El vuelo del espíritu.
El 31 de julio de 1729 fue un día inolvidable para el H. Hoyos. Todos los años, cuando esta fecha se renueva, brilla el sol con fulgor inenarrable en las casas de Jesuitas, como si el “ad majorem Dei gloriam”[1] resonase en la mitad del verano con las campanillas de todos los frutos recogidos por la Compañía, a lo largo de la historia. Parece que S. Ignacio baja a la tierra para pasearla otra vez poquito a poco, pasando revista a sus aguerridos batallones. El Jesuita fortalece ese día el indeclinable propósito de ir luchando siempre, a imitación del gran apóstol de Loyola, hasta consumirse en el servicio de Dios.
Por esta época, el P. Hoyos no pensaba todavía en reñir grandes batallas. Dieciocho años no cumplidos, alumno de Filosofía, tallo tierno y en riego, aún no podría presentarse ante su Padre con el rostro cubierto de polvo en el caminar del apostolado para pedir robustez en sus afanes. San Ignacio para él era más que capitán, sencillamente, padre amoroso.
Y así, en ese verano de 1729, ardientemente seco, el 31 de julio fue para el P. Hoyos, jardín florido y lago risueño.
El desposorio.
A la hora en que por los caminos de Medina, esponjosos como almohadas de polvo iluminado, lanzaban al viento sus canciones de madrugada rudos campesinos y graciosas espigadoras, junto en el rastrojo los granos de trigo y las perlas del rocío, acercábase él a comulgar y hubo de detenerse porque se le marchó el sentido tras una deliciosa armonía musical que cantaban los ángeles en honor de S. Ignacio, con estas palabras como letrilla: “Fuego vine a traer a la tierra; ¿y qué quiero sino que se encienda y abrase?”. Pasada la primera impresión de arrobamiento y, cuando después de comulgar, estaba dando gracias, tuvo una visión de las más memorables de su vida.
Vio a Jesucristo, bellísimo de maravilla, que traía en sus manos un collar de oro muy precioso, con una cruz de la misma materia. Púsoselo en el cuello y le dijo estas palabras: “Tu Padre te dará la ley de mis esposas”.
Desaparecido el Señor y sumergido el H. Bernardo en incomprensibles dulzuras, le pareció que su espíritu, arrebatado de fuerza superior y divina, iba subiendo poco a poco hasta el cielo y vio a S. Ignacio. Estaba vestido de sacerdote: era blanca la casulla y matizada de hermosas labores y rica pedrería; el alba, de una tela tan admirable, que mostraba bien no ser cosa de por acá. En un hermoso libro que tenía abierto en sus manos, leyó las siguientes palabras escritas con letras de oro: “Esta es la ley de las esposas de Dios: amar a Dios con todo su corazón, y no admitir afecto de cosa creada sino en Él”.
Seguridad ante todo.
Esta visión representa con mucha claridad lo que podríamos llamar momento espiritual del H. Bernardo. Ha llegado ya a una altura insospechada. Su alma navega a toda prisa empujada por místicos dulzores. Canta y reza sin esfuerzo. Suspendido en Dios, mira las cosas de la tierra con suprema indiferencia. Él mismo advierte el rumbo que ha tomado, maravilloso en extremo, y se orienta con la brújula de una vida espiritual cada vez más vigorosa y substantiva. Hay que asegurarse de que no es el enemigo el que anda por el medio engañándole con torpes ilusiones.
Tanto más cuanto que hacía pocos días, efectivamente, el demonio había procurado turbar su sosiego, irritado de ver lo mucho que le favorecía el Señor y lo que adelantaba en el camino del espíritu.
Ello fue una mañana en que, al hacer oración, oyó una voz que le decía: “¡Ámame!” Con cierto ímpetu y humareda de consuelo insustancial: “Ámame, Bernardo, ámame; que todo soy amable”. Más enseguida, trocóse la complejidad en certidumbre de que aquél no era el Señor, al experimentar, a vuelta de la ficticia y pueril consolación del principio, una inquietud y desasosiego, como jamás sentido había. Y el demonio huyó.
Ahora no. Ahora estaba seguro, en cuanto un hombre puede estarlo, de que la mano de Dios era quien iba arrojando la luz del consuelo en el campo de su alma. Tomaba a esta por esposa, porque así se lo había prometido hacía poco tiempo en otra de aquellas gratísimas visiones.
Por lo cual, él mismo escribe con valiente humildad: “No puedo dudar de la verdad de estos favores; lo uno por los efectos que en mí producen; lo otro, porque tales favores están fuera del poder del enemigo, y la imaginación es grosera para formar por sí en mil años lo que aquí vivió en poco tiempo”.
[1] “ad majorem Dei gloriam”: “a la mayor gloria de Dios”.