Se unió a nosotros con un vínculo eterno

Juan Pablo segundo
San Juan Pablo II, homilía en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús en el policlínico Gemeli(Roma)

Toda la Iglesia se reúne hoy, al celebrar el Sagrado Corazón de Jesús, como animada por el deseo de obedecer a las palabras del profeta Isaías: «Sacaréis agua con alegría de las fuentes de la salvación» y «dad gracias al Señor e invocad Su Nombre, proclamad sus obras entre los pueblos» (Is 12,3-4).

Estamos reunidos en esta Celebración Eucarística para saciar nuestra sed con el Sagrado Corazón y para proclamar la obra de nuestra Salvación, contenida en este Corazón. En verdad, el corazón humano, cuya imagen es de por sí símbolo de amor, en Cristo se ha hecho el compendio real del Amor de Dios por los hombres. Amor que, frente a la indiferencia de Israel, llega a decir: «Mi corazón se conmueve dentro de mí y se enciende toda mi ternura» (Os 11,8); Amor que supera toda nuestra capacidad de bien y de comprensión, hasta llegar a afirmar frente al rechazo: «No desfogaré el ardor de mi ira […] porque soy Dios y no hombre« (Os 11,9).

El Corazón de Cristo, no obstante, no sólo «simboliza«, como una metáfora el Amor de Dios, sino que es su concreta y perfecta realización, la Presencia misma, viva y vivificadora. La Iglesia no celebra un amor genérico e indefinido, ni solamente alaba las obras que Dios ha realizado por nosotros, como si fueran un recuerdo lejano del cual nos beneficiamos, y menos aún promueve un malentendido sentimentalismo, al cual cierta cultura laicista quisiera reducir el precioso sentido de la devoción cristiana. La Iglesia, más bien, adora el Sagrado Corazón. Adora el Corazón de la Santísima Humanidad de Jesús, que hipostáticamente unido a la Persona del Verbo divino, es destinatario «legítimo» del culto de latría.

Delante del Corazón de Jesús, por tanto, la Iglesia dobla sus rodillas y en Él contempla al Dios-con-nosotros, el cual, no contento con llamar y educar a los hombres por medio de la voz de los profetas, Él mismo se ha hecho «hombre» en el seno de María, nos ha amado con un amor todo divino y todo humano, y ha tomado sobre sí nuestro pecado, derramando a cambio toda su Sangre.

La Iglesia, además, adora y contempla el Sagrado Corazón de Jesús como su propio Corazón, puesto que Ella, con Cristo –como diría Santo Tomás- forma una Mystica Persona. En efecto, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, al Corazón de Cristo está íntimamente unido todo cristiano, llamado así a conformar el propio corazón a este Principio de Amor que arde en Él y que, con la oración y la recepción de los sacramentos, con la escucha de la palabra de Verdad y las buenas obras, que Dios nos da para que las hagamos, llegará a impregnar, purificar e iluminar siempre más toda su persona.

De manera muy especial, todos los sacerdotes están unidos al Sacratísimo Corazón de Jesús. Ellos, como gustaba decir al Santo Cura de Ars, son «partícipes del Amor del Corazón de Jesús», puesto que es su Amor Sacerdotal el que ellos hacen presente, sobre todo con la celebración eucarística y administrando la Misericordia infinita, que desborda de este Corazón.

Profundizando siempre más en la intimidad con Cristo, ellos son llamados a querer lo que Él quiere, a tener sus mismos sentimientos, su misma caridad pastoral, llegando a sufrir sinceramente por la falta de correspondencia de los hombres al Amor, a interceder incesantemente por ellos y a ofrecer la propia vida en un acto de continua reparación.

Por esta razón, la Iglesia Universal coloca en esta Solemnidad la Jornada Mundial de Oración por la santificación del Clero, consciente de que, rezando por la santidad de sus sacerdotes, Ella obtendrá frutos de santidad también para todos los fieles, que reciben de las manos y de los labios de los ministros sagrados los medios indispensables de salvación, la verdad evangélica, el mismo Cristo Señor.

Recemos, pues, con fe sincera, sabiendo que nos precede y acompaña Aquella que es la Estrella de la Mañana, la que ha adelantado al Sol que saldría de su seno Purísimo y que ahora espera, como nuestra verdadera Madre, nuestro nacer con Cristo a la Vida eterna. Su Corazón Inmaculado interceda incesantemente por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.