CONSAGRACIÓN BAUTISMAL, PERSONAL, RELIGIOSA, FAMILIAR
Luis María Mendizábal. S.J, homilía pronunciada el 5 de enero de 1979
La gruta de Belén es el lugar donde termina y donde comienza el nuevo año. Diríamos, que en la intersección, en la intersección de los dos años, en la intersección de la ancianidad que va terminando y de la fuerza juvenil que se va abriendo, está el Niño de Belén entre la adoración y los cuidados de María y de José, está la Sagrada Familia. Y este año que se abre, y en el cual, con la gracia de Dios, a pesar de los obstáculos y a través de todos ellos, vamos a realizar una renovación fundamental de nuestra vida cristiana –que el Señor en su disposición providencial va llevando de esta manera a su culminación-, vamos también a partir de esta cueva de Belén.
El Corazón de Cristo late ahí, nos da el sentido de esos Misterios, que no podemos comprender del todo hasta que no hayamos contemplado el Costado abierto de Cristo en la cruz. Porque esos Misterios de la infancia son silenciosos. Y son silenciosos, en primer lugar, porque si notamos, los personajes de esa Sagrada Familia guardan silencio. En todas las escenas del Nacimiento no se cuenta en el evangelio ni una sola palabra de María y de José. Se dice que los pastores salieron y contaban lo que habían visto, se nos dirá también que el anciano Simeón y la anciana Ana cantaban a Dios. Pero sorprende que en todas ellas, en todas esas escenas, María, José y el Niño están en silencio. La primera que les veremos pronunciar será a los doce años de Jesús, cuando se quedarán en el templo en un momento decisivo de su vida. Es pues Misterio de silencio.
Y también es misterio de silencio en cuanto al contenido de su mensaje. Si no tuviéramos más que las escenas de la infancia, sólo de ellas no deduciríamos un mensaje para nosotros. El mensaje lo descubrimos como fruto de la revelación ulterior de Jesús. Cuando Él habla a lo largo de su vida y nos explica lo que es Él, lo que es el plan del Padre, lo que es el amor con que el Padre da a su Hijo por nosotros, entonces volvemos a estas escenas y comprendemos, con su sentido inmensamente rico, el sentido del amor de Dios, el sentido de su entrega total, el sentido de la Palabra que se ha hecho infante, que se ha hecho silenciosa, que se da así, sin palabras, para corregir aquel defecto nuestro por el que hablamos mucho sin entregarnos jamás. Y así llegamos, a través de la luz del Costado de Cristo, a entender los latidos de ese Corazón que está ahí, en esa gruta de Belén, que está ahí entre los cuidados de María y de José, que parece que no cae en la cuenta de nada de lo que está sucediendo y que sin embargo es el que sostiene todas esas escenas. Es el que hace latir el corazón de su Madre, es el que a través de los ángeles que le sirven llama a los pastores, es el que pone corazón de cuidados y amores en San José, es el que va trayendo todos los que son llamados para venir allí y adorarle. ¡Y el que aparentemente, ni cae en la cuenta de lo que está sucediendo! Es ese misterio maravilloso de la lección suprema del amor en el ambiente de la familia.
Es ese misterio el que de una manera especial se repite en la Eucaristía, en la Eucaristía, donde de nuevo se hace Palabra sin sonido, se hace Palabra encarnada. Se hace Palabra ahí, bajo las especies del pan y del vino, cuando parece que no es nada ni es nadie; sin embargo, es el que sostiene los corazones de todos vosotros que habéis venido aquí movidos por Él para acercaros a Él. Aparentemente algo que no se explica, pero en realidad algo que se vive en el fondo del corazón, porque ese que llama, se entrega y se da así. Como a los pastores los enriqueció y ellos vinieron a adorarle y luego se marcharon porque no eran don. Traían dones pero no eran don. Y ellos se marcharon, pero llenos también de la gracia del Señor que les acompañaba y que los ponía dentro del corazón un tono de vida nuevo porque ¡les había nacido el Salvador! Y anunciaban a cuantos encontraban en el camino que había nacido el Salvador.
