Mes del Corazón de Jesús basado en el Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. DÍA TRIGÉSIMO. CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZAR AMOR

Vídeo:

Texto:

Todos los Ejercicios se han de ordenar al amor del Señor, pero ahora esta última contemplación es una especie de orientación para vivir el amor. Pues bien; puestos así en la presencia del Señor, con el corazón abierto a Él e invocando al Espíritu Santo de un modo particular, Él, que es amor, vamos a pedirle gracia para disponernos a esta vida plena de amor, para que en todo vivamos en el amor; gracia para que todo en nuestro interior sea puramente para agradar en amor a Cristo. Y para eso nos disponemos con esta meditación, con esta contemplación, y pedimos la gracia concreta: gracia de conocer internamente, con ese conocimiento que llega hasta el fondo del alma, que está en nosotros sin ser de nosotros; conocimiento interno de tanto bien recibido, de tanto favor como me ha hecho el Señor, tantas obras de amor. “Para que yo enteramente reconociendo”, cayendo en la cuenta del sentido de esos dones de amor, “reconociendo pueda en todo amar y servir a su Divina Majestad”, a Dios Nuestro Señor. Amar y servir. Servicio de amor. Siervos de amor. Para agradar a Cristo. Con un amor hasta las obras, hasta el holocausto de mí mismo. Amor hasta la muerte por Él en cada momento de nuestra vida.

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo; Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

 

DÍA TRIGÉSIMO. CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZAR AMOR

Hay dos notas previas en la contemplación. Si vamos a hablar de la vida en el amor y vivir este diálogo de amor con Cristo, la primera dificultad que se me puede presentar es ésta: Pero, ¿cómo sé yo que Jesucristo me ama, que Jesucristo me quiere, si no me habla? Y a esto responde la primera nota de la contemplación, la nota previa. “El amor consiste más en obras que en palabras”. No hace falta que me hable al oído para que yo comprenda que me ama. El amor consiste más en obras que en palabras. No dice que el amor consista en obras, como tampoco consiste en palabras, sino, consiste más en obras que en palabras. También palabras. El amor tiene que tener sus palabras. Lo que quiere decir es que el amor consiste más en amor hasta las obras que en amor hasta las palabras, aunque las palabras ordinariamente vendrán también. Y el Señor me las hablará. “Yo, dice el Señor, en el Evangelio de San Juan, me manifestaré a él”. Puede haber palabras sin amor de obras, pero no puede haber amor de obras sin palabras a su tiempo. No se trata de solas obras. Se trata de obras de amor. Y Jesucristo me hablará esas palabras de amor; las palabras sustanciales y los toques del alma que Cristo suele hacer en las almas.

Y, ¿cuáles son las obras de amor? “Consiste más en obras que en palabras, consiste en obras de amor, más que en palabras de amor”. Y es la segunda nota. El amor consiste en DAR de lo que tiene o puede; el uno al otro; el amante al amado y el amado al amante. Dar de lo que tiene o puede. Y más completamente y más perfectamente, el amor consiste -el amor personal, el amor éste del que hablamos en este diálogo con Cristo- el amor consiste en DARSE, en darse a sí mismo. Ese es el amor.

No todo el que da, ama. Hay muchos que son bondadosos y benignos y afables, y dan. Dan cosas, pero no son dones de amor. El verdadero amor, ese amor personal, total, es DARSE a sí mismo. Y sólo como avance de eso DARSE, da de lo que tiene o puede. Pero ése “lo que tiene o puede”, no es para detenerse en ello, sino es “dar de lo que tengo o puedo”, significa que quiero darme, que estoy dispuesto a darme, que estoy preparando el don de mí mismo, y que me daré después. En esto consiste el amor.

Los dones, cuando son dones de amor, son un avance de la donación de la persona misma, y si la donación se ha realizado ya -como en dos personas que se aman en el matrimonio-, los dones mutuos son una expresión del don de sí que ya se ha realizado. Esas son las obras del amor: dar de lo que se puede o tiene como significación del don de sí mismo, como expresión de ese don, o avance o expresión de él.

