Mes del Corazón de Jesús basado en el Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. DÍA VIGÉSIMO NOVENO. APARICIÓN EN EL LAGO DE TIBERÍADES

VÍDEO:

TEXTO:

 

Dice San Juan de la Cruz: “Al atardecer de nuestra vida seremos examinados en el amor”. Cuando llegue el momento de la muerte, todo hombre, todo cristiano, sea sencillo fiel, sea el Papa, será examinado en el amor. Y al atardecer de los Evangelios realmente ha querido también el Señor, que la última página del Evangelio sea también un examen del amor. Es la última página, en último capítulo del Evangelio de San Juan, capítulo 21, un examen del amor. Y al atardecer de los Ejercicios, cuando estamos ya para terminarlos, también nosotros vamos a hacer este examen del amor. Así puestos en la presencia del Señor, con sencillo espíritu, sin tensiones, en acto de oración, vamos a pedirle la gracia que tanto hemos insistido en todos los Ejercicios, y que debemos insistir siempre: gracia para que todo en nuestro interior sea ordenado, por la gracia de Dios, íntimamente, desde lo más íntimo de nuestro corazón, a agradar a Jesucristo, a agradar al Señor en todo.

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo; Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

 

DÍA VIGÉSIMO NOVENO. APARICIÓN EN EL LAGO DE TIBERÍADES

Vamos a meditar así esta aparición de Jesucristo a siete de sus discípulos. Dice así San Juan en el capítulo 21: “Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a la orilla del mar de Tiberíades, y fue de esta manera: Se hallaban juntos Simón Pedro y Tomás llamado Dídimo, y Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dice Simón Pedro: Voy a pescar”. No es que hubiesen vuelto al oficio de pescar, como oficio habitual de ellos; no. Lo habían dejado ya para siempre; sino que más bien aquí, como suele pasar con gente que ha dejado ya una casa o un oficio y vuelve después a pasar una temporada, o de vacaciones, fácilmente tiene la tentación de volver a ocuparse un poco con lo que antes tenía; si es un cazador, pues aprovecha aquellos días para salir de caza; si es pescador, para salir de pesca; si antes conducía el coche y tiene el coche en casa, pues para guiar un poco el coche. Una cosa así. Son más bien esas ocupaciones con las cuales ellos van pasando el tiempo, en el cual tienen que esperar al momento en que el Señor les dará la orden de dispersarse por el mundo.