Así también nosotros salimos del contacto eucarístico llevando dentro de nosotros la presencia de ese Cristo. Presencia también interiormente impalpable, intangible, pero realista, porque vivifica nuestra vida. Y se hace advertir por el tono que le da la calidad interior que le comunica las virtudes interiores que va desarrollando en nuestro corazón, y que nos hacen salir del encuentro con Cristo renovados interiormente y dispuestos a vivir los planes del amor de Dios. Por eso en esa Sagrada Familia, podemos ver el punto de partida para este año nuestro, de nuestra consagración, en la catequesis de la consagración al Corazón de Cristo.
Habéis venido a pesar de las circunstancias difíciles, a pesar de este periodo del año, de estas vísperas de Reyes en el que familiarmente tiene tantas atracciones y presenta tantas dificultades, para esta empresa de venir hasta aquí. Habéis venido en número notable. Y habéis venido representando a los que no podían venir, sin interrumpir estos viernes que seguiremos celebrando fielmente. Y habéis venido para escuchar esta catequesis participada en esta Eucaristía, y poner más adelante en movimiento, familiarmente, en lo que es la familia natural, en lo que es la familia religiosa, para vivir familiarmente los planes de Dios. Por eso voy a tratar de decir unas palabras a partir de este Misterio, del Misterio de la cueva de Belén, del Misterio de la familia de Nazaret, para que nos sirva para prepararnos también nosotros a la realización de esa consagración.
Hablábamos ya en días precedentes de lo que la consagración es, en un cierto sentido teológico, de los matices que puede presentar cuando se trata de la consagración de una entidad social, como es la familia o es la nación. Y hablábamos de la imagen y del sentido de esa imagen que se expresa, se presenta y se propone, y lo que lleva consigo de riqueza también como instrumento pedagógico.
Hoy voy a indicar los grados de consagración -luego iremos viendo cómo los subimos-, la posibilidad de grados de intensidad de consagración, cuándo se hace una consagración, cuándo se renueva una consagración, cuándo se hace una consagración nueva, no sólo se renueva la que uno tenía hecha, sino se hace una nueva consagración.
Toda consagración -lo indicábamos ya-, toda consagración es iniciativa de Dios. Es verdad. La misma consagración bautismal no es simplemente obra del hombre, es Dios el que nos llama a su familia, es Dios el que nos invita a entrar en ese círculo trinitario. Y cuando por la gracia de Dios nosotros accedemos a su llamada y nos ofrecemos, Él nos asume en ese círculo trinitario. Aun cuando eso haya sido en un período en el cual no caíamos en la cuenta, aun cuando haya sido en ese momento del Bautismo del niño pequeño, que antes de que haya tenido uso de razón ha sido introducido ya en el ambiente de la familia de la Trinidad. Diríamos que Dios quiere que el niño nazca en la familia
trinitaria, en esa familia que tiene su reflejo en la familia de Nazaret, su reflejo; tiene como una cierta visibilidad. Y así el Señor quiere introducirnos a la intimidad del Padre poniéndonos al mismo tiempo en la intimidad de su Madre misma terrena. Eso es una consagración, iniciativa de Dios con aceptación del hombre.
Cuando luego ese niño llega a la edad adulta y toma conciencia de lo que es Dios, del amor de Dios que le ha llamado, que le ha envuelto, entonces renueva su consagración. Diríamos, hace conscientemente lo que en aquella consagración se contenía, pero además con conciencia del amor que en esa consagración primera se implicaba, cayendo en la cuenta del designio amoroso de Dios. Esto más bien, diríamos, es aquella misma consagración hecha consciente, vivida. Es pues la misma consagración. Pero esa consagración lleva consigo el compromiso de cada uno de nosotros, un compromiso que asumimos al hacer consciente esta consagración. Y el compromiso es el de vivir nuestra fidelidad al Señor, nuestra fidelidad de amor, el vivir conforme a lo que somos: hijos de Dios.
