Mes del Corazón de Jesús basado en el Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. DIA VIGESIMO SEXTO. LA RESURRECCIÓN

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Vamos a entrar en las próximas meditaciones en el tema de la Resurrección correspondiente a la cuarta semana de los Ejercicios de san Ignacio. Puestos en la presencia del Señor, abriendo nuestro corazón a Él siempre, en todo, le pedimos gracia para que todo en nuestro interior sea puramente ordenado por su gracia a agradarle a Él. Ese ideal que vimos ya desde el primer día de los Ejercicios y hacia el cual procuramos tender. Ideal que en último término nos lo tiene que conceder Él, y nosotros nos disponemos, procurando ser dóciles a su misma gracia. Nos ponemos bajo la acción del Espíritu Santo

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo; Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

 

DIA VIGESIMO SEXTO. LA RESURRECCIÓN

Vamos a hacer estas meditaciones de la cuarta semana, que son de un grande valor espiritual. En estos últimos momentos se reciben muchas veces, si el alma está bien dispuesta, las gracias más subidas de todos los Ejercicios.

La gracia que pedimos aquí es gracia para alegrarme y gozarme intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor. Es una gracia muy delicada, muy subida. Y precisamente el peligro está en esto: que se confunda esta gracia con una gracia muy humana; que se confunda esta alegría, este gozo, con una alegría y un gozo humanos. Y muchas veces esta alegría y gozo humanos perturban la intimidad de aquella alegría y de aquel gozo que deberíamos sentir de la resurrección de Cristo, de Cristo glorioso. No porque ese gozo íntimo de Cristo glorioso no sea un gozo que supera a todo gozo, sino porque el gozo humano nuestro lo ponemos fundado en elementos humanos, en elementos nuestros, a veces incluso espirituales, pero muy nuestros. Y tampoco quiero decir con esto que ese gozo humano sobrenatural sea malo; es bueno, pero puede, a las veces, por lo menos perturbar e impedir que se tenga este otro. Mucho más, si ese gozo es humano en el sentido normal de la palabra. ¡Cuántas veces pasa en el pueblo cristiano que toda la obra y todo el trabajo de la Cuaresma, venga a perderse el día de Pascua! Por este contraste: sale uno ya de la Semana Santa, se da a la alegría humana, a los desahogos humanos, y pierde todo lo que había recogido en todo el tiempo; ¡con tanta pena! ¡Pensar que para muchas almas los días de Pascua son los días de pérdida de la gracia!

Pues bien; que no nos pase a nosotros esto. Por eso vamos a penetrar el sentido. Y en esta meditación, como hicimos en la primera meditación de la Pasión, vamos a ver el sentido de estas meditaciones, y los puntos diversos que nos pueden ayudar a disponernos a esta gran gracia.

Gracia para alegrarme y gozarme de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor. Es la verdadera consolación del espíritu, la suprema consolación del espíritu; cuando el alma se goza no del propio gozo, no de la propia paz, no de haber resuelto los propios problemas, y esto le consuela: el estar en gracia, el haber trabajado mucho en los Ejercicios, el haber trabajado mucho en la meditación; todo eso es bueno, y es también un premio del Señor esa tranquilidad de la buena conciencia; pero lo que aquí se pretende es mucho más; es la consolación y gozo que tiene el mismo Cristo. Entrar en esta consolación de Cristo, en esta gloria que Él está disfrutando en su Resurrección. Por lo tanto, no se trata de un gozo reflejo, de gozarnos al ver que poseemos a Dios, sino que gozamos del gozo mismo de Dios. Parecido a lo que decíamos de la Pasión.

Imaginaos una persona que escucha la interpretación de una ópera grandiosa. Imaginaos que en un determinado momento fuese de tal manera cogido por las armonías de aquella ópera, por aquella representación, que en un cierto sentido perdiese la dualidad, su separación de la misma obra interpretada; perdiese como la conciencia de que él estaba oyendo, y quedase sumergido en esas armonías y en esas bellezas, como sin caer en la cuenta de que él está juzgando nada, sino metido dentro. Y sólo cuando termina así la obra, como quien despertaba de un sueño, diría: ¡Qué maravilloso! Ahora cae en la cuenta de que es distinto de la ópera misma que está juzgando. Ha sido cogido por ella, se ha sumergido en la armonía.

Pues bien; en lugar de esas armonías humanas, poned la belleza de Cristo resucitado. Y el alma, arrebatada por esa belleza, por esa armonía, como que pierde la conciencia de sí misma y viene cogido por la belleza, la armonía del mismo Dios; su perfume, su gusto; y queda sumergido en el gozo de Dios.

