MIRARÁN AL QUE ATRAVESARON

Jesús crucificado

MIRARÁN AL QUE ATRAVESARON:

ME CONSAGRO A TU CORAZÓN

 

Luis María Mendizábal, homilía pronunciada el 1 de junio de 1979.

Queridos hermanos: “La caridad de Dios se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado», repetía así san Pablo exponiendo un hecho fundamental de nuestra vida cristiana y que es la base de nuestra esperanza. La caridad de Dios es el fundamento de nuestra vida como cristianos. Pero nosotros no podemos merecer la caridad, la caridad es el don de Dios a nosotros. ¡Dios nos ama!

Cuando san Juan, después de haber participado en aquellos momentos trágicos de la pasión y muerte de Jesús, y está allí al pie de la cruz con María, nuestra Madre, contemplando la obra que hemos hecho nosotros los hombres crucificando y dando muerte al autor de la vida, mientras está contemplando ese Cristo crucificado, él penetra el plan entero de la Redención. Y comprende que Dios no ha hecho más que ir manifestando su amor al hombre, que desde que lo creó no ha hecho más que ser el Dios Amor. Y lo comprende y lo ve sintetizado en aquel Cristo que ha dado su vida. Y es Juan Pablo II el que en su Encíclica grandiosa Redemptor Hominis nos presenta toda la visión de la Iglesia y toda la visión cristiana bajo la luz del Cristo redentor. Y tiene esa frase grandiosa: En la cruz se manifiesta el amor del Padre a los hombres, la fidelidad total del amor del Padre, del amor de Cristo, de aquel amor, que como él dice con frase vigorosísima, no le retrae de las exigencias que en Él mismo tiene su justicia. Y ése es el milagro de esa cruz donde está el Hijo de Dios crucificado.

Nosotros fácilmente solemos decir: -Si Dios me ama que me quite las molestias de la vida, si Dios me ama que me quite las dificultades de cada día. Porque si me quiere de verdad, ¿cómo puedo yo creer que Él me puede dejar en medio de mi enfermedad, de mi dolencia? Y no comprendemos que la grandeza del amor de Dios no está en los caprichos de un padre demasiado bondadoso en sentido dulzón de la palabra, sino en el amor que es un amor tan vigoroso que no se echa atrás, sino que asume las exigencias de la justicia, de la misma santidad de Dios. Y éste es el Cristo crucificado: la misericordia y la justicia se besaron.

Y ahí está Cristo colgado de la cruz. Y Juan lo contempla. Y contempla con esa luz nueva toda la obra del Antiguo Testamento y el cuidado de Dios sobre el pueblo. Y cómo todo eso ha venido a concentrarse en ese momento en que el velo del templo se ha rasgado, porque se ha manifestado de una manera explosiva el misterio del Dios que es amor. Y ahí hemos aprendido el amor de Dios. Y ahí henos aprendido a saber que, aun cuando en ciertos momentos nos encontramos en medio de la oscuridad y nos resulta incomprensible el camino de Dios, que el amor de Dios va por encima de todos esos problemas nuestros, de esas oscuridades, de esos momentos en los cuales el corazón humano estalla también pero de otra manera, no con el estallido del amor sino con el estallido de la desesperación y del odio, porque no sigue ya el camino de Dios.

Y ahí queda Cristo en la cruz, el camino que nos abre la intimidad del Padre y el camino que nos abre la intimidad del hombre. Es grandiosa esta visión de Juan.

Y cuando él está así contemplando, meditando, penetrando en ese misterio del Cristo crucificado, el soldado que se acerca y, al verlo ya muerto, le clava la lanza en el costado y de allí brota sangre y agua. Y Juan insiste: «Y el que lo ha visto da testimonio, y Él, Dios, sabe que dice la verdad», que es así, que le abrió el costado, que salió sangre y agua. Y ahí ve todavía la expresión aún más gráfica de lo que ha sido y es y será el amor de Dios, un amor de Dios tenaz, un amor de Dios fiel, que cuando el hombre le hiere derrama sobre él la sangre y el agua, los torrentes del Espíritu Santo sobre los que le contemplan, los que miran a quien atravesaron.

Y así está Cristo con el Corazón abierto. Y ése es el Corazón de Jesús que nosotros veneramos. No es un recuerdo del pasado, es el Corazón siempre abierto, es el mismo que dio su vida y el que está ahora con los brazos extendidos hacia el Padre, siempre vivo para interceder por nosotros, y es el que nos lleva grabados en su Corazón, y es el que nos lleva en lo íntimo de su amor. Y es el que continuamente se ocupa de nosotros y se interesa de nosotros, no a la manera caprichosa de un padre bonachón, sino con la seriedad infinita del amor infinito. Y nos sigue y nos abraza y se nos muestra. Y es lo que hemos ido comprendiendo a lo largo de estos días en que hemos reflexionado y meditado. También nosotros hemos ido mirando al que atravesamos. Y hemos comprendido el torrente de sangre y agua que brota de su Corazón, que es el torrente del don del Espíritu al mundo que quiere invadirnos, infundirnos su caridad, transformar nuestro corazón en un corazón como el suyo, para de esta manera crear la civilización del amor, esa civilización tan necesaria en el mundo y que es la que corresponde a los planes de Dios.