Y entonces, una de las condiciones de esta fidelidad de hijos de Dios es la de que cuando Él nos invita, nosotros lo aceptamos, que cuando Él nos pida algo nosotros se lo hagamos, respondamos a sus exigencias. Y no sólo en lo que es materia de pecado sino también en lo que es materia de perfección y de delicadeza. Y así todo cristiano, por el hecho de serlo, tiene que responder a lo que Dios le pide aun en cosas de exigencia de la gracia. No vale decir: -yo no soy religioso, no soy sacerdote, yo no soy monje, por lo tanto con no pecar tengo bastante. Esta actitud no es cristiana, no corresponde al compromiso bautismal de quien ha sido admitido a la intimidad de la familia de Dios. Por lo tanto, no es perfecto cristiano quien no responde positivamente a las exigencias del Señor. -¡Ah!, ¿entonces igual que los religiosos? No, porque las exigencias del Señor no son las mismas. Pero nadie puede limitarse a no pecar porque estamos en este mundo no solamente para no pecar, sino que nuestra consagración bautismal nos hace ser hijos queridísimos de Dios. Y hemos de vivir como hijos queridísimos que viven la intimidad del Padre, como hijos que conocen la bondad del Padre y le aman, y expresan ese amor a lo largo de toda su vida, toda la vida vivida en la presencia del Señor.
Pero sucede que, en este progresar respondiendo al Señor, hay una continua renovación de la primera consagración. Podemos decir que esa consagración es bueno renovarla incluso cotidianamente porque es como reafirmar la voluntad de ser de Dios, reafirmar la voluntad de ser objeto del amor de Dios y de responder al amor de Dios. Es la consagración al amor de Cristo renovada. Renovada continuamente día a día, más particularmente en determinadas fechas que tienen un cierto significado humano. Concretamente en un comienzo del año, al término del año, en un comienzo del mes, esto que hacemos nosotros aquí en esta nuestra reunión mensual en la celebración de esta fiesta del Corazón de Jesús. Y sería bueno que hiciéramos -y lo podemos hacer en adelante-, renovar nuestra consagración. Es un renovar la consagración.
Pero hay momentos en los cuales uno hace una nueva consagración. Es el caso del religioso, de la religiosa, que siendo fiel a las llamadas del Señor, comprende que en un determinado momento el Señor envuelve su corazón con su amor, y comprende que ese amor es de tal categoría, es de tal exigencia y es de tal intensidad, que les hace entender que Dios quiere, que Jesucristo quiere, que lo indivisible de su corazón esté puesto en sólo Él. Que Él le llama a un seguimiento corporal, a dejar todo lo demás para dedicarse sólo a ese seguimiento corporal de Cristo-en-la -Iglesia. Y entonces, siendo fiel al compromiso bautismal, dice un ‘sí’ a la exigencia del Señor, y entonces se encuentra en una situación estable, definitiva, nueva. Y en esta situación estable, definitiva, nueva, realizada precisamente por la exigencia del amor del Señor y la invitación de ese amor, acepta esa invitación del Señor y realiza su respuesta según la exigencia, haciendo donación total de sí mismo. Es el momento de una nueva consagración. Será la consagración religiosa vivida también bajo el signo de ese amor. Y entonces el Señor le acepta y el Señor entonces le consagra.
Notemos bien este punto que yo quiero insistir. Es éste, que en toda consagración la iniciativa es de Dios, es la gracia que mueve, no es una pura voluntad del hombre. Pero además esa gracia que mueve, mueve sí a ofrecernos a Dios, pero no bastaría nuestro ofrecimiento a Dios si ese ofrecimiento no viniera a ser coronado con la acción de Dios que acepta nuestro ofrecimiento y lo sella, y nos establece de manera definitiva en esa nueva relación personal con Cristo.
Y ahí tenemos una consagración religiosa, ése es el caso de una consagración religiosa. Pero puede darse en el orden de la vida personal, de una persona, un momento en el cual hay una exigencia del Señor que le hace notar que le pide como una situación espiritual nueva de generosidad, de entrega, de renuncia. Y ése es el momento en el cual uno, accediendo a la invitación del Señor, renueva su consagración. Ya no es simplemente la de antes, es una nueva consagración. Es la consagración por la cual asume esa invitación del Señor y se coloca de manera estable y definitiva en esa relación personal con el Señor. Hay pues nuevas consagraciones.
Y entre esas nuevas consagraciones puede haberlas también hasta los grados superiores de la vida espiritual y mística. Y tendríamos que el mismo matrimonio espiritual, de que nos habla santa Teresa, sin duda participa del carácter de una consagración en ese nivel, con esa exigencia, en esa dedicación de amor, en esa limpidez de entrega, que significa también la llamada del Señor, para quedarse establemente en ese nivel y trabajar por mantenerse fiel a Él. Son pues nuevas consagraciones. Tenemos que, en la fidelidad a la propia consagración, esa consagración se va purificando, se va elevando, y pueden llegar momentos de situación definitiva. Esto es en el orden personal.
