P.Luis M. Mendizábal, S.J.
En el Evangelio un texto que tiene mucha importancia, muy importante …: «…a quien el Padre consagró y envió al mundo» (Jn10,36), suele traducirse: El Padre consagró a Cristo. Cristo es el consagrado …. «Que sean santificados en la verdad”(Jn17,17) …. Consagrar de esta manera es una acción -diríamos- pasiva de ese Jesús que ha sido consagrado. En realidad, en toda consagración hay como dos pasos: Primero Dios consagra a Cristo, para que Cristo se consagre, se ofrezca en sacrificio. Y en realidad, pues es así. «Jesús al entrar en este mundo dijo: -No has querido holocaustos ni sacrificios, pero me has dado un cuerpo. Aquí vengo para cumplir, oh Dios, tu voluntad. Y en este ofrecimiento de Cristo hemos sido santificados todos».(Cfr. Hbr. 10,5-10). Jesús consagrado por el Padre para que se consagre, para que se ofrezca en sacrificio, con ese sacerdocio de Cristo que no es un sacerdocio cúltico, levítico, que no es un sacerdocio separándose de la vida real para ofrecer un sacrificio, sino que se ofrece a sí mismo en la vida cotidiana real. «Se consagró a sí mismo».
Cuando Jesús dice, por otra parte, en la oración sacerdotal: –«Por ellos me consagro Yo a mí mismo»(Jn 17,19), me ofrezco en sacrificio, se está refiriendo a su entrega en la muerte. Pero, desde el principio Él se entregaba.
Consagrar pues, para que se entregue en sacrificio. Y a través de esa entrega en sacrificio hecho sacerdote y proclamado sacerdote, entonces derrama sobre el mundo el Espíritu Santo, «para que ellos sean consagrados en la verdad». «Para que ellos -los discípulos ¡y todos!- sean consagrados en la verdad». El pueblo de Dios va a ser un pueblo de consagrados, no para arrancarlos de la vida cotidiana o real, sino que ofrezcan sacrificios espirituales que es la vida real ofrecida en amor.
«El Padre santificó, consagró y envió al mundo«. Y Cristo se entrega en toda su vida y se entrega en la cruz, en la muerte: -«Yo me ofrezco en sacrificio por ellos«, hasta dar la vida en la entrega cruenta de la cruz.
Este es el sacerdocio de Cristo. Y, en el capítulo tercero de San Juan tenemos como otra traducción de esto, que es: «Así amó Dios al mundo que entregó a su Hijo»(Jn. 3,16). «Así amó… que entregó a su Hijo«. Y ahí vemos conjugadas dos palabras importantes: «amó» y «entregó«, amar y entregar. Es entregó poniéndolo como miembro de nuestra humanidad y entregó hasta la muerte en cruz. Lo entregó, el Padre lo entregó. Cuando Cristo se entrega lo hace en obediencia al Padre que lo entrega, y en cierta manera el Padre mismo se entrega en Él.
Esto es el fondo de nuestra vida: que nosotros seamos consagrados en la verdad. Y realmente esto se realiza en el Bautismo. Pero, empezamos a conjugar esas dos palabras: consagrados para entregarse, consagrados para que se consagren, para que se entreguen, lo cual se va también a realizar en cada uno de nosotros.
San Ignacio en los Ejercicios tiene una ‘Contemplación para alcanzar amor’. Esa palabra «para alcanzar amor» no quiere decir para alcanzar el estado de gracia, sino para vivir el amor, para alcanzar el amor, indicando como dos pasos: Primero, tenemos que tener ese amor; y segundo, tenemos que vivificar ese amor. En el fondo es la tarea de todo cristiano. Decía que por el Bautismo nosotros somos hijos de Dios, y es verdad: «A quien le recibió, a quienes le recibieron les dio el poder de ser hijos de Dios». Esta realidad del Bautismo que nos hace hijos de Dios, quizás no lo tomamos con la debida seriedad. Bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo indica como bautizar, sumergir en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo; no solamente servirles, sino introducir en la vida trinitaria, en la vida de hijos de Dios.
