«PAX ET RECONCILIATIO NOSTRA»
III.
LA IGLESIA DE CRISTO, SACRAMENTO DE CARIDAD Y DE ESPERANZA
Lo que se nos ofrece a nosotros, y lo que nosotros hemos de ofrecer al mundo es Cristo, nuestra esperanza como realización del amor y de la misericordia de Dios. Todos los encuentros de Cristo que nos narra el Evangelio son promesa de esperanza: Cristo dice a Nicodemo: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Y a Zaqueo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 9-10). Y a la adúltera: Tampoco yo te condeno, vete y en adelante no peques más (Jn 8, 11). Y a María, la hermana de Lázaro: Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto? (Jn 11, 25-26); y así continuamente en su paso por nuestro mundo. Sólo Él nos da a comprender con toda verdad lo que son y tienen que ser el amor y la esperanza en nuestra vida. Si el combate es difícil, no es de ninguna manera porque el mal sea más fuerte que Dios o imposible de vencer, sino porque nuestro corazón humano no quiere dejarse aleccionar y no se arroja con fe a vivir de la palabra y de la vida de Cristo.
Cristo es mensajero del gozo: Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado (Jn 15, 11). Todo el Nuevo Testamento nos invita a este gozo que brota de la conciencia de saberse queridos, salvados, esperados para darnos una herencia que es nuestra felicidad segura. En las Bienaventuranzas, que encierran lo que ha de ser la vida del cristiano, irrumpe una realidad sagrada y sublime, estalla una gozosa plenitud. El hombre tiene que abrir su corazón y su mente, tiene que liberarse de lo que le ata a su egoísmo y exigencias puramente materialistas y terrenas. Lo que toca y palpa no es lo único y esencial; ni tampoco él se basta a sí mismo. Las Bienaventuranzas, «los que se escandalizan no son los únicos que las interpretan mal. Les acompañan los que reflexionan poco y, encontrándolas naturales, las aceptan sin vivirlas espiritualmente; los mediocres, que pretenden en-cubrir su propia debilidad subrayando las exigencias impuestas por las Bienaventuranzas; los mezquinos beatos, que, so pretexto de religiosidad, desprecian los valores del mundo. El único que interpreta rectamente estas palabras es aquél que conserva serenamente las ideas que se ha formado acerca de cuanto es grande en el mundo, pero que comprende, al mismo tiempo, que todo es pequeño, impuro y decadente ante todo lo que viene del cielo”. Bienaventurados, bienaventurados… Cristo lo repite, porque Él sabe de ver-dad dónde está el gozo, la alegría y la bienaventuranza del ser humano: Os dejo la paz, os doy mi paz; no os la doy como la da el mundo… ¡Ay de vosotros, los ricos!; porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!; porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!; porque tendréis aflicción y llanto. ¡Ay, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!; porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas (Lc 6, 24-26). Yo -repito las palabras del Señor-, os dejo la paz, os doy mi paz, no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde (Jn 14, 27). La paz y la bienaventuranza de que Cristo nos habla son posteriores a la lucha. Él quiere que destruyamos la paz que emana de la conformidad del mundo con-sigo mismo, de los egoísmos satisfechos, de los corazones embotados. El mundo pretende bastarse a sí mismo y así nunca encontrará la paz. Dios es el Dios de la paz porque es el Dios de la ver-dadera liberación y de la bondad. Dios no es un Dios de confusión, sino de paz (1 Cor 14, 33).
Cristo es la gran realidad de la vida y nuestra esperanza. Tenemos que vivir alegres con la alegría del Señor Resucitado. Su reino es reino de justicia, de verdad, de paz y de amor. Soy el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades (Ap 1, 17-18). Ya vive en la eternidad, pero todo cuanto ha sucedido está en Él.
