PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE VIDA INTERIOR. VIDA DE FE

P. Luis Mª Mendizábal S.J

El Papa Juan Pablo II, al terminar el Año Santo de la Redención, insistía en una realidad que él mismo había subrayado repetidas veces: que la Redención de Cristo constituye una nueva creación, que la Redención de Cristo transmite al hombre una fuerza en el Espíritu Santo, una fuerza más moderna que el pecado, que la muerte, que el mal, y que es capaz de realizar la creación nueva, a través del corazón humano transformado. Esta fuerza nueva, que es el Espíritu Santo, que  se nos da por la Redención, nos lleva a vivir una vida de fe. Y vamos a tomar este tema de la vida de fe, que es la que constituye la creación nueva.

                Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás Apóstol, el apóstol que profesó la fe a través de la humanidad gloriosa, en la divinidad de Cristo: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28); y lo hizo pasando de la incredulidad a la fe y a la fe profunda; y vamos a hacerlo también nosotros reavivando la fe que existe dentro de nosotros y tratando de iluminar con ella nuestra vida real, nuestra vida diaria.

                La vida de fe no es un mundo imaginario. Quizás podemos tener frecuentemente la tentación de distinguir la vida real, diaria, de la vida de fe, como a veces sepamos la vida real de la vida espiritual, y no es así. La vida de fe es la vida real de cada día pero vivida a la luz de la fe, la vida de cada día. Diríamos la vida de cada día iluminada por la Eucaristía, la vida de cada día presidida en todo momento por la luz que irradia la hostia santa, es la vida real. Eso es importante, encuadrar nuestra vida real en las dimensiones de la fe y vivirla con la naturalidad y sencillez, y elegancia, que es propia de esa vida nueva, de esa vida de fe.

                Creen los estudiosos de los Evangelios que en San Lucas y San Juan los relatos de la Resurrección y apariciones de Jesús tienen sentido no sólo de confirmación de la fe en Cristo Resucitado, como el mismo que había vivido sobre la tierra en carne mortal, sino también de introducirnos y de alguna manera, describir la vida nueva, nuestra vida real con Cristo. Y así los dos evangelistas, Lucas y Juan, se alargan en escenas en las cuales se presenta la relación del hombre con Cristo Resucitado.

                Pues bien, si nos fijamos en el Evangelio de San Juan, en él aparece, en primer lugar, el grupo de los apóstoles encerrados en el Cenáculo, con las puertas y ventanas cerradas por miedo de los judíos. Diríamos que su postura de falta de fe les lleva a un aislamiento del mundo, a un encerrarse en sí mismos, con recuerdos, quizás, de lo que habían oído del Señor, quizás también con reflexiones y lamentaciones, pero les falta Cristo Resucitado vivo, que va a hacerles abrir las puertas y las ventas y va a introducir en ellos un movimiento contrario de irradiación que va a culminar en las misión de los apóstoles al mundo entero.

                Ese grupo de apóstoles encerrados significa, quizá para nosotros, un cristianismo de puertas y ventanas cerradas, donde falta la presencia viva de Cristo Resucitado, de corazón palpitante, que ilumina la existencia y nos é el sentido de la existencia.

                Entra Jesús, se pone en medio de ellos, les da la paz –esa condición esencial de la vida de fe- y les muestra sus manos y su costado (Jn 20, 19-20). Con lo cual significa, por una parte, su identidad –es el Crucificado, es el mismo- “Soy yo” (Lc 24, 29); pero al mismo tiempo, significa toda la riqueza de amor que vivifica la vida de fe. Toda la vida de fe está iluminada y está calentada por el corazón palpitante de Cristo, que es centro de esa  vida de fe. La vida de fe no es fría, la vida de fe es real y llena de amor, comunicadora de amor también, que infunde en el corazón del hombre el amor con que ha de vivir la vida real, a la luz de la fe, como expresión de amor y de caridad. “e inmediatamente se alegraron los discípulos viendo al Señor”. (Jn 20, 20)

