P.Cándido Pozo. S.J.
Las presentes consideraciones no desean, en modo alguno, reducirse a ser un estudio erudito sobre el simbolismo de la palabra «corazón» en la tradición bíblica y en los momentos más culminantes de la historia Cristiana. Es claro que en el contexto en que se pronuncian, dentro de un Congreso teológico dedicado a investigar los fundamentos teológicos de la devoción al Corazón del Señor, no pueden separarse de la problemática que surge hoy en diversos ambientes eclesiales con respecto a esta devoción. Abrigan, por ello, la esperanza de aportar una palabra clarificadora en torno al conjunto del tema. Sin duda, seria pretencioso aspirar a decir una palabra última o una clarificación final. Ello será el resultado de esfuerzos convergentes. Pero es precisamente dentro de esa convergencia, donde estas reflexiones aspiran a situarse.
Cuando se comparan determinadas afirmaciones papales sobre la devoción al Corazón de Jesús (que van, sobre todo, de León XIII a Pio XII)1 con la realidad que hoy con frecuencia nos rodea, el contraste es sencillamente estrepitoso. León XIII consideraba esta devoción como «la forma más excelente de religión»2. Pio XI aseveraba que «en esta forma de piedad se contiene el compendio de toda la religión y la norma de la vida más perfecta, ya que conduce más rápidamente nuestros espíritus a un conocimiento íntimo de Cristo Nuestro Señor, e inclina más eficazmente nuestros corazones a amarlo con mayor fuerza y a imitarlo más seriamente».
Pio XII, por su parte, escribía: «Es para todos manifiesto que no se trata de una forma común de piedad, que cada cual puede, a su arbitrio, hacer pasar a segundo término o despreciar, sino de una disciplina que conduce de manera óptima a la perfección Cristiana»4. «Si consideramos su naturaleza peculiar, es manifiesto que este culto es un acto de religión excelentísimo, puesto que exige de nosotros una plena y entera voluntad de entrega y consagración al amor del divino Redentor, del que es señal y símbolo viviente el Corazón traspasado» 5.
Como ha señalado acertadamente el Cardenal J. Ratzinger, cuando Pio XII escribía las últimas frases citadas (15 de mayo de 1956), «la veneración al Corazón de Jesús en las formas del siglo xix se mantenía todavía viva, aunque se vislumbraba ya con claridad una crisis de esta forma de piedad»6. Diez años más tarde, a partir del posconcilio, la crisis era casi total en el sentido de que amplios sectores en la Iglesia consideraban la misma devoción al Corazón de Jesús y no sólo ciertas formas de ella, como una realidad no sólo caduca, sino caducada de hecho, ligada a un determinado momento histórico que ya habría pasado definitivamente 7.
Naturalmente ante un fenómeno de derrumbamiento tan radical hay que acercarse con espíritu de sereno discernimiento. Parece obvio que los testimonios papales apuntan primariamente a la realidad simbolizada por el Corazón de Cristo que coincidiría con el centro del mensaje Cristiano. La realidad en cuanto tal seria irrenunciable. Pero ulteriormente encierran una valoración positiva del símbolo, es decir, del Corazón traspasado. Ciertamente nos encontramos ante dos niveles diversos. El juicio de valor sobre ambos niveles tiene que ser inevitablemente diferente para ser matizado. Este fue el camino que se siguió en el mensaje conclusivo del Simposio sobre «Cristología en la perspectiva del Corazón de Jesús», celebrado en Santiago de Chile en enero de 1981; ello permitió, a mi juicio, una presentación muy rica y moderna de la devoción al Corazón de Jesús8. Pero el método de este mensaje no llevó a un reduccionismo a que abandonara el segundo nivel — el del símbolo — para quedarse tan sólo con el primero, con la realidad simbolizada. Realidad simbolizada y símbolo no tienen la misma importancia. Ello, sin embargo, no es sinónimo de declarar al símbolo carente de valor. Aparte de que tengo que declarar, ya de entrada, mi desconfianza ante fenómenos históricos excesivamente rápidos. Un símbolo que se declaraba válido en 1956, no ha podido perder toda su validez en un arco de diez años.
En todo caso, queda así apuntado el orden expositivo que me propongo seguir.
1. La realidad simbolizada
Uno de los mayores tesoros que Israel poseía, era conocer el nombre de Dios: el nombre de Yahveh. Se trata del tetragrama divino que aparece, completo con sus cuatro consonantes, 6.823 veces en la Biblia9. La revelación del nombre constituye el momento culminante de la manifestación de Dios sobre el monte Horeb. A la pregunta de Moisés: «Cuando llegue a los israelitas y les diga: ‘El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros’, si ellos me preguntan: ‘¿Cuál es su nombre?’ ¿Qué les he de decir? — Respondió Elohim a Moisés: Yo soy el que soy» (Ex 3, 13 s.).