Y en esta misma línea habría otro matiz interesante: ¿Cuándo podría haber una nueva consagración? Cuando incluso, por las condiciones humanas permitidas o queridas por el Señor, la persona se encuentra definitivamente en una condición humana, en una condición humana que la gracia recoge, que eleva y santifica.
Vamos a poner un ejemplo de esto, de una nueva consagración. Esta persona que va haciendo su consagración, la va renovando día a día, año por año, llega un momento en que entra en el matrimonio. Esta nueva condición de vida puede ser la circunstancia providencial para su propia consagración personal nueva. No hablo ahora de la consagración familiar, la consagración personal nueva en esta nueva condición de vida.
Y hay otro caso: Uno que, por la voluntad permisiva y providente del Señor, cae en una enfermedad crónica, definitiva, éste puede consagrarse de nuevo, hacer una nueva consagración, la consagración del enfermo que acepta su enfermedad, que acepta la misión que esa enfermedad lleva consigo, que acepta el amor con que Dios lo ha permitido a pesar de que no ve el sentido de esa enfermedad. Pero en un amor pleno, luminoso en la oscuridad de la fe, acepta esa misión y se consagra como enfermo a los planes de Dios. Hay una consagración nueva. No es simplemente la misma, no, es una nueva porque el Señor le ha colocado en condiciones nuevas y él asume esa misión nueva por los caminos que el Señor ha permitido. Veis la diferencia que es fundamental: si una persona que está viviendo su consagración normal cae enferma de una enfermedad momentánea, de una gripe, no es ese consagrarse como enfermo porque no es consagración definitiva. No es estado definitivo, es simplemente como un episodio de su vida normal, no es como una vocación. Quien cae en una situación definitiva de este tipo es como una vocación de Dios, doloroso quizás humanamente, pero grandiosa en los planes de Dios. Y entonces viene la consagración, consagración nueva del enfermo, consagración en la aceptación de la cruz, en la aceptación de los planes de Dios. Consagración de vivir, en la alegría y en el Magnificat, los planes del Señor a través del sufrimiento y del dolor de sus miembros destrozados.
Pues bien, esto mismo puede suceder en la familia. Hablábamos de la condición de la consagración de la familia. La familia debe renovar su consagración, la familia. No es lo mismo que la consagración bautismal. No es lo mismo, porque la consagración bautismal se expresa luego en la consagración personal dentro de la familia. Pero la familia como tal es una entidad nueva. Es la entidad social que se constituye, no simplemente por el matrimonio, que sería sólo la sociedad matrimonial, sino después, como derivación del matrimonio, por la presencia de los hijos y la constitución del conjunto familiar. Y ese conjunto familiar se ofrece a Dios porque viene de Dios. La iniciativa de ese matrimonio ha venido de Dios si hemos procedido como se debe proceder. Y ha sido Dios el que ha constituido, y ha sido Dios el que lo ha cuidado, y ha sido Dios el que lo está enriqueciendo y le está dando las cualidades de todos los aspectos constitutivos de la familia. Y la familia, entonces como familia, lo reconoce. Y la familia entonces se entrega y hace su consagración.
Dios la ha hecho, la ha elevado, la ha santificado. Le invita a reconocer esa riqueza de su amor y a vivir de ese amor. Y la familia responde a esa invitación, como ser humano social elevado al orden sobrenatural, y se consagra. Y el Señor acepta esa consagración. Y por eso es conveniente que esa consagración se haga con un acto litúrgico, en el cual se acepta el plan de Dios, y Dios acoge la familia y la sella como familia suya, como lugar donde se debe reflejar los planes de Dios, siendo como una prolongación de la familia de Nazaret, modelo supremo, viviendo las virtudes de la familia cristiana. Porque la verdadera realización de la consagración no es una formula, sino que consiste en vivir las virtudes propias reflejo de las virtudes del Corazón de Cristo. Diríamos que la familia consagrada humana debe aprender las virtudes de la familia de Nazaret y vivir las virtudes de la familia de Nazaret. Y vivirlas en medio del mundo, como ellos lo vivieron, en medio del mundo agitado como el de ellos, en un mundo que estaba entonces en revolución y en agitación, en medio de ambientes de lucha, de guerrillas, y que tiene que huir a Egipto, y que tiene que vivir en medio de las circunstancias semejantes a las nuestras, pero vive la riqueza del misterio de la fe. Eso es lo que pretende esa familia.