El Señor y el alma, los dos se están dando mutuamente cada uno en los dones de la vida. No siempre reconocemos el valor de estos dones. Vamos a poner un ejemplo. Supongamos una joven. De repente empieza a recibir muchos obsequios de parte de un joven: joyas, relojes, perfumes, vestidos; y comenta con su madre, cada vez que recibe un obsequio del chico: mirá mamá qué bueno es fulano y cusntos sacrificios debe hacer porque son regalos costosos. Pues la madre, al poco tiempo tendrá que decirle a su despistada hija: mira, ese joven no es que sea muy bueno y sacrificado… Yo creo que ese joven te quiere, hija. ¿No ves lo que quiere? ¿No ves que lo que quiere ese joven es conquistarte y darse él mismo a ti? Esos dones que te está dando no son más que una indicación de que él quiere darse a ti. -¡Ah!, dice la chica, pues no lo había pensado. Así nos pasa también a nosotros con el Señor. Recibimos desde pequeños tantas cosas de Él y a lo mejor solo se nos ocurre pensar: ¡qué grande es Dios! Y nunca pensamos: ¡cuánto me quiere y cómo desea darse a mí! Esto es lo que pretendemos en esta meditación. Que yo, reconociendo tanto bien recibido, pueda en todo, conociendo el sentido de esos dones, amar y servir a Cristo Nuestro Señor.

El Señor a cada uno da luz para comprender este modo de vivir, y entonces el alma responde a ello y vive según ese nivel que corresponde a lo que ella ve y Dios le manifiesta. Estos son los cuatro modos, los cuatro puntos; no es para que los siga todos, sino son como apertura de facilidad para que el alma abrace aquélla en la que Dios Nuestro Señor más se le comunique. Los últimos son más elevados, pero no debemos buscar aquello que es en sí más elevado, sino aquello donde el señor más se me comunica y donde uno se siente más dócil en las manos de Dios.

Punto primero: Yo, bajo la acción de Jesucristo. Es un diálogo más en sentido humano. Jesucristo está fuera de mí; yo estoy frente a Él. Nos entendemos los dos. Él desde fuera envía sus dones, me hace sus regalos, con gran amor. Todo me lo va poniendo ante mis ojos, me va llenando de favores, de posibilidades; este es mi diálogo con Él. Dones que Él me ha hecho, ¡tantos!, desde la creación. Esta creación que el Señor ha hecho, no sólo como un puro beneficio, sino con la intención de DARSE ÉL MISMO. La creación te la dio porque quería darse Él. Tú, el objeto a quien poderse dar; y lo mismo en las cualidades que te ha dado. Todas son en el plan de Dios como nuevas aperturas de posibilidades de darse Él a ti, y estas posibilidades van aumentando cada vez más según el grado de gracia santificante que Él va dándote, y cada gracia que da el Señor es dilatar el corazón cada vez más para que sea más capaz de recibir a Dios. Y así, el alma que entiende al Señor, comprende que cada uno de sus toques interiores, cada una de sus mociones, es una preparación para uniones posteriores. Cada don del Señor es una preparación para un don mayor. Cada comunión que hacemos es preparación para otra Comunión más íntima; y así el alma debería ir creciendo cada vez más en esta intimidad con Cristo hasta llegar a la cumbre de su unión con Él.

Este es el plan divino. Ponderar por eso con mucho afecto, ¡cuánto me ha amado Dios! ¡Cuántas cosas me ha dado!: la vocación, que es como un liberarme de otras posibilidades, para liberar el corazón y orientarlo según su voluntad y para que sea todo de Él, capaz de la donación total, ya sea a través del propio cónyuge en el matrimonio, ya sea directamente en la vocación consagrada. Y dentro de la vocación, las llamadas a más y más santidad, a más desprendimiento de todo, a más libertad de todo. Son dones de Dios que quiere darse. ¿Cómo debo yo corresponder a este amor, a estos dones que Él me hace dándose Él en ellos y deseando dárseme del todo según mis posibilidades y según sus planes providenciales?

Devolviéndole todo en amor. Yo quisiera darle un don al Señor, pero todo don que yo quiero dar al Señor, apenas quiero yo recogerlo para mí, me doy cuenta que es don suyo, que Él me ha dado. No tengo nada que no me haya dado el Señor para este diálogo de amor. Por eso correspondo ofreciéndole todo lo que tengo, todo. Ofreciéndole todas mis posibilidades, mis cualidades, mis momentos del día, todo. Diciendo con mucho afecto: “Tomad, Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento… Disponed a toda vuestra voluntad”. Ahí está. DÁNDOME VUESTRO AMOR Y GRACIA, que ésta me basta. ¿Para qué? Para darme más posibilidad de darte; porque sólo amándome, el Señor me da, y si me ama quiere decir que me dará más; y si me da más, yo le devolveré más, porque todo lo que Tú me das, te lo quiero devolver en amor. Y en todo quiere el alma DEJARSE Y DARSE. Dejarse a sí misma, y darse al Señor. Y apenas hace este ofrecimiento es como una esponja que está en el agua y empieza a penetrar el agua y la empieza a hinchar; se dilata y cada vez se va dilatando más. “Ábrete, ensánchate como una rosa que exhala fragancia exquisita”.

Y así el alma vive este diálogo de amor con Dios. Es un modo magnífico de vivir del amor en todas las circunstancias del día; y verlo así en todo lo que nos mande. Y ahí, en esa cosa se me da dado no sólo esta sorpresa, no sólo este gusto, no sólo este sufrimiento, sino a sí mismo en el gusto y en el sufrimiento y en la sorpresa, así yo le devuelvo esta sorpresa, ese gusto, ese sufrimiento y me doy a mí mismo a Él. En todo DEJARSE Y DARSE. Es el primer modo de vivir el amor.

Punto segundo. Jesucristo en mí. Vuelvo la mirada hacia mi interior con espíritu de fe, y por la luz que el Señor mismo me comunica llego a percibir que Él está en mí. La Cabeza está en los miembros. Dios está en mí por esencia, presencia y potencia. De modo que por ser yo criatura no puedo existir sin que el Señor esté sosteniéndome; luego está dentro de mí. ¿Adónde te escondiste, Amado?, dice San Juan de la Cruz. Está en el fondo del alma. Allí, como decía San Agustín: “Yo te buscaba fuera y estabas dentro”. Sólo que hay almas muy superficiales que apenas tocan y raspan un poco de la superficie del alma, creen que han llegado ya a lo más hondo y no han llegado sino a la superficie; y si hubieran profundizado un poco más, hubieran descubierto dentro del alma que hay verdaderos valles y verdaderas montañas y verdaderas ciudades y que más en el fondo, en el fondo, está Dios mismo.

En toda criatura está presente. En mí está presente además dándome el ser, dándome la vida sensitiva, dándome la vida intelectiva. Está presente de un modo muy particular en el orden de la gracia, haciendo de mí mismo templo suyo. El alma que lo siente así, comprende que lleva dentro de sí al Señor, como lo llevaba la Santísima Virgen en su seno; de un modo análogo. Ella llevaba al Verbo encarnado, personalmente, corporalmente presente; nosotros no lo llevamos así, pero de un modo análogo llevamos dentro de nosotros un Tesoro, que es la presencia de Dios, quien vive en nuestro corazón. El alma lo siente y lo respeta. Está presente en ella, no siempre de un modo que le hace sentir su presencia. A veces está como durmiendo dentro del alma, está allí serenamente. Todo mi ser es su templo. Y cuando el alma cae en la cuenta de esta realidad, de que Él se me está dando, de que Él está dándome todo lo que tengo, las cualidades  que tengo, estando Él mismo presente dentro de mí, correspondo a esta presencia con un sentido de reverencia interior.

