VÍDEO:
TEXTO:
Vamos a seguir disponiéndonos con la gracia del Señor a esta gracia particular de la cuarta semana de los Ejercicios; que será un buen camino para obtener el ideal de agradar en todo a Jesucristo; que todo en nuestro interior sea puramente ordenado a agradar al Señor. Pidamos sentir internamente esta alegría, este gozo intenso del gozo y de la gloria de Cristo resucitado. Pedimos al Espíritu Santo que nos comunique ese gozo íntimo.
Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo; Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino
Te pido en especial
Por el Papa y sus intenciones
Por nuestro Obispo y sus intenciones
Por nuestro Párroco y sus intenciones
DIA VIGÉSIMO SÉPTIMO. APARICIÓN A LAS MUJERES Y A LOS APÓSTOLES.
Pensando cómo Él está lleno de la divinidad que se manifiesta en todo, y cómo trae como oficio comunicar esa misma consolación a los demás. Esa gracia, que es participación de la naturaleza divina, que es la que tiene que llenar el corazón de los fieles.
Vamos a hacer la meditación. Jesucristo no sólo da a gustar la divinidad a la Virgen Inmaculada, a su Madre, sino también a las mujeres pecadoras de otro tiempo; y también a los traidores arrepentidos, como Pedro. En todo esto, lo que pide Jesucristo es fe; y donde no hay esa fe, comienza por suscitarla. Esto lo hace con todos. Fijaos en todas las apariciones cómo en realidad primero dispone, no presentándose Él mismo directamente, sino unas veces por un ángel, por las piadosas mujeres, por fenómenos diversos; suscitando la fe.
Cómo fueron las apariciones del día de la Resurrección, discuten mucho los comentaristas y hay diversas tendencias. No es fácil. Pero parece que se podría poner el hecho de esta manera: Primero, van las mujeres al sepulcro, y junto con ellas va también María Magdalena. Ven el sepulcro vacío, y al verlo así vacío, inmediatamente, sin esperar a más, María Magdalena echa a correr para contarlo a los Apóstoles: que el sepulcro está vacío. Los Apóstoles parece que no vivían todos juntos en este momento. Pedro y Juan parece que no estaban con los demás en el Cenáculo, y probablemente tampoco estaban en la misma casa los dos, sino que eran casas distintas de la ciudad. Magdalena corre, pues, a Pedro, y Pedro parece que no le hace caso. Corre a Juan, el cual cree posible lo que dice Magdalena: que el sepulcro está vacío. Corre a los Apóstoles en el Cenáculo -Magdalena- que no la creen tampoco en absoluto, y entonces se vuelve al sepulcro.
Entretanto, las otras mujeres se habían quedado consternadas delante del sepulcro; se les aparecen los ángeles que las preparan en la fe, y entonces corren a anunciar a los Apóstoles también ellas. Entretanto Juan, que creía posible lo que decía Magdalena, corre a casa de Pedro, y juntos salen a ver el sepulcro y lo encuentran vacío. Y se vuelven, creyendo que podría ser verdad lo que decía Magdalena. Los discípulos durante el día se desparraman desanimados, como los dos de Emaús; durante el día también, Jesucristo se aparece a Pedro, y al atardecer se aparece a los dos de Emaús y finalmente a los Apóstoles en el Cenáculo. A María Magdalena se le aparece junto al sepulcro, cuando vuelve después de haber anunciado a Juan y a Pedro. Esto parece que puede ser el orden como se desarrollaron las cosas en ese día confuso de emociones.
Comencemos por la aparición a las mujeres. La Virgen no va con ellas, porque la Virgen tiene fe. Tampoco va con ellas María de Betania. Estas mujeres a las que se aparece Jesús han perdido la fe en Cristo vivo. Ellas contemplaron cómo José de Arimatea y Nicodemo preparaban el cadáver del Señor, cómo lo embalsamaban, y estaban inquietas. Y querrían ellas intervenir también para hacerlo mejor, porque aquellos hombres no sabían hacerlo; y querrían meter mano, pero no les dejaban. Estaban pegadas al Señor. Nada; ellos se encargaron de todo. Y éstas, mortificadas: “No lo saben hacer; ya se ve que son hombres. No, no entienden de estas cosas”. Pero los hombres aquellos tenían prisa; era ya tarde. Pusieron al Señor en el sepulcro; y ellas no estaban satisfechas. Dicen: “No, no, no; tenemos que volver nosotras y tenemos que hacerlo como se debe hacer. Estos lo han dejado muy mal, muy mal”.
Tienen mucho amor a Jesucristo, sí. El tesoro de ellas es el cadáver de Cristo. No es Cristo; es el cadáver de Cristo. Es lo que les queda de Cristo. No tienen esa fe viva en la resurrección. Y en cuanto se pasa el sábado, después de haber comprado cantidades de ungüentos, de perfumes, enorme, apenas a la madrugada del domingo -antes lo llamaban el primer día de la semana -, se lanzan hacia el sepulcro para realizar la obra que no habían podido hacer antes. Y van allá. “Avanzada ya la noche del sábado, al amanecer vino María Magdalena con la otra María, las mujeres, y otras, a visitar el sepulcro. Y mientras caminaban se preguntaban: ¿Quién nos quitará la piedra del sepulcro? Ellas van decididas, han pensado todo menos que hay una piedra en el sepulcro. Pero caminan, como buenas mujeres; adelante. Cuando se les ocurre: ¡Ay va! ¡Si hay una piedra! ¿Quién nos la quitará? Y no obstante, adelante, adelante; a ver, a ver qué pasa. Y cuando estaban ya bastante lejos, se fijan, y ya no estaba la piedra. Pues… ¡está abierto! Pues, ¿qué ha pasado? Se lo han llevado. Y María Magdalena sin esperar más, se separa de las demás y va corriendo a avisar: que lo han robado, que le han quitado del sepulcro. Como no tenía fe, fe viva, no le vino inmediatamente que había resucitado, sino: lo han robado.