                Hay una resistencia en Tomás, Tomás no estaba con ellos cuando vino el Señor, y Tomás muestra la postura del hombre que resiste a la fe que le viene transmitida a través de los que la han vivido, la han experimentado. Los otros apóstoles han experimentado la presencia del Señor, y él se resiste. Yo imagino que Tomás, sin duda ninguna, se presentaría como el hombre sincero, el hombre que exige pruebas, que tiene derecho a exigir pruebas, que no se fía de lo que le dicen. Es muchas veces la excusa de nuestra falta de fe. Se aduce como causa de esa falta de fe la exigencia de la razón y se acentúa en casi todos los incrédulos y agnósticos la honestidad y sinceridad de su actitud. Creo que esto es muy problemático. Tengamos bien claro que nunca la razón y el talento es obstáculo a la fe, nunca la falta de fe se apoya verdaderamente en exigencia de la razón, hay otras causas, pero nunca ésa.  Y la sinceridad, cacareada como exigencia, no es verdadera sinceridad, porque le falta algo que si fuera sinceridad tendría, que es la humildad. No hay sinceridad sin humildad, porque no hay sinceridad sin reconocimiento de la pequeñez del propio ser, no hay sinceridad sin reconocimiento de la limitación de sus propias posibilidades –verdadera sinceridad- y no hay una verdadera sinceridad que al mismo tiempo haga sentirse al hombre juez de Dios mismo y de los demás. Es compleja nuestra actitud, pero la disposición para aceptar la fe es la humildad. “Te alabo, Padre –dice el Señor- porque has revelado estas cosas a los sencillos y a los humildes y las has escondido a los que se las dan de inteligentes” (Mt 11, 25)

                La primera gracia de Dios no es la fe. En el orden espiritual debemos tener mucha atención a este fenómeno: que las comunicaciones de Dios son graduales, que las gracias de Dios son progresivas, que es imprudente pedir al Señor gracias superiores sin ir ascendiendo lentamente en la escala que va llevando a ellas. Y la primera gracia que Dios da no es la fe, sino que suele ser la humildad. Una humildad suficiente, que luego la fe hará más profunda, hará íntimamente cristiana; pero la acción de Dios suele manifestarse en esos caminos preparatorios de humildad. La humildad no es fruto del hombre, esa sinceridad humilde no es fruto del esfuerzo humano, no de la voluntad humana simplemente, sino que es fruto de la acción del Espíritu Santo, que va preparando el corazón para que de esta manera la gracia triunfe definitivamente en la fe.

                Cuando, a través de un milagro, el Señor complacido de él le abre los ojos –se le muestra- y le llama para que meta su mano en su costado, Tomás se acerca, avergonzado, e introduce su mano en el costado de Cristo. La literatura de la liturgia oriental, sobre todo, se maravilla de que al introducir esa mano en el corazón de Cristo no se hubiera quemado, al introducirla en aquel horno ardiente que es el pecho de Jesús, el corazón de Jesús, y canta a ese hogar de amor. Y entonces viene la exclamación “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28) y la rendición total a la fe y al amor; a la fe, que está centrada en el misterio del amor de Dios.

                Reflexionemos un poco sobre nosotros. La vida de fe, repito, es la vida diaria iluminada por la verdad, la vida diaria. La realidad es que cuando el Señor nos ilumina interiormente, cuando el Señor nos da esta gracia de la fe viva no nos saca de nuestra vida real sin más. Ello no es una exigencia de la fe; puede ser que en algún caso determinado la vivencia de la fe le lleve a uno a retirarse a una vida contemplativa. Es posible; pero no es por la simple exigencia de la fe, sino por la vocación personal de esa persona, que en caso mismo no se aleja de la vida del mundo, sino que sabe que es su aportación a la vida del mundo, sino que sabe que es su aportación a la vida del mundo y lo hace conscientemente de que está aportando algo muy fundamental a la vida del mundo. Pero la fe no nos arranca de la vida real, la fe nos da el sentido de la vida real. La fe no consiste como en un esfuerzo que Dios nos pida para creerle en algo que nos dice referente a cosas existentes en otros planetas, no son simples ejercicios de humillación de nuestra inteligencia, sino que es la realidad de nuestra relación personal con Dios.

                Nosotros con la razón nunca podemos llegar al mundo de la fe, nuca podemos llegar. Si yo conozco las cosas con los sentidos y con la razón que tengo, de ese conocimiento nunca deduciría que Dios me ama con amor personal, nunca deduciría que el Padre a enviado a su Hijo a morir por mí y por mis pecados, nunca podría deducirlo. Esto lo conozco porque el Señor me lo ha revelado. Y entonces, no me arranca de la vida real, me explica el sentido de la vida real, me hace entender cómo soy objeto de ese amor persona de amistad de Dios, ese amor misericordioso que me acorrala en todo momento de mi vida, que me persigue a través de todas las circunstancias; entonces comprendo que no sólo me amó cuando murió por mí, sino que me amó también cuando creó el mundo para mí y entonces veo ese amor en todas las cosas que me rodean, y entonces lo veo hasta en los sufrimientos, en las cruces; las entiendo a la luz de esa fe, porque  me ha revelado a su Hijo Jesucristo que me ha mostrado su amor muriendo en la cruz por mí y me ha mostrado ahí también su amor como Padre que entregó a su Hijo por mí y me da el Espíritu Santo.

                Y este es el contenido de la fe. Cuando nosotros nos movemos en el contenido de la fe, en sus elementos esenciales, que el Credo ha recogido como formulación eclesial, no solo son otra cosa que esto; creer que Dios es Padre, que ha creado el mundo por amor a sus hijos; creer que ha enviado a su Hijo Jesucristo, redentor, que ha muerto en la cruz por mí, que ha sido glorificado y que vive, que lleva adelante la obra de la Redención, que es el mismo que conduce a la Iglesia, y conduce cada alma y está cercano a cada alma con su corazón humano de Hijo de Dios; y creer que Él nos da el Espíritu Santificador, que Él nos santifica en nuestra vida, que Él nos da la gracia, que Él nos asiste, nos perdona los pecados y que va a llevar la santificación de nuestra persona hasta la resurrección de la carne, la obra suprema del Espíritu Santo.

                 Y ésta es la vida de fe, es la explicación de nuestra vida diaria. Estamos bajo el misterio del amor, es una vida de fe cuyo centro es el hogar del corazón de Cristo que refleja el corazón de Dios y que está cerca, palpitante, junto a cada uno de nosotros y que nos explica todo lo que llega hasta nuestra vida, hasta nuestra sensibilidad, aunque parezca en ciertos momentos oscurecerse. Esta es la vida de fe. La vida de fe no son montajes, la vida de fe no son utopías, la vida de fe es la explicación de la vida real.

                En algunos monumentos suelen hacer, o suelen aplicar, un método para explicarlos que es interesante. Las ruinas del Foro romano en Roma son ruinas que al verlas parece que son como muñones de cultura, y no las entiende uno cuando las ve así, pero en algunas de las tarjetas que se venden aparece la fotográfica de eso que los ojos ven, y luego hay un plástico que se sobrepone, en el cual se ve cómo era el monumento en tiempo de su esplendo. Entonces, con esa iluminación, con ese esplendor, se entiende el sentido de lo que queda en ese monumento.

                Pues bien, algo así me parece que se puede entender en la vida de fe. La vida de fe no niega nada de lo que los sentidos captan no es una huida o una negación; la vida de fe es un complemento iluminador, un complemento que es el que da el sentido; es esa, superación del corazón de Dios, esa superación de la cercanía de Cristo, esa superposición de la comunicación del Espíritu Santo, esa entrada de nuestra vida –con sus limitaciones, y a veces con sus aspectos poco estéticos para nosotros- dentro de lo que es el plan de la vida de Dios, nuestra vida escondida con Cristo en el Padre; es la vida de quien está ya admitido en la familia divina, el que vive ya desde ahora y ha sido introducido, no sólo a meter su mano en el corazón de Cristo, sino a poner su vida en la casa de Dios. “En casa de mi Padre hay muchas moradas, voy a prepararos un sitio –dice el Señor en Evangelio de San Juan- y cuando os lo haya buscado ese sitio y os lo haya preparado, volveré a vosotros y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3).

