Considerarse inocente, purificado, tener compasión de los pecadores y limitarse a ofrecer plegarias y sacrificios para que todos ellos obtengan de Dios el perdón, no es actitud plenamente católica. Tanto menos obraría en católico quien trazarse una línea de división entre sí y los pecadores, aunque se interesase por ellos, en cuanto son causa de las heridas al Cuerpo Místico.
Quien tuviese semejante idea del orden sobrenatural de en que vivimos, hallará difícil comprender la reparación en su verdadero sentido. Se preguntará, en efecto: “Sí puedo curar las heridas del Cuerpo Místico con mi apostolado, con buenas obras de toda clase, ¿Por qué debo hacerlo precisamente por medio del dolor y de sufrimiento? Sí soy inocente, ¿por qué sufrir?”
Esta pregunta se hace más acuciante en el misterio de la Cruz de Cristo. ¿Por qué Él acepto sufrir tanto, si un acto de amor hubiera sido suficiente para merecernos la gracia y el perdón?
La reparación tiene doble sentido: uno más amplio que corresponde genéricamente a “consolación” y otro más precisó que indica “expiación”.
Reparación en cuanto “consolación”, comprende todas las buenas acciones que de algún modo compensen los pecados e ingratitudes contra Jesucristo; buenas acciones como: la oración, el amor, las buenas obras, los sacrificios…
Reparación en cuanto “expiación”, exige la necesidad de padecer un sufrimiento. Tratándose de nuestros pecados personales, no basta honrar y amar a Dios, debemos también ofrecerle una satisfacción – expiación – por nuestros pecados. Y, para los pecados ajenos, vale el mismo principio.
Esto ha sucedido concretamente en la satisfacción que Jesús quiso ofrecer por nosotros. Estamos ante uno de los mayores y fundamentales misterios del orden sobrenatural: Jesucristo satisfizo por nuestros pecados. Para merecernos la gracia del perdón, hubiese bastado un solo acto suyo de amor. Ni era necesaria su encarnación; hubiera sido suficiente que tomase la naturaleza angélica para realizar acciones infinitamente y obtenernos también la gracia del perdón.
Mas, hasta que punto esta hipótesis sea contraria al pensamiento de San Pablo, aparecen en sus constantes afirmaciones sobre Jesús, hecho a nuestra semejanza, uno de nosotros, para realizar su plan: “Nacido mujer, nacido bajo la Ley para rescatar aquellos que estaban bajo la Ley” (Gál 4, 4-5- )
Siendo realmente Él nuestra cabeza, nuestros pecados se convertirían en cierto sentido en suyos, y su reparación en la nuestra. No se trataba de metáfora jurídica, en el sentido que el Padre actuará como si Jesús hubiera cargado con nuestros pecados. Esto no justificaría Su divina acción. En realidad, la divina justicia, como condición necesaria para que la misericordia perdonarse, exigía la pasión y la muerte de Jesucristo.
Habituados a considerar la misericordia divina sólo con nuestros conceptos, estamos tentados a creer que Dios, en su misericordia podría perdonar todo los pecados de la humanidad sin necesidad de una estricta reparación, pero esto acaso no es del todo exacto. Como es absurdo considerarlo que puede hacer la Omnipotencia divina, prescindiendo de la ordenada Bondad, igualmente es también absurdo considerarlo que puede hacer la Misericordia, sin tener en cuenta la Justicia. Esta última es, en efecto, un atributo divino no menos verdadero que la Misericordia; y ella exige la reparación.
Tal vez podamos aclarar la cosa con un ejemplo.
Supongamos ser amigos de una alta personalidad, la cual, en una ocasión, es injuriada por un súbdito. Ciertamente nuestras muestras de amistad y reverencia podrán consolarle de la injuria, podrán acaso hacérsela olvidar; pero esto no constituye una reparación de la injurias.
Podría existir verdadera reparación, si entre nosotros y el súbdito ofensor hubiera tal unión que, sin dejar de ser amigo de aquella persona, la ofensa del súbdito se pudiera considerar cómo nuestra y en consecuencia nuestra satisfacción, acompañado de la posible reparación del mismo súbdito, pudiese considerarse como reparación suya. En este caso la satisfacción no podría consistir en un simple acto de amistad, sino que debería ser un acto de estricta reparación de los derechos lesionados.
No es fácil decidir en qué consiste la unión, base de la satisfacción. Una unión tal existe realmente entre Jesús y los hombres, entre María, Medianera de todos, y los hombres, sus hijos.
No parece que se pueda firmar esta misma unión, en el mismo grado, entre cualquiera de nosotros y la humanidad toda. Pero existe una real solidaridad sobrenatural de este tipo, con algunos miembros de la iglesia.
A las almas que están unidas a nosotros más de cerca (no en sentido espacial o material) y aquellas que – Si bien actualmente no forman parte de la Iglesia – Pueden con nuestra contribución aumentar el Cuerpo Místico de Cristo, cualquiera de nosotros podría darles el nombre de “mis almas”. Es el campo de nuestra acción conservadora y acrecentadora en cuanto miembros del Cuerpo Místico.
En consecuencia, los pecados de estas almas son verdaderamente nuestros, no en el sentido de que sean nuestros pecados personales, causa de condenación o castigo para nosotros. Pero nuestros, porque nos atañen en modo especial. Así, si nosotros sufrimos por ello, y nos unimos a la reparación que, por cuanto insuficiente, los pecadores ofrecen personalmente, podemos en verdad satisfacer por ellos. Al considerar estos pecados podremos con más verdad decir: “Señor, perdónanos”, como –siempre en plural – nos hace orar la Iglesia. Podremos reparar con nuestras penitencias y sacrificios estos pecados de “mis almas”, pecados que son verdaderas heridas al Corazón de Jesús.
Con esta compresión se entiende que lugar debe tener, entre las prácticas de la devoción al Corazón de Cristo, la Hora Santa; y cuánto ésta sea conforme al espíritu de la misma devoción. Pasando una hora en oración se implora la divina Misericordia; se consuela Jesús del abandono que sufrió en Getsemaní, mientras se busca compenetrarse con los sentimientos de su Corazón, sentirse con Jesús abrumado bajo el peso de los pecados de la humanidad entera.
Aquellos pecados, Él los había hecho suyos; por ellos, a los ojos del Padre, aparecía lleno de pecado. A las almas llamadas por el Señor a los dones de la vida mística, estos sentimientos pueden hacer tocar el límite de la humana posibilidad. Nosotros nos contentaremos, al menos, con pedir una convicción interna de esta realidad, fundada en nuestra fe. Adoptaremos así, en nuestra plegaria y en la vida espiritual, una actitud mucho más humilde de sumisión a nuestro Señor.
Del libro:”En el Corazón de Cristo”, de Luis María Mendizábal, S. J.