SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. Escritos espirituales (XII)

NOTAS ESPIRITUALES

Posteriores a este Retiro (1674-76)

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a) Año 1674

1.- Combate espiritual

Es cosa extraña de veras cuántos enemigos hay que combatir desde el momento en que se forma la resolución de hacerse santo. Parece que todo se desencadena: el demonio con sus artificios, el mundo con sus atractivos, la naturaleza con la resistencia que opone a nuestros buenos deseos, las alabanzas de los buenos, la crítica de los malos, las solicitaciones de los tibios. Si Dios nos visita, es de temer la vanidad; si se retira, la timidez, la desesperación puede suceder al mayor fervor. Nuestros amigos nos tientan por la complacencia que tenemos costumbre de tener con ellos; los indiferentes por el temor de desagradarles. Es de temer la indiscreción en el fervor; la sensualidad en la moderación, y el amor propio en todo. ¿Qué hacer, pues? «Nadie hay que combata en nuestro favor, sino Vos, Dios nuestro». «No sabiendo lo que debemos hacer, no nos queda otro remedio que dirigir a Vos nuestra mirada». (2 Cro 20, 12)

Sobre todo, no consistiendo la santidad en ser fiel un día o un año, sino en perseverar y crecer hasta la muerte, es necesario que Dios nos sirva de escudo, pero de un escudo que nos rodee, porque de todas parte nos atacan. «Te rodeará con un escudo». (Salmo 90, 5). Es necesario que Dios lo haga todo.

¡Tanto mejor! No hay que temer que falte en nada. En cuanto a nosotros, no tenemos que hacer sino reconocer bien nuestra impotencia y ser fervorosos y constantes en pedir socorro por la intercesión de María, a quien Dios nada rehúsa; pero ni esto mismo lo podemos nosotros, sino con una gran gracia, o mejor, con muchas grandes gracias de Dios.

2.- Tentaciones de vanagloria

Me parece siento un poco más de fuerza por la infinita misericordia de Dios contra las tentaciones de vanagloria. Los mismos objetos se presentan, pero con menos fuerza y no me hacen ya tanta impresión. Empiezan a cansarme y me parecen menos encantadores; las razones que hacen ver su vanidad me persuaden mucho mejor que antes.

Esto sucede, sobre todo, desde que hice un sincero propósito de renunciar enteramente a ella por un camino en extremo eficaz e infalible; la resolución la formé en mi espíritu y la hubiese puesto en práctica, con la gracia de Dios, desde el día siguiente si, como lo había previsto, no se me hubiese hecho conocer que no debía esperar conseguir el permiso de realizarlo.

«¿Cuándo me irá bien sin Él, o cuándo me irá mal con Él?» (Kempis, III, 59)

3.- Oración y humildad

Cuando se siente en la oración cierta inquietud y se nos hace el tiempo largo, por la impaciencia que se tiene de pasar a otra ocupación, podemos decirnos provechosamente a nosotros mismos: ¡Y qué!; alma mía. ¿Te aburres con tu Dios? ¿No estás contenta con Él? ¿Lo posees y buscas otra cosa? ¿Dónde te encontrarás mejor que en su compañía? ¿De dónde podrás sacar mayor provecho? He experimentado que esto calma el espíritu y une a Dios.

Como la perfección consiste en buscar en todo agradar a Dios y no agradar más que a Él, me he convencido con mayor firmeza que de ordinario, de que no hay que vacilar en las ocasiones en que podemos agradar a Dios, aunque sea desagradando a los hombres, y adquirir alguna estima de Él, aunque sea perdiendo algo de la que los hombres tienen de nosotros.

Por esto he resuelto no vacilar en las ocasiones que se presentarán de humillarme y hacer que los hombres me conozcan tal y como soy y he sido. No me costará mucho trabajo, si Dios me hace la gracia de recordar que, mientras menos me estimen los hombres, más me estimará Dios, y de que sólo quiero agradar a Él. Aunque pasase por un criminal y esta reputación no aumentara mis méritos, debería mirarla yo como cosa indiferente, pues no es con los hombres con quienes quiero hacer fortuna; pero si esto me hace adelantar delante de Dios, debo considerarlo como un gran bien.

4.- Cuán noble es servir a Dios

He comprendido también que es una gran dicha ser todo de Dios, considerando su grandeza infinita. Dios nos honra mucho llamándonos a la santidad. He comprendido esto, haciendo comparación de un Rey que escoge a uno de sus súbditos para ser únicamente suyo y no quiere que preste a nadie ningún servicio más que a su propia persona; que desea poseer toda su amistad, sobre todo si es un Príncipe de mérito relevante.

Se ama al Rey aunque nunca se le haya visto ni se le haya de ver jamás, aunque él no nos ame, aunque ignore nuestros sentimientos, aunque no nos conozca y aunque, caso de conocernos, ningún caso hubiera de hacer de nosotros. Y a Dios, a quien no vemos, es verdad, pero a quien veremos eternamente; que nos ve, que nos ama, que nos hace bien, que es testigo de todos nuestros pensamientos, ¿no podemos amarle? -¡Es que el Rey es nuestro dueño!- ¿Y no lo es Dios, además de ser nuestro criador y nuestro Padre, etc.?

Si Dios reina en nosotros, todo le obedecerá, todo se hará al menor de sus mandatos, nada se hará sino según sus órdenes. Además, procuraremos agradarle en todo, estudiaremos sus inclinaciones, nos adelantaremos a sus deseos, haremos siempre y en todo lo que creamos ser más de su gusto. Estas son las dos cosas con que tenemos más cuenta respecto de los Reyes: una sumisión ciega, y una extremada condescendencia. Es, pues, necesario hacer lo que agrada a Dios y lo que más le agrada.

5.- Fidelidad a la gracia

La gracia de Dios es una semilla que es necesario no ahogar, pero que también es preciso no exponerla demasiado. Es necesario fomentarla en el corazón y no mostrarla demasiado a los ojos de los hombres.

Hay dos clases de gracias, pequeñas en apariencia, pero de las cuales puede, sin embargo, depender nuestra perfección y nuestra salvación:

1º. Una luz que nos descubre una verdad. Es necesario recogerla cuidadosamente y procurar que no se extinga por culpa nuestra; hay que servirse de ella como regla de nuestras acciones, ver a qué nos lleva, etc.

2º. Una moción que nos induce a hacer algún acto de virtud en ciertas ocasiones. Es preciso ser fiel a estas mociones, porque esta fidelidad es a veces el nudo de nuestra felicidad.

Una mortificación que Dios nos inspira en ciertas circunstancias. Si escuchamos su voz producirá, tal vez en nosotros, grandes frutos y la santidad; y si, por el contrario, despreciamos esta pequeña gracia, podría tener funestas consecuencias, como sucede a veces con los favoritos que caen en desgracia por no haber complacido a su Rey en cosas muy pequeñas.

6.- Amor a la Cruz

Habiendo sufrido con pena una pequeña mortificación que no esperaba, he sentido con gran confusión, conociendo el poco amor que profeso a la Cruz; de suerte que me da lugar a creer que todos los deseos que en diferentes ocasiones he sentido de sufrir dolores y humillaciones, han sido deseos aparentes, o al menos que yo he visto en esos males alguna otra cosa que a Dios y la cruz de Jesucristo.

A esta confusión, nuestro Señor, continuando su costumbre por su misericordia infinita de tomar ocasión de mis propias ingratitudes para hacerme nuevas gracias, nuestro Señor, digo, ha hecho seguir a esta confusión una luz que me ha hecho comprender que el amor a la Cruz es el primer paso que hay que dar para serle agradable; que estoy todavía en los comienzos, puesto que estoy tan lejos de los sentimientos de los Santos, que se regocijaban en las ocasiones que Dios les enviaba de sufrir.

¡Qué cobardía; delante del Señor recibir refunfuñando una pequeña mortificación que nos presenta! Todos estos pensamientos han producido en mí no sé yo qué fuerza que antes no tenía, para sufrir todo lo que se presente y aun para buscar lo que no se presente. Me parece que esto me ha curado de no sé qué timidez, de cierta delicadeza que me hacía temer, entre otras cosas, el rigor de las estaciones y desear ciertos alivios, sin los que se puede uno pasar sin gran peligro. ¡Alabada sea eternamente la bondad infinita de mi Dios, que lejos de castigarme como merecía por mis faltas, me hace encontrar en ellas tan grandes tesoros de gracias!

7.- Día de San Andrés (30 de noviembre de 1674)

O bona Crux! Me he sentido muy conmovido al ver a este santo prosternarse súbitamente a la vista de la Cruz, no poder contener su alegría y hacerla estallar con estas palabras tan apasionadas:

Bona, útil, honrosa, agradable; la Cruz es todo su bien, es el único bien que le conmueve.

Diu desiderata. «Hace largo tiempo deseada». No solamente la deseaba, sino que la deseaba con ardor, por lo que se le hacía largo el tiempo.

Diu sollicite amata. «Hace mucho tiempo solícitamente amada». El amor no puede estar sin cuidado; este santo buscaba la Cruz con la diligencia y con el temor de un hombre que teme no encontrarla, que no puede encontrarla bastante pronto. Diríase que ha encontrado un tesoro al encontrarla, y los transportes a que se entrega son los de un amante poseído de su amor extremado.

Sine intermissione quaesita. «Buscada sin descanso». He aquí nuestra Regla, y por ella fue por lo que mereció él encontrarla.

Et aliquando. «Y por fin». Esta palabra demuestra un gran deseo: necesario era que amase mucho a Jesucristo para encontrar tanto placer en la Cruz.

Muchas veces amamos a los hombres por los bienes que poseen; pero amar sus miserias por amor de ellos mismos es cosa inaudita; y maravilla será si no se les aborrece a causa de sus miserias. «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por su amigos» (Jn 15, 13). Pero hay grados en este sacrificio; pues morir con esta alegría, con esta diligencia, es un amor incomparable. ¡Qué fe!

8.- Día de San Francisco Xavier (3 de diciembre 1674)

Este santo hablaba de Dios en todas partes y con toda clase de personas. Su primer pensamiento, en cualquier parte que se encontrase, era: ¿Qué servicio puedo prestar a mi prójimo?

Hay mil ocasiones en que poder llevar los hombres a Dios, y a menudo, se consigue mejor que con la predicación; nadie hablaba con Berchmans que no saliese todo inflamado. Tengamos al menos ese celo los unos por los otros. ¿De qué hablamos con los seglares? En nuestras recreaciones, ¿hablamos como jesuitas? Hablo poco de Vos, oh Dios mío; es que pienso poco en Vos, porque apenas os amo nada.

Podemos llevar los hombres a Dios por el ejemplo, como San Juan Berchmans, San Luis Gonzaga y San Alfonso Rodríguez; con nuestra modestia para con los extraños; y con los domésticos por la observancia, por la práctica de todas las virtudes. ¿No soy yo, por el contrario, una piedra de escándalo? Si los otros siguieran mi ejemplo, ¿habría observancia regular, habría mortificación en Casa? No queda por mí el que la Compañía sea un conjunto de personas muy libres y sensuales.

Podemos hacerlo con nuestras oraciones y buenas obras. La predicación es inútil sin la gracia, y la gracia no se obtiene sino por la oración. San Javier empezaba siempre por ella; testigo aquella cuaresma que pasó toda entera en tan terribles austeridades, que estuvo enfermo un mes entero, para obtener la conversión de tres soldados que vivían en el desorden. En efecto, sin eso ¿habría conseguido tanto fruto? Cuántos predicadores le han sucedido que no han predicado menos, aunque hayan conseguido menos fruto. Si hay tan pocas conversiones entre los cristianos es porque hay pocas personas que oren, aunque hay muchas que predican. ¡Cuán agradables a Dios son estas oraciones!; es como cuando a una madre le ruegan que perdone a su hijo.

La obediencia de San Francisco Xavier es muy digna de admiración: Le hablan de hacer un viaje de seis mil leguas y está dispuesto al punto.

San Ignacio le dice sencillamente: Hay que ir. No se detiene un solo momento. Hay que dejar amigos, parientes, las dulzuras de la patria, ir completamente solo a otro mundo. No hacen falta discursos para persuadirle. Parte sin viático, sin equipaje, sin libros, etc.

¿Obedezco yo así? ¿Estoy presto a hacerlo? ¿O es que me mandan cosas más difíciles? Yo tengo hecho voto de obediencia; él no lo tenía. ¿No me hablan de parte de Dios?

Javier obedece con alegría, se echa a los pies de San Ignacio; se estima dichoso por haber recaído sobre él la elección; le da las gracias.

Es esta una ocasión de gran mérito: cree que Dios le habla por la boca de Ignacio; y nosotros murmuramos cuando nos mandan cosas difíciles o contrarias a nuestras inclinaciones; las hacemos a regañadientes, creemos que el Superior no nos tiene ninguna consideración, y quedamos resentidos. Sin embargo, debíamos considerar esto como una gracia; no obedecemos sino cuando nos mandan lo que nos da gusto, lo hacemos porque nos gusta y no porque se nos manda.

Javier somete su juicio. ¡Qué ocurrencia, llamar a Europa al Apóstol de las Indias, al apoyo de la Religión en medio mundo, y precisamente cuando está a punto de entrar en China; exponer una vida tan preciosa! No hay razón ninguna para mandar esto, ni tampoco la espera él para obedecer. Y nosotros, cuando estamos en un lugar en que nos encontramos bien o creemos hacer el bien en una ocupación que resulta bien; en una Casa donde somos útiles, ¿qué no decimos contra las órdenes que nos llaman a otra parte? Entonces es cuando debemos obedecer: es Dios quien obra entonces contra toda razón humana por razones que nos son desconocidas, pero nos son muy ventajosas. El mal está en que no nos fiamos de Dios. -Pero este clima, este Superior, esta ocupación…- Vete en nombre de Dios: «Arrojad en Dios toda vuestra solicitud, porque Él tiene cuidado de vosotros» (1P 5, 7).

San Francisco Xavier se creía indigno de obtener algo de Dios por sí mismo, y empleaba los méritos de San Ignacio, las oraciones de sus hermanos y la de los niños. Por un sentimiento de verdadera humildad, se creía un gran pecador, y atribuía a sus pecados los obstáculos que se oponían a la propagación de la fe. ¡Qué milagro de humildad en tan grande hombre! Pero, ¿no es todavía mayor milagro el orgullo en nosotros? ¿Qué hemos hecho en comparación de lo que hizo este gran Santo? ¡Qué diferencia en el modo de hacer las mismas cosas! ¡Qué confusión al vernos tan diferentes! Pero si no obstante esta diferencia, todavía tenemos vanidad, tenemos un motivo mucho mayor de confusión.

Estimaba a los demás: a San Ignacio, a los que de Europa le escribían, a los demás eclesiásticos. Hacía caso de todos, les hablaba con una dulzura y una bondad admirables, les servía, les prestaba los oficios más viles. No tenemos motivo de despreciar a nadie. Un hombre humilde sólo ve sus defectos, y es una señal de poca virtud el fijarse en las imperfecciones de los demás. Acaso es uno imperfecto hoy y tal vez dentro de pocos días, reconociéndose, se elevará a una gran santidad. Además, nuestra Regla nos obliga a mirar a los demás como superiores: «De aquí el honor, la reverencia, la pronta voluntad de servir a todos».

Cuando uno conoce bien sus miserias no le parece mal que le desprecien, porque ve que esto es justo; por esto San Xavier recibía con paciencia y hasta con muy grande alegría los ultrajes de los bonzos, no alterándose nunca y respondiéndoles con dulzura. Un pobre mendigo no se turba cuando le rechazan, cuando no le saludan, ni cuando le dan el deshecho de todo.

Un hombre humilde, por mal tratamiento que reciba, cree que le hacen justicia. Los hombres no me estiman, se dice; tienen razón, convienen en esto con Dios y con los Ángeles. Un hombre que ha merecido el infierno, encuentra que le es muy debido el desprecio.