Parece como si los hombres pudieran hacer lo que es contrario a la voluntad de Dios, y que la historia obedece exclusiva-mente a su voluntad autónoma. Pero el Señor sigue siendo el Señor de la Historia y vela por ella. Nos sabe y nos conoce, su vara y su cayado nos confortan. Siempre es y será el Buen Pastor. ¡Qué grandeza la imagen del Señor muerto y resucitado que se nos da en el Apocalipsis! Cristo, que todo lo sostiene, lo gobierna, que abre lo secreto, que reconcilia todas las cosas en Dios, que manifiesta su potencia y serenidad. Todo sucede allí bajo la mirada de Dios. Sólo el Cordero puede abrir y cerrar el libro de la vida. Se palpa y respira la adoración de la humanidad abierta a Dios, reconociéndole como el Único que realmente existe. La figura del Señor es tan grande que rebasa todos los límites. Existe antes de to-do y es anterior a todo; Primogénito antes de toda creación. Cristo es la mano creadora del Padre. Al leer el Apocalipsis parece que escuchamos la voz del Señor: Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a Ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los que me has dado sacándolos del mundo. Tuyos eran y Tú me los has dado; han guardado tu Palabra. Ahora saben ya que todo lo que me has dado viene de Ti; porque yo les he comunicado lo que Tú me comunicaste (Jn 17, 5). Cristo no nos ha enseñado una verdad, sino que Él es la verdad que atrae y cobija todo sobre sí. Es necesario orar, orar mucho, mucha oración personal que nos empapa en toda esta esperanza y en todo este amor de Dios. Ir haciendo nuestra esa riqueza inmensa del Nuevo Testamento, meditar y leer con los ojos puestos en Cristo toda la espera del Antiguo. Sólo la oración esponjará nuestra alma en el gozo y la alegría del Señor, en ella se recuperan las fuerzas, se tonifica el corazón. Adoremos al Señor. Un hombre adorando con todo su ser es la máxima expresión de grandeza humana, porque el hombre al inclinarse así ante Dios está en la ver-dad y en la libertad.
Cristo es nuestra paz, porque nos transmite su Espíritu, es nuestra paz porque es nuestra reconciliación, nuestro bien, nuestra plenitud. El cristiano es el hombre de la esperanza y del amor. Esto es una gran realidad y sólo en la medida en que vivamos de ello estaremos en la verdad. Y en la medida en que tengamos actitudes derrotistas, nos estamos haciendo incapaces de llevar a Dios a un mundo que le necesita y le busca mucho más de lo que pensamos. El cristiano es hombre de esperanza, porque su auténtica alegría no puede ser fruto de lo que hoy es y mañana desaparece. Su alegría nace del interior y no es consecuencia del éxito o del bienestar. Cuando el Evangelio nos narra las tentaciones de Cristo en el desierto nos está poniendo de manifiesto la total carencia de importancia que tiene para Cristo el bienestar material, el éxito o el triunfo. Cristo transforma los corazones para que en su interior aniden la bondad y la verdad, no transforma las piedras en panes. ¡Qué poco sería el hombre si sólo fuera su éxito, su triunfo, su alegría externa, su satisfacción ante el bienestar! Somos mucho más que todo eso. Nuestro ser interior no tiene que estar a merced de circunstancias buenas o adversas, de las opiniones, de los juicios e interpretaciones. Nuestro ser está en la verdad interna de la vida, en ese «hacer pie» en nosotros mismos, que es la realidad de nuestra intimidad, verdad, libertad, responsabilidad, en nuestro ser de hijos de Dios.
Cuando miramos al Corazón de Jesús, dentro de todo este contexto del que venimos hablando, miramos el signo del misterio que rige y abarca nuestra vida: interioridad, unidad, expiación, salvación, misericordia, esperanza, amor. Él ha de habitar por la fe en nuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podamos comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que nos vayamos llenando hasta la total plenitud de Dios (Ef. 3, 17-19). Éste es el Hombre-Dios que de verdad nos ha amado, que no ha escamotea-do dolor, sufrimiento ni muerte, que todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta (1 Cor 13, 7).
La paz y la alegría que produce esta esperanza, encuentra su sentido exacto en la idea de Providencia: todo coopera al bien de los que sirven a Dios. La Providencia consiste en que Dios nos ama y nos salva y nosotros creemos y esperamos en ese amor y salvación buscándole en todo y por encima de todo. El Señor aceptó lo que le aconteció, con la conciencia de que todo estaba enviado por el Padre y Él quería cumplir su voluntad. Todo en su vida, muerte y resurrección se convirtió en medio y expresión de amor a Dios y a los hombres. Guardini insiste constantemente en sus libros en la idea de la Providencia, que él la hace arrancar de las palabras de Cristo: Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura (Mt 6, 33). Palabras que son la puesta en marcha de la acción. El Señor nos viene ha-blando en los versículos anteriores al citado, del amor y del cuidado que Dios tiene sobre nosotros; si a las aves del cielo y a las hierbas del campo así cuida, mucho más a nosotros que somos hijos suyos; ya sabe nuestro Padre todo lo que necesitamos. Y acaba con esas palabras: Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. La Providencia tiene lugar en la medida en que el hombre busca el Reino de Dios, y precisa-mente antes que nada porque a esa luz lo verá todo. El hombre entra así en una nueva relación que le hace situarse en la perspectiva de la fe y de la esperanza.