Vamos a contemplar también nosotros. Ese «mirarán al que atravesaron», que dice san Juan, se refiere a cada uno de nosotros. Tenemos que mirar. Y ese mirar en san Juan significa contemplar penetrando, contemplar llegando hasta el fondo del sentido, comprendiendo el signo. Pero evidentemente ¿quiénes somos nosotros para penetrar en lo profundo del Corazón de Dios si somos incapaces de penetrar siquiera en el profundo de nuestro corazón, si somos incapaces de penetrar en el corazón de todo hombre? Y entonces nos dice san Pablo: «Nadie puede entrar en el Corazón de Dios sino el Espíritu de Dios». Y entonces nosotros mirándole, entreviendo que hay un misterio infinito e inmenso que nos saciará plenamente, invocamos al Espíritu Santo, porque le pedimos luz al Señor: ¡Envía tu Espíritu Señor, ilumínanos para comprender! Y así lo dice el mismo san Pablo cuando escribe en la carta a los Efesios: «Yo doblo mi rodilla ante el Padre de quien viene toda paternidad en el cielo y en la tierra para que abra vuestros ojos y os ilumine y podáis comprender el misterio insondable de Cristo». Y nosotros doblamos nuestra rodilla con el apóstol, y humildemente, por intercesión de la Virgen, le pedimos que ilumine nuestro corazón, que nos dé fuerza, vigor, para saber captar, aguantar, el peso infinito del amor de Dios que viene sobre nosotros. Y entonces el Espíritu nos ilumina. Así tenemos que contemplar al Corazón de Jesús, contemplarlo como la síntesis de lo que es Dios para con nosotros.

En una de nuestras últimas reuniones, en un Congreso de Bogotá, un joven nos cantaba un cántico compuesto por él mismo, y que me parece que se refleja plenamente en esta nuestra reunión, en este momento, y se ha de realizar más plenamente en el encuentro del domingo próximo. Decía en ese canto, en ese canto nuevo que él mismo había compuesto: Si los hombres volvieran la mirada hacia el Corazón de Jesús, Él les daría su Espíritu, todo sería distinto, unidos en el Corazón de Jesús. Me parece luminoso.

Es lo que está sucediendo ahora aquí entre nosotros. Estamos volviendo la mirada hacia el Corazón de Jesús en medio del mundo que nos acosa de tantas maneras, de tantas formas, que a cada uno le atenaza con su matiz propio. Y es el mundo en el cual vemos el desorden y vemos la obscenidad y vemos la pornografía y vemos el egoísmo y vemos la ambición y vemos la violencia. Y se nos convierte como una noche que trata de ahogarnos. Y en medio de esa noche nosotros levantamos la mirada, como decía el salmista, «desde lo profundo levanto mi mirada hacia Ti, Señor». Y entonces si los hombres vuelven la mirada… Y nosotros volvemos la mirada, como lo había ya predicho el mismo san Juan, como lo hizo él mismo, volvemos la mirada hacia el Corazón de Jesús, hacia el Corazón abierto de Cristo, hacia ese Cristo que nos ha amado tanto que ha dado su vida y que está ahí con su pecho abierto. Porque no es Él el muerto: Que no el amor el muerto, Vos sois el muerto de amor; que si la lanza a mi Dios el corazón puede herir, no pudo el amor morir, es tan vida como vos.

Y ahí está el Corazón abierto. Es el mismo Cristo resucitado pero es el Cordero que está como inmolado junto al trono de Dios. Y ahí está enviando sobre la tierra el torrente de sangre y agua que brotó de su Corazón. Eso fue un momento con una fuerza simbólica, pero que se está realizando siempre, ahí está el Cordero inmolado de la Eucaristía, el Cordero inmolado frente al Padre, mirándonos, abriéndonos sus brazos. ¡Y nosotros lo miramos y lo contemplamos! ¡Si volvieran los hombres la mirada hacia el Corazón de Jesús!

El Espíritu nos sostiene en la mirada. Y nuestra mirada penetra más allá de la carne, penetra hasta el abismo, hasta donde están los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios, donde están los tesoros de la misericordia, donde están los tesoros del amor. Y hacia ahí entramos como en un abismo bienaventurado, y tratamos de penetrar con la fuerza del Espíritu “para comprender lo largo y lo ancho, lo alto y lo profundo del amor de Cristo que supera todo conocimiento humano”. Y lo vamos contemplando. Y nos elevamos desde la pequeñez de la tierra superando nuestro propio egoísmo, nuestras propias limitaciones, nuestra propia sed de venganzas y de odios. Y vamos subiendo y entrando más adentro.