Llegan y entran al sepulcro. Y se encontraron con un ángel. “Y el ángel, dirigiéndose a las mujeres les dijo: Vosotras no tenéis que temer. Bien sé que venís en busca de Jesús, que fue crucificado”. Ellas venían, más que en busca de Jesús, en busca del cadáver de Jesús. Pero con amor, con amor. La primera reacción había sido asustarse, al ver que no estaba el cuerpo; estaban consternadas porque no estaba el cuerpo. Cuántas veces pasa esto: estar consternados precisamente por lo que es señal de salvación. Estar consternados por nuestro estado espiritual interior, cuando es el estado que lleva a la salvación; cuando es lo que tiene que pasar; cuando es señal de que el Señor nos ama, nos quiere. ¡Cuántas veces! Consternadas por algo que es parte precisamente de lo que el Señor prometía. ¡Pero si el Señor te lo había dicho eso! No encuentran, y están consternadas porque no está el cuerpo. Ahí está el motivo de tu gloria. Por eso les dice el ángel: “No tenéis que temer. Vosotras bien sé que buscáis a Jesús que fue crucificado. Ya no está aquí; ha resucitado según predijo”. Ya lo dijo Él. Ha resucitado. “Venid, mirad el lugar donde estaba sepultado el Señor”. Y bajan, y lo ven. Aquí estaba. Pero ya no está. Ha resucitado. La gran noticia, la gran alegría. Pero no lo han visto a Él. Es un ángel. Ven las señales. Les está preparando a la fe: Primero, viendo la piedra quitada. Después, viendo el sepulcro vacío. Después, con el ángel. Pero todavía el Señor no se les muestra. “Y ahora, id, sin deteneros, a decir a sus discípulos que ha resucitado y que va delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis”. Id a Galilea como os ha dicho el Señor. No había modo de moverlos de Jerusalén a éstos. Y es la prueba de que no creían. No iban a Galilea. Se quedan en Jerusalén. Estaban pegados; a ver qué pasaba. Ellas salieron del sepulcro con miedo y con gozo grande. Con una mezcla. Es que es imponente. Todas estas escenas suponen una carga de emoción interior. Con mucho gozo, pero con miedo: Bueno, y, ¿qué habrá pasado? Y en la ciudad, ¿qué pasa? Con todo lo que le han perseguido, ¿qué pasará ahora? Todo ese estado interior. Y fueron corriendo a dar la nueva a los discípulos.
Los discípulos estaban en el Cenáculo, allí metidos. Y éstas llegarían allí. Llaman a la puerta: ¡Pum, pum! Y los otros, quietos, quietos. “¡No abráis, no abráis!, que vienen en nuestra busca”. Ellos tenían la idea de que después de acabar con Cristo, acababan con ellos; y estaban metidos allí, sin salir. Y cuando llaman éstas, pues lo lógico sería eso: -¿Abrimos? -No, no; no abras, no abras. Y ellas: que somos nosotras… -A ver, ¿quién, quién? –No, no, ¡que eso es trampa! Diría: “Yo soy, pues María, la madre de Santiago. Y mirarían por la mirilla, con mucho miedo. Y les dicen: Que… ¡que ha resucitado! -¡Hala, hala! A correr, a correr; marchad, marchad; ya están viendo visiones éstas; ya están exaltadas.
El Señor les ha preparado; todavía no lo han visto. ¿Cómo les ha preparado el Señor? Pues, les ha avivado la fe, recordándoles las palabras de Cristo: “Ha resucitado como lo había dicho. Precededme en Galilea, como os lo había dicho”. Todo esto está ya. Recuerda las palabras de Cristo. Ese es siempre el camino que nos ha de llevar a disponernos al encuentro de Cristo: recordar sus palabras, volver a rumiarlas y saber poner la palabra justa en la circunstancia concreta de la persona. Es el gran medio de consolar a las almas, el poderlas retratar en un paso de la Sagrada Escritura, y decirle: “Mira, eso que te pasa es esto. Así estás como Pedro, te pasa como a la Samaritana, etc, según convenga. Pues mira: el Señor ha dicho esto, y el Señor te está conduciendo por aquí, date cuenta…”.