«Admirable es Dios en sus Santos; magnífico en la santidad» (Salmo 67, 36; Ex 15, 11). No es a San Xavier a quien yo admiro: admiro a Dios, que puede hacer tan grandes cosas de un hombre, en un hombre y para un hombre; es decir, elevarlo a tan grande virtud, darle un grado tan elevado de contemplación, hacer por su medio tan grandes conversiones y tan grandes milagros. Esto me ha dado, a mi parecer, una gran idea de Dios y me ha hecho comprender la gloria tan grande que es servirle. ¡Es extraño que descuidemos el servicio de tan gran Dueño! ¡Que tan pocas personas quieran consagrarse enteramente a Él! ¡Qué prodigio no son esas conversiones que debían ser tan difíciles, verlas obradas en tan poco tiempo por un extranjero, por un pobre mal vestido que hace siempre sus viajes a pie, completamente solo, que ignora la lengua de las naciones a quienes predica!

Este hombre hace cambiar de costumbres y de religión a los Reyes, a los sabios, a los pueblos y a la mitad del mundo en diez años; a pueblos separados por tan espantosas distancias, que parece increíble los haya podido recorrer en tan poco tiempo. He concebido un gran deseo de la conversión de estos pueblos abandonados. He pedido a Dios que, si era su voluntad que fuese a llevarles la luz del Evangelio, tuviera la bondad de abrirme el camino; si no, que se formen obreros dignos de tan alto honor, pues veo claramente que soy de todo punto indigno.

Me siento movido a trabajar para hacer conocer y amar a Dios en todas las ocasiones y por todos los medios posibles a mi debilidad, sostenida por la gracia de Dios, fortificada con los ejemplos de este gran Santo y su poderosa intercesión para con mi Dios. ¿Por qué, le he dicho, si Vos habéis tenido tanto celo por un bárbaro y desconocido, que habéis ido a buscarlo hasta el fin del mundo, rechazaréis a uno de vuestros hermanos, descuidaréis su salvación?

¡Ayudadme, gran Apóstol, a salvarme, y yo no descuidaré nada para ayudar a la salvación de los otros! De pronto se ha hecho gran claridad en mi espíritu: me parecía verme cargado de hierros y cadenas en una prisión, arrastrado, acusado y condenado por haber predicado a Jesús crucificado y deshonrado por los pecadores[3].

He concebido al mismo tiempo un gran deseo de la salvación de los infelices que están en el error, y me parecía que daría de buena gana hasta la última gota de mi sangre por sacar una sola alma del infierno.

¡Qué dicha para mí si a la hora de la muerte pudiera decir a Jesucristo: Vos habéis derramado vuestra sangre por la salvación de los pecadores y yo he impedido que tal y tal no se la hicieran inútil! Pero, ¿qué diré yo mismo, si pensando en convertir a otros yo no me convierto a mí mismo? ¿Acaso trabajaré para poblar el Paraíso e iré yo a llenar el infierno?

No, no, Dios mío; Vos sois muy bueno, me ayudaréis a salvarme, me fortificaréis en los trabajos, con los cuales quiero merecer el Paraíso. ¿Debo morir acaso por mano del verdugo, debo ser deshonrado por alguna calumnia? Aquí todo mi cuerpo se horroriza y me siento sobrecogido de terror. ¿Me juzgará Dios digno de sufrir algo notable por su honor y su gloria?

No veo la más mínima apariencia; pero si Dios me hiciera este honor, abrazaría de todo corazón cualquier cosa: prisiones, calumnias, oprobios, desprecios, enfermedades, todo lo que sea de su gusto, y sólo nuestros sufrimientos le agradan. Me parece, no sé si me engaño, pero me figuro que Dios me prepara males que sufrir. ¡Enviadme estos males, amable Salvador mío! ¡Procurádmelos, gran Apóstol, y eternamente daré por ello gracias a Dios y os alabaré! «Bienaventurados seréis cuando os aborrezcan y persigan los hombres» (Mt 5, 11). Enviadme, Señor, estos males, los sufriré con gusto.

9.- Inmaculada Concepción (8 de diciembre 1674)

El día de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen resolví abandonarme de tal modo a Dios, que está siempre en mí, y en el cual yo soy y yo vivo, que no me preocupo absolutamente nada de mi vida, no sólo exterior, sino interior, descansando suavemente en sus brazos, sin temer ni tentación, ni ilusión, ni prosperidad, ni adversidad, ni mis malas inclinaciones, ni aun mis mismas faltas, esperando que Él lo conducirá todo por su bondad y sabiduría infinita de tal modo, que todo redunde en su gloria. Me resolví, además, a no querer ni ser amado, ni sostenido de nadie, queriendo tener en Dios mi padre y mi madre, mis hermanos y mis amigos, y todos aquellos que pudieran ser objeto para mí de algún sentimiento tierno.

Me parece que se está muy a gusto en un asilo tan seguro y tan dulce, y que no debo temer en él ni a los hombres, ni a los demonios, ni a mí mismo, ni la vida ni la muerte. Con tal que Dios me sufra en Él, soy sumamente feliz. Me parece que he encontrado en esto el secreto de vivir contento, y que de aquí en adelante ya no debo temer nada de lo que temía en la vida espiritual.

¿Por qué una pureza tan grande en María? Porque debía alojar en sus entrañas al Hijo de Dios. Si no hubiese sido más pura que los Ángeles, el Verbo no hubiese podido entrar en Ella con agrado, no hubiera venido con placer; no hubiese podido llevarle aquellos preciosos dones de que la llenó en el momento que en Ella fue concebido. Nosotros recibimos en el Santísimo Sacramento del Altar al mismo Jesucristo a quien María llevó nueve meses en sus entrañas. ¿Cuál es nuestra pureza? ¿Qué cuidado ponemos en preparar nuestra alma? ¡Cuánta inmundicia! Caemos en faltas la víspera, el mismo día, en el acto mismo de comulgar. Y con todo, viene Jesús. ¡Qué bondad! Y nosotros vamos a Él: ¡Qué temeridad! «Apartaos de mí, Señor, porque soy un hombre pecador» (Lc 5, 8).

Pero este Dios de bondad, ¿viene con gusto? Examinemos cuáles deben ser sus sentimientos. ¿No le repugna la vista de tan gran corrupción? Y nosotros vamos a Él osada e imprudentemente, sin confusión, sin contrición, sin penitencia. ¡Oh Dios mío!; procuraré preparar mi corazón de tal suerte, que tengáis placer en él y encontréis en él vuestras delicias. Para no oponerme a las inmensas gracias que recibiré, ¡si tuviera yo cuidado de purificarme, si supiera lo que pierdo! Pero, ay Dios mío, ¡que mi ignorancia poco justifica ni negligencia! ¿Ignoro acaso lo que el decoro exige de mí, cuando debo tratar con los hombres?

Además de lo que me han enseñado y he mamado, por decirlo así, con la leche, ¿cuántas reflexiones, cuánto tiempo perdido en instruirme?, y todo para agradar a quien, un momento después, se burla de mí. Y puede ser que nunca haya pensado bien lo que debo evitar para no desagradaros a Vos. ¿Qué digo? ¿He pensado bien alguna vez en mis deberes para con Vos? ¿He pensado siquiera? ¿Qué espero yo, ingrato en infiel? ¿Que Vos tengáis cuidado de mí? ¿Y cuándo lo habéis dejado de hacer? ¿Esperaré a que mis extravíos os obliguen a no acordaros más de mí?

¡Ay, amable Salvador mío!, no los tengáis en cuenta; ¡Os he dado tantas ocasiones de olvidarme, de despreciarme, y de no acordaros de mí más que para precipitarme en los infiernos! No lo habéis hecho, Dios de bondad; os doy gracias; quiero serviros mejor en lo sucesivo. Con los cuidados que ponga en purificarme me haré apto para aprovecharme de vuestras visitas y moveros a venir a mí con gusto. Venid a mí, Dios mío, y con vuestra santa gracia encontraréis mi corazón más puro y más limpio; pero si llega a agradaros alguna vez, tomadlo Vos, Dios mío, no sea que las criaturas os lo roben. No lo consentiré jamás, porque quiero ser todo vuestro; con todo, me temo a mí mismo más que a mis terribles enemigos. ¡Únicamente en Vos confío! «Y a todo me atrevo en Aquél que me conforta» (Flp 4, 13)