“Y él les daría su Espíritu”. Podría parecer que si ya vamos contemplando ya lo tenemos; no, son dos pasos distintos. El Espíritu nos sostiene la mirada, el Espíritu nos ilumina, pero una cosa es la acción del Espíritu y otra es la posesión del Espíritu. La posesión del Espíritu es el don mismo del Espíritu que se da a nosotros. La obra de la Redención de Cristo podríamos decir que se sintetiza en que nos ha dado su Espíritu, en que nos ha reconciliado con el Padre y nos ha dado su Espíritu que es ahora nuestro porque se nos ha dado de verdad. Así como el Verbo se hizo carne, luego el Espíritu se dio a nosotros. Se ha comenzado esa nueva época. Y ese Espíritu nos lo da el Corazón de Jesús, lo anunciaba Él mismo en la Última Cena. «Cuando Yo sea levantado de la tierra todo lo atraeré hacia Mí». Y concretamente decía: «El Paráclito que yo os enviaré de junto al Padre». Es Cristo el que amándonos con su

Corazón abierto, amándonos, nos da el Espíritu Santo. Esto es lo que se está realizando ahora. Esto es lo que tenemos que ver, como visión sobrenatural, en la concentración del domingo próximo: el Pueblo de Dios, de nuestra Patria, que se congrega, que levanta la mirada hacia el Corazón de Jesús y Él le da su Espíritu.

El domingo próximo es Pentecostés. Y el Espíritu Santo es el gran don del amor de Dios. Y ese Espíritu que se nos da es, el que estando en nosotros, nos inunda de caridad y nos inunda de amor. Y entonces va transformando nuestro corazón, y nuestro corazón se va haciendo semejante al de Cristo, también un corazón que sabe entregar la propia vida, que sabe amar de veras, no desviando y quitando por encima de todo las cruces, sino asumiéndolas con amor, asumiéndolas y superando con amor el desamor, el egoísmo y el odio.

¡Qué fácil es para nosotros la tentación de descender de la cruz! ¡Qué fácil es para nosotros la tentación de responder a la violencia con la violencia o si no retirarnos o retraernos! ¡Qué costoso es luchar con amor! ¡Qué costoso es actuar con amor en todo: en lo personal, en lo familiar y en lo social! Y sin embargo tenemos que ser portadores del amor de Cristo. Y ese amor ha de ser creciente. Esa mirada nuestra al Corazón de Jesús en estas circunstancias que son las propias del momento actual de la vida de cada uno de vosotros.

Yo comprendo la mirada del Señor que desde aquí se fija en cada uno de los que estáis presentes, y conoce la historia de cada uno. Y conoce sus misericordias con él, y conoce sus debilidades, y conoce todo el proceso de su desarrollo personal. Y en este momento os ha concentrado aquí, os ha traído aquí junto a Él. Y Él os contempla y os mira y quiere infundiros su amor. Y esa mirada suya es la que fijándose en vosotros, comunicándoos ese Espíritu, hace que la vuestra se dirija hacia Él y os sintáis elevados sobre vosotros mismos. Y esto es lo que llamamos consagración, entrega. Llamados por Él, porque la entrega no parte de nosotros mismos, la entrega parte de la invitación del Señor, de que Él nos atrae, «todo lo atraeré a Mí». Y Él te atrae. Y Él te está infundiendo dentro del corazón el deseo de corresponder y de amar y de ser fuente, instrumento de amor.

Y entonces tú, en estos días y en este momento, y el domingo que viene, quieres responder y entregarte con la fuerza del Espíritu Santo. Y al entregarte tu mirada se hace más penetrante. Y al entregarte no es sólo la mirada la que penetra en el Corazón de Jesús, sino es tu persona y es todo tu ser el que es asumido por ese amor. Y entras dentro de ese abismo y te pierdes en ese abismo. ¡Y ahí encuentras la misericordia que perdona, y ahí encuentras la fuerza que sostiene, y la fuerza que lleva adelante, a través de las imperfecciones de nuestra vida! ¡Y ahí encuentras la luz y el amor que te acogen y que te inundan en la paz! Esa paz que hemos de llevar siempre, y esa paz que no consiste en declinar los obstáculos sino en mantenerla por encima de los obstáculos, sin que nada pueda perturbarla porque es la paz de Dios. Porque ese mismo Dios que ha dicho que ha venido a traer la paz al mundo, es el que nos dice que ha venido a traer la guerra al mundo. Porque no están las dos cosas reñidas: Es que hay que hacer la guerra con paz y hay que hacer la paz por encima de todo. Y para eso tenemos que tener en nosotros la caridad de Cristo.