María Magdalena se había separado de éstas. Ella fue por su cuenta corriendo; tenía más prisa que todas las demás. Era inquieta. Y apenas anunció a los Apóstoles, fue de nuevo al sepulcro. Veamos esta aparición a María Magdalena. La vida de pecado no impide nunca, cuando se ha llorado, las grandes comunicaciones de Cristo; nunca. De María había lanzado siete demonios, es decir, multitud. Tenía cantidad de vicios y de pecados. Y aquí precisamente lo recuerda San Marcos, en este momento de la Resurrección: “Primero se apareció a María Magdalena, de la que había echado siete demonios”. María Magdalena, es una verdadera Marta espiritual. Se le parece mucho. Le falta la fe viva. Tiene mucho arranque y mucho amor, pero no tiene aquella fe profunda en la divinidad de Cristo. Viene con las otras mujeres, con la misma falta de fe, con la misma falta de confianza, a visitar, a honrar la reliquia de Cristo, no la persona viva de Cristo. No está esperando al Señor como la Virgen, ni como María de Betania. Lo cual significa que creía en que Cristo estaba muerto, pero no creía en Jesucristo como persona viva. Ve el sepulcro vacío, y sin más, corre a los Apóstoles: a Pedro y a Juan. Va a ellos, impetuosa, y se encuentra con que no le hacen caso. Juan no sabía nada por la Virgen. La Virgen probablemente no había dicho nada a Juan, aun cuando estuviese en su casa. Le podía consolar en cuanto le animaba a la fe, pero decirle: Jesús ha venido a visitarme, ha resucitado ya, probablemente no se lo dijo; si el Señor no se lo encargó explícitamente, no se lo diría. Su discreción era suma. Por eso, María Magdalena, al ver que Juan no le da especiales esperanzas, después de haber corrido a Pedro, se iría con los Apóstoles, correría por una parte y por otra, y vuelve al sepulcro. “Pedro no le creyó”. Eso lo dice explícitamente el Evangelio. “Como ni los otros lo creyeron”, lo dice San Lucas. Y se volvió al sepulcro. ¿Qué hace allí en el sepulcro? Busca y llora. Pero busca con agitación.
Vamos a ver el texto del Evangelio. “Entretanto, María Magdalena estaba fuera, llorando cerca del sepulcro”. Cerca, pero agitada. “Con las lágrimas, pues, en los ojos, se inclinó a mirar el sepulcro”. ¡La de veces que había mirado allá! ¡Cuántas veces! Pero, con poca fe. Busca; llora. No al Señor, sino a la reliquia del Señor. Y una vez más se vuelve a mirar. ¡Tantas veces había mirado…! Eso que nos pasa cuando hemos perdido un objeto, que estamos mirando siempre los mismos cajones y los mismos sitios. Y lo ha mirado cien veces, pues, vuelta a mirar. Y cuando mira otra vez, se encuentra nada menos que con dos ángeles, vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde estuvo colocado el cuerpo de Jesús. Y María está tan ocupada con el Señor, con la reliquia del Señor, que no le asustan los ángeles. Se encuentra con ellos y se queda impertérrita. “Dijéronle ellos: Mujer, ¿por qué lloras?” La pregunta que tanto gusta al Señor. Por qué lloras, qué tienes por dentro? El ángel va a disponerla a María para la aparición de Cristo. Y va a disponerla haciéndole ver un poco su estado interior. Haciéndole ver qué es lo que está buscando; que está equivocada. Que lo que ella está buscando, no es a Cristo mismo, sino el cadáver, y que tiene que buscar a Cristo vivo, a Jesucristo vivo. “¿Mujer, por qué lloras?” Y ella responde sin ninguna turbación y sin ningún susto: “Pues porque se han llevado de aquí a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Su Señor no es Cristo, sino el cuerpo de Cristo. “Han llevado de aquí a mi Señor”. A su Señor nadie se lo puede llevar, si es Cristo. Al cuerpo de Cristo muerto, sí. “Han llevado de aquí a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto”. Jesucristo ya no existe para ella; está en plena desolación. No tiene fe, no tiene esperanza. “Y dicho esto, volviéndose hacia atrás…” ¿Por qué volvió hacia atrás? Pues quizás porque el Señor, que ya estaba preparándola, pues movió un poco, hizo algún ruido entre las hojas del jardín. “Volviéndose hacia atrás vio a Jesús en pie”, en pie. Todo lo debía María a Jesús. Hace tres días lo había visto morir, pagando tan caro el perdón que le había concedido sacándole siete demonios. Y ahora, ese Cristo, a quien ella sin saber, está buscando, creyendo que sólo busca el cuerpo de Cristo, se le va a poner delante de los ojos.
Es el Consolador. El Consolador que sabe jugar con las almas. Ella no conocía que fuese Cristo porque le faltaba la fe. No es que necesariamente se hubiese disfrazado Cristo. No necesariamente, sino que, para que nosotros podamos reconocer a Cristo, tenemos que tener los ojos puros, llenos de pura fe. Y por eso dice el evangelista: “Vio a Jesús en pie, mas no conocía que fuera Jesús”. Y le dice Jesús, para prepararla a su manifestación y a su comunicación: Mujer, ¿por qué lloras? -de nuevo- ¿por qué lloras? -¿Por qué nos afligimos nosotros? “¿A quién buscas?” La eterna pregunta de Cristo: ¿Buscas consuelo, o me buscas a mí?
María, ve quizás una cierta majestad en aquella persona, pero no puede sospechar que sea Cristo. ¡Cómo va a sospechar, si ha muerto hace tres días! Pero ve una cierta majestad, y entonces se comprende que ella lo trate de “Señor”. Le dice entonces, pensando que sería el hortelano: “Señor, si tú le has quitado, dime dónde le pusiste y yo me lo llevaré”. Es una respuesta sin sentido ninguno por ningún lado. En primer lugar porque el otro podía decir: Pero, ¿de quién hablas? “Señor, si tú le has quitado…” Pero, ¿a quién?, ¿a quién? Un hombre que le encuentra por el camino, en el jardín, dice: ¿Por qué lloras? Y le dice: Si lo has quitado… si tú lo has quitado… ¿A quién? Ella no tiene más que a Cristo en la cabeza, el cuerpo de Cristo. “Si tú lo has quitado, dime dónde lo pusiste”. Imaginad: Si lo he quitado, no te lo voy a decir; por algo lo he quitado. “Y yo me lo llevaré”. Pues para ese viaje, no me lo hubiese llevado yo. No, no tiene sentido ninguno; pero es eso; es el amor de ella; que no ve más que esto. “Yo me lo llevaré”. Y, ¿cómo se va a llevar ella el cadáver de un hombre? “Yo me lo llevaré”. No piensa en nada más. Se ha asustado. Ni soñar que ése podía ser el Señor.