Lo explico de esta manera: El Papa en su Encíclica ‘Dios es Amor’ insiste muy especialmente en dos puntos:
Primero, que Dios nos ama con amor verdadero, y a eso él dedica una disquisición sobre lo que es el amor. Lo que quiere fundamentalmente destacarnos es que Dios nos quiere de verdad con amor.
Y segundo, lo que recalca él también es, que eso nos introduce en la familia de Dios. Ese αγαπη que él recalca, esa palabra griega, el ‘agapé’, esa palabra indica una naturaleza amante, una naturaleza amante. Y nos comunica a nosotros una naturaleza amante no simplemente como una creación desgajada, sino como sucede en el amor, el amor no se da y se independiza: -‘Yo ya le he dado el amor, ahora que ame’. No. El amor supone una dependencia continua de amor. El amor es permanente. Lo mismo digo del don del Espíritu. ¡Claro que nos da el Espíritu! Pero no es que nos da el Espíritu y ahora te vas tú con el Espíritu, sino hay que estar dando siempre el Espíritu. El Espíritu es como el aliento de Dios. Jesucristo resucitado -se dice- «sopló«. «Sopló» se puede poner esa palabra «sopló sobre ellos», pero lo que quiere decir es que «alentó sobre ellos», le comunica su aliento. Es como un boca a boca en el que entra en el aliento de Dios, comunica el Espíritu de Dios, en esa realidad maravillosa por la que «no sólo nos llamamos sino que somos hijos de Dios». ¡Somos, somos! Y ser hijo no es a la manera de una pura criatura que ha sido creada por Dios y ya, a quien le ha dado una vida independiente, sino significa entrar en el aliento de Dios, en la vida de Dios, en la vida trinitaria y, ser hijo de Dios, de esa familia de Dios, que se nos da a cada uno en la Iglesia, en la familia.
Una de las parábolas que me parece más luminosa y más sintética de la revelación de Cristo es ‘la parábola del hijo pródigo’, pero no sólo refiriéndome a esa acogida del Padre al hijo que vuelve, sino a la presentación de lo que es ser cristiano, que es: «Un padre tenía dos hijos». Es el reino de Cristo y las vicisitudes del reino de Cristo presentadas en una familia: «Un padre tenía dos hijos». Por el Bautismo nosotros somos hijos de Dios, entramos en esa familia. ¡Somos! Somos hijos. Entonces, si somos hijos, somos esencialmente hermanos, y ahí es donde quizás nos perdemos, cuando empezamos a hacer disquisiciones: el amor a Dios, luego hay que amar al prójimo… Y el Papa en su Encíclica ha insistido mucho en esto: que no son como dos mandatos distintos, que no es un simple mandar el amor, sino dar el amor; y sólo cuando ha dado el amor nos indica que lo hagamos, que lo realicemos.
Pues bien, en esa parábola del hijo pródigo se subraya esto tan importante: Somos familia de Dios por esa naturaleza que se nos ha comunicado en el Bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios. Ahora, en ese hijo que es hijo, hay que formar -que es tan importante- el corazón de hijo ¡y el corazón de hermano! El hijo pródigo no tiene corazón de hijo, y el hijo pródigo desprecia la vida del padre y se marcha y se va por ahí, y termina cuidando cerdos. Pero el otro hijo ¡tampoco tiene corazón de hijo ni corazón de hermano! Y le echará en cara el padre, en el momento en que él se lamente de que ha recibido a su hijo de nuevo en casa le dirá: -‘Tú no tienes corazón de hijo ni corazón de hermano’. «Tenías que alegrarte», ¡debías alegrarte!, como debías haber tenido dolor por la marcha de tu hermano, que no lo tuviste, y por eso tampoco te alegras de que vuelva, porque no tienes corazón.