 

El alma vive como de rodillas ante el Señor, dispuesta siempre a responder con un ligero movimiento de cabeza a la manifestación de su voluntad; sin turbar el sueño de Jesucristo dormido dentro del alma, como en la escena de Navidad o como en la tempestad del lago. Allí está, allí está. Decía San Juan de la Cruz: “¡Qué feliz es el alma en cuyo interior duerme el Señor!” ¡Y cómo tiene que velar ella el sueño del Señor, sin despertarlo nunca! Esta es la respuesta del alma en este grado de vivir el amor en la presencia íntima de Cristo, haciéndose ella misma presente a lo más íntimo de sí mismo, que es Cristo. Y esto en la Eucaristía. Cuando lo recibo en la Eucaristía, Él está dentro de mí, se me da, yo me doy a Él, y Él está dentro de mí. Y yo creo también en torno a Él esta zona de silencio, de respeto, de reverencia. Es la gracia de acatamiento grande. Es el alma que tiene respeto al Señor dentro de su corazón.

Y haciéndome así yo presente, en una vida toda ella ordenada a este servicio del señor, como cortesano junto a su rey, haciéndome presente a Él, sintiéndolo dentro de mí, es propio nuestro que nosotros proyectemos hacia el exterior nuestras propias experiencias interiores. Y al sentirlo dentro de nosotros, lo proyectamos también en el interior de todas las demás almas, de todas las demás personas. En todo lo vemos a Él presente. Y lo respetamos. “Y mirándose los unos a los otros, crezcan en devoción, viendo en ellos a Dios Nuestro Señor, a quien cada uno debe reconocer en el otro como en su imagen”, porque está presente también, y lo respeta. Y de ahí viene la delicadeza de la caridad y del amor, con este acatamiento. Como tratamos al Señor en la Eucaristía, con reverencia y acatamiento, así lo ve uno en toda la creación; está presente a todo. Esta es nuestra consagración de amor. Es el modo de vivir este segundo grado del amor.

Tercer punto. Jesucristo trabaja en mí. Cristo comunica al miembro la vida sobrenatural al comunicarle su propia vida después de su resurrección. La vida del miembro viene de la cabeza. De modo que así Jesucristo prolonga su vida en mí; vive en mí. Él comunica el movimiento y el sentimiento sobrenaturales. Él siente en mí. Ama en mí. Sufre en mí, si todos estos actos son sobrenaturales. Puedo decir y debo decir con San Pablo: Vivo yo, pero ya no yo; es Cristo quien vive en mí. No sólo está presente íntimamente como dormido en el alma, como templo donde es adorado y reverenciado, sino que está viviendo en el alma, comunicando la vida misma al alma.

Esta vida nuestra es de Cristo en nosotros. Él vive en mí. No soy yo el que vive; Cristo vive en mí. No sólo está presente; vive en mí. Y este vivir son todas las manifestaciones de la vida. De modo que tengo que decir: Cristo vive en mí; y también Cristo siente en mí. Ya no soy yo el que siente, sino Cristo siente en mí. Ya no soy yo el que ama; Cristo ama en mí. Es lo que decíamos, que a veces siente el alma dentro de sí, en lo más íntimo de su interior, de sus entrañas, un sentimiento que brota en mí, pero que no es mío; no nace de mí. Y el alma lo siente claramente: que no nace de mí. Yo no podría nunca producirlo, ni lo puedo mantener. Y cuando se marcha, no lo puedo volver de nuevo a mí. Y cuando lo tengo, no lo puedo retener conmigo. Es el sentimiento que se me comunica porque soy miembro de Cristo, y que procede del Corazón de Cristo.

