¿No lo has dicho tú muchas veces? ¿No lo has dicho tú, pobrecito que amanece sin pan y te acuestas con hambre? Si yo tuviera un poco de pan, ¡qué feliz sería! ¿no has repetido esa frase tú también, hombre de dinero? Si yo tuviera salud como dinero, ¡qué feliz sería! Y tú, joven elegante, a quien han hecho creer que eres bella; y tú, hombre a quien todos tienen por feliz, ¿no habéis exclamado nunca: si yo tuviera más suerte, más simpatías, más talento, más…de cualquier cosa, ¡qué feliz sería!?
Anda y busca por el mundo alguien que no haya sentido necesidad de prorrumpir algunas o muchas veces en el consabido ¡Si yo tuviera…!
Y es triste ¿verdad? ese grito.
Porque aunque supongas que todos tenemos un poco de ambición, ese lamentó tan universalmente sentido y proferido, supone indudablemente un estado perpetuo de necesidad. Sí, es cierto que todos necesitamos algo más para ser felices.
¿Y qué será? ¿Dinero, talento, hermosura, pan…?
No debe ser nada de eso, puesto que como has convenido conmigo anteriormente los que tienen todas esas cosas todavía se quejan, diciendo: ¡Si yo tuviera…!
¿Recuerdas aquel pasaje del evangelio en el que aparece el Salvador sentado junto al brocal de un pozo y diciendo a una mujer que había llegado a creer que la felicidad era el producto de aquellos solos ingredientes que te he nombrado: Si tú supieras…?
¿Lo oyes, pobre pordiosero, rico desasosegado, joven melancólica, obrero triste, almas todas que sufrís desengaños, desalientos y torturas?
¡Si supierais encontrar la fuente en donde se apagan todas esas clases de sed que padecéis, como se secarían vuestras lágrimas!
¡Que feliz yo si hiciera ese descubrimiento en vosotros todos los que formáis el gran ejército de los necesitados!
Pobre que careces de pan, ¿quieres que te enseñe unas puertas que nunca se cierra a los que llaman?
Pues llama a las puertas del sagrado Corazón de Jesús y verás cómo ahí nunca te dicen que perdones.
Alma herida por la ingratitud y la injusticia, ¿sabes en dónde siempre se agradece y nunca se olvida?
En el Corazón de Jesús.
Alma que estás triste porque tienes pecados para los cuales temes que no haya perdón, ¿No quieres de verdad? Pues ponte tú también delante del Corazón de Jesús y, aunque no le digas nada, llora. Le gusta mucho dar perdones a cambio de lágrimas.
Corazoncillo que a veces quieres remontar el vuelo, y subir arriba y, sin embargo, no consigues levantarte un dedo sobre la tierra, ¿quieres alas?
Pues metete en el nido que forma la llaga del Costado de Jesús, y al poco tiempo, yo te lo aseguro, ¡verás cómo subes!
Ahora después de haberte dado a conocer esas puertas siempre abiertas para los que tienen hambre de cualquier clase que sean, ese amigo que siempre paga, ese Padre que tan fácilmente perdona y ese nido en el que también se vive, dime: ¿te atreverás a exclamar con aire de tristeza: si yo tuviera…?
¿Qué necesitas, di?
Mira por toda la redondez de la tierra, mira al cielo, y si en aquélla o en este encuentras algo que no te ofrezca el Corazón de quien te he hablado, entonces quéjate con amargura y con razón. Pero si no lo encuentras, que no lo encontrarás, prorrumpe en este grito: ¡qué dichosos me habéis hecho, Dios mío, que en el Corazón de vuestro Jesús me lo habéis dado todo!
Todo, ¿lo oyes bien, alma necesitada?