Le dice Jesús: “María”. Volviéndose ella al instante -porque ya se había vuelto otra vez. ¿Eh? Después de haberla dicho, iba a otro lado. Como Marta, igual. “Volviéndose ella, le dijo: «Rabboni»”. El Señor es el Buen Pastor que conoce sus ovejas y las llama por su nombre. Y ellas oyen su voz y la reconocen. Pero le ha llamado -fijaos- como a Marta le solía llamar. A María nunca le llamaba por su nombre; oía siempre ella. En cambio a esta María de Magdala le ha tenido que llamar como a Marta: Marta, Marta; María, María. Para hacerle esperar, para hacerle detenerse un poco, para hacer que su corazón reposase. “María, María”, palabra que trae a la mente de esta pobre mujer toda su vida con Jesús. Cuando escuchaste mis palabras y supiste que eras perdonada, María…; cuando asistías a mi muerte en la cruz… Es verdad que Jesucristo ha buscado a María más que María a Él; mucho más. Siempre estaremos con retraso respecto de Jesucristo. Nos lleva la ventaja de una eternidad.
“María”. Y ella entonces volviéndose le dijo: “Rabboni”. “Maestro mío”. Lo reconoció y se echó a sus pies, y se agarró a Él con un consuelo grande. Y goza del gozo del Señor abrazada a Cristo, a quien se agarra, como diciéndole: Ahora ya no te suelto más; ahora no te escapas. Y le aprieta fuerte. Y el Señor la deja, la deja. “Rabboni”. Gusta la divinidad. Fijaos el gozo que siente ahora María al abrazarse con Cristo. No es la satisfacción de haberle buscado con diligencia, sino el gozo de Dios. No es que ella dice: Menos mal que he trabajado y menos mal que lo he buscado; no. Es el gozo de Dios que ha encontrado. No es el deber cumplido, sino es el encuentro con Cristo glorioso. Y está allí. Ya no quiere más.
Hasta que el Señor le dice: Noli me tangere. No me agarres. “No te quedes apegada”. Le dice ella: ¡Ah!, ya no te suelto. Pero no te quedes ahí; no te quedes apegada. O de otra manera: Suéltame ya. Significa lo mismo. Noli me tangere: “Suéltame, porque no he subido todavía a mi Padre”. Y ella pensaría: -pues por eso te agarro, antes de que te me vayas. Tres días sin verte y no he podido pegar ojo. Ahora no te me vas otra vez. -Suéltame. No es todavía el tiempo. Hay mucho que hacer todavía. Tienes mucho que hacer. Cuando vengas después, cuando vengas a la gloria del Padre, entonces podrás estar agarrada conmigo a mis pies toda la eternidad. Pero ahora tienes que hacer, porque, aunque es verdad que no he subido a mi Padre y me tienes aquí contigo, pero tú tienes algo que hacer. Mira; “vete, vete a mis hermanos -qué palabra dulce del Señor a los Apóstoles-, vete a mis hermanos y diles de mi parte: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. “Vete a mis hermanos”. Después de la Redención de Cristo, nosotros somos hermanos de Cristo. Él nos ha dado como Madre a su Madre y el Padre suyo es el Padre nuestro, y el Dios nuestro es Dios suyo. Es el consuelo. E inmediatamente a todo aquel que consuela Cristo, hace que comunique su consuelo a los demás.
Esta es María Magdalena; la pecadora que ha gozado de la resurrección de Cristo. Y nosotros podremos hacer lo mismo. Nada nos lo impide nuestra vida pasada, nuestros pecados. Sólo tenemos que tener esa madurez en la fe.
Vamos a considerar otra aparición de Cristo que nos puede ser muy útil. La de Pedro sería muy hermosa; muy bonita: cómo el Señor lo prepara, cómo el Señor tiene esas delicadezas con él. Vamos a verlo. Pedro es el más afligido de todos los Apóstoles. Por muchas razones. Por su triple negación muy particularmente. Eso no se le quita de encima. Por esa triple negación suya en la noche del sufrimiento de Cristo, se siente responsable en gran parte de los dolores y de la muerte del Maestro. Es eso que suele pasar cuando uno no ha sido fiel: Pues… parece que yo tengo la culpa… Y cuando ve que ha muerto y oye que le han crucificado y que ha muerto en la cruz, él siente eso: Yo soy culpable de eso; yo no me he portado como debía; le he sido ingrato, lo he traicionado. Y ese dolor, Pedro lo lleva en su rostro. Las lágrimas no cesan de caerle cada vez que se acuerda de lo que ha pasado. “Empezó a llorar” dice el Evangelio; como si no acabase ya de llorar. Y no sabe de quién pedir la absolución; no sabe a dónde ir. ¿A dónde puede ir? Si estuviese Cristo, se le acercaría y le pediría perdón, y le pediría excusa de todo. Pero ahora, ¿a dónde va a pedir absolución? Nadie se la puede dar. “¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?” Y no sabe a dónde ir. Tampoco está firme en la fe. Se ha acabado todo. Jesucristo ha muerto en la cruz; ya no es más que un cadáver en el sepulcro. Sufre mucho Pedro, mucho. Todo lo que él había hecho siguiendo a Cristo cae por tierra. Había renunciado a sus negocios, todos sus planes; y ahora, ¿qué hace? Sufre mucho. Y Jesucristo conoce su aflicción y le quiere consolar. Pero como es muy delicado el Señor, le quiere consolar sin testigos. Es así de fino el Señor. No le quiere hacer pasar un mal rato ante los demás. A él lo va a consolar solo. Y si Magdalena es la primera de las mujeres, de la que había echado tanto mal, Pedro será el primero de los Apóstoles, precisamente el pecador arrepentido; éste. Y no fue otro.