Eso es lo que pedimos: gracia para alegrarse y gozarme de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor. Y como ese gozo es infinito, queda uno allí dentro. “Entra en el gozo de tu Señor mismo”. Allí dentro. Por el mucho sufrir hay que entrar en el mucho gozar.

Esto son las consolaciones divinas, esto: entrar en el gozo del Señor; al menos lo más subido de ellas. Y, ¿cuál es ese gozo de Cristo resucitado? ¿Cuál es esa gloria de Cristo resucitado? La gloria de Cristo resucitado es sencillamente su divinidad; la divinidad que ahora se difunde, empapa su Humanidad a la cual siempre ha estado hipostáticamente unida, pero que ahora glorifica, consuela, invade, como una especie de embriaguez de gloria, de gozo, de gusto. Ese es el gozo de Cristo.

San Pablo, en la 2ª Carta a los Corintios, en el primer capítulo les dice a los fieles: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo y Dios de todo consuelo, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que podamos también nosotros consolar a los que padecen las mismas tribulaciones que nosotros; con la misma consolación con que nosotros somos consolados de Dios, porque a medida que abundan hasta nosotros las aflicciones de Cristo, también abunda en nosotros la consolación de Cristo”. Aquí está la clave de la vida cristiana: Jesucristo glorificado, lleno de la consolación del Padre, lleno de la participación en su Humanidad misma, de la gloria de la divinidad, que la ha invadido y la hace feliz. Pues bien; dice San Pablo: “Como los sufrimientos de Cristo abundan hasta nosotros…” La imagen es ésta: Cristo es como un vaso grande, un cáliz. Los sufrimientos no vienen del Padre. El Padre no sufre. No es el Padre de todo sufrimiento. Los sufrimientos nacen de la limitación de la Humanidad de Cristo. Nacen en su Humanidad, llenan esa Humanidad de Cristo, y rebosan el cáliz de la Humanidad de Cristo saltando hasta nosotros.

Pues bien; así como las aflicciones de Cristo, los sufrimientos de Cristo, llenando todo su Corazón rebosan hasta nosotros, de la misma manera, la consolación que viene del Padre, a través de Cristo, después de llenar toda la Humanidad de Cristo, sobreabunda hasta nosotros. Es la obra de Cristo, es la glorificación de Cristo. Glorificación que tiene dos etapas: la primera es la plenitud de esa Humanidad de Cristo llena de la gloria del Padre. Es lo que vemos en la Humanidad gloriosa de Cristo ahora, que nos hace gozar, nos hace entrar en ella.

Segunda etapa: la abundancia de esa plenitud a todo su Cuerpo Místico. De modo que en fuerza de esa plenitud del Espíritu, que ya comunica a Cristo glorioso, porque como dice San Pablo: “Se ha hecho Espíritu vivificante”, ahora ya ese Cristo glorioso tiene como función comunicar a todas las almas su consolación, su divinidad, y hacer que las almas llenas del Espíritu, reconozcan en Cristo al Hijo del Padre, vean en Él su divinidad, y conociendo su divinidad y llenos de la participación de esa divinidad, reconozcan el amor del Padre en Cristo a los hombres, y reconozcan así a Cristo y al Padre, que es la vida eterna: la glorificación eterna del Padre.

Este es el plan de Dios. Y es lo que dice San Ignacio en los puntos ahora: “Considerar cómo la divinidad que parecía esconderse en la Pasión, parece y se muestra ahora tan milagrosamente en la santísima resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella”.

“Y el quinto: Mirar el oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae, comparando cómo unos amigos suelen consolar a otros”; pero no sólo con una consolación –diríamos- de palabra; la consolación que trae es el comunicar su misma divinidad a los hombres. Ese es el grande oficio de Cristo. El oficio que Él comunica a sus ministros. Los ministros de Cristo, los apóstoles de Cristo, los envía Él para consolar a las almas; consolarlas no sólo con palabras, sino comunicándoles la divinidad, la gracia santificante, las gracias actuales, para que vivan una vida divina en todo, para que sobreabunde hasta ellas la consolación de Cristo.

Esta es la gracia que pretendemos: Sentir internamente este gozo grande del gozo de Cristo. También tiene otros frutos esta cuarta semana de los Ejercicios. El confortarnos, viendo dónde vamos a ir a terminar. Porque si Cristo ha sido glorificado, también lo seremos nosotros. “El que me sirva, que me siga, y donde Yo estoy también estará él. Para que habiéndome seguido en el sufrimiento, me siga también en la gloria. Y mi Padre le glorificará”, decía el Señor. Y otro fruto es también quitarnos el miedo a la muerte, sabiendo que hay una vida después, que es una vida de gozo con Cristo. Otro fruto, por fin, es: caer en la cuenta de cómo es Cristo.

Cristo en la vida humana, mortal, era así: muy afable, muy simpático, muy agradable, muy sencillo; pero es que ahora siendo Cristo glorioso; aunque ha sido glorificado vemos en el evangelio que trata con los Apóstoles como antes. Incluso, ahora es todavía más bueno, más afable, más misericordioso. Y así es como ahora trata con las almas. Y sin presentarse Él visiblemente vive junto a nosotros: escondiéndose, presentándose, probando nuestra fe, jugando con nosotros en una especie de juego de amor. Es el Cristo nuestro; como está ahora. No hay que tenerlo ahora impasible; que está allí en el cielo sin ocuparse de nada, no. Es Jesucristo glorioso, tal como lo vemos en estos misterios.

Con esta ambientación, vamos a hacer la primera meditación de la Resurrección y de la aparición a la Santísima Virgen. Una aparición que no consta en el Evangelio; que varias veces le sugirieron a San Ignacio que la quitara. Los mismos compañeros suyos, que eran profesores de Escritura, le hacían notar que eso no consta en el Evangelio, y que por lo tanto, casi sería mejor que lo quitase. Pero no hubo manera. San Ignacio no la quitó nunca. Y por esa razón lo puso él al final con un poco de idea. Dice él: “Primero apareció a la Virgen María; lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros”. No le cabía en la cabeza eso. ¡Pero si dice que apareció a otros! ¡Pues ya está dicho que apareció a la Virgen! “Porque la Escritura supone que tenemos entendimiento. Como está escrito: ¿También vosotros estáis sin entendimiento?” Tiene su sentido del humor san Ignacio.

Y es verdad. ¡Cómo no se iba a aparecer a su Madre! Lo que pasa es que la aparición a su Madre tiene un sentido totalmente distinto de las demás apariciones. La aparición a su Madre no era para dar testimonio de la resurrección. El testimonio de su Madre no se aceptaría como testimonio; es un testimonio interesado. Sino que la aparición a su Madre fue asunto íntimo y personal suyo con la Virgen. Pero lo vamos a considerar, y así, consideraremos la resurrección en su aparición a su Madre.

Jesucristo, al morir en la cruz, deja su cuerpo en la cruz unido a la divinidad, y su alma baja al sheol de los justos. Parece que esta bajada al sheol de los justos conviene interpretarla como lo sumo de su humillación. Realmente en el Credo aparece así: bajó de los cielos a la tierra; es una humillación. “Murió, fue sepultado, descendió a los infiernos”. Parece que todavía es: bajó más; descendió. No es que empezó a subir sino que descendió a los infierno. Es la muerte verdadera de Cristo. Cristo quiso gustar la muerte para facilitarnos a nosotros. ¡Cómo tendríamos que estar agradecidos a Cristo!

Los que morían en el Antiguo Testamento, aun los justos: David, Moisés, los grandes Patriarcas, los grandes Profetas, no iban al cielo, sino que tenían que esperar la venida de Cristo. Y el alma de estos santos, patriarcas, profetas, estaba en el sheol, sin ver a Dios, en un estado que es como de una cierta languidez espiritual. De modo que el porvenir que ellos tenían en la muerte no era nada halagüeño. Por eso no deseaban nunca la muerte, porque no tenían ninguna ventaja. “En el abismo, ¿quién te alabará?” dicen los salmos. Era el verdadero efecto del pecado original; no sólo la muerte corporal, no sólo la muerte del pecado, sino también esta muerte, esta languidez. Hasta que vino el Señor. Y el Señor parece que quiso gustar ese mismo estado de muerte como las almas de los justos del Antiguo Testamento; que murió de veras. Y su alma gustó esa languidez, aunque estaba unido a la divinidad; pero todavía no permitió que esa divinidad la invadiera del todo y la glorificase, sino que quiso, como dice San Pablo, gustar la muerte; gustarla. ¡La suprema humillación! Para librarnos de ella.

En cambio, nosotros ahora no. El alma que muere en gracia de Dios, purificada de sus pecados, apenas muere… al cielo. Por eso decía San Pablo: “Tengo ganas de liberarme de este cuerpo para estar con Cristo”. Es un imenso don que el Señor nos ha hecho, del cual le debemos estar muy agradecidos. La muerte para nosotros ya no es muerte prácticamente. Si nos purificamos, si correspondemos al Señor, es un abrir los ojos a la luz plena del día. Eso es la muerte.

Por tanto, Jesucristo muere de veras. Desciende al sheol de los justos. Se encuentra allí con todos los Patriarcas y Profetas que le esperan, y a ellos también anuncia la próxima resurrección y les comienza a consolar. Entretanto, los judíos han ido corriendo a Pilatos para decirle que se habían acordado de que aquel impostor, cuando estaba en vida estuvo diciendo no sé qué cosas; que al tercer día no sé qué iba a pasar. Dicen: “Pon guardias en el sepulcro; es necesario. No sea que vengan sus discípulos, lo roben, y después digan: Ha resucitado como había predicho. Y el último engaño será peor que los anteriores”. Cuida, cuida eso; pon soldados. -Pilatos estaba ya harto y les dice: “Tomad los soldados y ponedlos como os dé la gana. Marchad”. Y ellos, llevaron los soldados, sellaron la piedra con las cuerdas, los sellos, y dejaron allí los soldados en guardia.

Jesucristo, llegado el tercer día, ya tenía deseos de resucitar para consolar a las almas, para llenarse Él mismo en su Humanidad de esa plenitud de su divinidad, glorioso, y comunicar esa misma gloria y esa misma divinidad a las almas, sobre todo a las más atribuladas por su Pasión; como pasa siempre. A toda glorificación precede la Pasión, a toda grande glorificación precede la grande pasión. Y cuanto más se participa de la Pasión, más se participará de la gloria de Cristo. Y está deseoso de consolar a su Madre, de consolar a los Apóstoles, de recogerlos. Y en un momento, el alma de Cristo se vuelve gloriosa, resplandeciente. Ya aquellas almas de los justos son felices, porque en la Humanidad de Cristo ven la divinidad, ya gloriosa. Olvidan todo lo pasado. El pobre Adán que se acuerda de su pecado; David; todos ellos. Ahora ya todo ha pasado. Ahora es la gloria de Cristo consolador, que siendo Él glorificado, comunica también a los demás esa misma gloria; sin envidia, sin celos.

Y entonces van hacia el sepulcro. También el cuerpo tiene que participar de esta gloria. El cuerpo que sigue unido a la divinidad, pero que todavía no ha sido glorificado. Y se inicia aquella procesión de espíritus bienaventurados hacia el sepulcro. Cuando pasan por allá ven a los guardias que están en el sepulcro; serios, muy serios. Allí no pasa nada. Allí no entra nadie. Con sus armas, sus lanzas, sus escudos, paseando de una parte a otra. ¡Qué ridícula es la potencia humana! El Señor diría: Mira, mira; mira esos que van a impedir mi resurrección. Veréis ahora qué carrera se van a dar; todos.

¡Qué ridículos somos los hombres ante Dios! ¡Y cómo nos apoyamos en esto, aun ahora: que si las armas, que si las bombas, que si la ciencia, que si la técnica ! Pero, ¡qué es eso ante Dios! Tengamos una confianza ilimitada en Cristo glorioso, que nos dará su virtud y su poder para llevar con fuerza nuestra misma pasión.

Y entra en el sepulcro, acompañado de las almas bienaventuradas, del cortejo de los ángeles, las legiones de ángeles que acompañan a su Dios y Señor, y les muestra el cuerpo, cómo ha quedado, cómo le han dejado en la Pasión. Fruto de nuestros pecados. Así ha quedado por mí. Y cada uno de ellos dicen: Por mí; por mí. Adán y Eva, y David; todos; por mí. Y lo adoran, y lo admiran, y agradecen a Jesucristo su amor.

Y en un determinado momento, Jesucristo hace que su alma entre en el cuerpo. Entra e informa ese cuerpo y lo hace hermosísimo, con un resplandor, una gloria, sutilidad, belleza indescriptible. Todos quedan adorando esa Humanidad gloriosa. Cristo glorioso. Ya está. La Humanidad de Cristo ha entrado en el gozo de Padre. Para siempre. No como en la Transfiguración en que ciertos destellos de la gloria divina iluminan a la Humanidad, sino ahora es ya para siempre. Ha entrado en la gloria del Padre. Durante su vida estaba unido hipostáticamente al Verbo; pero en esa Humanidad no había entrado aún la gloria del Padre en toda su plenitud, ni siquiera el alma misma tenía esa gloria del Padre en toda su plenitud. Ahora es la invasión total que llena de felicidad indescriptible e inimaginable a la Humanidad de Cristo. El consuelo de Cristo es su divinidad, que por Él se va a comunicar a nosotros. Gustar la divinidad de Cristo; entrar dentro. ¡Qué felicidad tiene que tener el Corazón de Cristo con esa invasión de divinidad, de gloria! Porque padeció en la Cruz, lo llenó de gloria. Hecho Hijo de Dios en virtud, dice San Pablo.

La Iglesia canta: “Viniendo del Líbano, ¡qué hermosa se ha hecho! Y el perfume de sus vestidos -de su Humanidad- sobre todos los aromas.  Es miel lo que hay en sus labios; miel y leche bajo su lengua”. La Humanidad de Cristo es todo eso. Toda esa riqueza de divinidad, de dulzura, de armonía, de perfume, de gusto, eso es Cristo, la Humanidad de Cristo. Entrar en el gozo del Señor.

Jesucristo sale del sepulcro. Aquella piedra no le dice nada, no le impide nada; vuela. Tiene que ir a consolar a su Madre. Se marcha. Y a uno de los ángeles que le acompaña le dice: quita esa piedra, que estorba. Y el ángel baja como un relámpago, sacude la piedra, tiembla todo el calvario y los soldados que ven aquello echan a correr con un espanto… sin mirar atrás; hasta llegar a los escribas y fariseos, que los habían puesto allá. Y llegan sin aliento. -Pero, ¿qué pasa? Que, ¿qué pasa? -¡El fin del mundo! -Pero, ¿qué ha pasado? -Un rayo que ha caído. ¡Que ha resucitado! La piedra ha ido por los aires. -Pero, habréis soñado. -¿Soñar? Id vosotros a verlo. Menudo espanto tenían los pobres. ¡Que ha resucitado!

 

La noticia de la resurrección de Cristo, para quien le ama es el grande gozo. Anuntio bobis gaudium magnum. Pero para quien no le ama, es la noticia más terrible: la resurrección de Cristo. Para los escribas y fariseos era lo peor que les podía pasar. ¡Ya está otra vez! Ellos creían que se habían deshecho de Él. Pero, ¿quién se puede deshacer de Cristo? No podemos nunca. Él es insistente, constante. Y es Dios. Y supera todas nuestras dificultades. Ahí está otra vez. Creían que se habían deshecho de Él, y ahora es peor que antes. ¡Ha resucitado! Se quedan atónitos. Y los soldados que todavía no volvían en sí del susto, sentados allí, dicen: Buena le hemos hecho. -Bueno, pero… pero, ¿de verdad? -¡Que si era de verdad! Allí no se podía estar. -Bueno, bueno, pero habréis soñado. ¡Qué soñar! -Bueno, pero al menos decir eso: que han venido los Apóstoles… -¡Qué Apóstoles! Allí no había nadie; aquello ha saltado de dentro. -Pero, decidlo. -Pero, ¡cómo vamos a decir que han venido los Apóstoles! ¿Y que los hemos dejado pasar? -No, decid que estabais durmiendo. -Sí, durmiendo. Y nuestro jefe nos mete en la cárcel o nos manda fusilar. Estamos en servicio. -Bueno, bueno, pero vosotros decid que estando durmiendo vinieron los Apóstoles. -Bueno, pero si vinieron los Apóstoles y estábamos durmiendo, ¿cómo los vimos? ¡Cómo vamos a decir que estando durmiendo vinieron los Apóstoles! O los vimos, o no los vimos.

San Agustín dice: “Verdaderamente, tú sí que duermes, que traes testigos dormidos”. Es el esplendor de la resurrección de Cristo el dolor de los escribas y fariseos. Jesús va a su Madre. Deja todo eso. ¡Pequeñeces! Eso los derrota y los deshace, sin caer en la cuenta de lo que está haciendo el Señor con todos los hombres y todos sus enemigos. Va a su Madre. Veamos esa aparición a María, que es muy consoladora para nosotros.

No tenemos datos evangélicos, sino tenemos más bien lo que nos dice la razón iluminada por la fe. Para María, la aparición de Cristo no es prueba de su resurrección. Ella creía en la resurrección de Cristo. No necesitaba verlo para creer. Aun cuando no se le hubiese aparecido, aun cuando nadie le hubiese dicho nada, Ella estaba segura: el tercer día había resucitado. Aun cuando no hubiese aparecido a nadie, el cuarto día ya tendría la seguridad: Cristo ha resucitado, mi Hijo ha resucitado. Lo sabía.

María es la lámpara de fe en medio de las tinieblas de la cruz el Viernes Santo. Tiene un dolor profundísimo, pero está serena. De Ella principalmente, y quizás de Ella únicamente -yo creo que María de Betania vale también, pero ciertamente de su Madre- vale la primera palabra del Señor cuando le dijo a Tomás: “Bienaventurados los que sin haberme visto han creído”. Allí Jesucristo no habla directamente del futuro, no habla de los que sin haberle visto creerán, sino de los que “no me han visto y han creído; sin haberme visto”. Esta bienaventuranza, en sentido pleno, vale para la Virgen. La Virgen creyó sin haber visto señales portentosas. Tenía fe; la pura fe. Y en la resurrección de Cristo, en el Evangelio se nos muestra muy claramente que Cristo no se muestra sino a quien ha madurado en la fe, en la pura fe. San Juan de la Cruz insiste mucho en esto; con verdad. Porque es lo mismo que pasa en el alma. Jesucristo no se muestra al alma hasta que no la ha purificado bien, bien, bien, bien en le fe; en la fe. Hasta que ha creído. Y cuando ha creído, se le muestra. Lo mismo hace con los Apóstoles. A todos ellos, como iremos viendo, empieza por madurarlos en la fe, aduciendo para ello señales, signos exteriores. Pero Él no se muestra hasta que no han creído. Creer. En cambio, en la Virgen no necesitaba de estos signos. Ella creía ya. Y porque creía ya, no pedía ninguna señal del cielo.

Lo comprendemos en el orden humano también. Suponed que yo sé por un mensaje secreto que se me comunicó en Roma, que hoy el Papa iba a venir a Toledo. Me lo dijo él: el día tal llegaré yo allí. Y supongamos que yo estoy aquí en casa, y en un determinado momento me dicen: el Papa ha llegado, el Papa está aquí. Yo le diría: ¿Ha llegado ya? -¡Cómo ya! -¡Es que ya sabía que iba a venir! No me asombra; ya lo sabía. En cambio, si yo no lo sabía, si no creía que iba a venir y me lo dicen, digo: Pero usted está riéndose de mí. ¿El Papa aquí? ¡Qué cuentos! Usted me quiere gastar una broma. No lo creería. Y pediría una señal: Vamos a ver, dígame usted: ¿cómo me lo prueba usted eso?

Es lo que pasa en la Resurrección de Cristo. María ya lo esperaba, lo esperaba. Los Apóstoles no lo esperaban. Por eso a los Apóstoles les prepara a la fe; a todos los demás va preparando en la fe. Sólo la Virgen estaba preparada. “Bienaventurados los que sin haberme visto -sin haber esperado señales visibles- han creído”, tenían fe en la resurrección, como ya les había predicho. Ya os había dicho que al tercer día resucitaba. Tiene, pues, esta fe profunda la Virgen. Pero esto no impide que tenga un dolor profundísimo, pero sereno. Sin esos aspavientos, sin esos gestos teatrales y espectaculares. Cuanto más honda es la pena, menos espectacular es; más íntima. Lo ha perdido todo la Virgen. No tiene más afecto que Cristo, y ahora Cristo ha muerto. Y entretanto, María no busca alivio ninguno fuera de Cristo. Ella sí que también se aplica aquello de San Juan de la Cruz:

 

Ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras -no se desvía-,

pasaré los fuertes y fronteras.

Considera a Jesucristo como una persona viva; no como una persona muerta. Y sabe que vendrá; sabe que resucitará. En cambio, los Apóstoles lo consideran como muerto, no cuentan con Él. Y estando así, contemplando con dolor hondo las reliquias de la Pasión de su Hijo, en un momento se le muestra Jesucristo glorioso.