Y entonces esa familia, viviendo esta consagración, la renueva. Y la renueva cada día, la renueva cada mes, la renueva cada año. Y va renovándola. Pero puede haber momentos en los cuales la familia se encuentra en una condición nueva, porque ha caído en la desgracia, o porque ha caído en la miseria, y la acepta, y se consagra; o porque se ha encontrado en una situación nueva diversa, en una llamada nueva al Señor. Entonces hay consagraciones de grados diversos. Consagraciones incluso en una dedicación apostólica como el Señor puede llamar. No vamos a creer que ése es el ideal de toda familia, pero no cabe duda que Dios, en su amor a una familia, la llama a veces a una misión familiar apostólica, en la cual incluso como familia comprende como misión suya, especialísima, la dedicación a ese amor del Señor y la extensión de ese Reino de Cristo. Y entonces esa familia, diríamos que en cierta manera, es llamada por el Señor a un seguimiento como familia. Desde luego muchas veces como matrimonios está claro, pero aún como familia. Entonces tenemos una familia en la cual el Señor particularmente se complace, y a la cual asume e invita para que acepte ese nivel de su llamada y se consagre a ese nivel de entrega como la familia de Nazaret. Son pues niveles, progresiones, grados, siempre según el mismo esquema, a la invitación del Señor y la respuesta del hombre sellada por el amor y la acogida del Señor.
Éste es pues el horizonte que se nos presenta. No son puras teorías. Éste es el misterio de la vida de cada uno de nosotros. Es la verdad del Señor que nos busca.
Por eso el Señor nos dice a cada uno de nosotros, nos llama a cada uno de nosotros, nos pone delante a todos, el ejemplo de aquella familia de Nazaret. ¡A cada una de las familias! Cada una de ellas tiene que enfrentarse con el Misterio de Belén. No simplemente como una cuestión idílica para ocuparse en otras fiestas y alegrías, sino para mirarse en ese espejo y ver cómo va reflejando en sí las virtudes, esas virtudes de la familia cristiana, la aceptación de esos valores fundamentales, que hemos de salvar por encima de todo, por los cuales hemos de luchar continuamente, y que hemos de reflejar en nuestra vida con las virtudes del Corazón de Cristo.
Así también nosotros nos encontramos al comienzo del año en el Misterio de la familia de Nazaret. También en ella vemos pasos como definitivos. Vemos en ella desde el Nacimiento en Belén, la Presentación en el templo, vemos luego la vida escondida en Nazaret, y vemos esos momentos definitivos también en que Jesús de queda en el templo y entra con un nuevo nivel en aquella vida. Y en todos ellos María vuelve silenciosa rumiando todo lo que había sucedido en el fondo de su Corazón, enseñándonos esa ponderación de fe de los Misterios aparentes, ininteligibles, que rodean a la vida familiar, para profundizar cada vez más en la intimidad del Señor y en el cumplimiento de sus planes.
Como terminación de esta indicación y de esta orientación abierta, yo quisiera, en el nombre del Señor, exhortaros a responder a Él. Cuando hace pocos días tuve la dicha de asistir a una Audiencia del Santo Padre en Roma, me conmovieron sus palabras que quiero transmitirlas, con sus consignas, el día 30 de diciembre, hablando a la Acción Católica Italiana.
En unos de los momentos decía estas palabras, que yo quisiera que las escucharais como de labios del mismo Cristo. Les decía así, teniendo presentes a los 650.000 inscritos de la Acción Católica Italiana: Yo les digo a cada uno: Ánimo, sé fuerte y generoso. Yo confío en ti. Haz honor a Dios, a la Iglesia y al Papa. Esta palabra quisiera que la oyerais cada uno porque él seguro la dirige a cada uno. Y lo hace, no a título personal, sino en nombre de Cristo:
¡Ánimo, sé fuerte y generoso! ¡Yo cuento contigo! ¡Haz honor a Dios, a la Iglesia y al Papa!