Pedro les dice a sus amigos, a sus compañeros: “Voy a pescar”; esta noche voy a pescar. Y le dicen ellos: “Vamos también nosotros contigo”. Primer aspecto que se nos muestra aquí es la cordial unión entre todos ellos. Basta una señal de la voluntad de Pedro, un gusto de Pedro, y todos lo acogen; vamos contigo, vamos todos a pescar contigo. “Fueron, pues, y entraron en la barca, y aquella noche no cogieron nada”. De modo que eso suele pasar; no hay ninguna dificultad en ello; unas veces se coge y otras veces no se coge. Y esta vez fueron, les pareció que era una buena noche para pescar, probaron de todos los modos, por todos los lados del lago, y no cogieron nada. Y a la mañana, cansados, rendidos de toda la pesca, de nuevo hacia la orilla, humillados un poco; a descansar. “Venida la mañana, se apareció Jesús en la ribera, pero los discípulos no conocieron que fuese Él”; no se lo esperaban. Eso que decíamos, esa actitud del alma que tiene que reconocer las visitas del Señor. Si está siempre en vela, si está siempre esperándole, mucho más fácil lo reconoce. Los Apóstoles no se lo esperaban en ese momento. Algo así nos suele pasar a nosotros: que muchas veces no lo esperamos: aquí, ¡cómo va a venir el Señor! Cuando uno está retirado, o está en la cama, o está comiendo, ¡ahora el Señor se me va a comunicar…! Y sin embargo, puede comunicarse en todas partes. Nuestra gran tentación es siempre la de determinar al Señor los tiempos en que tienen que comunicarse, y esperarle sólo en ellos, y no todo el resto del día. Y así hacemos nuestros planes al Señor. Y el Señor, en cambio, es muy libre, muy libre. Fijaos, el Señor se les apareció a los Apóstoles el día de la Resurrección a última hora. Aparece en el evangelio de san Juan en el capítulo 20 a partir del versículo 19. Cuántas veces habrían pensado cuando les iba diciendo: que se ha aparecido a María Magdalena, que se ha aparecido a Pedro, que se ha aparecido a los de Emaús: Bueno, bueno; si es que es verdad que ha resucitado, hubiese venido aquí; con nosotros solía estar siempre. ¿Qué le cuesta? De modo que si no viene, pues quiere decir que no habrá resucitado. Y a pesar de eso, pues ellos tenían su inquietud: ¿Habrá venido? ¿Será? ¿No será? Pero, ¿por qué no viene aquí? Y así todo el día; todo el día así, con esa espera, sin acabar de creer del todo. Y yo creo que allí por la tarde, pues muchas veces las piadosas mujeres aquellas, que les preparaban la comida y la cena, se asomarían por allá: ¡Qué!, ¿preparamos la cena? Y ellos dirían: ¡Hombre!, espera; esperad un poco, esperad un poco a ver si viene; dicen que se ha aparecido por ahí; pues a ver si viene por aquí; vamos a esperarle. Y… no viene, y no viene, y se hace tarde. Y ya por fin dicen: Pues traed la cena, traed la cena; ya se ve que no viene. Y cenaron. Y cuando ya no le esperaban, ¡pum!, se presenta entonces; al terminar la cena, en el último momento, cuando iban a ir a la cama. Allá está. Y entonces les consuela. Así procede el Señor. Cuantas veces estás en misa o en la oración y parece que no te habla, que no te dice nada, que está como en silencio y luego sales de la iglesia y en casa o en el autobús, o en el trabajo, de repente notas una presencia grande del Señor en tu vida. Esto que está haciendo después de la Resurrección, es su modo general de actuar. Y con éstos, lo mismo. Precisamente se les presenta en la orilla, después de una noche en que no han hecho nada y están cansados, rendidos, que no piensan más que en descansar ya; en ese momento. Y no lo esperan, claro.

“Venida la mañana, se apareció el Señor en la ribera”. Y uno diría: ¿Por qué en la ribera? ¿Qué le costaba haberse presentado en la barca? Y es verdad; si uno va lógicamente es así. Pero Él tiene su razón de ser. Y la ribera, suelen mostrar los Padres que es la tierra firme. El mar se suele considerar el mar de este mundo, donde hay mucha variedad, mucha cosa; donde se hace la pesca, donde se trabaja. Y la tierra firme es algo así como lo eterno. Y ahora estamos cerca y lejos del Señor. El Señor está muy cerca de nosotros, y al mismo tiempo muy lejos de nosotros. Es esa actitud que tenemos que mantener ante el Señor: cerca y, al mismo tiempo, peregrinos. Y se mostró en la ribera. “Los discípulos no conocieron que fuese Él”. No, no cayeron en la cuenta. “Y Jesús les dijo: Muchachos, ¿tenéis algo de comer?” La pregunta más desagradable que les podían hacer cuando uno no ha pescado hada: ¿Habéis cogido algo? Se ve que ellos estaban un poco molestos. “Le respondieron: No”. Seco: no. Molestos: no.

Así es el Señor; muchas veces hace esas preguntas molestas; como diciéndoles: ¿Qué habéis cogido? ¿Nada? ¿Nada? “Sin Mí no podéis hacer nada”, dice el Señor. Y le gusta que de vez en cuando caigamos en la cuenta de esto. Y muchas veces, cuando te has esforzado en hacer muchas cosas, al final te preguntará el Señor: ¿Has cogido mucho? ¿Has cogido algo? -No. Y eso le gusta a Él. Para que te convenzas que tiene que ser bajo su palabra. Porque es que se nos olvida a cada rato. “Y Él entonces les dice: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis”. No estaba muy lejos; como a unos 150 metros, 100 metros de la orilla. “Echad la red a la derecha y encontraréis”.  A ellos les vendrían ganas de decir: ¡Qué derecha ni qué izquierda! ¡Ahora que ha salido el sol, echar la red a la derecha! Pero Pedro, en medio de todo, era dócil en esas cosas del mar; y… obedeció. Y echó la red. Diría: Quién sabe si a lo mejor ése está viendo que hay algunos peces por aquí; alguna bandada de peces que ve ahí, desde la orilla. Echó la red. “Ya no podían sacarla por la multitud de peces que había”. Ya de nuevo el recuerdo del Señor; que no es siempre por el recuerdo de palabras determinadas, sino por el recuerdo de lo que ha pasado antes con el Señor. Y Juan, que estaba más atento que los demás, apenas vio los peces, se acordó de la pesca milagrosa de otras veces: así solía hacer el Señor; aquí está la mano del Señor. “Y mirando hacia la ribera, hacia la orilla, con atención, con amor, con ojos puros, dijo: “Es el Señor”. Es la vida de contemplación: reconocer al Señor en sus visitas, en sus manifestaciones. E inmediatamente va hacia Pedro y le dice: “Es el Señor, es el

Señor”. Pedro, que oye que es el Señor… “Se vistió la túnica, o mejor dicho, se ciñó la túnica, porque estaba desnudo. No es que estuviese desnudo, sino los que conocen las costumbres de allí interpretan justamente que tenía solamente el manto exterior suelto; de modo que no tenía la túnica interior -tenían una especie de faja-, sino sólo el manto exterior, y así no se podía echar al agua porque le estorbaba. Y entonces lo que hizo fue ceñírselo eso mismo que llevaba, sin esperar a más, a ponerse la túnica; lo que tenía. Se puso una cuerda alrededor y se tiró al agua, se echó al mar. A él no le importaban los peces ni nada. Ahí se queda todo. ¡El Señor! Le queda un poquito a Pedro, un poquito de aquella impulsividad, de aquellos de la Transfiguración: hagamos aquí tres tiendas; como si se le fuese a escapar el Señor si no se tira al agua; una cosa así. Juan no; Juan se queda; ha visto al Señor y se queda. Pedro, en cambio, tiene afán por llegar. Y no le pide ahora ni siquiera caminar por encima del agua; ahora se basta él solo nadando. Se echa al agua y va a nado. Se echa al mar. “Los demás discípulos vinieron en la barca, tirando de la red llena de peces”. No la metieron en la barca, sino se la llevaron arrastrando, porque estaban cerca de la orilla y era más cómodo llevarla hacia la orilla. Dirían también: Pues ya es también tranquilo este Pedro, ¿eh? Ahora, él que es el jefe, nos deja solos. Y él, al agua, a la orilla. Y el otro, a grandes brazadas, llega hasta la orilla, sale a la playa. ¡Qué facha la de Pedro! Todo mojado; chorreando agua; se le cae de todas partes: del pelo, de las cejas, del manto que llevaba, de todo; como un pollo mojado. Y así se presenta al Señor: Aquí estoy. Y el Señor le diría: ¡Pues menuda facha traes! ¡Qué espectáculo! Y allí tienen ese diálogo bien sencillo. Ahí nadie se entera; ahí el mundo sigue su rumor y su ruido. El Señor actúa en las almas en esa sencillez; siempre; en la sencillez de la intimidad. No sabemos de qué hablarían, pero estaban allí Cristo y su Vicario. Los dos grandes. ¡Y qué facha! El uno todo mojado, y el Otro que se reiría un poco de él.

Entretanto, los otros tiran de las redes, se acercan hasta la orilla, “y al saltar a la orilla vieron preparadas brasas encendidas y un pez puesto encima y pan”. ¡Qué delicadezas tiene el Señor! ¡Qué delicadezas! Bajan… Fuego, pez y el pan; todo preparado. Es la primera vez que nos consta que el Señor fuera cocinero; aquí, después de la Resurrección precisamente. Hay aquí, sin duda, lo mismo que vimos en los de Emaús, un recuerdo de la Eucaristía. Los primeros cristianos veían en el pez el símbolo de Cristo en la Eucaristía; los panes y los peces en la multiplicación de los panes, símbolo de la Eucaristía. Es el manjar que Él ha preparado. En el cántico de la oveja alegre que camina con el rebaño: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar”, dice también lo mismo: “me has preparado una mesa ante las miradas de mis adversarios”. Ese es Cristo, que prepara la mesa. Él tiene predilecciones para los suyos; cuida de ellos. Y les ha preparado ahí un desayuno Él mismo.

Y no reaccionaban estos hombres; porque sí, era el Señor; de una manera muy especial; no dudaban de que era el Señor. Tampoco se atrevían a preguntárselo y estaban como sin reaccionar. Y entonces les dice el Señor: “Traed acá de los peces que acabáis de coger”; moveos. “Subió entonces Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes; y siendo tantos, no se rompió la red”. Dejemos ahora el simbolismo éste de Pedro que saca la red, simbolismo de la unidad de la Iglesia que no se rompe, en la que vienen todas las almas recogidas por Pedro y puestas a los pies de Cristo. Y ellos estaban así. ¡Bueno!, pues quietos otra vez. No arrancaban estos hombres. Conocer al Señor y no imaginarlo siempre así, como si fuese una cosa del otro mundo, como decíamos, como esa imagen bizantina del Pantocrátor que no, no se mueve Y entonces les dice Jesús: “¡Vamos a almorzar; a comer!” ¡El Señor resucitado! Parece que no pensaba más que en el espíritu… No. ¡A comer, a comer! Y Él mismo es el que les va a dar de comer. “Y ninguno de los que estaba comiendo osaba preguntarle: ¿Quién eres Tú?” Tenían ganas de decirle: pero vamos, dinos claro quién eres. “No se atrevían a preguntarle, ¿quién eres Tú?, sabiendo que era el Señor”. De eso no tenían duda: Es el Señor. Todos ellos: es el Señor. “Se acerca, pues, Jesús, y toma el pan y se lo distribuye, y lo mismo hace del pez”. Él mismo corta los trozos de pan y da a cada uno el suyo, y el pez. Él mismo distribuye.

 

¡Qué humanidad de Cristo resucitado! Como está ahora en el cielo; así, así actúa con las almas. Él mismo. Y no nos podemos imaginar -porque Pedro tenía un apetito excelente, desde luego; después de la noche de trabajo, el baño que se había dado, pues… tenía buen apetito y comería a gusto-, y no lo podemos imaginar que el Señor le dijese: Pedro, mortifícate un poco; come un poco menos. No. Sino que le diría: ¡Menudo apetito tienes, Pedro! A ti no te basta lo que te he dado, ¿verdad? Y él, pues aceptaría lo que le diese el Señor, lo que le diese. Así trata el Señor con los suyos. “Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después que resucitó de entre los muertos”. Así, con esta llaneza.

Simón tenía una pena muy honda, que no la acababa de quitar del todo. Y Jesucristo es Consolador. Y la pena honda que tenía Pedro es la del amor de Cristo. Aquel fracaso que había tenido; que él creía que era tan enamorado de Cristo, que estaba dispuesto a dar la vida por Él, y resulta que le había negado. Y ya se le había quedado esa espina: ¿Cómo amo yo a Cristo? Y Jesucristo quiere curarlo, quiere consolarlo de esto precisamente. Este diálogo de Cristo con Pedro no es el comienzo del diálogo, sino que lleva muchos años dialogando; es coronación de un diálogo que empezó hace mucho, cuando el Señor le dijo: “Tú eres Piedra, tú te llamarás Roca”. Y entretanto se ha ido formando. Este es el examen, resultado final de todo un tiempo de formación; así como el diálogo nuestro empezó con la Samaritana: “Yo soy Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios que hablo contigo”, y empezamos a hablar con Él. Pues bien; ya llevamos años de diálogo con Cristo, y ahora podemos hacer, como Pedro, este examen del amor; examen de todo el tiempo que llevamos de nuestro trato con Cristo, para que el Señor nos consuele también como consoló a Pedro.

Pedro tenía una espina: Yo no sé si amo a Cristo, no sé si le amo. Ya no quería ni pensar en ello, porque cada vez que pensaba se acordaba de su traición y… ya no tenía fuerzas para pensar más. Y ahora, al terminar la comida, Jesús dice a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, -y él le miraría: ¿qué, Señor?-, ¿me amas tú más que éstos? ¡Qué pregunta del Señor! Si no hubiese estado en el Evangelio, no lo hubiésemos imaginado nunca que el Señor le preguntase esto a uno de sus discípulos: ¿me amas más que éstos? ¿Me amas? Aquí vemos; este me amas, no significaba sólo cumplir lo que Él manda, sino, ¿me amas? Habla de amor de verdad. ¿Me amas? ¿Me quieres más que éstos? Del amor de afecto. ¿Me tienes más afecto que  éstos? Y él le respondió: -“Señor, Tú sabes que te amo”. No quiere complicaciones. Es la llaga de Pedro. Ya no se atreve. ¡Cuánto bien le han hecho a Pedro las faltas que el Señor ha permitido en él! Ahora se ha quedado blando, humilde. Ahora ya no viene como antes a decir: “Pues claro que te amo; más que todos. Aun cuando todos te nieguen, yo nunca”. Ya no se atreve a decir esas cosas. Ya no se fía de lo que él sabe que ama, porque sabe que su ciencia en este campo es muy frágil, y aun cuando crea que ama, muchas veces no ama. Ya no se fía de sí. “Señor, Tú sabes que te amo”. Tú sabes; yo no lo sé. Tú sabes. Me basta que sepas Tú; pero Tú sabes que yo te amo. Sin compararme a nadie. No, no digo: más que éstos. Señor, Tú sabes que yo te quiero, te quiero, y Tú lo sabes; me fío de Ti; creo lo que Tú pienses, creo lo que Tú digas.

Y le dice Él: “Apacienta mis corderos”. Pedro, con eso, se tranquilizó un poco. Le confía sus corderos el Señor; sus propios corderos. Segunda vez le dice: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?, -sin compararse ya con nadie- pero, ¿me quieres? Esto le costaría a él un poco; esto se ponía un poco feo para Pedro, esa insistencia del Señor. Y él le responde: “Señor, sí, Tú sabes que te amo”. Le dice Jesús: “Apacienta mis corderos”. Y Pedro dice: ya, menos mal; esto se pasa. Y después de un rato, el Señor otra vez: “Simón, hijo de Juan, pero, ¿me quieres de veras?” Y a Pedro se le cambia el color; se puso triste; se entristece. Dice: Aquí volvemos otra vez; yo le voy a armar otra al Señor; seguro que… ¿qué le voy a hacer ahora? ¡A ver si pasa lo mismo otra vez! Ya no se fiaba de sí. ¡Cuánto bien le habían hecho esas caídas!, ya no tenía ninguna confianza en sí. Y le dice entonces: “Señor, pues si Tú lo sabes todo; Tú sabes que yo te amo”. Y el Señor: “Apacienta mis ovejas”. Y ahora le anuncia una gran consolación. Notad el contraste con la Última Cena. Le dice el Señor a Pedro: Mira, “en verdad, en verdad te digo”. Ahora hablo Yo. Tú dices que Yo sé, ¿verdad?, que Yo sé. Pues mira, en verdad, en verdad te digo; antes te dije, ¿te acuerdas?: “En verdad, en verdad te digo que esta noche, antes de que el gallo cante me habrás negado tres veces; ahora, mira lo que te digo: En verdad, en verdad te digo, con la misma seguridad, que, cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas a donde querías, mas cuando seas mayor, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te conducirá a donde tú no quieres ir. Esto lo dijo para indicar con qué género de muerte había de glorificar a Dios”.

El contraste con la Última Cena es manifiesto. En la Última Cena decía Pedro: Señor, yo te amo; más que todos; y estoy dispuesto a dar mi vida por Ti. Y el Señor le dijo: “Hoy mismo me negarás”. Ahora, Pedro ya no sabe si ama al Señor; no se fía de nada. “Tú lo sabes todo, Señor, Tú sabes que te quiero”. Y el Señor le dice: Pues mira; ahora es cuando me amas; y me amas tanto, que darás tu vida por Mí. Lo que antes te faltaba era un poco de humildad, un poco de desconfianza de ti mismo; no fiarte tanto de tus fuerzas; no ponerte en los peligros inútilmente; ser más suave, más manso, más confiado. Ahora; ahora vas bien. Ahora que no sabes tú mismo si amas, es cuando amas; ahora que no te fías ya de ti. Y me amas tanto, que darás tu vida por Mí, y dando tu vida por Mí, glorificarás al Padre.

“Cuando eras joven hacías lo que querías; te regías por tu voluntad, llevabas a los demás a donde te parecía. Cuando seas mayor, otro te atará, te llevará a la cruz y te crucificará, y morirás por Mí”. Consuelo de Pedro: ama a Cristo, ama a Cristo. Y para él no hay más alegría que ésta: la de amar a Cristo.

Apliquemos un poco a nosotros mismos este examen del amor. El Señor, en este momento de los Ejercicios te llama a ti también por tu nombre, y te dice: ¿me amas más que éstos? Y tú, consciente de todas tus debilidades, de todas tus fragilidades, de tu respuesta al Señor, que ya casi te parece que no le amas, aun cuando deseas amarle, no quieres aceptar ninguna comparación con nadie; aun cuando es verdad que deberías amar más, porque se te ha perdonado más, aunque deberías amar más porque se te ha amado más, pero no quieres aceptar nada de esto, y le dices al Señor: Señor, mira; a pesar de todo, a pesar de todas mis fragilidades y mis debilidades, Señor, Tú sabes que te quiero, Señor. No me comparo a nadie. Y el Señor te vuelve a repetir lo mismo: ¿me amas? Señor, hay momentos del día en que es todo tan oscuro, que ya no sé si te amo; pero no importa que yo no lo sepa, basta que lo sepas Tú. Señor, Tú sabes que, a pesar de todo, te quiero. Y por fin, mirándote con mucho amor, te pregunta: ¿Me amas? ¿Me amas de veras? Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero. “Apacienta mis ovejas”. Pide también por el Papa, por los Obispos. Ofrece por tus almas. Apacienta mis ovejas. No te pregunta si amas a las ovejas, sino si le amas, a Cristo. Y en cambio te dice: Apacienta mis ovejas. Para apaciéntalas como de Cristo, no como tuyas. Piensa en ellas, cuídalas, amando en ellas a Cristo, rigiéndolas por los criterios de Cristo, no por los tuyos, como cosa suya de la que tienes que responder. Él te confía lo más precioso que Él tiene: sus ovejas, el tesoro de Cristo, por el que ha bajado del cielo a la tierra; sobre todo las ovejas perdidas; sobre todo aquéllas en las que Él ha mostrado el mayor amor de predilección tomándolas sobre sus hombros; ahora tú las tienes que llevar sobre tus hombros, como Cristo te ha llevado a ti. Cuida mis ovejas; pero amando a Cristo en ellas, como extensión del amor de Cristo, no prescindiendo de Cristo. Por eso Él pregunta si le amas a Él, a Él.

Si tu amor es auténtico, a ti te dirá también como a Pedro: Mira, ahora que eres humilde, que no te fías de tus fuerzas, ahora, en verdad te digo: cuando eras joven, es decir, cuando te sentías con el vigor de tus fuerzas, de tus cualidades, de tus energías, hacías lo que querías. Tú mismo te ceñías, tú mismo te hacías tus planes, incluso en el servicio de Dios, y te parecía que todo lo que no eran tus planes era impedimento a la gloria de Dios. Tú mismo te ceñías e ibas donde querías y como querías. Ahora que eres ya mayor, adulto en el amor, maduro en el amor, ahora, “otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieres”. “Esto lo dijo significando con qué muerte iba a glorificar a Dios”. ¡Qué expresión tan preciosa de la vida de entrega en nuestra propia vida! Dejarte atar por otro y llevar a donde tú no irías, a donde te lleva Cristo a través de sus mediaciones, de sus representantes.

Dentro de este examen del amor y en este cuidado de las almas hay muchos grados: desde el aprobado hasta la matrícula. Y puedes imaginar que el Señor te mira con mucho amor y te va examinando: ¿Me amas? ¿Me amas tanto que por mi amor, en el puesto que te he encomendado, en tu familia, en tu vida de comunidad, en tus actividades apostólicas, estés dispuesto incluso a dar tu vida antes de cometer un pecado grave que te pueda separar de Mí? ¿Estás dispuesto a esto? -¡Señor, cómo me voy a fiar de mí mismo!, ¡si soy tan débil! Pero con tu gracia, Señor, yo lo quiero; Señor, Tú sabes que te quiero. Aprobado en el amor.

Y el Señor te mira con más amor todavía, y te dice: ¿Me amas? ¿Me amas de veras? ¿Me amas tanto que por mi amor, en la docilidad a mi gracia estés dispuesto a consumarte en holocausto antes de cometer un pecado que enfriase tu amor hacia Mí? Señor, yo lo quisiera así; no sé si seré capaz, pero al menos es mi voluntad deliberada, Señor. Notable en el amor.

Pero sigue el Señor preguntando, y te dice: ¿Me amas tanto que por mi amor estés dispuesto a dar tu vida, si es preciso, antes de dejar de seguir cualquiera de mis indicaciones o de faltar deliberadamente a los compromisos que libremente has asumido en tu vida matrimonial, sacerdotal o religiosa? Señor, ¡soy tan débil! Conozco mi pasado, pero con tu gracia, Señor… Señor, yo quiero esto, deseo esto; dame tu gracia para ello. No me fío de mí. Tú sabes que te amo. Sobresaliente en el amor.

 

Pero el Señor todavía te mira y te dice: ¿Me amas todavía más, tanto que por mi amor, siendo igual gloria mía escojas el puesto más pobre, más humilde, más despreciado, más bien que no el puesto de brillo, de estima de todos, de esplendor; el puesto donde te estiman menos, donde te consideran menos, como una persona que es más corta, menos inteligente; por mi amor, sólo por mi amor; me amas tanto, siendo igual gloria mía? -¡Señor…! Lo espero, Señor; dame gracia para ello. Matrícula de honor en el amor. Es lo supremo. Es lo que san Ignacio llama el tercer grado de humildad.

A ver; repite contigo mismo delante del Señor este examen del amor, y de vez en cuando vuelve sobre él. Es la cumbre del amor. El estado actual de tu diálogo con Cristo, después de años de trato con Él: ¿Me amas, después de todo, hasta aquí?

“Dicho esto, dice el Evangelio, el Señor dijo a Pedro: Sígueme”, vente conmigo. Y, en efecto, el Señor se lleva consigo a Pedro. Y a Pedro, esto le gustó, sin duda ninguna; eso de ser predilecto… Estaban allí todos los demás, los siete, y que le llame a él aparte y que se lo lleve consigo… esto le gustaría. “Donecillos de Dios”, diría él, donecillos de Dios. Eso que nos suele pasar: Sí; donecillos de Dios; pero me los ha dado a mí y no se los ha dado a otro. A mí me los ha dado. Es voluntad suya, sí; pero a mí, pero a mí. Como decía aquel hermano coadjutor de París: Yo no sé cuántos talentos tengo, pero yo creo que dos tengo, porque éste es más tonto que yo. Pues así; “donecillos de Dios”.

Y él, caminando, de vez en cuando, pues volvería a ver la cara de los otros, a ver qué cara ponen los otros. Y mirando hacia atrás, vio que Juan no se resignaba del todo, y que iba allí… un poco así… disimulando un poco, pero que se iba acercando también a menor distancia. Entonces le entró curiosidad a Pedro. “Y volviéndose Pedro a mirar, vio que venía detrás el discípulo amado, y habiéndole visto dijo a Jesús ya con un poco más de intimidad: Señor, ¿qué será de éste? A mí ya me lo has dicho; y éste, ¿qué? Y el Señor le respondió: Si Yo quiero que así se quede hasta mi venida, ¿a ti que te importa?”. Lo curó de raíz. “¿A ti qué te importa?”. Es la última lección del Señor en el Evangelio: “¿A ti qué te importa?”. “Tú, sígueme”, y déjales en paz.

Pues bien; en este momento de los Ejercicios, también puede pasar eso: Señor, yo… yo he oído que me dices sígueme; me voy contigo, me voy contigo; pero, ¿y ésta? ¿Qué propósitos habrá hecho éste o aquél? Y éste o aquella, ¿pensará lo mismo? Y éste, ¿qué? Yo tengo que hacer esto y esto y esto; y éste, ¿qué? “¿A ti qué te importa?” “Tú, sígueme”.

Y entonces el Señor se lleva a Pedro consigo a la orilla del mar; y no sabemos; le comunicaría sus normas, sus indicaciones para apacentar sus ovejas. Pues bien; a ti también te dice: “Sígueme”. Y siguiendo al Señor, te detienes con Él un poco sobre la orilla del lago, y allí, te descubre tu vida, y tú se la reconoces así: “En medio del camino de mi vida, vuelvo la vista atrás, Señor, para contemplar y para bendecir tus rectificaciones, las que has hecho tú mismo de mis planes, los fracasos en que has hundido mis proyectos. No; mis pensamientos no eran los tuyos. Con terca obstinación infantil me encapriché cien veces con juguetes brillantes que Tú no me querías dar. Lloré; pateé; todo inútil. Podía más tu amor que mi amor propio. Hoy veo claro que Tú tenías toda la razón al cambiar mis rutas y al sustituir tus destinos en vez de mis ensueños. Pero como tienes la costumbre de callarte; como no sueles dar explicaciones; como no prodigas las profecías, dejas a los tuyos en terribles noches del espíritu. Por eso, cuando al fin tu idea se hace realidad, ¡qué vergüenza para nuestros microscópicos ensueños! ¿Es que no tienes crédito, Señor, para que yo te lo fíe todo: mis días futuros, mis actividades, mi cuerpo gastado, mi alma solitaria, mis ilusiones dudosas, mi destino eterno?

En medio del camino de mi vida, contemplo con asombrado amor todas tus rectificaciones, todos mis cambios de ruta, todos los fracasos de mis ideales. Nada me ha sucedido como yo quería. Ninguno de mis sueños cuajó en realidad. Ninguna de las profecías de mis amigos se ha cumplido. Y veo con asombro que lo que ha sucedido ha sido mejor para mí. Tú, único amigo mío, mientras yo tejía mis telas de araña, sonreías en silencio, y con tu mirada aguda soltabas todos los nudos.

He contemplado campos, cielos y almas que jamás soñé ver. Han surgido hermandades interiores con corazones que entonces ni siquiera existían. Me he gastado en actividades para las que todos me creyeron incapaz, y he fracasado en empresas para las que creí haber nacido. En las encrucijadas súbitas, primero era la turbación. En los cambios de dirección que me imprimía tu mano, era el pánico. Hoy, ya en el término, es el Miserere que reza mi orgullo fracasado y el aleteo de mi confianza en Ti. Bueno ha sido para mí el que me hayas humillado. Porque yo, no pensaba más que en mí solo. ¡Gran pecado! Yo creía -¡necio!- que todo había de girar en torno a mí. No quería enterarme de que los destinos de todos están en una sola mano, que es la Tuya, y de que ella los relaciona y los subordina entre sí. No sería tu saber infinito si no tejieras mi dibujo único con los hilos de todas nuestras vidas. Y no se te enreda nunca la madeja, ni igualas los méritos de cada uno, ni mutilas su libertad.

Santa Teresa de Jesús veía el mundo como un tablero de ajedrez. Nuestras fichas no son iguales, ni en su valor ni en su significación. Y aunque se mueven libremente, hay dos manos ágiles y eficaces que ordenan sus movimientos: la de Luzbel y la Tuya ensangrentada. Lo que llamamos puerilmente acontecimientos históricos, no son más que jugadas del maligno, que Tú aprovechas para imponer tu poder y tu amor. ¿No es pedante creer en la filosofía de la Historia? ¿No sería más sincero y verdadero ver su teología? Y ahora comprendo, Señor, que no se perdería el más mínimo alfil si él mismo no te traicionara pasándose al enemigo. Por eso, en tu seno arrojo, Señor, todos mis cuidados. ¿Cómo no someter todos mis movimientos a la sabiduría y al amor de tu mano llagada?

Besándola con el alma y con la vida, te suplico: Lleva Tú el juego, Señor. Y Él nos dice: No te preocupes ya. Yo lo preparé todo hasta este punto, hasta que te has echado generosamente en mis manos y en mis brazos. Aquí te esperaba Yo. Hasta aquí te he traído. Ahora, sígueme. Empezamos una vida nueva. Ven conmigo.

Acabamos rezando

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén