Jean Croiset, S. J. Director espiritual de Santa Margarita María de Alacoque
El provecho que nos causa esta devoción para nuestra salvación y perfección.
Si nuestro Señor obró tantos prodigios para que le amemos, ¿qué favores no hará a los que ve que quieren manifestarle sinceramente su amor? Este Dios de bondad nos ama con ternura —dice san Bernardo— y nos ha colmado de bienes, incluso cuando no le amábamos ni queríamos que Él nos amase. ¿Qué dones, pues, y qué gracias no dará a quienes le aman y sufren por verle tan poco amado?
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús es un continuo ejercicio de amor a Jesucristo. Además, consiste en la práctica de unos ejercicios de piedad muy santos, y es tan eficaz, que por medio de ella se consigue todo de Dios. Y si Jesucristo concede tales gracias a quienes tienen devoción a los instrumentos de su pasión y a sus llagas, ¿qué favores no hará a los que muestran una devoción delicada a su Sagrado Corazón?
Hemos visto en la introducción del libro las razones que pueden convencer a cualquiera para no dudar y dar fe a las revelaciones de santa Matilde. Véase, pues, lo que esta santa cuenta sobre esta materia en su Libro de la gracia especial:
Un día vi al Hijo de Dios llevando su Corazón en la mano, que brillaba más que el sol y que lanzaba rayos por todas partes; entonces, este amable Salvador me hizo comprender que todas las gracias que vierte incesantemente Dios a favor de los hombres, según la capacidad de cada cual, vienen de la plenitud del Divino Corazón.
Y esta misma santa aseguró, poco antes de su muerte, que un día le pidió con insistencia a nuestro Señor un favor para una persona que se lo había encomendado.
Jesucristo le dijo:
Hija mía, dile a esa persona por la que me ruegas que todo lo que desea lo busque en mi Corazón, que tenga una gran devoción a mi Sagrado Corazón y que me pida como un niño que no sabe otro artificio que el que le dicta el amor para pedir a su Padre todo lo que quiere.
Habiendo revelado Dios a santa Margarita María de Alacoque, como ya vimos en el capítulo segundo, a quien tanto veneraba el padre De la Colombière, las gracias que tiene vinculadas la práctica de esta devoción, asimismo, le hizo saber que era, digámoslo así, un último esfuerzo de su amor con los hombres; pues había tomado la decisión de descubrirnos los tesoros de su Sagrado Corazón, mediante esta devoción, para provocar que naciese el amor a Jesucristo en el corazón de los más insensibles, así como para abrasar el de los menos fervorosos. Publícala por todo el mundo, sírveles de inspiración, le dijo el Salvador, y recomienda esta devoción a todas las gentes como un medio seguro y fácil para conseguir de mí un verdadero amor de Dios. Para los eclesiásticos y religiosos es un medio eficaz para llegar a la perfección de su estado; para los que trabajan por la salvación del prójimo, un medio seguro para mover a las almas. Y, en fin, para todos los fieles es una devoción sólida para conseguir la victoria contra las pasiones y poner unión y paz en las familias más discordes. También, para librarse de las imperfecciones más arraigadas y para conseguir un amor ardiente y tierno hacía mí. En suma, para llegar en poco tiempo y de un modo fácil a la perfección de su estado.
San Bernardo, lleno de estos sentimientos, no habla jamás del Sagrado Corazón de Jesús sino como de un tesoro en el que se encuentran todas las gracias y en el que se encuentra un manantial inagotable de bienes: «¡Oh, dulce Jesús! ¡Qué de riquezas encierras en tu Corazón y qué fácil nos es el enriquecernos teniendo este infinito tesoro en la adorable Eucaristía!».
El Cardenal Pedro Damián dijo:
En este adorable Corazón hallamos todas las armas necesarias para nuestra defensa, todos los remedios
oportunos para la curación de nuestros males, todos los socorros más poderosos contra los asaltos de nuestros enemigos, las consolaciones más dulces para aliviar nuestras penas y las más puras delicias para llenar nuestra alma de alegría. ¿Estáis afligidos? ¿Vuestros enemigos os persiguen? ¿La memoria de los pecados pasados os hace temblar? ¿Vuestro corazón se siente agitado de inquietud, de miedo o de pasiones? Venid y postraros delante del altar, arrojaos a los brazos de Jesucristo, entrad hasta su Corazón, que es el asilo y la morada de las almas santas y un lugar de refugio donde nuestras almas se hallan en perfecta seguridad.
El devoto Lanspergio, en su Pharetra Divini Amoris, afirmó:
El Sagrado Corazón de Jesús no es solamente el asiento de todas las virtudes, también es el manantial de las gracias con que se consiguen y se conservan. Tened una tierna devoción al amable Corazón, todo lleno de amor y de misericordia. Continuad pidiendo al Corazón amado de Cristo todo lo que deseáis conseguir; ofreced por Él todas vuestras acciones, porque este Sagrado Corazón es el tesoro de todos los dones sobrenaturales; Él es el camino por el que nos unimos más estrechamente a Dios, y por el que Dios se nos comunica más amorosamente. Bebed, bebed, pues, despacio, de su Sagrado Corazón para así tener gracias y virtudes. Y no temáis por que se agote, ya que es un tesoro infinito. Recurrid a Él en todas vuestras necesidades: sed fieles en las santas prácticas de una devoción tan razonable y tan provechosa, que, bien pronto, sentiréis sus efectos.
Tenemos un ilustre ejemplo en la vida de santa Matilde. Se le apareció el Hijo de Dios y le mandó que amase ardientemente y que honrase cuanto pudiese a su Sagrado Corazón en el Santísimo Sacramento. Se lo daba para que fuese su refugio durante su vida y consuelo en la hora de la muerte. Desde ese momento, se vio esta santa llena de devoción por el Sagrado Corazón, y recibió tantas gracias, que solía decir que, si se tuvieran que escribir todos los favores y bienes no habría libro, por grande que fuese, capaz de contenerlos. Todos los que luchan por adquirir esta devoción experimentan una gran consolación y confirman así, con su experiencia, la verdad de las palabras de estas personas tan queridas de Dios.
El autor de El cristiano interior dice:
Estoy resuelto a depender solo de la divina Providencia, sin buscar alivio ni apoyo en las criaturas; debo ser semejante a un niño, que, sin inquietud y sin miedo, reposa dulcemente en los brazos de su Madre, de quien recibe caricias y dulzuras. Confieso que así me trata nuestro Señor, porque buscando sustentar y enriquecer mi alma en su Sagrado Corazón encuentro todos los socorros y bienes que necesito. Y los hallo en abundancia. Dios me los ha dado muchas veces por su bondad, lo que ha provocado que, en esas ocasiones, me quedé atónito, llevándome a pensar si, verdaderamente, una nimia criatura como yo los merece.
Aunque no tuviéramos ejemplos de personas que hayan vivido esta devoción, si ni siquiera el mismo Jesucristo nos la hubiera revelado, nos sobran razones para concebir que no hay nada tan sólido ni ventajoso para nuestra salvación que una devoción que no busca sino el amor más puro a Jesucristo y cuya finalidad es reparar todas las indignidades que sufre nuestro Salvador en la adorable Eucaristía.
Y nuestro Señor, que tanto ha hecho por ganar los corazones de los hombres, ¿podrá rechazarnos cuando le pedimos un lugar en su Corazón? Si Cristo se deja dar al que no le ama, y se deja llevar en la hora de la muerte a gentes que apenas se han dignado visitarle en toda su vida y que se han mostrado insensibles a las señales que les daba de su amor y a los ultrajes que recibe en la Eucaristía; en suma, a gentes que, incluso, lo han maltratado, ¿qué no hará, pues, por sus fieles servidores, que, heridos por los oprobios que recibe su buen Maestro, tan poco amado y escasamente visitado, le hacen una ofrenda, un acto de desagravio, por los desprecios que sufre? ¿Y para los que, con sus frecuentes visitas, con sus actos de adoración y, principalmente, con su rdiente amor, desagravian los ultrajes que recibe?
Es, pues, evidente que no hay nada más provechoso que esta devoción, por lo que me pregunto si son necesarios largos discursos para que los cristianos comencemos a practicarla.
La inmensa la dulzura de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús
Aunque todas las prácticas devotas llenan de consuelo interior a quienes las viven, y sabemos que la mayoría de las obras buenas están acompañadas de un gusto y de una alegría inefable, y que son inseparables del testimonio de la buena conciencia, también es cierto que Jesucristo ha querido otorgar una mayor cantidad de favores a aquellos que buscan honrarle en el Santísimo Sacramento con diversos actos de piedad.
La vida de los santos está llena de ejemplos que lo demuestran. San Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, santa Teresa, san Felipe Neri o san Luis Gonzaga, entre otros, sentían el corazón más abrasado de amor cuando se acercaban al augusto Sacramento. ¡Cuántos suspiros de amor y dulces lágrimas derramaban al celebrar o participar de este adorable Misterio! ¡De cuántas consolaciones, de cuántos torrentes de delicias, los llenó Dios!
No hay otro lugar donde nuestro Señor nos haga sentir con más fuerza la dulzura de su presencia y de sus dones que en el Sacramento del Altar. En los demás misterios nuestro Salvador nos concede sus gracias, pero, en este, nos concede la mayor de todas las gracias, pues se nos da a Sí mismo real y verdaderamente. Es propio de un magnífico convite la alegría, y Jesucristo nos invita todos los días a uno: la Eucaristía. ¿Qué menos que le tratemos con dulzura y amor?
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús nos convierte en verdaderos y fieles
adoradores de Jesucristo en el Santísimo Sacramento y nos consagra, particularmente, a este misterio. También nos procura las mayores dulzuras. Podría decirse que nuestro Señor mide los favores que nos hace por el número de injurias que recibe: como no existe misterio que reciba tantos ultrajes, así tampoco hay otro por el que reparta tantos consuelos.