Desde un punto de vista externo ocurren las mismas cosas en la vida de los hombres, están en parecidos ambientes y situaciones; pero no desde su interior y, por tanto, desde la respuesta que dan. Todo lo que nos sucede tiene su punto cumbre en el corazón del hombre, en su interioridad, como hemos venido diciendo. No perciben los mismos intereses, ni las mismas impresiones el sociólogo, el artista, el empresario, el contemplativo. La disposición de cada uno realiza una selección: unas se aceptan, de otras se prescinde, se determina cuáles son las más importantes ante las que hay que sacrificar lo que sea. También las dificultades, los contra-tiempos, los sufrimientos actúan de diferente forma en las personas. En fin, esto ocurre en todos los niveles; no tiene la misma idea de la vida el que sólo anhela satisfacer sus intereses y miras personales que el que ha hecho de la suya una entrega y un servicio a los demás, no pueden ver la misma significación a lo que sucede, no pueden darle el mismo sentido, ni vivirlo de la misma forma. La vida no se configura desde fuera, sino que nos la configuramos cada uno de nosotros desde dentro; por eso sucede que, según sea nuestro interior, así vemos las cosas. Hacemos una estructura de la vida de índole tan peculiar y personal que es también la estructura de nuestro destino.
Así, la Providencia (dice Guardini) tiene lugar en la medida en que el hombre busca el Reino de Dios. Surge del corazón de Dios hacia el hombre que se abre a su promesa y cree en su palabra por encima de todo. Entra en un acuerdo con Dios, como Cristo hizo con la voluntad del Padre, hacia el que orienta su destino. La libertad del hombre se enlaza con lo que Dios quiere y surge un mundo nuevo (la criatura nueva, el hombre nuevo del que habla San Pablo), el Reino de Dios. Dios actúa en todas partes, pero de un modo creativo distinto a través de la libertad del hombre, de su corazón, de sus intenciones. Ésta es la nueva creación, el acuerdo entre la voluntad de Dios y la libertad del hombre. Y realmente en torno a estas personas surge una nueva forma de vida, en ella no rige la violencia, ni el desconcierto, ni el egoísmo, ni la necesidad, ni cualquier otra cosa en la que podamos pensar; rige la Providencia, que es amor a la voluntad de Dios y esperanza firme en Cristo; se ha hecho el Reino de Dios.
La Iglesia, la de siempre, la de hoy y la de ayer, es el sacramento de Jesucristo, y por esto es sacramento de caridad y de esperanza. Amemos a la Iglesia como donación hecha por Cristo por el misterio divino que nos comunica el perdón que siempre nos ofrece, la vida interior que nos descubre. Ya sabemos, como dice el Concilio Vaticano II, que peregrina entre luces y sombras, pero estas sombras ¿no son precisamente las sombras de nuestro corazón, del corazón humano que lucha para que venga a él el Reino de Dios? Deseemos ardientemente, querámoslo y hagamos cada uno lo que esté de nuestra parte para que el ministerio sacerdotal sea realmente lo que Cristo y la Iglesia esperan de él; un misterio de salvación lleno de la fe y de la esperanza que alegran el corazón humano, y vivido en la más sincera caridad hacia Dios y hacia los hombres.
CONCLUSIÓN
Resumiría todo cuanto he dicho en las siguientes proposiciones:
1ª. El Año Santo se propone alcanzar un doble objetivo, que no es nuevo, sino permanente, ofrecido a todo el que cree en el Evangelio: renovación interior y reconciliación con Dios y con los hombres. Al fin y al cabo éste ha sido también el programa del Concilio Vaticano II.
2ª. De esta renovación hasta las raíces y de esta reconciliación tan exigente, el hombre es incapaz si no tiene dentro de sí una fuerza que no es de este mundo. Pero precisamente es lo que tiene como cristiano, una fuerza, una vida nueva dada por el amor de Dios Padre, manifestada en el Hijo Encarnado, continuamente vivificada por el Espíritu Santo. El símbolo de esta acción trinitaria, que es fuerza y vida, está y reside en el Corazón de Cristo, que por lo mismo merece ser amado y adorado. La Iglesia, con su pa-labra, sus sacramentos y su acción pastoral, no tiene otra misión más que facilitarnos la cercanía de Dios, dándonos la filiación di-vina por medio de Jesucristo.
3ª. Esta incorporación nuestra a la vida divina en el misterio de su amor nos ofrece, como dones del Espíritu Santo, el gozo y la esperanza, indispensables para vivir en la paz y para poder comunicarla a los hombres con fidelidad al Evangelio, puesto que no se trata de la paz que da el mundo, sino de la que Él, Jesús, nos ha dejado.
