SENTIDO DE LA CONSAGRACIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS: CONSAGRACIÓN PERSONAL, FAMILIAR Y DE LA NACIÓN

Corazón de Jesús

Homilía pronunciada el 3 de noviembre de 1978

El viernes pasado, primer viernes de mes, del mes de octubre, comenzábamos nuestra catequesis, teniendo ante los ojos el próximo año, con la solemnidad que nos ofrece del LX aniversario de la consagración de España al Corazón de Jesús. Y en el deseo de que este año, en las circunstancias especiales del mundo, de la Iglesia, y de nuestra patria, sea de verdad para nosotros un año de renovación espiritual, de consagración verdadera al Corazón de Jesús, de difusión a través de nosotros en el mundo, de las riquezas insondables que hay en Cristo y que Él quiere derramar sobre la humanidad entera.

Iniciábamos con una presentación general. Hablábamos del sentido de ese monumento que hemos de llevar cada uno dentro de nuestro corazón, y que es un signo, pero signo de una verdadera realidad. Realidad que será más o menos perfecta, en ocasiones descuidada, en ocasiones particularmente cuidada y atendida, pero siempre realidad interior que debe ser para nosotros un ideal que cumplir.

 

En orden a esa renovación significada por ese monumento, tenemos que pensar hoy en qué es una consagración, para luego ir, a lo largo de los meses siguientes, ir disponiendo nuestro corazón según los elementos necesarios para realizarla con toda la posible perfección.

 

Vamos a hablar pues hoy en esta Eucaristía de la consagración, del sentido de esa consagración, del sentido que le podemos dar como Consagración de España al Corazón de Jesús, del sentido que le podemos dar, y le debemos dar, como consagración de nuestras familias al Corazón de Jesús. Consagración de nosotros mismos al Corazón de Jesús.

 

Y el primer punto que se podría poner es éste: en general, ¿puede hablarse de una consagración? Sobre todo, se podía plantear esto a nivel social, a nivel familiar, pero también a nivel personal. Y vamos a comenzar por el nivel personal para luego ir subiendo al sentido que tiene en el nivel familiar y en el nivel social o nacional. Y quizás enfocar, porque me parecería importantísimo para esto que queremos realizar donde todos nosotros, estoy cierto, que queremos tener parte, de renovar esta consagración en este LX aniversario. Ante todo, el planteamiento podría ser éste:

 

¿Qué significa una consagración al Corazón de Jesús? Cuando nosotros como fieles hemos sido ya consagrados por el Bautismo, cuando quizás después, algunos de vosotros por la misma profesión religiosa, por la ordenación sacerdotal, habéis hecho una nueva consagración, con nuevo título, como dice el Vaticano II, ¿qué sentido tiene entonces hablar de una consagración al Corazón de Jesús?

 

 

La consagración, en línea general, es el acto por el cual una persona o una cosa se dedica, se entrega de manera especial al culto de Dios. Y en el culto de Dios podríamos poner la caridad, el amor de Dios, de una manera especial. Es claro que todos nosotros tenemos una consagración que con término un poco técnico suele llamarse ontológica; es decir, cuando el niño ha sido llevado al Bautismo la Iglesia lo ha hecho sacro en cierta manera. Ha adquirido una santidad, santidad que suele llamarse santidad del ser, porque gracias al Bautismo se ha vinculado a Cristo, es miembro de Cristo. Lo es inevitablemente, como inevitablemente es hombre. Y si alguno quizás pueda decir: ¿por qué me han hecho miembro de Cristo si yo no quería?, le diré: ¿y por qué te han hecho hombre si tu no querías? Lo que podrás a lo más es quitarte la vida, pero lo que no puedes es no tener esa vida. Pues bien, de una manera análoga podemos decir: el bien que se le hace a ese niño desde el momento en que se le bautiza es hacerle miembro de Cristo. Con eso tiene una verdadera santidad, llamemos así santidad, porque es vinculación a la realidad sacra de Cristo. Pero no basta esa santidad, en el Bautismo además se le da una santidad formal por la gracia santificante. No sólo es miembro de Cristo, sino es miembro de Cristo en gracia de Dios, es hijo del Padre, hermano de Cristo, templo del Espíritu Santo. Y esto es una santidad formal que él puede perder por el pecado. Y por fin, esta santidad recibida en el Bautismo está ordenada a un crecimiento. Es lo que llamamos santidad moral. A lo largo de la vida se nos ha dado la santidad para que vivamos santamente. Y viviendo santamente realizamos como dice S. Pablo: “Hemos sido llamados para realizar la perfección de la santidad”.

 

Santidad pues inicial, santidad ontológica, santidad de la gracia santificante. Y esa santidad que se va adquiriendo colaborando con la gracia, respondiendo a la gracia, es la obra de la gracia en nosotros. Y es la santidad moral del orden de la gracia, es la perfección de la santidad.

 

Correspondientemente a esto, lo comprendemos perfectamente, hay una acción del hombre que toma conciencia de lo que es, acepta lo que es, perfecciona eso mismo que es, colaborando con la obra de la gracia. Ahora bien, el acto de consagración inicial, en el cual a veces no ha sido uno mismo el que conscientemente lo ha hecho, postula de nosotros el que, al tomar conciencia de lo que somos, aceptemos de nuevo la realidad a la cual el Señor nos ha llamado, que con la luz de Dios comprendemos progresivamente mejor, y que de nuevo reafirmamos con voluntad decidida, y por cierto en el grado de elevación al cual vamos llegando con el progreso de nuestra vida espiritual y de nuestra vida cristiana. De tal manera que el mismo concepto de consagración es dinámico, es progresivo. Como hablamos de una santidad y perfección de santidad podemos hablar de una consagración y perfección de consagración cuando vamos asumiendo ese contacto cada vez más íntimo con Dios, lo afirmamos, lo sellamos con voluntad decidida, y queremos que nuestra vida quede toda ella iluminada, sostenida, guiada, por ese nivel de unión con Dios al cual la gracia nos ha ido elevando progresivamente. Ahí tenemos el aspecto de la consagración.

 

La consagración, en el primer caso, la han hecho nuestros padres al presentarnos a la Iglesia que es la que nos ha consagrado, es verdad; y ha habido una realidad ontológica que ahí se ha puesto. Ahora bien, luego, el sujeto mismo, lo asume.

 

Esto sucede en nuestra consagración personal al Corazón de Jesús. Cuando en el desarrollo de nuestra vida por la acción de la gracia captamos lo que es para el Señor nuestra vida, lo que es la obra redentora de Dios, lo que son sus designios de amor iluminados por toda esta riqueza de gracia, nosotros conscientemente tenemos como una visión nueva de existencia, nos dejamos dominar por ella, y entonces nos consagramos.

Nos entregamos a ese amor, nos entregamos a esa luz de fe, nos entregamos a ese nivel de existencia. Y entonces, en una profesión religiosa, pues quizás nos comprometemos y nos ofrecemos a Dios para que el Señor quiera sellar nuestro ofrecimiento con una verdadera consagración de su parte, que siempre mantendrá su carácter dinámico, su carácter de mayor posibilidad de introducción en Dios, de mayor intimidad de amor. Y siempre vamos creciendo de consagración en consagración, hasta aquella consagración plena que se realizará en nosotros cuando el Espíritu Santo inunde nuestro ser y nos introduzca definitivamente en el seno del Padre. Esto es pues la consagración personal.

 

Y esta consagración se llama al Corazón de Jesús cuando lo que predomina, como visión de la vida, es la realidad del amor de Dios que se nos ha revelado en Cristo y al cual queremos corresponder, haciendo de toda nuestra vida una manifestación de este amor y una respuesta continua de amor al Amor inmenso de Dios por nosotros y por el mundo. Esto respecto a la consagración personal.

 

¡Ojalá todos los que estamos aquí presentes nos preparáramos, a través de estos próximos primeros viernes, para hacer de veras esta consagración consciente al Señor! ¡Ojalá, dóciles a la luz de la gracia, fuéramos captando estas realidades superiores y comprendiéramos cómo Dios nos ama, y comprendiéramos cómo Dios tiene sobre nosotros designios de amor, y cómo nuestra vida debe corresponder al nivel de ese amor de Dios a nosotros siendo de veras irradiación de ese amor! Ésta será una de nuestras metas, nuestra consagración personal al Corazón de Jesús por medio del Corazón Inmaculado de María.

 

 

 

Pero el problema se agudiza cuando hablamos ya de una realidad en cierto grado social como es la familia. Y aquí ocurre una pregunta: ¿Cómo debe ser una consagración de una familia? ¿Qué fundamento hay para ello? ¿Cómo se debe realizar?

 

Pues bien, cuando se trata de una familia, hay un cuidado respecto de la familia que corresponde a los miembros de ella. Cada miembro de la familia en su grado tiene una responsabilidad de la familia, tiene que ver el ideal de esa familia. Porque en el plan divino la familia tiene su ideal cristiano, y ese ideal cristiano es el que corresponde al plan de Dios. El realizarla ha de ser pues el reconocer que Dios en Cristo es el que le da su solidez constitucional, su firmeza de estabilidad, su elevación sobrenatural. Es el que le da también su estabilidad continua, la perfección del amor. La familia no puede ser independiente de Dios, y la familia cristiana mucho menos. Y esto quien quiera de los miembros de la familia, que es consciente por la luz de Dios y comprende la obra de Cristo que es la familia, y comprende el plan divino grandioso que, partiendo del hecho de que según ese plan de Dios nadie debiera venir a este mundo si no fuera por amor a ése que viene. Sería el mundo totalmente distinto si todo el que nace en este mundo naciera querido antes de nacer. ¡Sería totalmente distinto! Porque en el fondo las grandes desviaciones y problemas surgen de una falta sentida de amor, cuando se debía verlo así. Pues bien, este ideal de la familia lo debe sentir cada uno de los miembros de la familia. Y entonces se sigue de ahí la consagración familiar.

 

¿Qué decir si los otros miembros de la familia no están de acuerdo y no participan y no lo desean? ¿Puede hacerse entonces una consagración familiar? Creo que nos puede iluminar en este sentido el diverso concepto de consagración. Cuando el Papa León XIII quiso consagrar el mundo se planteó el problema de si consagrar al mundo al Corazón de Jesús. Hizo sus preguntas a los grandes teólogos de la época, y la contestación que se le dio y que a él le satisfizo fue ésta: el Corazón de Jesús tiene derecho a reinar en el mundo, ¡tiene derecho!; por lo tanto, el Papa hace bien en reconocer ese derecho. Y entonces el Papa hizo la consagración del mundo al Corazón de Jesús. Pero fijémonos bien, el reconocer ese derecho en Cristo por parte del Papa es un acto de la solicitud pastoral del Papa a que se ha confiado el mundo entero. Y entonces él, como acto suyo, del Papa a quien se ha confiado el mundo entero, pone ese mundo entero, incluso el mundo que está alejado de Cristo, bajo la protección del Corazón de Jesús, se lo confía, se lo entrega, se lo ofrece. Pero no es un acto del mundo como tal mundo; que no es el mundo como tal mundo el que se entrega, es quien tiene cuidado de ese mundo el que lo confía. Una madre puede confiar a su propio hijo al Corazón de Jesús, aun cuando ese hijo no lo quiera como tal. Pero son actos muy distintos. Una madre puede confiar y decir al Señor: ¡Señor te confío mi hijo, cuídalo! Es una cierta manera de consagración. Es un acto. ¡Dios tiene derecho a la reverencia de ese hijo suyo!

 

Pues bien, en este sentido cualquier miembro de la familia puede consagrar la familia, pero en un término de consagrar que es muy imperfecto. Puede confiar la familia continuamente al cuidado del Señor, en un acto que el Señor bendecirá porque es parte de la providencia con que el Señor cuida la salvación de esa familia. Y podrá ser el padre, podrá ser la madre, podrá ser el matrimonio, el que confía la familia al Corazón de Jesús. Es una cierta forma de consagración, quizá sea esta la manera. Como también el Papa consagra al mundo, como también la Iglesia puede consagrar una nación, pero no como acto oficial de esa nación porque no es un acto familiar como tal, puesto que no tiene las características de lo que es el acto familiar como tal, sino que es simplemente la voluntad de amor, es simplemente la voluntad de salvación que pone esa entidad, de carácter en este caso social o personal, bajo la protección del Señor y se le confía al Señor. Es consagración en un grado imperfecto.

 

Otra cosa es cuando la familia como tal decide deliberadamente consagrarse al Corazón de Jesús y asumir actualmente los compromisos que comporta la aceptación de Cristo como Señor de la familia. Esto es lo que estrictamente llamamos consagración de la familia. Y es claro que en este caso se presentan ciertos problemas sobre la preparación necesaria para hacerla dignamente. Y en algunos casos quizá no se pueda hacer porque la familia no está madura para ello; será camino largo de preparación, de conversión, de maduración hasta que llega el momento de que esa familia reunida en la tierra, como acto familiar, como acto comunitariamente hecho, a través de su jefe o a través de uno de sus miembros en el cual y por el cual hablan todos, expresa su voluntad de que el Señor rija la familia según su santa ley. Y no solo esto como cristiano en general, sino precisamente reconociendo su amor, reconociendo esa misma realidad familiar que es obra del amor de Cristo y manifestación del amor de Cristo, con todos los compromisos de una familia que en medio del mundo ha de ser testigo de ese amor de Cristo. Ahí tendríamos la consagración de la familia.

 

La familia en sí al ser familia cristiana, santificada por el sacramento del matrimonio, es santa, pero ahora falta que la acepte. Y entretanto cada uno de los miembros puede sufrir porque no llega todavía la realización de ese ideal de la familia, y se prepara, y ora. Entonces, si llega a través de la gracia el momento delicioso y feliz de poder hacer la consagración familiar, la realiza. Tenemos también tiempo en este sentido para que todos nosotros en nuestro ambiente familiar maduremos una consagración de este tipo.

 

Y quedaría una palabra sobre la consagración de una nación. También aquí es verdad que cada uno de nosotros podemos consagrar España en el sentido este amplio, ponerla bajo el manto del Señor, confiarla al Corazón de Jesús. Pero otra cosa es cuando la nación, como nación, acepta el reinado de Cristo y acepta la inspiración cristiana de sus normas y de sus leyes, de su vida, y acepta el suavísimo reinado del Corazón de Jesús. Y a esto es quizás a lo que se refería el Papa Juan Pablo II en aquellas palabras vibrantes y conmovedoras, cuando con palabra fuerte decía: ¡No tengáis miedo de Jesucristo! ¡No tengáis miedo de meter a Jesucristo en la cultura, en la política, en la nación y en la economía! ¡No tengáis miedo! ¡Dejadle paso! Y es verdad, ¡no tengamos miedo! Pero el acto por el cual una nación, como nación, lo acepta, debe ser un acto hecho según los actos públicos de la nación. Y debe tener una preparación verdadera y no ser una imposición, porque el reino de Cristo no es de este mundo, no es reino impuesto con violencia, pero es reino en este mundo. Y ese reino de Cristo debemos buscarlo. Y aquí tenemos un verdadero peligro de dormirnos, de decir que las cosas están así. Y es verdad, hay que aceptar las cosas como son. Pero aceptar que están las cosas como son no es dejarlas estar así, sino es sentir el estímulo para que se realicen los planes del Señor, pero realizarlos a través de los medios justos, a través de los medios razonables, a través de los medios propios de lo que es una transformación de una sociedad, de una mejora, a través de la conversión de los corazones, a través de la acción, a través del apostolado…, para poder llegar a tales condiciones en las cuales la nación misma en un acto, como son los actos en los cuales la nación decide de sí misma, acepte el reinado del Corazón de Jesús.

 

No es éste sin duda el momento actual nuestro. Hemos de reconocerlo. No es éste pues el momento de querer imponerlo, de querer conseguirlo, de una manera o de otra, pero llegar a hacerlo, aunque sea aplastando a quien se ponga delante. Pero es el momento de poner toda nuestra fuerza y nuestra oración por conseguir que las estructuras se vayan cristificando, por conseguir que los hombres vayan conociendo y amando a Cristo, por conseguir que las familias se vayan cristificando también. Y que así vayamos preparando un día, y aquel sería un día grandioso para nosotros, en el cual nuestra patria en un acto nacional de verdad, en un acto en el cual ejercitase su poder nacional decidiendo de sí misma como nación, decida el poner a Cristo en el centro de ella y poner a Cristo como verdadero Rey de la nación.

 

No tenemos que desanimarnos, no tenemos que renunciar a esto, hemos de verlo. ¡Cuántas veces hablando de las estructuras hemos dicho estructuras injustas! Es verdad que hay este Estado pero es un Estado de injusticia estructural; yo diría: estamos en una situación que todavía es imperfecta estructuralmente. Pero no se arregla esto imponiendo, se arregla transformando, se arregla trabajando, se arregla ofreciéndonos, se arregla orando. Se arregla llegando a ese cambio lento por el cual un día, ¡que hermoso sería ese día!, en que por un acto de la nación, diríamos, por un acto de las Cortes Españolas que deliberadamente se plantearan la cuestión de si aceptan a Cristo como norma suprema de la vida y de la ley, de la nación entera, y que esas Cortes representantes justas de un pueblo decidiera que sí, que Cristo, el Corazón de Jesús, la ley de Cristo, sea la ley suprema de nuestra patria como nación. Ése sería el momento, eso sería la consagración final. Y aún entonces tendríamos siempre un progreso ulterior que realizar.

 

Ciertamente no es éste el momento, ni es nuestra pretensión inmediata. Por eso se plantea la cuestión de cómo debe ser ese acto que queremos, cómo debe ser esta renovación nuestra. Y ha surgido una idea que puede ser la que nos ilumine.

Lo que sí podemos hacer ahora, y lo que podemos pretender todos, es la consagración de la Iglesia española al Corazón de Jesús. La consagración del pueblo cristiano, de la Iglesia española dirigida por sus pastores que reconoce a Cristo como norma de esa Iglesia española, y que proclama públicamente y en cuanto Iglesia española, desde ese punto de vista, confía al amor y a la misericordia del Corazón de Jesús a la nación entera, esperando que reconozca por el camino de ese reconocimiento, empapado de libertad personal de cada uno de los hombres, que no pierde nada con aceptar a Cristo y que ganaría inmensamente llegando a aceptar su dulce reinado de amor.

 

Estos son los horizontes que debemos tener cuando nosotros hoy nos reunimos en esta Eucaristía. Y estas las intenciones que presentamos al cielo. Grandes horizontes, inmensos, donde cada uno de nosotros no se deja llevar por la amplitud de estos horizontes, sino que inmediatamente asume la responsabilidad de su propio campo, pero vive su responsabilidad personal y concreta con este horizonte universal, con este ideal ante los ojos. Y lo ofrecemos hoy en la Eucaristía, y lo pedimos al Padre por Cristo, que lleguen esos días, que se aceleren, en los cuales Él reine de veras en nuestras personas, en nuestra familia y en nuestra patria. Que así sea.

P. Luis M.ª Mendizábal sj