Luis Fernando de Prada
El primer mes de junio que San Juan Pablo II celebró como Sumo Pontífice tuvo una catequesis «en torno al misterio del Corazón de Jesús», este «misterio tan humano, en el que con tanta sencillez y, a la vez, profundidad y fuerza se ha revelado Dios» (20-6-79). En su pontificado fueron numerosímas las ocasiones en que el Papa habló del Corazón de Jesús, en lo cual no hizo sino seguir la línea de los Pontífices del último siglo, la cual a su vez ha sido desarrollada por sus sucesores.
Varias veces recordó Juan Pablo II que «esta devoción responde más que nunca a las aspiraciones de nuestro tiempo», y explicó que «si el Señor quiso en su Providencia que en los umbrales de los tiempos modernos, en el siglo XVII, partiese de Paray-le-Monial un poderoso impulso en favor de la devoción al Corazón de Jesús, con las características indicadas en las revelaciones recibidas por Santa Margarita María, los elementos esenciales de esta devoción también pertenecen de manera permanente a la espiritualidad de la Iglesia a lo largo de su historia; porque, ya desde el principio, la Iglesia ha dirigido su mirada hacia el Corazón de Jesús traspasado en la cruz»; y los Santos Padres «han visto en el Corazón del Verbo encarnado el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Redentor divino, del cual este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo» (5-10-86).
He transcrito esta cita algo larga, porque resume admirablemente los fundamentos de la devoción al Corazón de Jesús que trataremos en algunos artículos, sin más pretensión que una sencilla divulgación y síntesis de lo que Papas y teólogos han enseñado al respecto.
El santo Pontífice polaco hacía alusión, por un lado, a los elementos esenciales de esta devoción como pertenecientes desde el principio a la espiritualidad cristiana por sus raíces bíblicas y patrísticas; pero por otro lado indicaba la función providencial de las revelaciones a Santa Margarita. Sabemos que el Cristianismo se sitúa en una larga historia de revelaciones, de la que constituye la fase final: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1,1-2), Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, después de la cual no hay que esperar otra revelación pública.
Sin embargo, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «a lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia», y cuya función «no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia» (Cat., 67).
Esto se ve claro en el misterio del Corazón de Jesús, cuyos elementos básicos están en la Escritura y Tradición, pero éstos -antes dispersos y no siempre suficientemente presentes- encontraron en las revelaciones de Paray como una clave de síntesis, a la vez que un impulso enorme para ser vividos más plenamente por el Pueblo de Dios. Y así, esta devoción fue, por un lado, «la respuesta al rigorismo jansenista, que había acabado por desconocer la infinita misericordia de Dios» (Juan Pablo II, 8-6-94), y por otro, factor de afirmación espiritual para los tiempos en que se iba a difundir la mentalidad deísta del Dios lejano e impersonal, al que no afecta la vida del hombre, y en la que se niega la Encarnación y Redención de Cristo. Para esta época «se ofrece una devoción centrada en la humanidad de Cristo, en su presencia, en su amor misericordioso y en su perdón» (Juan Pablo II, 31-5-92).
Una síntesis del mensaje cristiano
Vamos a intentar sintetizar los elementos nucleares de esta espiritualidad conforme a las enseñanzas de los Papas, y según lo hacía quien fue para muchos de nosotros un gran maestro de esta devoción, el recordado P. Luis Mª Mendizábal.
Pío XII enseñó que la devoción al Corazón de Jesús es «el culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo, y, al mismo tiempo, el ejercicio del amor que nos lleva a Dios y a los otros hombres» (Haurietis aquas). Se trata, pues, de la revelación del amor salvífico trinitario a través de la humanidad de Jesucristo, que manifiesta el amor misericordioso del Padre y, como fruto de su misterio pascual, nos comunica el Espíritu Santo transformando nuestro «corazón de piedra», duro y egoísta, en un «corazón de carne», filial y fraternal. Se recalca el amor redentor de Jesucristo, manifestado y poco correspondido: Cristo, que amó a todo hombre hasta la cruz, ahora resucitado y vivo sigue amando de cerca a cada hombre con corazón humano, sensible a la respuesta humana, y llevando adelante la obra de la redención, en cuyo drama nos introduce y pide nuestra colaboración.
Es claro que estamos tocando aspectos absolutamente nucleares del mensaje cristiano: El misterio fundante de la Trinidad que es Amor, y que por amor crea libremente al hombre a su imagen y semejanza; el drama del pecado, ofensa personal a Dios; la respuesta divina desde su Misericordia, que le lleva a la locura de la Encarnación redentora; la centralidad de la humanidad de Jesucristo en toda espiritualidad, así como de la mediación de María; la conciencia de que Cristo no es un mero modelo histórico a imitar, sino que, resucitado y vivo, gobierna la historia humana en la que está presente de diversos formas, entre las que destaca la eucarística, y lleva adelante la obra redentora por medio de la Iglesia, a través de la cual comunica el Espíritu Santo que sana los corazones heridos y engendra un hombre nuevo.
Éste está llamado a corresponder a tanto beneficio con la confianza y el amor: amor al Señor, con los matices de la consagración y reparación; y amor a los hermanos, en los cuales está Cristo misteriosamente presente, particularmente en los que sufren; con una dimensión social que no mira sólo al individuo sino a la familia y, aún más, a toda la humanidad. No es, pues, una espiritualidad intimista que separe de la vida real y de la caridad fraterna, sino que da a ésta su mejor fundamento y abre el corazón humano a perspectivas universales.
Aun con el riesgo de simplificar demasiado, intentemos resumir esquemáticamente todos estos elementos:
- Contenido esencial
- A) Amor de Dios al hombre:
– Jesucristo resucitado y vivo, cercano al hombre,
– que me amó en su vida terrena y me ama ahora,
– con amor de amistad personal, divino y humano, espiritual y sensible,
– que no es indiferente a la respuesta humana.
- B) Respuesta del hombre a Dios:
– Confianza en ese Amor.
– Consagración: Entrega de amor por Cristo al Padre, en el Espíritu.
– Reparación: Amar al Amor no amado, en asociación cordial a la obra de la redención, buscando que los hombres vuelvan al Señor tocados por su amor.
– Y todo ello orientado a la instauración del Reino de Cristo en el mundo.
- Expresión y vivencia de ese contenido
Toda esta riqueza se ha condensado en el símbolo del Corazón traspasado, así como en diversas prácticas de piedad, muy recomendadas también por el magisterio eclesial y avaladas por la experiencia pastoral. Obviamente, éste es un nivel de menor importancia que el anterior, lo cual no significa que carezca de valor. En la pastoral es preciso concretar las grandes verdades teológicas de manera asequible a todos, pues si la letra sin espíritu mata, el espíritu sin la letra no se encarna.
Quizás ahora entendamos mejor por qué los Papas han hablado de esta devoción como «el compendio de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta» (Pío XI, Miserentissimus Redemptor) o «la más completa profesión de la religión cristiana» (Pío XII, Haurietis aquas).
Y es que, como escribió Benedicto XVI, «poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender… que “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar» (Deus Caritas est, 12).