¡Quién podría describir ese encuentro! Jesucristo, como Dios, aun en su Humanidad, con todo el esplendor de la divinidad que se refleja en ella, Jesucristo, mostrándose a su Madre que cambia el rostro, y que es feliz, Jesucristo agradece a su Madre; le da gracias. Y tiene que ser grandioso esto: sentir a Jesucristo que nos agradece: Gracias por todo lo que has hecho; gracias. Y lo oiremos esto. El día del Juicio, Jesucristo nos agradecerá lo que hemos hecho por Él. Gracias por la manera como has trabajado, por tus sacrificios, por tu dedicación apostólica, por tu holocausto de amor; gracias. Es muy agradecido Jesucristo. Como dice Santa Teresa: “Que es muy bien nacido; que es Hijo de Virgen”. Jesucristo agradece a su Madre por todo lo que ha hecho, desde Nazaret hasta la Cruz; todo; mostrándole que lo tiene todo presente. Lo había hecho muchas veces en su vida; con una palabra, con una sonrisa, con un beso. Pero lo había hecho como Dios humanado, su hijo. Ahora le agradece como su hijo pero manifestado como verdadero Dios. Y tiene que ser inmenso el sentir que Dios nos agradece; como Dios, con todo su esplendor, con toda esa gloria, esa majestad.

Recoge Jesús todo el ímpetu de su agradecimiento de treinta y tres años, que lo tenía allí contenido en su Corazón, mostrándole que no olvida nada, que todo lo tiene presente, que sabe muy bien y aprecia muy bien que ha agotado las ternuras de su Corazón de Madre Virgen para con Él. Todo eso se lo muestra. Y María es feliz. Esto le causa una alegría profunda a la Virgen. A Ella, que siendo Madre, quiere ser considerada como esclava. “Señor, yo a tu servicio, para darte gusto siempre; no he hecho nada. «Siervos inútiles somos; lo que teníamos que hacer, eso hicimos». Señor; yo no he hecho nada, nada. No me hables de eso. Nada”. Pero, una paz, una felicidad y una alegría… Y entonces entona de nuevo el Magnificat: “Mi alma engrandece al Señor porque ha hecho Él cosas grandes en mí; ha mirado la humildad, la bajeza de su sierva; que yo no servía para nada. Todo es gloria tuya, Señor; todo es tuyo”.

Unamos nuestro agradecimiento en el gozo que nos causará el sentir este agradecimiento de Cristo, este “gracias” de Jesús, sincero. Gracias por tus sacrificios, gracias por tu generosidad, gracias por tu colaboración a la salvación de las almas. También nosotros diremos: Señor, si no he hecho nada… Somos siervos inútiles. Y Él nos mostrará que no olvida nada de lo que hemos hecho, que todo lo tiene presente.

Entonces, como premio, como corona, Jesucristo abraza a su Madre. ¡Qué abrazo! Dejarse caer en los brazos de la Virgen, y tomar a la Virgen en sus brazos. Y Ella, la Virgen, en ese momento pronuncia una palabra que sólo Ella puede pronunciar. ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Por toda la eternidad: ¡Hijo mío! Nosotros, cuando vemos la Hostia, decimos: ¡Señor mío y Dios mío! La Virgen dice: ¡Hijo mío y Dios mío! Y se abraza con Él. Ya se ha acabado todo para Él, se ha acabado todo. Clemente Alejandrino, en uno de sus escritos, comentando la primera carta de San Juan, aquella frase: “Lo que nuestras manos tocaron del Verbo de la Vida”, dice así: “Se cuenta en las tradiciones, en la leyenda, que Juan, tocando externamente el mismo cuerpo del Señor, llegó a introducir su mano hasta lo más profundo, y que cediendo la dureza de la carne, dejó paso a la mano del discípulo, que tocó así la divinidad del Verbo”. Es una tradición, una leyenda. Pero esto sí que se realizaría en este abrazo de la Virgen con Jesús. Si alguna vez… Aquella Humanidad de Cristo cede, y María palpa, gusta la divinidad de su Hijo. Entra en el gozo de su Hijo y se sumerge allí. ¡Qué felicidad, qué perfume, qué gusto, qué paz! Ahí está todo. “Entra en el gozo de tu Hijo”. Y entra allí la Virgen. Es indescriptible. Gustar esto, gustar internamente el gozo de la Virgen en el gozo de Cristo. Y allí estaría. Cesa todo

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado,

cesó todo, y dejéme,

dejando mi cuidado,

entre las azucenas olvidado.