4ª. Siendo esta paz un don del Corazón de Cristo Redentor, y dado que nuestra misión es ofrecer al mundo esa paz como fruto de la vida divina, encontraremos nuestra identidad sacerdotal precisamente en su Corazón, por lo cual nuestra acción pastoral en el Año Santo y siempre no podrá prescindir del culto y la devoción, es decir, del amor al Sagrado Corazón de Jesús.
5ª. He ahí por qué el mensaje de Paray-le-Monial tiene re-novada actualidad. Porque nunca se podrá amar dignamente al Corazón de Cristo sin encontrarnos dentro de Él con la imperiosa exigencia divina de amar a los hombres como hermanos. Toda la inspiración interna de la Gaudium et Spes se nutre de un alimento único, amor al mundo para llevarle a su plenitud, la salvación en Cristo de las personas y las cosas creadas.
6ª. En esta acción pastoral de amor al mundo tenemos que ser humildes y pobres ofreciendo lo que cada uno podamos cada día con esperanza y con amor, empezando por amar a la propia Iglesia Santa de Cristo y a todo cuanto ella nos enseña, porque de lo contrario no habrá paz ni reconciliación interior en el seno de la Iglesia, y si no la hay en la Iglesia mal podremos conseguirla en el corazón del mundo. El mensaje de Paray-le-Monial nos habla de sacrificio personal, de vida individual comprometida, de reparación propia, de dedicación total de nuestros afectos, de oblación plena de cada uno de nosotros, sin lo cual la continua apelación a la reforma de las estructuras, las denuncias proféticas, las increpaciones contra las injusticias sociales, etcétera -siendo, como pue-den ser, necesarias-, corren el riesgo de reducirse a reivindicaciones sin amor, a acusaciones demagógicas, o a un mero combate terrestre sin trascendencia evangélica.
7ª. Pueden cambiar el lenguaje y determinadas expresiones, pero no el contenido sustancial de un culto y una devoción que cuenta con tres siglos de existencia y ha sido mil veces bendecida por la Iglesia, porque sus raíces fundamentales pertenecen al mismo Evangelio. Depuradas las expresiones en lo que deben depurarse, pensemos que, si se ama a Cristo, en el amor se encontrará gozo y consuelo, y Cristo fue el primero que en su existencia terrestre ofreció su amistad y la dulce mansedumbre de su Corazón a lo largo de la Iglesia, en la que Él vive, y puede el Señor renovar sus dones para aliviar las almas fatigadas de los hombres. Serán la propia Iglesia con su Magisterio y la santidad ejemplar de los instrumentos elegidos quienes nos garanticen la fiabilidad de la pro-mesa renovada.
8ª. Lo más triste que nos podría suceder es que en el Año Santo no nos atreviéramos a hablar de santidad, quiero decir: que por miedo o respeto humano ante la contestación, dejáramos que se pierda en la penumbra del olvido y las incomprensiones una devoción que el pueblo necesita. Necesita ésta y otras que la Iglesia ha aprobado. La religión de Jesús no es sólo para pequeños grupos, es para el pueblo, para la masa inmensa de los creyentes o de los que a tientas buscan a Dios. Es la muchedumbre de los pobres que no tienen otro consuelo más que el de sentir confianza en un Dios que les ama. Somos nosotros los responsables de presentar debidamente y con toda dignidad los caracteres y exigencias de esta devoción. Y a lo que no tenemos derecho nunca es a privar al pueblo de algo que para el pueblo ha sido instituido o aprobado. Mal servicio prestaremos al ecumenismo si disimulamos o encubrimos de manera vergonzante nuestras propias creencias. Como igualmente dejaríamos de ayudar a la juventud si nos limitamos a decir que los jóvenes de hoy son así, de éste o de otro modo, en una simple constatación sociológica. Es necesario decirles también cómo deben ser, con paciencia, sin arrogancia, pero con la clara firmeza de quien ofrece convicciones que nacen del Evangelio del Señor. Así obró Jesús con los jóvenes y con los adultos. Unos y otros estaban entre los que le oyeron predicar las bienaventuranzas. Les pedía todo, y apenas exigía nada para dejarles acercarse a Él. A cada paso nos dice el Evangelio: con ocasión de un gran concurso de gentes, habiéndose reunido una gran muchedumbre, etc. Él buscaba al pueblo y a todos predicaba, y después vendría la transformación de las conciencias que habían recibido la semilla en tierra buena. Era su Corazón redentor el que obraba así. Y lo mismo sigue obrando hoy el adorable y bendito Corazón de Jesús.
Cardenal D. Marcelo González Martín