Así nos trata el Señor. Pasa por encima de todas esas pequeñas cosas nuestras, aun de los pecados; una vez que uno se arrepiente de ellos, eso no establece ninguna dificultad al contacto con el Señor. Al contrario, muchas veces el alma sabe aprovecharse, tiene una disposición más humilde, más sumisa al Señor. Pues bien; como todos los demás, Pedro que está débil en la fe, tiene que ser madurado en la fe. Y esto lo hace el Señor primero con el anuncio de Magdalena. Cuando llega Magdalena y llama a la puerta, y dice a Pedro: “Le han robado al Señor, lo han quitado”, esto ya empieza a preparar el corazón de Pedro. Ya hay algo nuevo que le puede empezar a hacer pensar. Cuando después va con Juan a visitar el sepulcro, la preparación sigue adelante. Viene Juan a su casa y le dice: Pues vámonos a ver. ¿Has oído lo que ha dicho Magdalena? -Sí. -Y, ¿qué te parece? -Pues que son sueños. -Pues vamos allá. Tenían demasiado miedo los dos. -Sí, vamos allá; -Ahora, verás tú, nos ven por la calle y nos conocen. Y si nos conocen qué lío. Dicen: -Pues vamos allá, y nos vamos corriendo; de una carrera llegamos allí y lo comprobamos. Y en efecto, se echan los dos una carrera -lo dice así el Evangelio: “Corrían ambos a la par”. Corriendo los dos; ¡carrera! Y llegó primero Juan. ¿Porque era joven? Sí; porque era joven. ¡Pero vamos! No es que hay que imaginar que Pedro fuese un viejo. Pedro tendría unos 30. De modo que no es tanta la diferencia de edad. Juan era joven, tendría unos 20. Alguna diferencia sí que hay pero no tanta. El verdadero motivo por el que Juan corría adelante, era otro probablemente. Es que Juan tenía el corazón muy libre, muy libre. Pedro, cuando corría, tenía unos sentimientos dentro… Penetremos en el corazón de Pedro en esta carrera al sepulcro. Los dos están llevados por el amor de Cristo, ciertamente. Corren los dos bajo el impulso del amor de Cristo; pero Pedro pensaba en lo que había hecho y en lo que había dicho. Eso no se lo podía quitar de encima. Y ahora iba hacia el sepulcro con esa cara de angustia, con esas mejillas hundidas de tres días de llorar. En el fondo estaría pensando: Y si está allí, ¿qué me dirá?, ¿qué me dirá? Eso era inevitable en Pedro. Todavía no estaban las cosas limpias, claras, ¿Qué me dirá? Conocía el Corazón de Cristo, sí; pero eso no lo podía evitar. Mientras que Juan corría con ligereza; él no tenía ningún pensamiento de ese tipo. “Llegó, pues, el primero Juan, y habiéndose inclinado vio los lienzos en el suelo, pero no quiso entrar”. No entró; por respeto a Pedro. Fijaos, que ellos conocían el Corazón de Cristo. Pedro es el jefe. No. A esperarle. “Y llegó tras él Simón Pedro, y Simón Pedro entró en el sepulcro”. Él sí. Pero, ¿el pecador? Entra en el sepulcro. Es el jefe. Así es el Señor, y así trata a las almas.
“Y entró y vio los lienzos en el suelo y el sudario que habían puesto sobre la cabeza de Jesús, no junto con los demás lienzos, sino separado y doblado en otro lugar. Entonces el otro discípulo entró también”. Asombro de Pedro cuando se encuentra con los lienzos y el sudario por otro lado. Encuentra lo que no esperaba. Él eso no se lo esperaba. No son señales de robo éstas; porque le había dicho Magdalena que lo habían robado. Uno que roba no se detiene a quitar los lienzos y a doblarlos, y poner el sudario aparte. Se lo lleva todo. No son señales de robo. Son señales de resurrección; de aquellos lienzos que ya no necesita, de aquel sudario que ya no necesita. Y se queda admirando, admirando.
Mirad; las señales son claras. Lo que había dicho ya el Señor: los lienzos, el sudario, la piedra quitada. Las señales son claras. Y sin embargo, no llegan a discernir la resurrección de Cristo. Dice el Evangelio: “Entonces el otro discípulo que había llegado primero al sepulcro, entró también, y vio y creyó”. ¿Qué creyó? Y dicen muchos comentadores: Creyó que lo habían robado, que es lo que se trataba de demostrar; eso que había dicho Magdalena: lo han robado. Y ve los lienzos y ve el sudario, y creyó que lo habían robado. Añade: “Porque aún no habían entendido de la Escritura que Jesús debía de resucitar de entre los muertos”. De modo que las señales que vieron eran de resurrección, y no las conocieron como señales de resurrección. Eran claras suficientemente para quien tuviese el corazón limpio.
Meted esto dentro, que es mucha verdad: El discernimiento de las señales divinas, supone la paz y pureza del alma. Si el alma no está en paz y pura, no reconoce las señales de Dios. No podrá hallar la voluntad de Dios fácilmente. No las encuentra. Esas exigencias de una razón argumentadora que necesita esto, porque tiene que ver, -porque mire usted, ya yo tengo una inteligencia suficientemente clara, yo soy muy razonador, usted tiene que probarme esto, y esto no está claro-… Las exigencias de una razón argumentadora, aparentemente argumentadora, no es prueba siempre de una inteligencia superior; no. Generalmente pueden ser pruebas de un corazón menos limpio. La inteligencia transparente, penetrante, cuando está al servicio de un corazón limpio, descubre inmediatamente las señales divinas; inmediatamente. Ahí Pedro no es que tuviese mucha más inteligencia, no; lo que le faltaba es la disposición del corazón, la limpieza del corazón para ver las señales divinas. La fe menos razonadora es muchas veces mucho más penetrante de las señales divinas y de la palabra divina. Y se volvieron, se volvieron los dos a casa.
Veamos lo que podríamos llamar la meditación de Pedro. Pedro vuelve a casa, pero ya se le ha agitado el corazón. Al principio, su meditación estaría perturbada, agitada. Luego se hace más recogida, comenzando a evocar los recuerdos del Maestro: lo bueno que era, su perdón, sus palabras. Y le iban viniendo a la cabeza. Iba recordando: ¡Ay!, aquella vez, cuando yo le dije: Tú eres el Hijo de Dios vivo; si dijo que iba a morir… ¡Si lo dijo! Cuando yo le dije: ¡que no, que no, que no! Y me dijo que le escandalizaba. Pues, hablaba de su muerte entonces. Y dijo que al tercer día resucitaría. Empieza a meditar, a repensar. Es el modo de madurar la fe: el recuerdo de las palabras del Señor; las recuerda. Y recuerda sus predicciones. Y esto provoca en Pedro la actitud de espera: -¡Oh!, pues es posible… pues a lo mejor… Se pone ya como quien está esperando. Y en un cierto momento que no sabemos -no sabemos más que se le apareció-, la aparición de Cristo, que le consuela. A solas los dos.
Los Apóstoles dirán: “Se ha aparecido a Pedro”. Y a ellos les bastará esto. Basta. Como le había dicho el Señor: “Y tú, por fin, cuando vuelvas, confirma en la fe a tus hermanos”. Cristo se le muestra glorioso, lleno de gloria divina; y ahí se encuentran en un abrazo íntimo el amor penitente y el amor misericordioso. El amor de Pedro, llorando, arrepentido de todo, humillado, porque había sido un poco por su confianza en sí mismo y por su soberbia por lo que le había pasado lo que le había pasado, y el amor de Cristo misericordioso. Y Pedro le diría otra vez: ¡Señor, Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo! Y Él le repetiría: Y tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre ésta. No me he equivocado; ya sabía lo que eras. Y cuando te lo anuncié, te lo anuncié sabiéndolo. No tienes que pensar más en eso. “Venid a Mí todos los que os estáis con trabajos y fatigas que Yo os aliviaré”. ¡Cómo sería el perdón de Jesús para Pedro! ¡Qué profundidad! ¡Qué paz le dejó! ¡Qué serenidad! Todo había pasado. Y el Señor le da su gracia, le comunica la divinidad también a él, la consolación del Padre, y le pide que con esa gracia que él tiene ahora, confirme también a los Apóstoles, que los prepare; que los pobres están como ovejas descarriadas sin Pastor. Que les vaya preparando. Que Él se les presentará también, les consolará; pero que él les prepare un poco para que pueda el Señor manifestarse a ello.
Pues bien; reflexionemos sobre nosotros para disponernos también con la misma confusión, como Pedro, al consuelo de Cristo; reconociendo, como Pedro, que somos en gran parte causa de la Pasión de Cristo. Pero sin desanimarnos nunca. Porque todos nuestros pecados pasados no serán impedimento para la efusión de esta gracia redentora de Cristo. Y así, vivir en consolación y en confianza. Que el Señor no nos olvida; que el Señor sabe lo que necesitamos. Y si hemos sufrido por Él, si hemos sufrido con Él, aun cuando hayamos tenido nuestras debilidades, el Señor no nos dejará. Y esto tiene que ser para nosotros como una confirmación en los Ejercicios: el consuelo de Cristo. Y aun cuando haya algún disparate grueso, como el de Pedro, el Señor me consolará. Y aun cuando yo me desanime, como los discípulos de Emaús, que abandonaron todo y se iban hacia Emaús, Él me consolará también.
Acabemos hoy con los discípulos de Emaús. Estos discípulos de Emaús son el tipo de algo que puede ser muy nuestro después de los Ejercicios. Es el tipo de las almas desalentadas, desanimadas. Han perdido ya la esperanza de encontrar al Señor. Son clásicos en la vida espiritual estos caracteres. Han esperado un cierto tiempo, no han salido las cosas como ellos pensaban, y se marchan, se desaniman; dejan la vida de comunidad y van por su lado ya, para buscar el camino propio de ellos.