No tenemos que admirarnos de que siendo Él tan bueno, provoque dulces sentimientos a sus fieles, sobre todo en un tiempo en que se le muestra tan poco agradecimiento y tan escaso amor verdadero, pues esta devoción es muy agradable a Cristo. Del mismo modo, es imposible que si profundizamos en ella no crezca en nosotros un deseo cada vez más grande de amar a Jesucristo, y no sintamos la dulzura y el consuelo que es inseparable del amor.
Y al igual que la sola contemplación de las llagas de Jesucristo nos inspira la amplitud de su misericordia, la memoria de su Corazón nos inspira una dulzura y una alegría tan inmensas, que, aunque se puede sentir, no se puede explicar. ¡Verdaderamente, resulta extraño que al acercarnos a Jesucristo no sintamos el gusto que experimentaríamos si nos recibiesen bien los grandes personajes de este mundo!
Nuestro poco amor a Jesucristo, nuestras imperfecciones, nuestra poca fe y otras muchas faltas son las causas terribles de una desgracia mucho mayor de lo que pensamos. Pero ninguna de estas faltas se encuentra en la práctica de la devoción al Sagrado Corazón de Jesucristo, sino que son muchos los favores singulares los que parecen ser inseparables de ella.
Así lo han experimentado, felizmente, hasta hoy, todos los devotos del Sagrado Corazón de Jesús. Y así lo experimentan, todavía en nuestros días. Esto es lo que nos lleva a decir que Jesucristo no niega sus caricias a sus devotos, pues desde siempre hemos visto que los santos que con más ternura han amado al Sagrado Corazón de nuestro Salvador han sido los que han recibido los favores más señalados. Siempre que hablan de esta devoción lo hacen con palabras que nos dan a conocer las gracias extraordinarias y las dulzuras interiores de las que están llenos.
«¡Oh, qué bueno y qué dulce es», exclama san Bernardo, «el hacer morada en tu Sagrado Corazón! ¡Basta», prosigue el santo, «oh, mi amado Jesús, con acordarme de vuestro Sagrado Corazón para llenarme de alegría!»
Por medio de esta devoción, recibieron grandes favores de Jesucristo santa Gertrudis y santa Matilde. Asimismo, santa Clara aseguraba, habitualmente, que debía todas las gracias extraordinarias de las que su alma estaba llena, siempre que se ponía delante del Santísimo Sacramento, a su tierna devoción al Sagrado Corazón de Jesús; y santa Catalina de Siena se sentía abrasada, toda ella, de amor de Dios desde que comenzó a contemplar el adorable Corazón de Jesús.
Y, cuando se le apareció Jesucristo a santa Matilde, le reveló:
Hija mía, si quieres conseguir el perdón de tus negligencias en mi servicio, ten una tierna devoción a mi Corazón, porque es el tesoro de todas las gracias que te hago continuamente, y él mismo es el manantial de todos los consuelos interiores y de aquellas dulzuras inefables con las que lleno a mis fieles amigos.
San Claudio de la Colombière no se explicaba de otro modo las gracias que recibía del Señor; y, aunque Dios le había conducido durante mucho tiempo por los caminos de la sublime perfección, y no por el de las consolaciones sensibles, el Espíritu divino parece que cambió de conducta, para probar a esa alma, pues tras mostrar su fidelidad le inspiró la práctica de esta devoción. Véase cómo este santo se explica sobre esta materia en una parte de su Retiro espiritual:
Mi corazón se derrama. Siente las dulzuras que puede gustar y recibir de la misericordia de Dios, sin
poderlas explicar. Eres bien bueno, Dios mío, en comunicarte con tanta bondad a la más ingrata de tus criaturas y al más indigno de tus siervos. Seas, por ello, alabado y bendecido eternamente. He reconocido que Dios quería que yo le sirviese procurando el cumplimiento de sus designios, relacionados con la devoción que ha inspirado a una persona, a quien su Majestad se comunica muy confiadamente. ¿No podré yo, Dios mío, andar por todo el mundo y publicar lo que deseas de tus siervos y amigos?
Y en otra parte:
Cesad, cesad, mi Soberano y amado Maestro, de llenarme de tus favores. Reconozco qué indigno soy de ellos. Me acostumbrarás a que te sirva por interés, porque ¿qué no haría yo, si no me obligas a obedecer a mi director, para merecer un momento de las dulzuras que me comunicas? ¡Insensato de mí! ¿Qué digo yo?
¿Merecer? Perdóname, amado Padre, esta palabra: turbado estoy con el exceso de tus bondades, no sé lo que me digo. ¿Puedo merecer estas gracias y estas consolaciones inefables con que me llenas? No, mi Dios, solo tú eres quien, por medio de tus fatigas y dolores, te has constituido en el Mediador con tu Padre de todos los favores que yo recibo; que seas, pues, eternamente bendecido, y envíame miserias y penalidades para que pueda tener alguna parte en las tuyas. No creeré, pues, que me amas hasta que me hagas sufrir mucho, y durante mucho tiempo.
Así se explica el padre De la Colombière el exceso de las dulzuras y consolaciones interiores que sentía con el ejercicio de una tierna devoción al Sagrado Corazón de nuestro Señor Jesucristo.