Esta va a ser nuestra conclusión: nuestra entrega. Pero es verdad que toda entrega nuestra no es punto de término sino punto de partida para una nueva penetración. Y esto me parece que es fundamental para nosotros, mis queridos todos, y es que hoy no estamos terminando una etapa simplemente, estamos abriendo una etapa. Ese encuentro que tendremos el domingo no es ya la conclusión para decir: -ya se ha acabado. ¡No!, ¡es comenzar! Lo mismo que el matrimonio que se contrae no es el término del amor, es el comienzo de un amor que tiene que ir creciendo. Pues bien esa contemplación de Cristo no es para decir: -¡ya se ha acabado!; esa entrega nuestra no es para decir: -¡ya he llegado a la cumbre!, sino es entrar en un camino, es comenzar una carrera. Es comprender que nuestra entrega es siempre pequeña, es siempre limitada, que la caridad de Dios nunca se acaba, que se hace dentro de nosotros como una fuente que salta hasta la vida eterna. Y que hemos de salir de aquí ahora, y que hemos de salir de nuestro encuentro del domingo próximo, con un deseo de más entrega, de más amor, de más purificación, de más inundación de caridad al mundo.

Que de este monte santo, cuando salgamos y bajemos a la realidad, nos suceda algo parecido a lo que sucedió al Señor en el monte de la Transfiguración. Allí se transfiguró, como también entre nosotros. Ahí los apóstoles penetraron en lo que Él mismo les revelaba con su luz. Y estaban tan bien que la tentación de Simón Pedro fue la de quedarse: ¡Quedémonos aquí! ¿Por qué no hacemos aquí tres tiendas? Pero el Señor les hace comprender que no es ese el fin de su manifestación. Si el Señor se nos manifiesta, si el Señor nos inunda de su paz y de su gozo, no es para que nos quedemos simplemente en el monte santo, sino para que bajemos del monte a la vida y para que seamos nosotros conducto y cauce del Espíritu Santo que, en nosotros y por nosotros, quiere transmitirse al Pueblo de Dios que aún nos espera.

Decía: toda consagración es imperfecta, toda consagración es comienzo. En la consagración que yo hago palpo que no llego todavía a entregarme del todo, siento en mí las deficiencias. Y en la consagración misma ofrezco a Cristo al Padre en reparación de esas imperfecciones que me acompañan y que yo voy a tratar de ir combatiendo.

Y eso que vale de mi persona, vale de la familia. Y eso que vale de la familia vale de la sociedad y del Pueblo de Dios. Nosotros somos una pequeña parte de ese Pueblo de Dios. No podemos contentarnos con venir nosotros. No podemos contentarnos con transformar nuestro corazón, sino que hemos de comprender que ese Corazón de Jesús abierto, que siempre queda abierto, que ese Corazón de Jesús atravesado con sus espinas, no es sólo un hecho pasado. Quiere decirnos, quiere meternos por los ojos, que es el Corazón sigue todavía sin haber alcanzado la plenitud de la Redención. Y todos nosotros hemos de asociarnos al Corazón de Jesús para realizar la plenitud de la Redención.

A partir de ahora tenemos que mirar una meta más lejana. Y hemos de procurar todos el perfeccionamiento de nuestra consagración, el perfeccionamiento de nuestra entrega al Señor, y la entrega de nuestra persona para que Cristo reine de veras en todo su pueblo. ¡Él es Rey!, ¡tiene derecho a reinar!, ¡quiere reinar! ¡Pero quiere reinar por el camino de la convicción, por el camino de la caridad, porque es Rey de justicia, de amor y de paz! Pero a través de ese camino, es necesario que transformemos al pueblo. Porque España será lo que es el pueblo de España. No se arregla todo con unas fórmulas sino que es necesario que la vida nuestra sea lo que debe ser, es necesario que cada uno de nosotros sea de veras de Cristo. Y sería una paradoja que tuviéramos el anhelo de que toda nuestra Patria fuera de Cristo, y lo único que depende de nosotros, que somos nosotros mismos, no acabáramos de entregarnos a Cristo.

Hermanos, el domingo próximo es el gran día. Es Pentecostés, es el don del Corazón de Jesús a nosotros. Que ya desde ahora lo invoquemos, pero que nuestra invocación sea la mirada penetrante con la entrega de todo nuestro ser al Corazón traspasado de Jesús. Si los hombres volvieran su mirada al Corazón de Jesús, Él les daría su Espíritu. Y el día de Pentecostés, me parece verlo con visión sobrenatural, cómo el Espíritu baja de esa imagen sobre el Pueblo de Dios para derramar en él los torrentes de la caridad. Que así sea.