Vamos a ver este trozo brevísimamente, para ver estas lecciones para nosotros, sabiendo que el Señor, buen Pastor nos buscará como a estas ovejas descarriadas. “En este mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén el espacio de 60 estadios. Y así conversaban entre sí de todas las cosas que habían acontecido”. Entre los dos; hablando, hablando. Es la característica del alma desanimada. Siempre hablando de las desgracias propias: todo, todo va mal; lo que ha pasado; el pobre… y dale vueltas y vueltas. Siempre igual; siempre hablando de esas cosas.
“Mientras así discurrían y conversaban, el mismo Jesús, juntándose con ellos, caminaba en su compañía”. Jesús. “Mas sus ojos estaban como deslumbrados para que no le reconociesen”. Les faltaba la fe. Y Jesucristo va a madurarles la fe antes de que lo reconozcan.
Esto es también una lección de cómo nosotros tenemos que ayudar a las almas. Estos dos pobres hombres asustados, que van por aquel camino alejándose ya de la comunidad, dejándolo todo, han perdido tres años de vida, y ahora a ver cómo pueden remediar lo que han perdido. Pero, fíjate; y cómo le han matado; y cómo esto u lo otro… y venga, y dale. Y con miedo de los judíos, por otra parte. Y el Señor que se acerca por el camino, y éstos que lo ven que se acerca, dicen: ¡Ay!, ese será un espía. Y los dos: “Vamos más aprisa”. Y el otro, más aprisa. “Vamos más despacio”. Y el otro, más despacio. Ya está; no nos escapamos. Y el Señor que se acerca. Y les dice: “¿Qué conversación es esa que caminando lleváis entre los dos?” Y los dos se quedaron parados, tristes; unas caras largas. El Señor sabía – pero como si no supiese- qué conversación tenían. Pero le gusta saberlo por ellos. Es el modo como hay que tratar espiritualmente a las almas afligidas: -Pero, ¿qué te pasa que estás triste? Cuéntame.
“Y uno de ellos, llamado Cleofás -siempre es uno de ellos el que habla: Cleofás; del otro no sabemos ni el nombre. Era uno de esos que suele haber siempre, ¿verdad?: Yo, como éste. Sí, sí, sí, tiene razón éste; lo que ha dicho éste. “Uno de ellos llamado Cleofás, que llevaba la voz cantante, respondiendo, le dijo: “¿Pero tú solo eres tan extranjero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado en ella estos días?” Pero, ¿dónde has vivido? Y le responde el Señor: “¿Qué? ¿Qué ha pasado?” ¡Cómo es el Señor!, ¿eh? ¡Cómo le gusta esto! Pero, ¿qué, qué ha pasado? Y él: “Pues lo de Jesús Nazareno, el cual fue un profeta poderoso en obras y en palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo”. Y el otro decía: ¡Pues claro, hombre! ¿Es que no sabes tú eso? Era poderoso. Menos mal que hizo un buen juicio aquél, ¿eh? Si llega a hablar mal… estaba presente. “Grande profeta! Y cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron a Pilato para que fuese condenado a muerte. Y le han crucificado”. Jesús les oiría: ¡Pero no me digas! “Mas nosotros esperábamos que Él era el que había de redimir a Israel”. Aquí está el desaliento. “Nosotros esperábamos”. Yo esperaba, que después de aquellos Ejercicios, pues que ya no me iba a pasar esto. Nosotros esperábamos que aquellos Ejercicios iban a ser decisivos para mi santidad. Pero resulta que … Esperábamos. Y Él les oye con mucha paciencia. “Nosotros esperábamos que era el que había de redimir a Israel”. Esperaban el Mesías de modo humano, no en el modo divino. “Y no obstante, después de todo esto, he aquí que estamos ya en el tercer día, después que acaecieron todas estas cosas… -Bueno, ¿y por qué dices que el tercer día? Algo tenían ellos en el oído del tercer día. Y, ¿por qué te marchas en el tercer día? Espera a que termine por lo menos, ¿no? Pues no. -“Bien es verdad que algunas mujeres de entre nosotros nos han sobresaltado, porque antes de ser de día fueron al sepulcro, y no habiendo hallado su cuerpo, volvieron diciendo que hasta habían visto unos ángeles, los cuales les han asegurado que está vivo”. Han llegado hasta ver alucinaciones aquellas mujeres. Bien es verdad… -¡Bueno!, pues espera; tercer día. No estás dándome más que datos que me están diciendo que deberías proceder en modo contrario a como estás procediendo. Por lo menos lo prudente es: a ver en qué va a terminar esto, antes de marcharte. Ese es el alma desalentada. Dice: -Pues ya yo lo sabía; yo debería hacer esto. -Pues, espera; espera. Pero es que yo esperaba… -Pero, espera…!!! “Con eso, algunos de los nuestros han ido al sepulcro y han hallado ser cierto lo que las mujeres dijeron, pero a Jesús no le han encontrado”. Es el alma desanimada. Sí; todo eso es cierto; y después era verdad lo que habían dicho, pero “a Jesús no le han encontrado”.
