Misericordia de Jesús en el Evangelio

buen samaritano cuida al herido en el camino

Del libro” El Corazón de Jesús en el magisterio del,Cardenal D. Marcelo González Martín”

Me alegro de estar nuevamente con vosotros, inaugurando esta semana, dedicada al Sagrado Corazón de Jesús Y en este Santuario en el que yo recibí la ordenación sacerdotal hace 60 años.

Son innumerables las personas que han pasado por aquí re-cobrando fuerzas para su debilidad, gozando en los actos de culto, alimentando su fe en la Eucaristía, cantando o meditando silenciosamente palabras del Evangelio, que llenan de calor el corazón para seguir adelante en el quehacer de cada día dando testimonio de su amor y de su fe.

Dejadme que yo os hable hoy de la misericordia del Corazón de Jesús. Es lo que más brilla en Él como fulgor divino, que se derrama sobre la humanidad necesitada de que Dios la contemple con ojos misericordiosos.

Si es así, que la misericordia es la nota más viva y más brillante del Corazón de Cristo, quizá sea porque la contranota es nuestro egoísmo. Estamos llenos d odios recíprocos, de egoísmos sucios e insaciables y necesitamos que continuamente nos aliente la misericordia del Señor.

1º.- Pensad en el Dios que viene al mundo. Es un niño, lleno de debilidad, pero los que sepan quién es su madre tienen que pensar en que en Él está toda la ternura del mundo.

2º.- Pensad en su niñez, su infancia, su juventud,… todo es sencillo y humilde, pero todo se desarrolla conforme al plan que Dios ha querido para que llegue hasta su vida pública con amor y con actitud de humildad y de perdón.

Veámosle ya en su vida pública

  1. A) Anuncia lo que va a ser. Empieza a actuar con exigencia, pero con mansedumbre dice: arrepentíos y creed el Evangelio.
  2. B) Llama a los Apóstoles. Prevé que está Judas, pero hay misericordia.
  3. C) A los que le siguen, insistiendo en lo que se les pueda dar, Él permite que todos se acerquen y pidan lo que desean.
  4. D) Desarrollo de su vida. Curaciones. Enseñanzas.
  5. E) A los que le crucificaron. Él perdonando.
  6. F) Toda Judea y Palestina estuvieron llenas de misericordia. Moisés, David, Jacob. Caudillos, sí. Pero, ¡qué diferencia entre ellos y el hijo de Dios!
  7. G) María Magdalena, el hijo pródigo, la mujer adúltera, la samaritana, Lázaro el amigo querido, Pedro el que le niega en la noche de la pasión, Tomás el que no quiere creer si no pone su mano- su dedo-, el paralítico pecador, que oye: hijo, tus pecado te son perdonados, o levántate, toma tu camilla y vete, no tienen necesidad de medico los sanos, sino los enfermos, yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Comían espigas. El sábado fue hecho a causa del hombre y no el hombre a causa del sábado.
  8. H) Todos corriendo a tocarle, o la orla de su vestido (Mc 6,55).

Observad una cosa. En todas estas personas con las cuales ejerce Jesús su misericordia, hay en ellas situación previa de miseria y de torpeza moral, que más bien movería a ser rechazados por parte de quien les trató y conoce su debilidad. En Jesús no hay más que misericordia, compasión, perdón. Hay esto porque en Él reina el amor. Si hay misericordia es porque hay un corazón que ama. Si hay en Jesús esas actitudes de protección y misericordia, es porque hay amor, y si hay amor es porque hay un corazón que busca al que se ha cerrado para abrirle al amor del suyo. Esta es la raíz última de su misericordia. Nos encontramos con el corazón de Jesús.

He ahí sus palabras en que se define a sí mismo y define a los demás:

“Yo soy el pan de vida. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre y el pan que yo les daré es mi carne, vida del mundo” (Jn 6,51)

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54).

Cuando se despide: “Un precepto nuevo os doy, que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado así también amaos mutuamente. En esto conoceréis todos que sois mis discípulos, si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13, 34-35). “El que recibe mis preceptos y los guarda es el que me ama; el que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jo 14,20-21).

“Éste es mi precepto, que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando… Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15,12-17)

“Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí y di a conocer tu nombre, y se lo haré conocer para que el amor con que tú me has amado esté en ellos (Jn 17, 25-26).

De alguien que amaba así, brotó la misericordia que actuaba así.

No es extraño que en una efusión de ese amor y buscando a los que viven alejados quiera utilizar a Santa Margarita María de Alacoque, que arde en el fuego de ese amor y anhela deshacerse en una entrega de total holocausto. Ella es una monja desconocida y quiere seguir siéndolo.

Tratarán con ella hombres eminentes de la Compañía de Jesús. Dirigirán sus pasos para hacerse merecedora de nuevas promesas. Y busca ante todo al pueblo sencillo, para que capte el contenido de la promesa de los nueve primeros viernes y actos de culto eucarísticos semejantes, que, enriquecidos por los Papas sucesiva-mente, se extiendan por las comunidades cristianas y levanten oleadas de fervor en cofradías y agrupaciones que siguen dando testimonio.

Pero hemos llegado al punto crítico del que no podemos pasar sin llamar la atención sobre algo que nos la pide con urgen-cia. Esa misericordia de Jesús que anhela volcarse sobre los que necesitan de su protección ha de ser invocada sobre nuestro pueblo cristiano o que empieza a dejar de serlo.