                No es sólo el momento de nuestra muerte. Tenemos que estar en Él ahora; estamos llamados a vivir en Él ahora, pero no arrancados de nuestra vida real, sino vivir la vida real,  vivir nuestra cultura concreta desde el corazón de Dios; porque el cristiano vive en el corazón de Dios como en su propia casa, en su casa. Nuestra casa está ahí y por eso vivimos en medio del mundo con un estilo nuevo, con un estilo que viene de Dios, que es participación del corazón de Dios, que no es sólo una deducción de razón, que es una riqueza interior comunicada a nosotros y que nos da desde dentro una participación de las actitudes mismas de Cristo.

                Por eso, la vida de fe, en primer lugar, es una vida luminosa. Frecuentemente hablamos que la vida de fe es oscura. Creo que tendríamos que matizarlo. La vida de fe es luminosa, si es luminoso que Dios es mi Padre, si es luminoso que Cristo en la Eucaristía está vivo y palpitante para acompañarnos en nuestro caminar de la tierra, si es luminoso que la Virgen es nuestra Madre, si es luminoso que estamos llamados a vivir en la familia de Dios. Todo es luminoso; se oscurece cuando queremos captarlo con la luz de la razón, se oscurece cuando en determinados momentos de nuestro estado afectivo en que sufrimos, permitimos que nuestra visión de fe se nos venga abajo.  Entonces no vivimos de fe, y es importante habituarnos a vivir siempre de fe. La fe es razonable pero no es simple discurso de razón; es matar al hombre, reducirlo al mecanismo de su razón, el hombre es mucho más que el mecanismo de su razón.

                Esta vida de fe no sólo es luminosa, esta vida de fe es elegante y es una característica de la vida espiritual. Es elegante porque es participación de la vida de Dios y Dios es elegante, no con una cierta elegancia relamida. Es elegancia y en la vida de fe y en la vida espiritual se valoriza la elegancia, como en esas pruebas atléticas en que se puntúa no sólo la distancia, sino la elegancia con que uno ha saltado. En toda nuestra vida se puntúa esa elegancia de la fe. El alma de fe participa de la elegancia de Dios.

                Ejemplo con el cual quiero terminar es el “buen ladrón”. Es un caso bien llamativo de la elegancia de la vida de fe. Aquel hombre criminal, que reconoce que es ajusticiado justamente, ese hombre, cuando es tocado por el corazón de Dios en Cristo y cuando cruza su mirada con la mirada de amor del crucificado y se transforma, con la mayor sencillez –que es lo propio de la verdadera elegancia- se dirige a su compañero, no le reprende, diríamos que humanamente lo que lógicamente saldría de aquella boca a borbotones era simplemente quejarse de él, insultarlo. Nada de eso. “Ni tú temes al Señor estando como estás en el mismo suplicio” (Lc 23, 40) no le reprende, le conduce se admira: “ni tú temes al Señor”. Y luego, con qué elegancia pasa a sí mismo: “Y nosotros padecemos lo que hemos merecido” (Lc 23, 41); pero ni aun aquí se detiene, dando vueltas a su pensamiento y contando sus crímenes, sino que salta al corazón de Cristo: “Pero, éste, ¿qué mal ha hecho?” (Lc 23, 42); es la admiración, y últimamente el abandonarse a Él: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino” (Lc 23, 42). Es la elegancia del convertido; en su primer momento ya participa él dentro de su corazón del corazón y de la elegancia de Dios y sabe hacerlo con esa naturalidad, como si no se tratase de los momentos más trascendentales de su vida, con una sencillez, sin angustias, sin complejos, sino abandonándose al amor del Señor.

                Tenemos que aprender ese estilo de vida. No es algo que se aprende simplemente por una catalogación de postura a seguir, sino que se aprende dejándonos empapar por la vida de fe verdadera, por la verdad del amor creador y redentor de Dios para con nosotros y por esa riqueza del Espíritu Santo, que es el que tiene que hacer que no solo creamos sino que vivamos nuestra de, que vivamos el amor del Padre, que vivamos la hermandad de Cristo y que vivamos la iluminación y plenitud del Espíritu Santo.  Que la Virgen nos lo conceda para que seamos de veras fieles hijos de aquella Madre que supo entender como nadie el corazón de Dios.