Y entonces les dijo él: “¡Oh, necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas!” No se muestra todavía como Jesús, sino como un hombre que conoce, que ha leído la Escritura. Pero, ¡qué tontos sois! Me dices que ha muerto, que le han entregado, que está al tercer día que han pasado estas cosas, y dices que vosotros esperabais que iba a redimir a Israel. “Por ventura, ¿no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su gloria?” Pero, ¡si está escrito en la Escritura que tiene que morir en la Cruz! Pues, ¿qué señal hay para que no esperéis que era el Mesías? Lo contrario, eso que me estás diciendo es señal de que ése era el Mesías. “Y entonces, empezando por Moisés y discurriendo por todos los Profetas, les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que hablaban de Él”. Mira lo que dice Isaías: “Si diere su vida por todos, entonces le daré una descendencia ingente”. Y mira lo que dice Jeremías, y Moisés, y los Profetas, y el salmista, y David. Iba hablándoles, hablándoles, y ellos estaban pendientes de los labios; los dos. Y se les pasaban los kilómetros de carretera sin sentir.
Y en esto llegaron cerca de la aldea donde iban. Se encontraban ya allí. “Y Él hizo ademán de pasar adelante”. Bueno… -Pues nosotros nos quedamos aquí. -Pues yo voy adelante. “Mas le detuvieron por fuerza”. Le cogieron y dicen: a éste no le soltamos. Es que les había animado tanto… ¿Cómo les había preparado a la fe? Recordando la Escritura, recordando la palabra de Dios: Mira lo que estaba escrito, y esto, y esto, y esto, y esto. “Y le detuvieron diciendo: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y va ya el día de caída”. Quédate con nosotros. ¡Hala!, quédate. ¿A dónde vas a ir ahora? Quédate con nosotros. ¡Estaban tan bien con el Señor…! Sin saberlo ellos, estaban ya apegados al Corazón de Cristo, que se manifestaba a través de aquella conversación sobre la palabra de Dios. Por la palabra de Dios escrita a la palabra de Dios personal. Y entró con ellos. “Bueno; pues me quedo”. “Y estando juntos a la mesa, tomó el pan”. Se pusieron los tres. Los otros: Vienes a cenar con nosotros. -Bueno. Se ponen los tres, y tomó el pan. Ya estaban maduros en la fe, ya tenían los ojos preparados. “Tomó el pan y lo bendijo como lo bendecía siempre en su vida mortal. Y habiéndolo partido se lo dio”. Y ellos cuando vieron aquello: ¡Ay!, como el Señor… ¡Si es el Señor! Y lo vieron, y lo reconocieron. “Con lo cual se les abrieron los ojos y le reconocieron”. ¡Qué alegría! “Mas Él desapareció de su vista”. ¡Bueno! Estos dos se encontraron mirándose uno al otro, y frotándose los ojos: Pero aquí… pero… Y vendría la señorita que estaba sirviendo: Oiga señorita, éramos tres aquí, ¿no es verdad? Pues sí, tres; ¿dónde está el otro? Pues eso decimos nosotros… ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! Lo han reconocido en el partir el pan.
¿Fue esto la Eucaristía? Los comentadores son muy distintos en esto. Pero hay razones poderosas para pensar que sí. Porque en San Lucas, la fracción del pan tiene un valor muy singular. En los Hechos de los Apóstoles y en el Evangelio de Lucas, el título “en la fracción del pan”, parece que se refiere a la Eucaristía. Notad que puede tener perfectamente este sentido que es muy completo y muy rico. Y se volvieron corriendo a Jerusalén; otra vez todo el camino para atrás. Y se dijeron uno al otro: ¿Por ventura nuestro corazón no estaba que ardía dentro de nosotros cuando Él nos hablaba en el camino, cuando nos abría el sentido de las Escrituras? ¿Pero no sentías tú dentro una cosa allí…? ¡Pero mira que somos tontos! ¡Pero hombre, si lo hemos tenido con nosotros! ¿Cuánto ha durado esta visión del Señor, un minuto? Un minuto, y ya los ha arreglado para toda la vida. Eso es el Señor. Y hasta les ha asegurado, los ha vuelto al redil, y hasta les ha metido dentro el fuego; y ahora van solos, ya vuelven ellos al redil. La primera cosa que hacen, volver a la comunidad, al redil, dócilmente y en carrera. “Y levantándose a la misma hora se volvieron a Jerusalén”.
Y hallaron reunidos a los once. Llaman a la puerta: abrid, abrid. Y ellos con el respeto y temor de siempre les abren; y cuando iban a decirles con toda la emoción, les dicen de dentro: “Realmente resucitó el Señor y se apareció a Simón”. Al único a quien creen, a Simón. Magdalena, ésa… quién sabe lo que habrá visto; pero a Simón… Simón para ellos tenía mucha fuerza: “ha aparecido a Simón Pedro”. Y ellos a su vez referirían lo acaecido en el camino y cómo lo reconocieron en la fracción del Pan, en la Eucaristía, parece.
Así es el Señor de bueno, y así ha buscado la oveja; y a éstos que se descarriaban ya, los trae también al redil; con ese amor, con esa delicadeza, recordándoles, disponiéndoles al encuentro con Él. De la palabra escrita a la palabra de la Eucaristía; eucarística, personal. Meditemos estas escenas. Volvamos con calma sobre cada una de ellas, entrando dentro del corazón de quien es visitado por el Señor y entrando en el mismo Corazón de Cristo resucitado y glorioso que nos quiere consolar.
Acabamos rezando
Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,
herido por nuestros pecados,
has depositado infinitos tesoros de caridad;
te pedimos que,
al rendirle el homenaje de nuestro amor,
le ofrezcamos una cumplida reparación.
Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén