cuerpo el peso de la muerte a la que superó. También la Virgen lo sintió. Y nosotros en la vida de fe oscura pasamos por la noche semejante al Sheol, por la languidez de la muerte hasta que en la misma fe la noche se hace luminosa: Tenebrae tuae erunt sicut meridies. Después de nuestra resurrección en el bautismo con Cristo nos hallamos ahora nosotros en las circunstancias en que se hallaba Jesucristo en su vida mortal: nuestra vida de gracia nos hace participantes de la vida de Dios, pero aún sentimos en nosotros el peso de lo carnal y las penalidades (no ya para nosotros castigos) del pecado original.

El vigor de la vida resucitada participada de la resurrección de Cristo se muestra precisamente en la fuerza de la crucifixión de la carne97, entendida ésta siempre en su sentido animal, incluyendo el amor propio y las pasiones desordenadas aun espirituales; el mismo demonio en este sentido es carnal y animal. Pues bien, cuanto más pujante es la vida, más fuerte es la crucifixión de la carne; y al revés, cuanto más pujante es la carne, tanto menos vive el espíritu. En efecto; nuestra resurrección actual en la vida presente no es todavía plenamente formal, sino en parte todavía solamente virtual o comunicación de la virtud vital de Cristo resucitado. Es la resurrección eterna de Cristo participada, que establece en nosotros el duelo admirable de la resurrección in fieri contra la virtud de la muerte aún no totalmente vencida en nosotros. No entramos en la vida eterna, donde está absolutamente excluida la muerte, hasta que no se destruya nuestro cuerpo de pecado o deficiencia, por medio de aquella crucifixión de la que el bautismo fue abanderado y continúa siendo sacramento eficaz; crucifixión que señala en nosotros el triunfo de la virtud de Jesucristo resucitado, ya que morimos gustosamente.

Hay un equilibrio entre los dos elementos: Qui sunt Christi carnem suam crucifixerunt cum vitiis et concupiscentiis. Es una crucifixión perpetua que nunca cesa del todo100. Por eso dice S. Pablo: Spiritu ambulate et desideria carnis non perficietis; no dice que no sentirán los deseos desordenados de la carne, sino que no los realizarán, porque los crucificarán vivos. Es la proporción que nota S. Ignacio entre el espíritu y las pasiones: «Ni tampoco por el contrario haya tanta remisión en ellas [obras de penitencia] que se resfríe el espíritu y las pasiones humanas y bajas se calienten».

Sólo en los últimos estadios de la vida espiritual cesa en alguna manera esa crucifixión de la carne, en cuanto cesa el carácter doloroso de ella manteniéndose el de separación de las cosas todas, y en cuanto parece que hasta los sentidos se alegran en Dios vivo. Pero no cesa en modo alguno en cuanto se desahogan las tendencias naturales, sino en cuanto quedan sobrenaturalizados los sentidos y hasta los primeros movimientos, convirtiéndose en fomentadores positivos del amor de Dios, a quien llevan no por el goce que ellos disfrutan de las cosas, sino porque en su actuación misma el alma por sus sentidos goza de Dios solo. Pero aún entonces queda un dolor mucho más grande que todos los dolores producidos por la crucifixión de la carne en los estados precedentes, y que suelen designar los autores de espiritualidad como «Nox Dei». Ya dice la Imitación de Cristo que «sin dolor no se vive en el Amor». Un amor muy puro y muy intenso es por sí mismo dolor; y cuanto menos puro y menos intenso es el amor, tanto lleva consigo dolores que no son él mismo. Cuando el amor es todo dulce, sensible, el dolor reside también en la parte humana y natural. Cuando el amor se purifica, es aún más gustoso, pero es también más doloroso; y el dolor invade el espíritu retrayéndose tal vez de la parte humana y natural, cuyos padecimientos son un refrigerio.

