PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE VIDA INTERIOR. EL DON DEL ESPÍRITU

P. Luis Mª Mendizábal S.J

La vida nueva es vida de fe y de caridad, de amor. Es la vida real de cada día vivida a la luz de la fe, pero esa fe está dominada por el faro ardiente del corazón del Señor. La vida nueva de fe es llama también la vida según el Espíritu, la vida del Espíritu, vida espiritual. Y la aceptación de esta palabra “vida espiritual” no se identifica con la simple vida del alma, sino que se refiere al Espíritu Santo que es el alma de esta vida. Vivir en el Espíritu, en el Espíritu Santo, vivir según el Espíritu Santo, porque la vida de fe arranca del Espíritu que está en nosotros y la vida de amor arranca también de ese mismo Espíritu, ya que “la caridad se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5, 5).

                Cuando el Señor muere en la cruz, de su costado brota sangre y agua (Jn 19, 34), imagen del don del Espíritu y de la vida, “de su seno brotaran torrente de agua viva” (Jn 7, 38); y cuando ese Espíritu se nos comunica a nosotros, porque mirando creemos en el amor que se nos ha revelado en la muerte de Jesús, entonces ese Espíritu Santo se hace nuestro, es nuestro Espíritu Santo.

                Ahora bien, introducidos en la amistad con Dos por el Espíritu que se nos ha dado, somos colocados, como Adán en el Paraíso, en una nueva Creación. Podemos ver una réplica de aquellas primeras páginas del Génesis en nuestra vida cristiana, en el empeño de una nueva creación, puestos para custodiar y trabajar el Paraíso. Eso no es una ocurrencia poética, es lo que expresa el libro del Apocalipsis, es lo que expresa el mismo San Juan al describir la sangre y agua que brotan del costado de Cristo. El hombre está puesto ahora en el mundo –el cristiano, cada uno de nosotros- para realizar la nueva creación, para transformar el cosmos entero, pero ese cosmos entero se transforma por la fuerza de esa agua que es fecunda, que recorre la ciudad de Dios, que –como describe el Apocalipsis- “arranca del trono de Dios y del cordero”, va por todo el Arabá, por todo el camino árido del mundo y a su lado van surgiendo los arboles llenos de vegetación y de frutos, transformando la aridez del desierto en verdadero paraíso (Apoc 22, 1-2; Ez 47, 1-12).

                Esta es nuestra misión. Estamos hablando en esta Semana de Teología de la vida interior y construcción del mundo. Eso quiere decir que el Señor nos ha confiado, poniéndonos en medio de la tierra, ha confiado a la Iglesia y ha confiado a cada miembro de la Iglesia, la construcción del mundo como jardín, el jardín del mundo, hacer un mundo nuevo.

                Ahora bien, reflexionemos que cuando el Señor nos coloca en este mundo, esa agua –en estas imágenes, que todo son imágenes de una realidad humana y espiritual- esa agua no corre entre guijarros, esa agua corre por el corazón de los fieles, es el Espíritu que se da al corazón del fiel y esa es el agua que está sobre la tierra transformando el mundo. Quiere decir que el Espíritu llega a la aridez del mundo a través del corazón de los creyentes, a través de la Iglesia, de su acción sacramental, ciertamente, pero a través del corazón de los que tiene el Espíritu; que la Iglesia constituye ese rio, ese rio del Espíritu en medio del mundo; que la Iglesia es sacramento de salvación y cada uno de nosotros es parte de ese rio cuando es fiel al Espíritu. Y en torno a cada corazón transformado por el Espíritu surge un vergel, surge una transformación del mundo.

                Pero el paraíso de esta nueva creación no ha sido mantenido puro, como salió de las manos de Dios. El mundo que nos rodea está corrompido, la creación está corrompida, no en sí misma, pero está corrompida por el corazón del hombre que la ha desviado de su fin y nos encontramos con un mundo que es corrompido. Hablamos de las estructuras del mundo, hablamos de las estructuras injustas de este mundo; ése es el mundo que tenemos que transformar, ése es el paraíso en el cual el Señor nos coloca, pero es un paraíso que ha sido devastado por el hombre mismo. Nos encontramos los eriales y los zarzales, nos encontramos el desorden, esa es la verdad del mundo.

                Pero ahí hay que introducir el agua del Espíritu y tiene que ser introducida, a través de nuestra vida, la acción del Espíritu en medio de ese mundo, cuyas estructuras injustas proclamamos y debemos proclamar, pero no debemos olvidar nunca que las estructuras no son injustas por sí mismas, sino como expresión del corazón injusto, del corazón del hombre que se ha desviado de Dios. Y entonces la criatura está sujeta como con violencia al corazón desviado del hombre y está como arrancada de su camino, y en vez de ser una planta bella, una creación llena de vegetación y de frutos, se ha convertido en unos espinos desagradables porque está violentada por el pecado humano.

                Este es el mundo y la sociedad en la cual nos encontramos y ahí  somos colocados por el Señor. Estamos, pues, en este mundo para transformar el mundo y es misión nuestra no sólo salvarnos simplemente, no es sólo llegar un día a la visión de Dios, sino que tenemos una misión sobre la tierra y la Iglesia tiene una misión sobre la tierra que es la transformación de esta humanidad, es transformar las estructuras, pero a partir del corazón del hombre, transformando el corazón del hombre.

                Entonces tenemos dos pasos que hacer. En nosotros mismos, cuando se nos da el Espíritu somos colocados en medio de un jardín que es nuestra persona. Y cuando ya tenemos el Espíritu tiene que comenzar a trabajar en nosotros y nosotros debemos colaborar con El para transformar nuestra persona en un verdadero paraíso, para que aspire por nuestro huerto el Espíritu.

                Y luego tenemos que transformar la sociedad que nos rodea, tenemos que irradiar. No siempre es un proceso cronológico, no es que hasta que hayamos terminado la tarea en nosotros no podamos irradiar hacia fuera, porque entonces nos moriríamos sin haber irradiado; pero al mismo tiempo que cuidamos nuestro vergel, cuidamos el vergel de la humanidad y tenemos presente siempre ese horizonte, porque toda la acción nuestra de purificación se realiza siempre con un horizonte de salvación universal.

                Y ahí está nuestra tarea, transformar el corazón del hombre para que el corazón del hombre se exprese en una cultura nueva y realiza una creación nueva. No sólo el aspecto del progreso técnico admirable, sino que es lo humano de la técnica, que es la distribución de esos bienes, la ordenación de esos bienes, a la caridad y a la gloria de Dios y a la adoración y alabanza de Dios, la consagración de ese mundo: consagrar ese mundo, levantarlo en nuestras manos de sacerdotes que, ungidos por el Espíritu, participan del Sacerdocio de Cristo y en la Eucaristía levantan el mundo con Cristo al Padre; Cristo que recapitula un mundo que se ha ido transformando como fruto de la Redención del Señor.

Ahí tenemos la gran misión de lo que hemos de realizar. Y ¿cómo realizar este proyecto? Es obra del Espíritu Santo, es obra de Cristo glorioso. Debemos tener siempre muy claro en nuestra vida espiritual este aspecto. El que es jefe de la Iglesia es Cristo, el hombre Cristo Jesús glorificado, el hombre Cristo Jesús, verdadero Dios, verdadero Hijo de Dios, pero es el hombre Cristo Jesús, el mismo que caminaba por Galilea, el mismo que moría en la cruz, el mismo glorificado, es el que lleva la Iglesia, con su corazón humano, con sus ansias de Redención de su corazón humano, es el verdadero jardinero de este paraíso enviando la corriente del Espíritu y moviendo los corazones de cada uno de nosotros. Es, pues, Cristo resucitado vivo, de corazón palpitante, el jardinero del alma de cada uno de nosotros y el jardinero de la Iglesia y del mundo en el ansia de hacer un vergel, de hacer todo este mundo un verdadero paraíso, en cuanto es posible en este mundo, tendiendo siempre hacia la plenitud de ese paraíso, que sólo se consumará en la parusía.

