Pactaré una Alianza Nueva

Jesús en la custodia

P. Luis Mª Mendizábal S.J.

Vamos a comenzar la adoración, que cada día se tiene en este lugar, durante la Semana Teológica, con algunas reflexiones o meditaciones que luego mantendremos hasta el canto final y reposición del Santísimo en el trono del fondo.

                El tema de las laudes que acabamos de cantar y el de la Eucaristía de la liturgia de hoy es el Espíritu Santo; dentro del tema general de esta Semana, que se refiere a la conciencia, a la libertad, a la ley y a la interiorización de la ley.

                Contemplamos esa Eucaristía, que es el Sacramento de la Nueva Alianza, el Sacramento de la Nueva Ley, vamos a hacer algunas reflexiones también nosotros desde el punto de vista espiritual sobre la Ley Nueva y la Alianza Nueva.

                Cuando hablamos de una Ley Nueva, que Jesús ha proclamado al establecer una Nueva Alianza, no nos referimos a una simple espiritualización de la Ley Antigua; ni queremos decir, simplemente, que por el hecho de haber nacido en un determinado período de la historia del mundo, tenemos el privilegio de haber entrado ya, por el mero hecho de nacer, en una nueva economía. Cada uno de nosotros tiene que establecer su alianza, en la Iglesia con Cristo; y, por la mediación de Cristo, con Dios, con el Padre. Cada uno de nosotros puede vivir, en la época en que se encuentra, la Ley Antigua, o puede vivir la Alianza Nueva. Lo que sí tenemos es ofrecida ya esa  Alianza Nueva a todos; y cada uno de los hombres es invitado, por el Señor, a recibir su Sangre; y aceptando su Sangre establecer y entrar en esta Alianza para vivir  en ella.

                La Carta a los Hebreos, de una enorme riqueza espiritual, que recomendaba el Papa en su última carta del Jueves Santo, habla en los capítulos 8 y 9 de lo que es esta Nueva Alianza, en contraste con la antigua Alianza. Sabemos que no existe una alianza única. Toda la Historia de Israel fue una serie de alianzas, desde el diluvio; y antes aún, desde el pecado del hombre, Dios se comprometió con él con una promesa de redención; luego, con Noé hizo una alianza y un pacto, que se fue alargando, a través de los patriarcas. Pero tiene su punto culminante en la gran alianza del Sinaí, de Dios con todo el pueblo. Esa alianza significa una nueva relación personal de Dios con su pueblo; y, como toda alianza, lleva consigo estos elementos: «Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo». «Yo estaré en medio de vosotros, vosotros respetareis mi habitación entre vosotros». «Yo os daré una ley, vosotros observareis esa ley». Tenemos esos tres elementos constantes, con uno más, que es: los sacrificios de animales que se ofrecen, y con cuya sangre Moisés hace dos partes, una que derrama sobre el altar, la otra sobre el pueblo; es la sangre de la alianza. En alguna manera toda alianza está fundada en un sacrificio, y según el sacrifico, según el fundamento, es también la alianza. Y al mismo tiempo, esa sangre aceptada, significa el compromiso del cumplimiento de la alianza.

                Esa alianza del Antiguo Testamento hacía que Dios cuidara a su pueblo como suyo, que el pueblo tuviera a Dios como su Señor y que viviera bajo la ley del Señor; una ley y una presencia, que podríamos llamar, todavía, trascendente, como desde fuera; es el jefe, es el padre, si queremos; pero está como desde fuera. Es una ley de una cierta exterioridad, que, evidentemente, se ha de cumplir con corazón sincero, con espíritu; y los profetas continuamente invocarán la necesidad de espiritualizar esa ley, de vivirla con espíritu, de no reducirse a ritos exteriores, de  hacerlas cosas con corazón sincero.

                Cuando llega la gran profecía de Jeremías (Jer 31, 31-34), el Señor, a aquel pueblo que le había sido tantas veces infiel en su pacto y en su alianza, le promete que «Vendrán días –y es la gran profecía que recoge la Carta a los Hebreos- en los que haré con mi pueblo una alianza nueva». Esa Alianza Nueva tiene la característica de novedad que hace envejecer –como dice la Carta a los Hebreos- la anterior alianza. Es una Alianza Nueva y Eterna, para siempre, con unas características nuevas, eternamente nuevas, que consisten en estos puntos, que nosotros vamos a tratar de comparar con nuestra vida, y de asimilar, por tratarse de la Alianza, que nosotros, dentro de la Iglesia, estamos llamados a mantener con el Señor. Dice el Señor: «En estos días –los días mesiánicos- pondré mi ley en su corazón y la escribiré en sus mentes. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo…». El tema fundamental de toda alianza: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». «Y todos me conocerán, desde el mayor hasta el menor; y no tendrá que enseñar nadie a su vecino, ni a su hermano, diciendo ´conoce al Señor´, porque todos me conocerán». Todos. Conocimiento personal del Señor, conocimiento experimental de la presencia y de la acción salvífica del Señor. Y en último elemento: «porque yo seré propicio a sus pecados, y no me acordare más de sus iniquidades». Hay una purificación, y hay una transformación de los corazones.

                He aquí lo que se anuncia como Nueva Ley, una Nueva Alianza, de contenido inmensamente rico.

                Ezequiel decía también en nombre de Dios, y poniendo esas palabras en labios de Dios: «Os quitaré el corazón de piedra y os pondré un corazón de carne». Y también decía: «y os daré mi espíritu». Mi espíritu es el que tiene que renovar los huesos, resucitar a lo que estaban muertos, estaban ya áridos, y volverles a dar una vida vigorosa; les daré mi espíritu. «Os quitaré el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne». Estos aspectos los tenemos que unir; esa Alianza Nueva lleva como característica una acción en el fondo del corazón del hombre, hasta el fondo. Hay una transformación del corazón. Recalca que el corazón de aquel pueblo era duro, era de piedra, y que quiere poner en él un corazón de carne; y para eso le dará su espíritu y su corazón, para realizar esta transformación (Ez 36, 25-28).

Sabemos bien que el corazón no significa simplemente el corazón físico nuestro, sino el corazón en toda su significación, por la cual decimos de una persona que tiene un corazón duro, o que tiene un corazón sensible, un corazón de carne.

Podemos leer, sin duda, en estas palabras, una promesa y ofrecimiento del Señor para nuestra vida. San Pablo decía: «Si vosotros queréis la circuncisión os comprometéis a toda la ley y estáis bajo la ley». Nosotros podemos estar bajo la ley y podemos estar bajo la Alianza Nueva. Y, a medida que nosotros somos plenamente de la Iglesia, en esa medida, somos de la Alianza Nueva; a medida que nosotros nos separamos de ella, quiere decir que prevalece una dureza de nuestro corazón, una falta de integración en la Iglesia, y, consiguientemente, nos alejamos de la Alianza. La Carta a los Hebreos insistirá mucho en que es necesario que mantengamos la unión, la comunión nuestra como pueblo, porque se separa uno del pueblo por la dureza de su corazón (Heb 10, 19-39).

                El Señor promete, pues, ser El nuestro Dios. Y en esta Alianza Nueva lo quiere ser de una manera nueva; «porque todos me conocerán»; es una penetración de Dios en nuestro corazón, lo que se promete y se realiza en el Nuevo Testamento por la Redención de Jesucristo. Dios entra dentro de nosotros. Si Él había dicho: «Yo habitaré en medio de vosotros», esa habitación interior a nosotros. Está en medio de la Iglesia, es verdad; está en la Eucaristía, en medio de nosotros, con una presencia sacramental; pero está dentro de nosotros, en nuestro corazón: «Si alguno me ama, mi Padre le amará y yo le amaré, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 21-23). Y hacer la morada en el corazón no significa simplemente que allí inconscientemente está Él; sino que quiere decir que mantiene con nosotros la cercanía de una vida de unión, dentro de nuestros corazón; de manera que hay una correspondencia mutua de amor; la trascendencia de Dios ahora se inmanencia dentro de su trascendencia, como ser infinito; está dentro de nosotros. Y si Él dice que pone la morada en el corazón, también nos dice que, precisamente por la muerte de Jesús, va en posible y que tengamos nuestra morada también nosotros en Él (Jn 14, 2-3). Hay una morada mutua, Dios con nosotros, nosotros en el corazón de Dios; Dios en el corazón del hombre, el hombre en el corazón de Dios. Y por eso, me conocerá cada uno. No está dicho que, por el mero hecho de estar bautizado, vivamos esto. Es lo que en nuestra vida espiritual constantemente tenemos que corregir. No es verdad; tenemos el principio interior de poderlo vivir así, pero es necesario que colaboremos con la acción del Espíritu, que nos mueve interiormente a desarrollar esta vida de unión y esta vida de amor, para que se perfeccionen en nosotros las disposiciones de un corazón que se transforma. Tenemos la posibilidad; el ideal evangélico exige que nuestro corazón viva el conocimiento íntimo de Dios. «Nadie conoce al Padre, sino el hijo, y aquel a quien el Hijo le quiere revelar» (Mc 11, 27). Y es necesario que nos acerquemos, para que también escuchemos la palabra de Jesús: «El que me ve a Mí, ve al Padre» (Jn 14,8). Y «nadie viene a Mí, si el Padre no le atrae» (Jn 6, 44).

                Esa ley interior del corazón, esa ley profunda no es simplemente escuchar las normas y radicarlas dentro, no; es que la Bondad de Dios se mete dentro del corazón del hombre; es la acción del Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo, entrando dentro de nosotros, va modelando el corazón según el corazón del Señor; por eso nos da un corazón nuevo. Pero no nos lo da terminado y hecho; nos da el Espíritu que modele dentro nuestro corazón. Y es necesario educar nuestro corazón y transformarlo, y desarrollarlo dentro de nosotros esas disposiciones interiores a las que el Espíritu nos invita.

                La misma Carta de los hebreos hace notar inmediatamente, en el capítulo 9, que hay un culto que corresponde a la Alianza. En el templo de Jerusalén había un santuario, en el cual había dos partes: una, en la que entraban los sacerdotes, ofrecían sus sacrificios; y otra, reservada, donde entraba sólo el sumo sacerdote, una vez al año. Y dice la Carta a los Hebreos: «esto es una imagen de las realidades presentes, en relación con las futuras». Gracias al Sacrificio de Cristo el pueblo de Dios no se queda en el primer santuario, fuera; sino que puede entrar hasta lo más profundo, en unión con Cristo; por la Sangre de Cristo, a través del velo, que es su carne, inmolada por nosotros entrar hasta lo íntimo de Dios, hasta lo íntimo del Padre; es la Alianza Nueva. Conociendo a Dios, esa Bondad de Dios comunicada al corazón del hombre va dictando desde dentro lo que agrada a Dios.

                La economía del Nuevo Testamento es una Alianza con Dios, que no es aérea, sino una Alianza con Dios por la cual le damos culto espiritual. El culto espiritual, al que se refiere San Pedro en su 1ª carta, es el sacerdocio real, las piedras vivas que ofrecen sacrificios espirituales a Dios, por Jesucristo. Y esos sacrificios espirituales no son solamente el culto formal, sino la vida entera vivida en unión con Dios, en continua conformidad con el Amor de Dios y el corazón de Dios. El corazón de la Ley Nueva es el corazón lleno de amor a Dios y a los hermanos.

                Y así, en el capítulo 10 de la Carta a los Hebreos, expone claramente lo que se deduce de esa oblación de Cristo: «Acerquémonos a Dios con corazón verdadero»; éste es el corazón nuevo: con corazón verdadero; ese corazón sano, verdadero, se conforma con el corazón del Señor. Y, como Él había dicho, «voy a prepararos un sitio, y cuando os haya preparado el sitio, volveré a  vosotros y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14, 3). Él está en el corazón del Padre –lo dice San  Juan en el prólogo del Evangelio: «el Unigénito que está en el seno del Padre» (Jn 1, 18)-; y por su muerte nos invita y nos prepara un sitio para que también nosotros podamos estar donde Él está. Por eso, una vez que El, subido al cielo, ha hecho posible que tengamos nuestra morada en el corazón del Padre, viene a nosotros, y viene en el Espíritu Santo, y nos da su Espíritu, y nos da su corazón, para que donde está El estemos también nosotros. «Con verdadero corazón, y plenitud de fe». La fe entendida (como el Papa nos lo ha recordado en su Encíclica Redemtoris Mater) como entrega total y libre de sí mismo como respuesta a la revelación del Amor de Dios.

                Es, pues, una Alianza Nueva, con este conocimiento íntimo de  Dios, con esa docilidad del corazón, que creyendo en el Amor de Dios, y entregándose a ese Amor de Dios plenamente, se hace inmensamente disponible a la Voluntad de Dios, se hace inmensamente disponible al amor de los hermanos. Entonces toda su vida queda envuelta por esta riqueza del Amor que Dios ha derramado en el corazón, por el Espíritu Santo, y, como desde dentro, desde lo más profundo del corazón, sintoniza con el corazón de Dios. Ha obtenido, de esta manera, la rectitud del corazón. Porque por la inmolación de Cristo, lo que era necesario, a saber, el que no se acuerde más de nuestros pecados, el que purifique nuestra conciencia, se ha obtenido. Y como ya tenemos esa conciencia purificada por Jesucristo, con la conciencia purificada, tenemos también, no la justicia legal, sino la bondad del corazón, ilimitadamente bueno, que beatificará Jesús en las bienaventuranzas, cuando diga: «Dichosos los que tienen un corazón bueno»; un corazón ilimitadamente bueno, bueno con los demás, misericordioso con ellos, pobre, humilde, lleno de mansedumbre y abierto a Dios, el corazón puro en que se refleja la Bondad y el Amor de Dios. y es lo que también en la Carta a los Gálatas dirá San Pablo: «para quienes viven así, según el fruto del Espíritu, no hay ley»; no hay ley, porque desde dentro les dicta lo que es conforme al agrado de Dios; no es, simplemente, una norma exterior, es algo que lleva dentro, la tendencia del Espíritu, el Espíritu dentro de nosotros es la ley. Tenemos así la Nueva Alianza.

                Esto no se obtiene sólo con ser cristiano, esto requiere una ascesis continua, en colaboración con el Espíritu; exige una contemplación de la Eucaristía va moldando el corazón; porque el Sacramento de la Eucaristía es el Sacramento de la Alianza, es el Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo inmolados por nosotros, es el Sacramento del Amor que se entrega y se da, es el Sacramento de la conformidad plena con la Voluntad del Padre en la oblación de su vida; y va poniendo dentro de nuestro corazón, y avivando cada vez más, las disposiciones que nos conforme y que estrechen día a día nuestra alianza perfecta.

                Exponemos en su momento más ampliamente que el modelo de esta Alianza, la primera que ha vivido esta Alianza, es la Virgen; y Ella interceda siempre por nosotros para que sea perfecto nuestra comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo en la fuerza del Espíritu Santo.