En oración con Juan Pablo II (3ª) La adoración eucarística

Juan Pablo II anciano

P. Luis Mª Mendizábal S.J

3ª MEDITACION

«La adoración eucarística»

Siguiendo ayer las orientaciones del Papa sobre la oración, cumplíamos una etapa del orden de la vida espiritual; partiendo del hontanar que es nuestra llamada a la amistado con Dios ya la filiación divina, entrabamos en la oración explicita, en la que buscamos a Cristo y encontramos a Cristo.

Esta búsqueda y encuentro de Cristo, que da ese carácter eminentemente cristiano a nuestra oración, se cumple de manera especial en la Eucaristía. El Papa nos ponía en guaria sobre formas de vacío de oración que Santa Teresa experimentó y lloró, que también hoy se pueden extender con excusa de oración más subida, más elevada, y de esa técnicas psicológicas que pretenden utilizar las virtualidades ocultas del alma, para que dejando todo eso nos acerquemos a la humanidad de Cristo, y en El encontremos al Dios-Hombre, al Hijo de la Virgen, al Hijo del Padre, en esa unión de humanidad y de divinidad, que hace que, a pesar de que es Dios, nos comprende muy bien, que es muy humano, como dice Santa Teresa.

El momento culminante de ese proceso lo realizamos en la adoración eucarística. Y vamos a dedicar hoy precisamente este último acto de meditación matutina de las Jornadas, precisamente a la adoración eucarística, momento cumbre de la oración cristiana.

«Señor Jesús, decía el Papa, nos presentamos ante ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos». Este es el comienzo de nuestra adoración. El comienzo de nuestra oración parte muy claramente de una dualidad: Señor Jesús, nos presentamos ante ti sabiendo que nos llamas y que nos ama tal como somos. Es la condescendencia de Cristo, es el amor de Cristo a nosotros, es su voluntad de encuentro con nosotros lo que hace que Él sea el que tome la iniciativa y nos llame y nos atraiga hacia Él. Y ahí en la Eucaristía encontramos su presencia.

En un pequeño Congreso que tuvimos en Lovaina, recuerdo que el espiritual del Seminario de aquella diócesis nos indicaba cómo entre sus seminaristas florecía una fuerte devoción a la Eucaristía y a la adoración eucarística. Y era muy feliz de ello, porque decía que esto había sido particularmente útil para superar ciertas formas de oración menos cristianas y menos exactas. Porque en la Eucaristía, de entrada, se pone uno frente a una presencia, se pone uno en actitud de dialogo, en actitud de encuentro con una persona que tiene uno frente a sí, cara a cara, como suelen decir los adoradores nocturnos. Y, naturalmente, eso es lo más opuesto para todo lo que pueda ser una especie de mecanismo psicológico, que más bien pretende estar solo y alejarse para irse concentrando en sí mismo. No es eso solo lo cristiano. Es el encuentro con Cristo, con Cristo real, vivo, presente. Por eso, esa expresión que el Papa decía en la oración de aquel momento de la adoración nocturna: «Señor Jesús, nos presentamos ante ti», indica toda la riqueza de lo que es el encuentro eucarístico. Nos encontramos ante ti, ante una presencia, y ante una presencia viva que nos llama, ahora nos llama, y ahora nos ama tal como somos. En el dialogo de la oración, éste es el comienzo; se trata de un dialogo de oración ante ese Cristo presente que requiere de nosotros una presencia correspondiente. Porque tenemos que comprender bien lo que significa esa adoración eucarística, por todas las riquezas espirituales que contiene.

A veces hemos empobrecido el sentido de la Eucaristía, reduciéndolo simplemente a la celebración de la Misa, como si eso fuese toda la Eucaristía. Y eso es empobrecerla. El Papa, desde su primera encíclica nos ha repetido: es Sacramento-Sacrificio, es Sacramento-Comunión y Sacramento-Presencia. Eso es la Eucaristía. Y siempre hemos de verla en la totalidad de lo que es ese don. Porque son tres elementos entrelazados entre sí, pero distintos, con aspectos diversos y con virtualidades diversas. Y no puede reducirse a uno solo sin hacerlo unilateralmente pobre.

La presencia eucarística. A veces nos hemos lamentado quizá en algunos ambientes de por qué se celebra el Corpus Christi teniendo ya el Jueves Santo. Y digo con pena, aunque sin sentido de crítica: qué pena me da que esos dos días sean los días de la caridad fraterna. No porque no ame la caridad fraterna. La caridad fraterna la pondría yo al día siguiente o al domingo siguiente. Pero es que, de nuevo, parece que escondemos el misterio eucarístico bajo el muro de la caridad fraterna. Y es verdad que la caridad fraterna viene de la Eucaristía y del encuentro con la Eucaristía. Y ese valor tenemos que subrayarlo.

El Jueves Santo es el día de la conmemoración de la última cena en el ambiente de la pasión del Señor. Pero el Corpus Christi es sobre todo el día de la celebración de la presencia de Cristo, del Sacramento-Presencia, que está aquí. «Dios está aquí, venid adoradores, adoremos a Cristo Redentor». Adoremos. Es Cristo presente, es la realidad de esa presencia. Y esa presencia ¿Qué es? es una presencia trinitaria en una visión de fe. Es una presencia trinitaria. Ha sido el Papa el que en su carta «Dominicae Coenae» recalca el aspecto trinitario de la Eucaristía, y lo recalca también aquí, en este mismo momento de su oración, «por medio de Ti y en el Espíritu Santo queremos llegar al Padre para decirle nuestro sí unido al tuyo». La Eucaristía es trinitaria. Tenemos que comprender el dinamismo interno que hay en esa hostia consagrada. La Eucaristía no es simplemente «aquí está el cuerpo y la sangre del Señor, de una manera estática; adoradle, veneradle». No es eso. La Eucaristía tenemos que contemplarla siempre escuchando las palabras de la institución Eucarística: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo entregado por vosotros». Por eso la Eucaristía es el mayor don de Cristo a la Iglesia, como dice el Papa. Pero no como quien da una cosa, sino que es el mayor don, porque es el don de sí mismo, de Cristo a la Iglesia; el don más grande que Cristo ha ofrecido a su Iglesia y ofrece permanentemente. Jesucristo en la Eucaristía está dándose. Y eso es la Eucaristía; dándose. Y eso es la Eucaristía; y si no, no es la Eucaristía. Eso no es algo que le añadimos. No se expresaría con suficiente precisión al misterio, diciendo: «Se hace aquí presente el cuerpo de Cristo y se da» Sino que «está dándose». Ese es el misterio eucarístico: Cristo ofreciéndose. Por eso podemos decir de verdad que es el misterio del corazón de Cristo.

Reflexionemos un momento, entrando, como dice el Papa, a través del velo, a través de la nube del Tabor para escuchar la voz del Padre. Fijémonos bien en esto. La Eucaristía es el sacramento del sacrificio redentor de Cristo. En la Eucaristía se perpetúa la oblación de Cristo.

El Papa, en la homilía del Nou Camp, comienza sus preciosas orientaciones de la identidad cristiana recordando las palabras que leíamos en los Laudes de hoy: la oblación de Jesús al entrar en este mundo. Al entrar en este mundo dijo: «No has querido holocaustos ni sacrificios por el pecado, pero me has dado un cuerpo. Aquí vengo, Padre, para cumplir tu voluntad».

Ahora bien, esta oblación es una oblación del corazón de Cristo; no sólo de la voluntad humana de Cristo, sino del corazón humano de Cristo; es un acto humano de Cristo, de una persona divina; pero un acto humano. Y en el altar lo que se perpetúa es la oblación del corazón humano de Cristo, la entrega de Cristo, que se entrega al Padre y se entrega a nosotros en esa donación de la cruz. Y así está en la Eucaristía. Es el corazón de Cristo que se da, el que sostiene la Eucaristía. Porque lo mismo que decimos de los dolores de Cristo, decimos de su oblación en el cielo; está sostenida por esa oblación del corazón humano de Cristo. Y su entrega a nosotros es la entrega del corazón humano de Cristo.

Pero esa entrega de Cristo en la cruz, que viene de su amor, de su corazón humano que nos ama personalmente, «nos llamas y nos amas tal como somos», es también entrega del Padre. Es el Padre el que entrega a Jesús en la cruz, en el calvario.

Recordemos la idea de esa imagen eucarística, que es el sacrificio de Isaac (Génesis 22, 16-40). Y recordemos que en el sacrificio de Isaac, el sacrificio fundamental es el sacrifico del padre, de Abraham. Es a Abraham al que se le pide la generosidad de entregar al propio hijo. Es Abraham el que sufre, el que camino de la montaña y escucha la voz del hijo, que le pregunta: Padre, llevamos el fuego, el cuchillo, la leña, pero ¿dónde está la victima? Y el padre le contesta con entrañas de padre: hijo, Dios proveerá; con todo ese dolor del corazón paterno, que no ahora al propio hijo por el amor a Dios. Y es la imagen del sacrificio de la cruz. El verdadero Abraham es el Padre. Es Dios el que ofrece a su Hijo por amor al hombre. «Así amó Dios al mundo que entregó a su Hijo» ( Jn 3, 16); lo entregó, no lo ahorró, dice la Carta a los Romanos (8, 32), lo mismo que Abraham no ahorró a su propio hijo (Gen 22, 16). Y en la cruz tenemos que ver al Padre entregando al Hijo, ofreciéndolo, en ese amor para nosotros incomprensible, en ese tremendo misterio de amor (Redemptor Hominis nº9) Así nos amó el Padre que no ahorró a su Hijo unigénito por nosotros. Y lo mira con un amor infinito, entregándolo. Y en la Eucaristía está el Padre entregándolo también. Por eso, en la Eucaristía encontramos a la Trinidad. Y en ese amor del Padre que entrega al Hijo, y al Hijo que se entrega en sacrificio por nosotros, viene la comunicación del don del Espíritu Santo. Ese momento eucarístico, que es el sacrifico, es una donación  de Cristo, que con todo el amor de la cruz se ofrece a cada uno de nosotros y nos dice: «Toma y come, eso es mi cuerpo entregado por ti; ésta es mi sangre derramada por ti, derramada en otro tiempo, pero ofrecida ahora con el mismo amor». Es el mismo amor de la cruz que se dirige a cada uno de aquellos que vienen al encuentro de Cristo. Y de ahí brota el «compromiso de amor» de que habla el Papa; porque es misterio de amor; de ese amor que nos mueve a nosotros mismos a responder aceptando esa oblación de Cristo que nos enseña a unirnos a su sí y hacer de nuestra vida una oblación con El al Padre y de entrega en comunión con los hermanos. Este es el misterio tremendo de la Eucaristía. Es dinámico, trinitario. Y nosotros nos acercamos a ese silencio, a ese escondimiento aparente, porque el Señor hace así las cosas: los misterios más grandes en las formas más sencillas. Ahí está esa Hostia blanca donde se realiza todo ese misterio de presencia, no simplemente estática, sino de donación sacramental.

Dice todavía el Papa en su carta «Dominicae Coenae»: «No cese nunca nuestra adoración, no escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, no escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las grandes faltas y delitos del mundo…» Para reparar. Y en la oración de la Adoración nocturna: «Te adoramos con actitud…que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: quedaos aquí y velad conmigo». Aquí entra todo un misterio. Es el misterio de la reparación, de la redención que nos asocia a nosotros mismos, que quiere que estemos con El, no precisamente porque Él esté en desolación o en tristeza o en la agonía de Getsemaní en este momento, sino porque quiere que la redención sea fecunda y quiere que nosotros, unidos a Él, seamos con El colaboradores a la redención en una respuesta de amor a ese amor que nos obliga a cada uno de nosotros; y es esa presencia de llamada, presencia de tendencia, presencia silenciosa, pero de silencio pleno de amistad y de amor, presencia de espera.

A veces se ignora la fuerza de esta presencia. Se pone en ridículo el hablar de «la prisión del sagrario». Puede haber formular más o menos acertadas y más o menos desacertadas. Es claro que Jesús en el sagrario no está encerrado, no está ahí como apretado, como secuestrado mantenido en un agujero. No es ese el sentido. En el sagrario está Jesús presente en todas partes. Esta es la presencia real de Cristo «por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella se hace presente, Cristo, Dios y Hombre, entero e íntegro» (Pablo VI, Mysterium Fidei, AAS. 57,1969, 764). Es la presencia de su donación, de su inmolación sacramentalmente realizada. En cada lugar donde está la Eucaristía está Cristo que clama: «toma y come, esto es mi cuerpo entregado por vosotros»; así en casa Eucaristía, en cada sagrario. Y Cristo desea y la Iglesia desea que a esta voz suya haya una respuesta humana, porque la presencia que está convocando, que está llamando, que está mostrando su sed como a la samaritana, la sed de la cruz, esa sed de que vengan a beber. Y este grito de sed se pierde tantas veces en el vacío. Lo tenemos olvidado, mientras el mundo desprecia el amor del Señor. Por eso le adoramos creyendo en ese amor, para reparar los pecados y los delitos del mundo, para escuchar esas palabras suya: «quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26, 38).

El Papa Pablo VI,  escribiendo al cardenal Florit, que era legado suyo en el Congreso Eucarístico de Pisa (junio 1965), le decía estas palabras: «Jesucristo en la Eucaristía verdaderamente vive y actúa. De donde nosotros podemos tratar con El en la Eucaristía manera análoga a como trataban con El los apóstoles durante su vida en Palestina.» Aquí se abre todo un horizonte de fe. veneremos ese misterio trinitario, ese misterio de entrega de Cristo, porque la Eucaristía es el sacramento de la Redención de Cristo, ese misterio de amor, ese misterio fuente de caridad, ese misterio de amor, ese misterio fuente de caridad, ese misterio de irradiación de amor, que está ahí en la Eucaristía, y vive y actúa. De modo que cuando nosotros vamos a la adoración, no vamos principalmente a expresar algo nuestro o una actitud nuestra en la que ponemos la fuerza, sino que vamos sobre todo a que él actúe en nosotros. Por eso tenemos que aprender esa adoración a la que hace referencia el Papa –desde la más sencilla hasta quizá la más elevada-, de saber estar ante la Eucaristía con atención amorosa de fe, tomando baños de Eucaristía. Ahí; recibiendo la irradiación de Cristo sacramentado, del misterio de la redención, del misterio del amor del Padre que entrega a su Hijo y nos lo da personalmente, y de El que se quiere entregar. Nosotros recibimos toda la fuerza de amor, que ha de transformar nuestro corazón, para transformar luego el mundo: «Haced esto también vosotros en memoria mía».

La adoración eucarística es la conversación más profunda en el silencio. Pone el Papa estas palabras: «creyendo, esperando y amando, te adoramos con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera». El silencio eucarístico. El silencio de todas las palabras de Jesús que están ahí presentes en El, en su corazón. Dice el Papa que en esa Eucaristía están presentes las palabras de Cristo, la vida ofrecida por Cristo y la gloria de su resurrección. Ahí está todo en silencio, como hecho silencio. Como el Verbo de Dios se hizo palabra silenciosa en el seno de María, y puesto en Belén en el pesebre era adorado por la Virgen, como Palabra silenciosa que se iría desgranando a lo largo de todos los misterios de su vida. Luego en el momento eucarístico toda esa realidad vuelve a encerrarse en una sola palabra de una sola sílaba, que es silencio, que es la Eucaristía y que es la escuela del silencio. Pero del silencio no egocéntrico; del silencio que el Papa llama en la frase siguiente de su oración: «Tú superas la pobreza de nuestros pensamientos, sentimientos y palabras. Por eso queremos aprender a adorar admirando tu misterio, amándolo tal como es y callando, con un silencio de amigo y con una presencia de donación». Expresión bellísima: silencio de amigo. Hay muchas clases de silencio, y el valor del silencio no está en su materialidad. El silencio, por ejemplo, de una noche hórrida en el desierto, no tiene un valor especial. O  el silencio simplemente del no pronunciar una palabra conteniéndose, tampoco  tiene valor especial. Hay un silencio de la admiración, del respeto. Cuando respetamos una cosa, nos callamos. Y ese callarse es veneración. Y yendo más adelante hay el silencio de la amistad. La cumbre del amor no es la palabra; es el silencio. Las palabras del amor van llevando al silencio del amor. Y cuando realmente después de hablar palabras de amor, llega el momento del encuentro de amor, ese encuentro es silencio; pero es silencio; pero es silencio de amistad, cumbre de las palabras del amor. El Señor nos va llevando en la Eucaristía por toda una pedagogía, desde las formas más simples hasta la adoración más levantada en silencio y sencillez, adorando con silencio de amigo y con presencia de donación.

Recurramos con el Papa a la Virgen, con las palabras con que termina él su oración: «Nos ha dado a tu Madre como nuestra, para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta madre. Ayúdanos a ser tu Iglesia misionera que sabe meditar adorando y amando tu palabra para transformarla en vida y comunicarla a todos los hermanos. Amén.»