                Cristo es, pues, el que lleva la Iglesia, el que lleva la vida de cada uno de nosotros. Pero ese Cristo, como última obra de su tiempo sobre la tierra, puso la iglesia, instituyó la Iglesia al pie de la cruz, simbolizada en María y Juan, a quienes dirige esa palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, fíjate bien, es tu hijo, y a él le dice: “Fíjate bien, es tu Madre” (Jn 19, 26-27). Ya hecho esto, vio Jesús que había terminado su obra sobre la tierra, porque María y Juan simbolizan la Iglesia, que queda como instrumento de Cristo glorioso sobre la tierra para llevar adelante esta nueva creación, la transformación del mundo, la salvación, el cumplimiento de la Redención.

                Y sólo quedaba a esa Iglesia darle el Espíritu Santo, y Jesús exclama: “Tengo sed” (Jn 19, 28), sed de dar el Espíritu a esa Iglesia, sed de que esa Iglesia esté llena, posea el Espíritu, para ser instrumento perfecto: verdadera Esposa mía, verdadera Eva-Madre de la vida, colaboradora mía en este paraíso que ha de formarse en el mundo. “E inclinando la cabeza, le dio su Espíritu, le entregó su Espíritu” (Jn 19, 30) como resultado de su muerte, de su Redención. Y entonces ya está instituida la Iglesia, que en el momento de Pentecostés recibe de manera solemne el Espíritu Santo y comienza esta inmensa tarea en la que cada uno de nosotros se integra para realizar la transformación de sí mismo y del mundo, en la fuerza del Espíritu que el Señor pone en nuestro corazón.

                Jesús quiere de cada uno de nosotros la colaboración, que consiste en realizar las actitudes suyas en su vida sobre la tierra. Notemos bien que Jesús es para nosotros modelo. La Iglesia tiene que vivir sobre la tierra las actitudes de Cristo cuando estaba sobre la tierra, pero las vive participando de las actitudes de Cristo glorioso ahora. Comprendemos que aquellas actitudes temporales de Cristo están permanentes en su oblación litúrgica del cielo, como también en su oblación del altar. Y cuando nosotros queremos imitar a Cristo, nunca es una imitación exterior, que no tendría valor si nosotros quedáramos en nuestro ser, y simplemente, por una simple imitación, tratáramos de asemejarnos de alguna manera; esa semejanza no obtendría valor eficaz para colaborar a la Redención, sería simple nuestra obra.

                No es así; la imitación de Cristo se realiza por la participación de las actitudes del mismo Cristo, que nos las transmite pro el Espíritu Santo y el Espíritu Santo nos hace participar las actitudes vivas de Cristo glorioso, pero nos las transmite a través de la contemplación del Cristo mortal, que ha de ser la materia de nuestra meditación y contemplación, pero sabiendo que al contemplarlas, Cristo glorioso es el que se comunica con nosotros y en su Espíritu nos hace participar de sus disposiciones reveladas en esos hechos del Evangelio. Y esta es nuestra vida y a esto nos lleva el Espíritu Santo.

                Jesús dice en el Evangelio de San Mateo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29) en un contexto de revelación: “Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los sencillos, a los humildes, a los despreciados como poco cultos, y las has escondido a lso que llevan la cabeza alta, gloriándose de ser inteligentes y conocedores de las Escrituras, así Padre, porque así te ha parecido mejor” (Mt 11, 25-26). Y dice enseguida: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quisiera revelar” (Mt 11, 27). Es el Hijo el que en sí revela al Padre; Cristo es revelación del Padre, “el que me ve a mí ve al Padre” (Jn 14, 9), y entonces añade: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrareis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29)

 “Aprended de mí”, quiere decir: si aprendéis de mí, conoceréis al Padre; “aprended de mí que soy yo manos y humilde de corazón”, quiere decir. Aprenden de mi la mansedumbre y humildad del corazón del Padre, el Padre es manos y humilde de corazón; aprended de mi a ser mansos y humildes de corazón, aprended de mí que soy maestro, al mismo tiempo manso y humilde, pero que os enseña la mansedumbre y la humildad de corazón.

Esta palabra de Jesús creo que hemos de entenderla en relación con su muerte en la cruz. No olvidemos que la lección fundamental del Maestro y la Revelación total la hace Jesús muriendo en la cruz por nosotros. Ahí es maestro, ahí se sintetiza y se alcanza la cumbre de toda la enseñanza de Jesús.

“Aprended de mí que soy manos y humilde de corazón”, no se refiere simplemente a que Jesús cuando hablaba con una persona la soportaba y era manso y humilde, sino que la cumbre de la mansedumbre y de la humildad de Cristo es su muerte en la cruz. “Aprended de mí”, esa mansedumbre y humildad de corazón es simplemente la misericordia de Dios. Aprended de mí mi amor misericordioso, aprended de mí que soy manso y humilde en la cruz; es la lección de la cruz, del amor de la cruz, la revelación de la cruz: “aprended de mí”.

Y ahí es donde revela el amor misericordioso del Padre, la mansedumbre y humildad del Padre, que espera, que ama, “aprended de mí”. Lo mismo que en el lavatorio de los pies le dice: “Me llamáis Maestro y Señor y decís bien porque lo soy, pues si yo Maestro y Señor os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Tampoco es simplemente la materialidad de lavar los pies; el lavatorio de los pies es símbolo de la Redención, de la inmolación de Cristo que da su sangre purificadora y la ofrece a cada hombre; y Él es Maestro y Señor dando su vida; la cruz es su cátedra, es su señorío. “Y aprended de mí”.

E inmediatamente dice: “Y sed vosotros también así, lavaos los pies los unos a los otros”, aprended esa misma disposición de mansedumbre y humildad de corazón, del corazón que se entrega sin límites, del corazón  que aguanta porque participa del corazón de Dios. San Juan lo resume diciendo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12) y esta es la revelación de ese amor: Cristo crucificado.

Pues bien, aquí tenemos la clave, el don del Espíritu nos lleva a aprender de Cristo, nos lleva a fijar nuestra mirada en el Señor, pero una mirada de fe, una mirada encendida de amor; no es simplemente imitamos, es que el Espíritu mismo internamente va modelando nuestro corazón según el corazón del Señor y nos comunica esas actitudes claves, fundamentales, del corazón ilimitadamente bueno, del corazón que es bueno siempre y con todos, ilimitadamente bueno, del corazón que cuida el vergel, del corazón de Cristo, el Redentor, que ansía la salvación del mundo y no sólo una simple salvación, así la reconstrucción de un mundo nuevo, de una sociedad nueva, en la que reine el corazón de Dios, que sea según el Espíritu, según el corazón de Cristo. Y  enseña a entregarnos con la misma oblación de Cristo; esta es la obra del Espíritu Santo en nuestro corazón. Un corazón así no lo puede hacer nuestra voluntad, es la tarea, el arte, del Espíritu Santo, que llega a hacer del erial de nuestras pasiones el vergel de la caridad.

Y cuando nuestra vida se convierte en vergel de la caridad, irradia y perfuma, y da luz, y es sal de la tierra y es luz del mundo. Y entonces es cuando esa agua fecunda va transformando en una familia entera, y luego la sociedad, el pueblo, y luego la Nación, y luego el mundo entero. Esta tarea la tenemos ante nuestros ojos.

Hemos de pedir a María, la que estaba en el Cenáculo implorando con los apóstoles la venida del Espíritu Santo (Hech 1, 14), que persevere junto a nosotros continuamente, pidiéndonos este don del Espíritu para vivir la vida de fe y la vida de amor. Y no olvidemos que el Sacramento de la Eucaristía es Sacramento de la fe, Misterio de fe, Sacramento de amor, Sacramento de caridad, Sacramento de comunión, de transmisión a nuestro corazón de ese mismo amor oblativo con el cual Cristo se entrega, se entrega en el amor a Dios y se entrega en el amor a los hermanos, a la construcción de ese cielo nuevo y esa tierra nueva (2 Pe 3, 13; Apoc 21, 1) que debe empezar en nuestra vida desde ahora.