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Se habla a veces, y con invocación de S. Agustín y de S. Juan de la Cruz, como si en la cumbre de la resurrección gloriosa de la vida presente desapareciese la crucifixión, entendiendo esta desaparición al menos prácticamente como si ya cesaran entonces los frenos de la abnegación y de la renuncia. Son modos de hablar que producen impresiones que deberían evitarse, aunque el fondo de la idea que quiere expresarse sea verdadero, según lo que acabamos de explicar. Pueden conducir a error a gente sencilla. Se viene a pensar que la renuncia es como un túnel que hay que pasar, pero para recuperar después todo. Por eso hay que recalcar siempre que aun obtenida toda la perfección posible en este mundo, la crucifixión no cesa. No sólo por el valor redentivo del sufrimiento al que nos asocia Cristo, sino aún por la necesidad de mantener a raya nuestra propia carnalidad. Se podrá decir que cesa en cuanto se acepta con gusto la crucifixión total dolorosa. Pero la presencia espiritual de Cristo en el hombre hace que nunca más guste lo carnal en cuanto tal. El hombre resucitado sobrenaturalmente busca ya meramente, en vigor de su espiritualización integrada, la plena sumisión a su Cabeza, a la voluntad de Dios.

Otros valores no son valores sino integrados aquí y en cuanto integrados.

Así como en la resurrección final no se recupera la carnalidad y quien renuncia al placer prohibido de la carne renuncia para siempre, sin que lo goce tampoco en la otra vida, de análoga manera en el orden actual de la resurrección in fieri participada no existe una recuperación de la carnalidad ni siquiera en el sentido de amor propio e independencia en el obrar. Ésta se ha perdido para siempre. Ya no se recupera la propia personalidad en el sentido de disposición independiente de sí, aun respecto de Dios. Esa disposición independiente ha perecido para siempre, puesto que Jesucristo es Cabeza del hombre resucitado que va invadiendo progresivamente hasta las últimas fibras del cuerpo mismo.

Ni se diga que entonces el hombre estará tan sometido a Dios que haciendo su propia voluntad hará la de Dios. Son matices que pueden parecer despreciables. Pero en realidad lo contrario es cierto: que el alma haciendo formalmente la voluntad de Dios hará su misma voluntad, que es obedecer en todo a Dios su Vida.

Del mismo modo no gustará a Dios por el gusto de las criaturas, sino que en el uso de las criaturas gustará de Dios mismo. Sirviéndonos de un ejemplo baladí: cuando vemos sonreír a una persona, no contemplamos primero y gozamos del movimiento de los labios y de los músculos faciales de aquella persona para deducir de allí la belleza de su estado interior; sino que sin detenernos reflejamente ni gozar de los movimientos de los músculos intuimos directamente y gozamos de la sonrisa interior de aquella persona amable. Lo mismo pasa: con Dios en este estado: el alma no se detiene en la consideración, como reflejo, del valor y belleza de las criaturas ni en su goce para pasar de allí a la consideración y gozo del amor de Dios, sino que todas las criaturas se convierten para ella como en la sonrisa de Dios que le ama, siendo más realidad para el alma el amor y la sonrisa de Dios que la materialidad de las criaturas.

Es decir; que en el grado supremo de resurrección espiritual de esta vida presente, el hombre no ama las cosas y por el amor de las cosas sube a Dios, sino que sólo ama a Dios en todas las cosas; y a las cosas mismas las ama en cuanto radican en Dios, donde son más maravillosas que en sí mismas. Es la experiencia indecible e inexplicable de la unión íntima con Dios, que a nosotros pobres imperfectos nos parecen contradictorias, y que no se pueden resolver por explicaciones especulativas, sino por la realidad de aquel amor divino por el que ama las cosas sin amarlas, amándolas sólo en Dios y a Dios en todas ellas: como Cristo ama a todas las cosas en sí mismo y sin embargo las ama con el amor que corresponde a aquellas mismas cosas.

El hombre ha llegado así a la plenitud de su resurrección actual.