Cristo es el jardinero de mi alma. Dice el cántico de San Juan de la Cruz: “Mientras que de rosas hacemos una piña; hacemos los dos. Las rosas son los frutos de las virtudes; y de rosas hacemos tú y yo una piña; entre los dos”. San Ignacio de Loyola solía decir a propósito de este sentimiento interno, por el cual Cristo vive en mí: -no es mío eso; eso que he sentido tantas veces en momentos de los Ejercicios, no era mío; estaba en mí, me ha hecho moverme, determinarme, con el mismo aplomo como si fuera mío, pero no era mío; estaba en mí-. Pues bien; decía San Ignacio, que ya no podría vivir si no tuviera esa especie de presencia del Señor, ese estado interior elevado. De tal manera se había hecho uno con Él, que sin Cristo sentido íntimamente, la vida no la podría resistir. Creía que la vida suya estaba mantenida por esta comunicación de Cristo. Como el acto de voluntad que impera la mano, está en la mano, sin ser de la mano, así estoy yo, como miembro de Cristo. Él vive en mí. Yo soy su instrumento en todo, como el miembro es instrumento de la cabeza, de la persona. Él actúa en mí y por mí. Esta es la realidad que el Señor puede manifestarnos y comunicarnos y hacernos sentir interiormente.

¿Cuál tiene que ser mi respuesta? “Responder según se ofreciere”, dice san Ignacio. Quiere decir: entregándome del todo para que se sirva de mí y en mí para cuanto pretende, para lo que Él quiera. A su disposición. Para que Él sienta en mí, viva en mí, ame en mí, trabaje en mí, sufra en mí, que haga lo que quiera de mí. Todo lo pongo a su disposición; cuanto Él quiera dilatarme para dárseme más todavía, para dárseme del todo. Y ayudarle; disponerme así, entregarme para ayudarle a darse a los demás; con lo cual se me dará más a Sí mismo a mí. El apostolado auténtico hecho así como docilidad a Cristo, no impide nunca la propia santidad. Toda dilatación nuestra por la cual nos hacemos instrumentos del Señor para ayudar a los otros, dilata en nosotros los espacios de la caridad y aumenta en nosotros las posibilidades del don de Dios. Ser dócil instrumento para mi santidad y para mi apostolado en amor.

Notemos que no hace falta para producir un gran incendio encender grandes fuegos. Basta una pequeña cerilla bien aplicada. Ni siquiera eso. Basta una lente que concentre los rayos del sol sobre un papel, aunque la lente fuera de hielo; no importa. Basta que deje pasar los rayos y los concentre, aunque ella siga fría. Que así yo sea instrumento de Cristo. Aun cuando yo no sea de grandes capacidades, que yo deje pasar los rayos de Cristo, que no los absorba, que no los desvíe, que los concentre sobre las almas. Y entonces crearé incendios de amor. Que los concentre sobre mi corazón, y entonces crearé incendios de santidad. Ser y ofrecerme a ser lo que quiere Cristo que yo sea como prolongación suya en la tierra. Él quiere perpetuar en nosotros los diversos misterios de su Pasión, de su vida, y quiere servirse de nosotros, dice Isabel de la Trinidad, como una humanidad suplementaria, añadida, en la cual renovar sus misterios. Y ofrecernos a esto: lo que Él quiera hacer de nosotros. Si Él quiere hacer de nosotros una prolongación de sus sufrimientos, aceptarlo. Si quiere hacer de nosotros una prolongación de su caridad de amor a los pobres, aceptarlo. Si quiere hacer de nosotros una prolongación de su obediencia hasta la muerte, aceptarlo. Y así, ser dóciles a lo que Él quiera de nosotros. Y viéndolo así -que vive en nosotros, que actúa en nosotros, que toda nuestra vida es Él en nosotros, proyectándolo hacia fuera-, lo veremos también trabajar en todo. Él está trabajando en todo, en todas las almas. Lo vemos en todo. Actúa. En la naturaleza, en todas partes está actuando. “Mi Padre obra y Yo trabajo también con Él, siempre”.