Me refiero concretamente a la familia. Es una situación, la que padecen las familias, verdaderamente dolorosa. Apenas queda ya la noción de sacramento. En la preparación al matrimonio, la frivolidad es un desastre. En el matrimonio ya celebrado la perseverancia apenas existe. El divorcio y el aborto están a la orden del día. La infidelidad mutua deshace hoy lo que se construyó ayer. Las diversiones, las fiestas nocturnas, las invitaciones constantes a bodas y banquetes van horadando los muros de la institución y al cabo de cierto tiempo amenaza ruina. Las víctimas son siempre los hijos. No hay fortaleza suficiente para educarlos.

A medida que crezcan los hijos, no será por una ascensión natural hacia la plenitud que había de llegar, sino hacia una decrepitud y un cansancio sin ilusión, ni vigor, como si se tratase de una ruina anticipada.

Eso si hay hijos. Si no los hay, sólo quedará la tristeza de una ancianidad semiabandonada, sin fuerza para rezar porque no se cree con suficiente fe, ni se tolera la debilidad generada por las enfermedades y los achaques.

La vida se acaba pronto y llega el final cuando menos se piensa precedido de una enfermedad incurable, de la traición de un amigo, de la desilusión causada por el hijo o la hija ya mayores que sólo han pensado en sí mismos. ¿Era eso lo que tenían que hacer? ¿El dinero les ha dado plena satisfacción? ¿Se han equivocado en la elección del ser amado? ¿A quién acudir para mejorar su suerte?

Del recurso a buscar consuelo en el Dios de la misericordia, en quien creyeron de jóvenes o de niños, ya no queda nada porque en la práctica han ido cayendo en un ateísmo del que se avergüenzan sin encontrar nada que pueda darles satisfacción. Ni en un sacramento de la penitencia, ni en el perdón del Dios antaño ama-do, caminan torpemente los últimos pasos de su vida sin capacidad de retorno.

Dichosos, si al menos, encuentran un amigo o una hija, que en esas horas sombrías les ayudan a mirar con confianza a la Virgen María o al Sagrado Corazón de Jesús, o al menos, a la cruz bendita que pueden coger con sus manos temblorosas y besarla con los labios mojados de sus lágrimas.

Esa fuerza divina se sobrepuso a todas las miserias y cambió el rostro del mundo. Murieron por defender su ideal, respondieron con valentía a los que les pedían que renegasen de su fe, formaron matrimonios cristianos que se extendieron por los más diversos lugares. Y junto a los mártires aparecieron los místicos, los predicadores de las verdades de la fe, las escuelas en que ofrecían las primeras y luego las últimas nociones y resultados de las culturas, los humildes cenobios y los grandes monasterios. Y en todos esos ambientes, con mayor o mejor profusión, ha habido siempre, siempre, hombres y mujeres que vivieron entregados a la misericordia del Señor, al Corazón de Jesús , como las que recibieron Santa Lutgarda, Santa Matilde, Santa Gertrudis en Alemania, inundadas por un misticismo ardiente en que vivieron ya el amor al Corazón de Jesús. Y surgieron las apariciones a Santa Margarita María de Alacoque en Paray le Monial, en el Siglo XVII.

San Buenaventura, San Juan de Ávila, San Juan Eudes, San Claudio de la Colombière.

Desde la segunda mitad del siglo XVII Roma multiplica la concesión de indulgencias y más tarde se promulgan las Encíclicas de Sumos Pontífices que mueven el corazón de la cristiandad hasta nuestros días.

CONCLUSIÓN

Hace unas semanas ha muerto un hombre a quien yo he admirado más que a nadie entre los intelectuales de hoy, Laín Entralgo. El que después fue sucesor suyo en la Cátedra de Historia de la Medicina, Diego Gracia, le preguntó, para publicar la res-puesta en la Revista “Cuadernos Hispanoamericanos” ¿Cómo definiría la vida? Y, ¿qué piensa Ud. de la muerte? Su respuesta fue así:

“Más que definir la vida, prefiero decir lo que el hecho de vivir es para mí. Es el regalo y la acción de gozar como mías, aunque siempre haya de ser a través de la limitación, y en ocasiones a través del dolor, la belleza de un paisaje, de un cuadro, de una sonata o de un poema, la verdad de una idea, la presencia benévola de un ser querido, la prestación de una ayuda, la repulsa de la indignidad, la esperanza de que a mi hoy va a seguirle un mañana.

Deseo que en el trance de morir me sea posible decir, en el seno de mi intimidad, algo semejante a esto: Señor, aquí está mi vida. Pequeña, deficiente, versátil, torcida a veces. Pero con ella, amorosamente, quise hacer algo que no fuera inútil, e intentando siempre ver a los demás según lo que cada uno es, cerrándome, en consecuencia, a la relación con algunos, y no cumpliendo nunca el mandato de ofrecer la mejilla izquierda tras el bofetón en la derecha, en todo momento he querido el bien de quienes en el mundo me rodearon. Aquí está mi vida, Señor. A tu misericordia la entrego. ¿Obsoleto, como ahora se dice? Tal vez. Pero sólo desde esa obsolencia me es a mí posible ser íntimamente fiel a mí mismo”.