Aquí sí que cesa todo, todo, todo. No hay nada más que su Hijo y Ella. Está sumergida en esa armonía interior de la divinidad de su Hijo; gustando la divinidad. Eso que nos describen los autores místicos del “toque de la divinidad”, y del “gusto de la divinidad”, esto se realiza en María de un modo superior, sublime. Y allí se estaría la Virgen para siempre, y no se querría separar nunca. Pero Jesús la separa, y le dice que tiene que quedarse sobre la tierra. Ella le diría: “Pues, llévame contigo. Yo, ¿qué hago ya sobre la tierra?” Pero Él le confía el tesoro infinito de su Pasión; Ella va a ser la medianera de las gracias; Ella va a ser la administradora de ese tesoro infinito de su Pasión.

Le confía la Iglesia; la de entonces y la de siempre. Tiene que cuidar de ella. La Virgen le diría y le repetiría: “Llévame contigo; ¿qué sentido puede tener para mí la vida? ¿Qué puedo gustar ya en la vida? Y es verdad. Después de haber gustado la divinidad de Cristo, ¿qué podía atraer a María en este mundo? Nada, nada. Después de haber gozado esas armonías, ¿qué le podían decir las armonías de la tierra, y las músicas de la tierra después de haber gozado esto? Aquí está el secreto del desprendimiento total de las criaturas. Cuando nosotros insistimos tanto en los valores humanos, en las armonías de la tierra… Saber gustar esto, porque lo demás es ser personas descentradas, bien claro están mostrando que no han gustado la divinidad; no la han gustado. Si hubiesen gustado la divinidad, no hablarían así. Pero, ¿quién puede hablar de hermosuras de este mundo si ha gustado la divinidad de Cristo? ¡Es que eso es falta de humanismo! Lo que es falta, es de divinidad; de divinidad.

Imaginad un hombre artista que ha oído las armonías de las mejores orquestas internacionales, y que constantemente las gusta y las oye, y que va a un pueblecito pequeño a descansar unos días en el verano, y en aquel pueblecito hay una banda de música, que es una vergüenza; y van a interpretar las grandes obras. Y este pobre hombre cuando va a la plaza y pasa por allí y están sonando, se tapa los oídos, porque sufre, sufre. Y la gente le dice: ¡Ve usted qué poco gusto tiene!, ¡qué poco humano es! No le gusta la música. ¡Lo que le gusta es la buena música!

Puesto lo mismo pasa en la humanidad. Hablar tanto de los gustos de la tierra, de las bellezas del arte, de la cultura, de la armonía… ¡Lo que me gusta es la buena música! La música divina, el gusto de la divinidad, el tesoro inmenso interior. Esto es. Y aquí está el secreto. La Virgen ya vive sobre la tierra como peregrina, como extranjera. Todo lo de aquí no le dice nada. Ella vive con el corazón en su Hijo, donde gusta a su Hijo. Y todo le dice y le habla de su Hijo, y todo lo de la tierra ya no tiene para Ella más sentido que recordar ese gusto de su Hijo. Él le ha confiado a los hombres, y Ella los cuida. “Cuida de los míos. Yo soy tu Hijo en ellos. Vendré a buscarte a su tiempo”. Y Ella obedece, y lo acepta. Lo acepta y se dedica a las almas. Pero se dedica a las almas con el corazón fijo en su Hijo. Es la contemplación en la acción. Desprendimiento de todo en alegría. Ella en todo ve a su Hijo, en todo. Ve el agua, y se acuerda de su Hijo, de las tempestades que había calmado. En el trigo, ve la Eucaristía. En el vino, se acuerda de las bodas de Caná, del vino de la nueva alianza. En las plantas, en el cielo; todo está hablando de su Hijo, todo lo ve así. “A Él en todas amando, y a todas en Él”, porque su Corazón está en Cristo. Y esta es la verdadera caridad de María. Ahí está la caridad: Todo en Cristo, con el Corazón de su Hijo, con el Corazón de su Hijo.

Reflexionemos sobre nosotros también. Que este tiene que ser el camino. Es una grande gracia ésta de la resurrección. Si llegásemos a sentir íntimamente este gozo inmenso del gozo de Cristo, entonces también desaparecerían para nosotros tantas atracciones de la tierra. Y como la Virgen, habiendo disfrutado de esa riqueza de la divinidad de Cristo, viviríamos como peregrinos sobre la tierra. La expresión amada, preferida de San Ignacio. Se conservan unos escritos de San Pedro Canisio, el cual anotó algunas expresiones características del Padre Ignacio, que él recalca mucho. Y la primera es: “Considerarse siempre peregrinos sobre la tierra”. Y es así. Pero no es por despreciar nada creado, sino por la plenitud del gozo de la Patria, por la plenitud del gozo de Cristo glorioso.

Acabamos rezando

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén

 

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