Cuarto punto. La cuarta posibilidad de amor. Yo, Jesucristo. Es la identidad con Cristo, la transformación en Cristo. ¡Sublime! Si el Señor nos lo da o nos ilumina a ello, sin ansias de llegar; cuando el Señor quiera dárnoslo, si nos lo quiere dar. Transformación en Cristo. Dice San Juan de la Cruz:

Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte y al collado

do mana el agua pura;

entremos más adentro en la espesura.

Hay que entrar más adentro. “Vámonos a ver en tu hermosura”. Y comentando el paso dice, que el alma, transformada ya en Cristo, contempla la hermosura de Cristo, y cuando se contempla a sí misma, ve en sí la misma hermosura de Cristo, porque se ha transformado en Él. De modo que dondequiera que vea, ve la hermosura de Cristo. Y Cristo en el alma ve su propia hermosura. Y por eso dice: “Vámonos a ver en tu hermosura”. Adonde quiera que volvamos los ojos, todo es ya tu hermosura. Como también dice el alma:

No quieras despreciarme,

que si color moreno en mí hallaste,

ya bien puedes mirarme,

después que me miraste,

pues gracia y hermosura en mí dejaste.

Mirando el Señor al alma, le ha dejado su propia hermosura; la ha puesto en ella. Como si un pintor, sólo con su mirada pudiese proyectar su imagen en un lienzo. Pues sólo con mirar al alma con amor, le ha dejado su hermosura. Y una vez que tiene su hermosura, ya bien puede mirarle. “Pues su gracia y hermosura en mí dejaste”. Eso es el don de Dios al alma. Dios se da a Sí mismo; y dándose Dios a Sí mismo al alma, el alma le puede amar cuanto es amada de Dios. Es una expresión fuerte de San Juan de la Cruz, que se entiende siempre, no en el orden ontológico, sino en el orden afectivo. “Amar a Dios cuanto es amada de Dios”. Dice que el alma no podría ser nunca del todo feliz, si no pudiera amar a Dios cuanto es amada de Dios.

Es casi un absurdo este pensamiento. Y sin embargo, dice bien San Juan de la Cruz: “en tu luz vemos la luz”, y así amaremos a Dios en su amor, en el Espíritu Santo, que nos lo dará Él. No es que nuestro acto creado sea siempre increado, no; sino que Dios dándonos a Sí mismo, al darse a nosotros a Sí mismo, es nuestro, y siendo nuestro, nosotros podemos darle a Dios, Dios mismo. Y así le amamos cuanto somos amados de Él. Y este es el diálogo más sublime del alma con Dios, cuando todo su diálogo es dar Dios a Dios.

Y así está siempre en esta plenitud de amor, en la cual el alma deificada, deiforme, hecha como Dios, transformada en la divinidad por afecto, está dando Dios a Dios, y recibiendo Dios de Dios. “Amemos, corramos”; tenemos que tender hacia esta plenitud de amor; que tenemos poco tiempo para llegar a ella; el tiempo es breve, y se nos va en tantas pequeñeces y en tantas discusiones y en tantos problemas… ¡A amar al Amor!

Y el alma da Dios a Dios en la comunión constantemente. Después de la comunión podemos dar Dios a Dios. Lo tenemos dentro. Dar Dios a Dios. Y lo mismo ve el alma en todas las cosas. La hermosura de todas ellas es participación de Dios cuando ha llegado a ese grado deiforme; las ve todas como participación de Dios. Y más las ve en Dios que las cosas mismas. Como la Virgen en la Resurrección, el alma ha gustado de Dios; en fe, sí, todavía, pero con todos esos toques íntimos del alma que le hacen gustar la divinidad. Dios es ya su alegría; no tiene otra. Dios es su alegría. Ya no hay alegría que merezca la pena fuera de Dios. Las demás parecen pálidas, insignificantes; las cosas de este mundo son tan viles al lado de eso que ella ha experimentado en Dios… “Cuando gusto del cielo, ¡cómo me parece despreciable la tierra!” Quien ha gustado la intimidad de Dios, de la divinidad, ¿cómo le pueden parecer grandes las cosas de la tierra? Todo le parece vil. Y las cosas, y las alegrías de la tierra son para ella solo un recordatorio de lo que ha visto y de lo que ha sentido de Dios. Un recordatorio para excitar de nuevo la alegría íntima que tiene en su interior. Así como cuando nosotros tenemos una grande alegría, las pequeñas cosas que podemos sentir durante el día no hacen más que recordarnos aquel grande gozo que tenemos: “porque esto es pequeño, pero tengo ese gran gozo”; pues de esta manera también, con la alegría íntima de la posesión de Dios, las pequeñas cosas de la tierra sólo hacen recordarla. De ordinario está dentro del alma como dormida, como serena, y de vez en cuando, despierta.