Yo quisiera repetir y deciros bien claramente esto: En lo que es αγαπη ‘agapé’, amor, fundamentalmente recibimos esa naturaleza, ese Espíritu del Señor, pero tenemos que crecer en el amor, tenemos que vivir el amor. Si hemos sido consagrados en el Bautismo es para entregarnos en amor. Y repito lo de entregarnos que no es sólo morir, que no es sólo servir, sino entregarse en amor.
Hacía referencia a San Ignacio porque nos introduce en esto, y la devoción al Corazón de Jesús nos introduce en esto tan fundamental porque nos hace ver que Dios nos ama de verdad. Cuando el Papa insiste tanto en que esa Carta suya Encíclica se basa fundamentalmente en aquella frase de San Juan: «Mirarán al que atravesaron», yo querría pensar que la devoción al Corazón de Jesús viene a ser como un puntero del amor, ¡un recalcar el Corazón! ¡El Corazón de Dios!, en el Corazón de Cristo y en nuestro corazón. Que la vida cristiana tiene que ser vivida de corazón. Que tenemos que tener corazón cristiano porque tenemos ¡y somos consagrados para entregarnos en amor!, en amor. Repito lo de en amor porque eso lo podemos descuidar, y a veces volvemos más a un cumplimiento marginal o literal de la ley como mandato, cuando lo que nos busca el Señor es formar en nosotros el Corazón de Cristo, el Corazón de Cristo. ¡Y la devoción al Corazón de Jesús lo recalca!
Pero no sólo la devoción al Corazón de Jesús sino el mismo Señor, que nos conoce, que nos ha hecho, que nos conduce, ha puesto como un puntero que es la lanza del soldado: «Mirarán al que atravesaron». Y San Juan ha seguido ese puntero y nos lo ha dicho: «El que vio da testimonio y su testimonio es verdadero». Y ¿qué es lo que él vio? Pues vio todo lo que es el amor de Dios, el verdadero amor de Dios; que esa realización de la Redención es obra de amor, de un verdadero amor de Dios revelado en el amor de Jesucristo, en el Corazón de Cristo. Y ese momento culminante ¡no es el hecho de que murió, sino es el hecho de que murió amando! No sólo amando al mismo tiempo, sino dando la vida en amor. Y es el Corazón atravesado de Cristo del que brota sangre y agua, que es como la explosión del amor, la revelación del amor. Y en realidad es así.
San Juan vio ese Costado de Cristo abierto y lo vio con luz de fe, con una mirada muy parecida a la de la Virgen, que el Espíritu Santo le dio en ese momento y que fundamenta la fe. Nosotros mismos, ahora, con ese camino mismo del Corazón de Jesús vemos iluminado todo el misterio de Cristo. Y lo que él ve es que Dios es Amor, que toda la historia de la salvación ha sido una historia de amor, de amor verdadero de Dios. Y, ese amor verdadero lo ve en todo el Antiguo Testamento. Diríamos que a él le sirve de clave de interpretación de todo lo pasado ese Costado abierto de Cristo, que es la luz. Y entiende que en cada una de esas páginas se está esbozando la plenitud del amor. Han sido como gestos de amor hasta llegar a este momento final que es la declaración de amor de Dios, no hecha de palabras. La declaración de amor como manifestación de amor, como realización suprema de amor. Y ve el Corazón de Cristo que ha amado hasta el extremo. ¡Ha amado hasta el extremo! Y aquellos eran gestos de ese amor que revienta en el momento de la cruz. Y él lo ve así y con eso entiende los gestos anteriores. Eso pasa en el orden del amor verdadero: que tiene primero ciertos gestos de amor, pero llega el momento en que se declara el amor, y el amor se declara dándose, haciéndose presente y comunicándose.
San Juan entiende que ese gesto de Jesús –«mirarán al que atravesaron»– no es una declaración de amor en vago, sino personal: -‘Te amo’. Y, lo que el Corazón de Jesús nos ilumina, la visión del Corazón de Jesús es aprender a tomar conciencia de lo que somos como cristianos, de la misma fe, que no es una simple fe creyendo unos artículos determinados, sino que es creer en el amor personal de Dios que me dice: -‘Te amo hasta dar mi vida por ti, ¡te amo!’. ¡Y es verdad! ¡Y eso nos lo dice aquí y ahora por el Espíritu Santo! No es que lo dijo entonces y ahora yo lo repito. ¡No! ¡Me lo dice a mí! Me lo dice a mí: «Mirarán al que atravesaron». Ese mirar con fe y acoger con fe ese amor. Y entonces, yo que soy bautizado tomo conciencia de lo que es ser bautizado, y entonces yo respondo a ese amor, trato de responder a ese amor realizando aquello para lo cual yo he sido consagrado: he sido consagrado para entregarme en amor, para vivir el amor y entregarme en amor.
Decía que San Ignacio lo explica con esa forma tan escueta suya pero profunda, cuando dice que se considera qué es el amor, y dice: «El amor consiste más en obras que en palabras». Pero atención: no quiere decir que el amor son obras, que las obras son amor. No es verdad, puede uno hacer obras sin amor. Pero quiere decir que hay que poner más en obras de amor que en palabras de amor. Y Dios lo ha puesto en su inmolación en la cruz, más que en palabras de amor, ¡que también las ha dicho!: -«Sois mis amigos», «¿Me amas tú más que éstos?». Pero, hay que poner más en obras de amor que en palabras de amor.
¿Y cuáles son las obras de amor? Y aquí inmediatamente dice él: «El amor consiste en comunicarse el amante con el amado y dar el amante al amado de lo que tiene o puede». Dar, ya está aquí el dar, amar dando, dar. Y nos está como haciendo tomar conciencia de lo que somos como cristianos. Y entonces plantea él la primera cuestión: «Considerar los beneficios que he recibido de Dios». Pero, las obras de amor son obras de amor, no de bondad. Y cuando nosotros nos referimos a Dios fácilmente -y quizás es el punto que el Papa ha querido subrayar en la Encíclica- interpretamos que es bondad de Dios con nosotros, ¡y no es eso! ¡Son obras de amor de Dios a nosotros!, ¡de verdadero amor de Dios!, ¡que Dios ama verdaderamente! El Papa llega a hablarnos de «la pasión de amor de Dios», pasión de amor hacia nosotros.
Entonces, San Ignacio recalca esto: «Recorrer los beneficios que hemos recibido», pero, cayendo en la cuenta de que se trata de amor, porque dice él: «viendo cuánto me ha dado de lo que tiene o puede, y consecuentemente el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede». La obra de amor es aquella que arranca del amor, que está impregnada de amor y, que se da a sí mismo en amor.
¿Qué diferencia hay entre la bondad y el amor? Si yo a una persona que veo necesitada, y yo sufro de ver la persona necesitada y le hago una limosna copiosa, ¿eso es amor? No, eso es obra de bondad, bondad. Bondad es aquella cualidad del corazón que no sufre que alguien esté padeciendo. Entonces yo lo remedio, le ayudo. Bien.
El amor es cuando yo le doy algo ¡porque le quiero! El Papa en la última parte de la Encíclica insistirá mucho en eso: que la misión de la Iglesia es ¡querer!, y que la actuación de los agentes de la Iglesia en las obras de caridad y de ayuda social deben ser siempre obras de quererle a la persona, que es lo propio del cristiano: -‘¡Es mi hermano!’. Es lo que decíamos del hermano de la parábola del hijo pródigo: -«Tenías que alegrarte», tenías que entristecerte, ¡porque le quieres!, ¡porque es tu hermano!; porque ves sufrir a tu padre ¡y le quieres a tu padre!
Pues bien, San Ignacio indica eso, que «hay que poner más en obras de amor que en palabras de amor». Pero, ¿cuál es la obra de amor? Pues dar por amor, por amor dar, que es lo que Jesús repite: -«No el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de Dios…», sino el que hace obras de amor. Que el amor llegue al darse.
La gran obra de amor es el darse a sí mismo y todo verdadero amor se da el que ama. Quizás esto nos falta demasiado y quizás tenemos que aprender en esa toma de conciencia del Corazón de Jesús que es lo que Cristo ha hecho por nosotros. «Mirarán al que atravesaron». Y contemplándolo, se impregna uno de esa realidad de ese amor, se siente uno objeto de ese amor que se dirige a mí; y en consecuencia, Él me da su Espíritu para que yo con su Espíritu entienda su amor y responda a su amor con amor. Y entonces es consagrado para entregarse en amor, para que uno viva el amor, crezca en el amor, se entregue en el amor. Es pues, ahí darse, darse en amor.
Pues bien, esta es la gran realidad. ¿Qué añade, por lo tanto, la devoción al Corazón de Jesús? Como consagración bautismal no añade nada: Es hijo de Dios. Pero, enseña a entrar en la intimidad de lo que es ser hijo de Dios, a entender la realidad en esa clave de amor y a vivirla en esa clave de amor. Se abre uno a ella. Entonces se comienza ese diálogo de amor, de donación. En la línea cristiana como tal y en el desarrollo de esa vida de amor se marca la vocación de cada uno, ¡siempre se adelanta el Señor! Si se trata de una vocación, es el Señor el que primero pone la semilla dentro de nosotros, el que se muestra con esa particular intimidad de amor y nos invita a aceptar ese amor y a ordenar nuestra vida según ese amor. Y entonces es cuando uno se consagra al Corazón de Jesús. En la medida en que va uno realizando en su vida esa presencia del amor y ese diálogo de amor y esa urgencia del amor que va entrando dentro, entonces comprendemos que no se trata simplemente de que yo tenga una voluntad de hacerme religioso o una voluntad de hacerme sacerdote, sino ¡me llama!, en el sentido de que Él me abre esa intimidad, me invita a ella, y entonces yo me consagro. Me consagro: acepto esa situación en cierta manera estable. Y eso es lo que hago en un acto de consagración. En el acto ese de consagración al Corazón de Jesús yo recojo mi historia de salvación y la historia de la salvación del mundo, la recojo en este momento. En lo que puedo prever, adelanto y anticipo lo que me queda en la vida y lo que queda de historia, y lo concentro todo en la entrega de amor.
San Ignacio dice en los Ejercicios, pues verlo así, como viniendo de ese amor, lo que debo de mi parte ofrecer y dar. Respuesta de amor: «lo que debo de mi parte ofrecer y dar«. Él me invita a ese amor y yo se lo debo dar. Yo he sido consagrado para dar, ¡para ofrecer y dar! «Jesús ofreció lágrimas, con gran clamor y lágrimas, oraciones». Ofrezco esas oraciones para que el Espíritu Santo me llene y me haga vivir en el amor, esa invitación de amor que Él me dirige. Y es lo que nosotros vivimos en esa devoción, consagración al Corazón de Jesús.
Quería deciros por fin, que el momento en que nos encontramos en ese amor es la Eucaristía. El momento de la Eucaristía el Señor se ofrece, ¡viene a nuestro encuentro real, sacramental! ¡Y viene a nuestro encuentro con todo su amor y toda su historia de amor! Se concentra en su oblación al Padre, ofreciéndose a nosotros. Es el Cristo resucitado mismo el que sigue -con aquel puntero que hemos dicho- mostrando sus manos y su Costado, como en la Eucaristía nos muestra sus manos y su Costado, y no dice simplemente: -‘Aquí está el Cuerpo de Cristo, veneradlo’, sino: -«Toma y come, esto es mi Cuerpo entregado por ti». ¡Y se entrega y se da en amor! Y requiere de nosotros en cada Eucaristía, en la vocación en la cual nosotros nos encontremos, adonde nos haya ido llevando ese diálogo de amor con Él, le contestamos también de nuestra parte: -‘Señor, toma y come, esto es mi cuerpo entregado por ti, también yo, que sé que he sido consagrado para consagrarme’. Y se consagra al Corazón del Señor.
Esto es lo que podemos entender como ayuda que nos presta la consagración al Corazón de Jesús en la realización de nuestra consagración bautismal.