Desde luego, la solemnidad revelacional — e incluso la veneración posterior de los judíos hacia el nombre de Yahveh — impiden interpretar la respuesta «yo soy el que soy» como una evasiva a la pregunta de Moisés. Es una verdadera manifestación del nombre de Dios, lo que en mentalidad semita es tanto como manifestar la más íntima realidad. La exégesis moderna no se inclina por una interpretación del nombre como «el que es por esencia», como se pensó largo tiempo por influjo de la traducción de los LXX y de la relectura de Sab 13, 1: ho Sn. Tampoco se piensa en una explicación causativa: «el que hace existir». Más bien seria: «yo soy el que está» con vosotros, a vuestro lado, para liberaros, para salvaros, para conduciros, a través del desierto, de la esclavitud a la libertad de la tierra prometida. En ello está implicada toda una actitud de elección para salvar. Y; ¿será arbitrario ver en ella una actitud de amor? Es notable encontrar en un exegeta judío contemporáneo, Shelomo Dob Goitein, sea cual fuere el juicio que merezcan algunas de sus consideraciones filológicas, la explicación del nombre de Yahveh como «el que ama, el apasionado».
El respeto judío hacia el tetragammaton, el hecho de que los israelitas no se atrevieran a pronunciarlo y lo sustituyeran de modos diversos1, ¿no sería así la confesión implícita de la objetiva inefabilidad del amor de Dios? Porque lo que está fuera de toda discusión, es que Ex 34, 6 s., contiene una autodefinición de Yahveh en la que El mismo va desentrañando su ser como misericordioso: «Yahveh es Yahveh, Dios clemente y misericordioso, paciente y abundoso en fidelidad y lealtad que guarda la fidelidad hasta la milésima generación, que perdona la iniquidad, el delito y el pecado, aunque no deja impune, sino que castiga la inequidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación». Aunque el texto aluda al final a una responsabilidad colectiva punible, en su conjunto ensalza la misericordia sobre la justicia con un contraste de acentos abrumadores: aunque Yahveh castigue hasta cuatro generaciones, no sólo es fiel durante mil, sino que perdona, pues es clemente, misericordioso y paciente.
Esta primera revelación del ser de Dios a través de su nombre es fundamental. Muchas veces se ha subrayado el progreso del Nuevo Testamento con respecto al Antiguo, yuxtaponiendo sus respectivas nociones de Dios: «Él es el que es, como él mismo revelo a Moisés (cf. Ex 3, 14); él es Amor, como nos ensenó el apóstol Juan (cf. 1 Jn 4, 8)»13. Ello es muy justo en un nivel de formulaciones explícitas. Pero me parece muy razonable y conveniente subrayar la existencia de un progreso revelacional que, en el fondo, va desentrañando los contenidos encerrados en la primera revelación del Horeb.
El puente para la revelación explícita del ser íntimo de Dios como amor, es decir, para la revelación Cristiana del ser de Dios es el mismo Jesús, quien ya en su nombre articula el hombre de Yahveh con la idea de que su cercanía es precisamente para salvar. En efecto, su nombre «se compone del nombre Yahveh en su forma abreviada Jo en época aramaica pronunciada Je, y su sustantivo que significa ‘salvación’»14. «Dios amó de tal manera al mundo, que entrego a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Pues bien, ese Hijo que en su venida es expresión suprema del amor de Yahveh, expresa en su mismo nombre terreno e histórico el sentido íntimo del nombre del que lo envía.
Por otra parte, recordando la autodefinición de Yahveh en Ex 34, 6 s., por el tema de la misericordia, será útil subrayar que el Amanecer (o «Astro de mañana», Ap 2, 28) que es Cristo, nos visita «por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios» (Lc 1, 78), de ese Dios que «es rico en misericordia» (Ef 2, 4). Con ello se potencia ulteriormente el sentido último de que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8 y 16). Misericordia expresa la calidad y grado de un amor que no se desalienta ante la miseria ni ante la falta de correspondencia de las personas amadas, como ha explicado Juan Pablo II en su Encíclica «Dives in misericórdia». Es la misma potenciación del sentido del amor concreto de Jesús que aparece respectivamente en dos pasajes del Nuevo Testamento: «Nadie tiene un amor mayor que éste: dar uno su vida por sus amigos», dijo Jesús (Jn 15, 13); «A duras penas morirá uno por un justo (aunque por el que es bondadoso quizás alguno hasta se atreva a morir), pero Dios hace resaltar su amor a nosotros por el hecho de que, cuando nosotros éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros», comenta Pablo (Rom 5, 7 s.). Si ponemos ambos textos en relación, aparece en ellos el paso del amor a la misericordia.
Con todo esto aparece que el centro del mensaje del Antiguo Testamento que se prolonga y culmina en el Nuevo, se sitúa en un Dios salvador a impulsos de un amor que llega a la misericordia; la expresión suprema de este amor salvador y misericordioso es Jesús, enviado por el Padre, el cual (Jesús) muere por nosotros que yacíamos en el pecado. Esta realidad central es aquella a la que la devoción al Corazón de Cristo quiere dirigirse y la que pretende venerar. Esta es la realidad que se desea también expresar en el símbolo del Corazón traspasado. Naturalmente nuestras reflexiones han de extenderse ahora a estudiar el valor de este símbolo concreto.