Qué dulce y amoroso

recuerdas en mi seno,

donde secretamente solo moras

y en tu aspirar sabroso

de gracia y gloria lleno,

¡cuán delicadamente me enamoras!

Y así el alma, en sí misma, siente más a Dios que a sí misma; incluso en su respiración, incluso en su actuación, en su conocer, en su amar, siente más a Dios que a sí misma. Y esto aumenta su deseo de Dios. Ya no piensa más que en esto; porque aun cuando lo posee en un cierto grado, pero es poco para lo que el alma desea. Y todavía desea más. Cuanto más se gusta de Dios, más se le ama. Quien no desea a Dios, quiere decir que no lo ha gustado en ningún grado. Pero quien le ha gustado un poco, inmediatamente desea más a Dios; con paz, pero con ansiedad al mismo tiempo.

Y si eso es en Sí mismo, en las cosas mismas, no ve ya un puro camino hacia Dios, sino más bien un recuerdo de lo que ha visto de Dios. Es decir, no sube por el gusto de las criaturas al gusto de Dios; saboreando lo que es esa criatura, gustando este gusto terreno hace después el argumento: Pues, ¿qué será de Dios?; si esto es tan hermoso, ¿qué será Dios? Si este espectáculo es tan maravilloso, ¿qué será Dios? No es este el camino; ése es muy bueno también; pero en este momento al alma no lo vive así, sino que más bien, ve más directamente a Dios que a esta misma cosa o a este mismo gusto o a esta misma belleza.

Como una fotografía de una persona que no conocemos; uno la ve al principio como camino para llegar al conocimiento de ella; no la hemos conocido nunca y nos dicen: Mire usted, aquí está su fotografía; ¿se hace usted una idea de esa persona? Y esto nos ayuda para llegar al conocimiento de la persona. Pero cuando la he conocido ya en la realidad, he pasado con ella un mes, o un año, o varios años, entonces, esa foto no me lleva al conocimiento de la persona, sino que es más realidad la persona que uno ha conocido que no la fotografía misma. Y sólo me sirve esa fotografía para recordar el conocimiento que yo tengo de esa persona, el gusto que he tenido de estar con ella.

Así también como al ver sonreír a una persona, no es que hacemos un argumento, y viendo el movimiento de los músculos deducimos la amabilidad de la persona; no hacemos así, sino que inmediatamente intuimos la amabilidad y la sonrisa interior de esa persona; pues de la misma manera, la creación para esta alma, se ha convertido como en la sonrisa de Jesucristo, a quien tiene ya dentro de sí, a quien se va acercando, a quien cree casi ver, aun cuando está muy lejos todavía de la visión. Pero aún queda un velo, un velo que cree ser tenue; y el alma se inflama en mayores deseos de que este velo se corra, porque no tiene ya nada que hacer en este mundo, en el cual se siente verdaderamente peregrina, alejada de su verdadera Patria, que es Cristo.  Y entonces exclama del fondo de su corazón: “Rompe la tela de este dulce encuentro”. Señor, que termine ya esta vida para que yo pueda encontrarme contigo. “Ven, Señor Jesús”. “A Él en todas las cosas amando y a todas las cosas en Él”.

Acabamos rezando

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén